Primero de todo, paso a responder.
Sagen: Antes estaba bastante más orgulloso de mis capítulos anteriores. Ahora que he ido cogiendo soltura y cada vez escribiendo mejor, creo que puedo mirar con objetividad mi obra pasada. Todo lo que yo digo sobre otras obras también se puede aplicar a la mía, compañero. Tengo bastantes fallos, y se ven mucho más fácil en las obras ajenas que en las propias.
Soy muy seco para responder a comentarios, pero siempre os agradezco que paséis por aquí.
Mil gracias compañero.
Alfredo: Hola Alfredo. Ya veo que te has pasado, y no te preocupes por la regularidad. De hecho yo te debo una buena visita a ti, que ya me estoy pasando de listo. Y respecto a tu desánimo, no te preocupes, hay etapas buenas y etapas malas. Eres bastante bueno y confío en que puedes avanzar a paso de gigante.
Del capítulo IV estoy parcialmente orgulloso. La temática es bastante buena pero la narración tiene mucha flojera. Me fastidia mucho, pero atribuyo esto a errores de novato (ahora voy algo mejor).
En esta historia habrá bastantes referencias a LC y el MO. Al fin y al cabo, son los reclamos de la gente jajajaja.
En fin compañero, un saludo y nos vemos por The Doom, que me toca ya.
Capítulo XXI: Zíngara
El viento aullaba lejano entre los árboles, que eran mecidos con suavidad, como una madre que acuna a sus hijos y les canta una nana para que se duerman. En el medio del bosque había una pequeña cabaña, construida con madera de pino viejo. Por sus ventanas se filtraba una luz tenue, proveniente de una chimenea en el interior de la estancia.
A pesar de no ser muy grande, la casita estaba amueblada con artículos caros: sillas de roble, cortinas de seda y encimeras de mármol hacían juego con el marrón acartonado de la pared. La cocina era amplia y limpia, ordenada con tesón, y el salón acogía una mesa de comedor enorme.
En una de las habitaciones descansaba Ikki. Los ojos de Fénix se abrieron despacio. Parpadeó tres veces y se frotó los ojos antes de intentar averiguar dónde se encontraba. Aquel lugar estaba a oscuras, y solo a través de las persianas bajadas se filtraban los rayos de la luz lunar.
Se apoyó en el cabecero de la cama y buscó en la pared algún interruptor para encender la bombilla. Sus brazos aún le dolían, lo que le hizo recordar que había combatido con Anaximandro. Antes de que encontrara lo que buscaba, la puerta de la habitación se abrió y la luz se encendió. Los ojos de Ikki, acostumbrados a la oscuridad, se cerraron de golpe por la molesta e incisiva luz. Fue abriéndolos poco a poco, haciéndose a la nueva situación.
—¿Ya estás mejor? —dijo una voz desconocida para el caballero.
Cuando pudo abrir del todo los ojos, contempló a una mujer con un peto morado que llevaba una bandeja de aluminio entre sus manos; en ella traía una botella de agua y un pequeño bote de alcohol.
Sin embargo, Ikki se quedó mudo ante el rostro y el físico de aquella chica: era igual que el de alguien que él conocía muy bien.
—Esmeral… —susurró en voz baja, perplejo ante la similitud.
«Pero no puede ser, ella está muerta y no tenía hermanas…» atormentado, Fénix clavó sus ojos color tierra en la figura femenina.
A pesar del claro parecido, aquella chica tenía tez oscura y pelo corto. Sus ojos marrones y su color contrastaban con unos dientes blancos que destacaban en su rostro. Su cuerpo, menudo y esbelto, se adornaba con unas curvas definidas y un físico admirable.
—¿Esmeral?, ¿qué es Esmeral? —La mujer dejó la bandeja en la mesita de noche y sacó de aquella una toalla; no le dio demasiada importancia a las palabras del caballero, ya que pensaba que deliraba.
La joven vertió el alcohol que traía en la toallita y la refregó contra las heridas infectas del caballero de Bronce. Aquel hizo un pequeño gesto de rechazo al tacto que creaba aquel líquido en su frente. Sin embargo el dolor no le importaba tanto como el escalofriante parecido de aquella mujer con el de la que una vez tanto amó: Esmeralda.
—¿Quién eres tú? —musitó el caballero con timidez, eso que a él tanto le faltaba.
—¿Yo? —respondió la chica inmersa en sus tareas de curación—. Aquí todo el mundo me llama Marie Curie, Marie Curie de Sextante.
—¿Marie Curie? —Ikki alzó una ceja, intentando averiguar el porqué de un nombre tan técnico.
—¿Qué? —cuestionó sin mirar a los ojos del caballero, enfrascada en la toalla y el alcohol—. Es una gran referente femenina.
Marie Curie había descubierto muchos años atrás el radio y el polonio, y era una de las mujeres más conocidas de toda la historia de la química moderna; desde luego que era una gran referente.
—¿Dónde estoy?
—En una cabaña al sur del Santuario —Marie dejó el trapo en la mesita y puso su mano en la frente de Ikki, apretando la herida—. No te muevas, durará tan solo unos segundos.
Deslizó sus dedos hasta dejar el índice sobre la herida que antes había curado. Después apretó con fuerza sobre la llaga, provocando una reacción dolorosa en Fénix. Cuando cedió la presión, el corte brillaba como si tuviese una película protectora encima.
—Ya está. Ahora, hasta que se cure del todo tendrás ese brillo extraño —La chica se levantó de la cama y abrió la puerta de la habitación, no sin antes mirar al joven a los ojos—. ¿Vienes a cenar? He hecho coles de Bruselas.
*****
Se escuchó un golpe seco que resonó por todo el templo de Aries. Podía verse un fulgor intermitente de vez en cuando, acompañado de un sonido metálico ensordecedor.
—¡¿Por qué?! —Argos chillaba como un loco mientras pisaba la cabeza del joven Kiki, que no podía hacer nada ante la presión; su cara, ensangrentada, enrojecía el mármol pulido del suelo del templo—. ¡¿Por qué le diste el poder de los Dioses a Fénix?!
Los ojos del caballero de Escorpio se habían teñido de un rojo carmín profundo; sus pupilas, dilatadas a más no poder, se clavaban con furia en el carnero dorado. La uña escarlata del Saint rozaba el cuello de Kiki, amenazando con cortárselo si no respondía.
Pero el carnero dorado no se amedrentaba ante la amenaza de su “compañero”. Sin contraatacar siquiera, encajaba con valentía los golpes enrabietados de Argos. Tras diez minutos de castigo intenso, Kiki había desfallecido sin poder resistir más; así había llegado a aquella situación tan desfavorable.
—¡Responde, estúpido niñato, o te convertiré en cabra troceada! —Enfurecido, Argos dio un pisotón limpio en pleno cráneo de Aries; un crujido, acompañado de un berrido atronador, hizo salir volando a los pájaros de los alrededores.
Apartó su pie de la cabeza del joven y le pateó el pecho, lanzándolo contra la pared del templo; unos guijarros mal sujetos en las bóvedas del templo cayeron ante la sacudida.
Apoyado en aquella pared, malherido y sangrando, Kiki veía, a causa de los golpes en la cabeza, el mundo distorsionado. Las columnas se deformaban de forma grotesca y lo que antes eran claraboyas o ventanas, rebosantes de luz, ahora las interpretaba como sombras o brillo gris. El dorado de la armadura de Argos se convertía en amarillo chillón burlesco, y su pelo negro ahora era azul marino.
El taconeo metálico que producían las botas del caballero de Escorpio resonaba por la estructura mientras aquel se acercaba al derrotado Kiki. Agarró al carnero por el cuello y lo suspendió en el aire mientras lo apretaba contra la pared, cortándole la respiración. De entre los labios de Argos se desprendió un hilo de sangre: tenía la mandíbula cerrada con tanta fuerza que sus encías no podían soportarlo.
—Es la última vez que te lo pregunto, ¿por qué se lo diste a él?
El carnero rogó con sus ojillos temblorosos que la paliza cesase. A pesar de ser un dorado, Kiki era un crío de once años poco curtido en batalla; el menos experimentado de la orden.
—Argos, ya es suficiente —Una voz que venía desde las sombras del templo distrajo la mente del escorpión celeste, que soltó de golpe al su presa. Kiki cayó al suelo dando un culazo, después fue deslizando su espalda por la pared hasta llegar al suelo; su cuerpo quedó completamente horizontal en el firme.
Escorpio se giró de manera abrupta. Buscó con sus ojos enrojecidos a la persona que hablaba. »Otra vez tú —pensó el pelinegro mientras dirigía la mirada a cualquier escondrijo que pudiese ocultar a alguien.
—¡No te ocultes, sal de las sombras! —Argos dio la espalda al maltrecho Kiki, que lejos de poder levantarse, observaba aquella escena—. Ya son muchos años de estar escondido…
El escorpión comenzó a caminar. De nuevo, el metálico taconeo de sus pasos creaba un eco que, acompañado de un silencio mortal, crispaban los nervios de cualquiera.
—¿No lo ves, Argos? —habló de nuevo la misteriosa voz; el eco del templo era tal que las ondas de sonido se propagaban por todas partes, siendo complicado para el Escorpio encontrar la fuente—. Te has convertido en lo que una vez juraste defender: eres un asesino, un monstruo.
—¡Cállate! —intervino el escorpión; pero de nada servían sus gritos, implorantes de silencio, de no escuchar de nuevo aquellas mismas acusaciones.
—A lo largo de los años —continuó la voz— he visto cómo asesinabas a gente inocente con esa armadura, manchada con sangre de niños, de ancianos, de mujeres.
Argos se puso las palmas de las manos en los oídos y comenzó a gritar, intentando no escuchar ninguna palabra más. De pronto se arrodilló y comenzó a llorar. Sus alaridos se transformaron en agudos sollozos; sus mejillas se humedecieron y unas lágrimas gordas se desprendieron por su mentón, cayendo al suelo.
—¡Eso es mentira, calla! —Cuando al fin pudo articular palabra, su voz se quebró como la de un niño que habla mientras llora—. ¡Yo no soy un asesino!, ¡soy un héroe!
Argos elevó su cosmos y con sus Agujas Escarlata arremetió contra todas las columnas de Aries, intentando silenciar a aquel que lo martirizaba. Mas fue inútil; no hubo ningún atisbo de movimiento. El escorpión se secó las lágrimas con la muñeca y se levantó hincando la rodilla derecha en el suelo.
—Solo quiere hacerme daño —susurraba el dorado con sus manos puestas en los ojos—, pero no lo conseguirá… ¡No! No lo harás… —Sonrió lúgubre mientras sus ojos de serpiente se volvían a fijar en Kiki.
*****
Hacía un día hermoso en Holanda. Los pájaros cantaban, el sol brillaba y los tulipanes, teñidos con miles de colores, hacían aún más vistosos aquellos campos infinitos. En medio de los extensos prados cubiertos de flores había un camino de tierra. Era imposible ver su final. Se alargaba más allá de los horizontes.
En medio de aquel hermoso paisaje había una pequeña cabaña hecha de madera. En su porche adornado con un pequeño cartel que ponía Atenea bendiga este hogar y una mecedora, también estaba el dorado de Piscis, Doro. Miraba con detenimiento una rosa azul, casi tan bella como el propio caballero.
»Tan insignificante y aun así tan bella… —Piscis rememoraba los viejos tiempos: su entrenamiento, su vida adolescente, así como también a su maestro.
Un chiquillo de pelo rubio corría por las calles de un pueblecito en Alemania con una margarita en la mano. Su sonrisa, falta de algunos dientes, le daba un aspecto tierno, como si, solo con verlo, diesen ganas de abrazarlo.
El cielo aturbonado reflejaba una tormenta inminente. El viento comenzaba a levantarse con fuerza; las hojas de los árboles eran mecidas con suavidad al principio y emitían un sonido relajante y ligero, para, a medida que aumentaba el vendaval, convertirse en un ensordecedor trueno que era capaz de romper tímpanos.
—Debo apresurarme —dijo el pequeño, agarrando el cuello de su camiseta, intentando protegerse del aire frío que se escurría bajo sus pobres ropas. Por más que el niño corría, la potencia del viento le empujaba hacia atrás, impidiéndole casi avanzar; su menudo cuerpo no era rival para las fortísimas ráfagas—. Mamá me reñirá si llego tarde.
En un momento, el viento elevó del suelo al crío. Asustado, no pudo más que patalear de manera inútil. Comenzó a llorar, intentando regresar al firme, pues le daba miedo estar suspendido en el aire. Mas sus esfuerzos eran en vano. Su cuerpo, sujeto a las leyes de la física, no podía hacer nada.
Aun llorando como un loco, el niño percibió en el aire el aroma de las rosas, esas que crecían en los prados alemanes en primavera. No se detuvo a pensar el porqué de esa fragancia en un frío día de noviembre; el miedo que tenía le impedía ser racional. Pataleaba con torpeza, intentando regresar al suelo. Para su desgracia, una vez que el viento se lleva algo, rara vez lo posa con delicadeza.
—¿Tan joven y ya queriendo volar del nido? —El perfume embriagador se hizo aún más cercano. El crío no asimilaba nada, tan solo pataleaba y lloraba. Pero se detuvo cuando frente a él, en el aire, había una figura cubierta por una capa oscura. En tan solo un instante, tanto el niño como aquella misteriosa persona se encontraron en el suelo de nuevo. El joven estaba en los brazos de un hombre que le había salvado estando en el aire.
»Qué bien huele —pensó para sí el zagal, observando el pelo azul celeste que se desprendía por el agujero de la capucha.
—¿Estás bien, enano? —preguntó el extraño mientras con su mano libre se dejaba la cara a la vista. Era una mujer, ¡no, un hombre!, pero era tan hermoso que se le podía confundir con facilidad.
—S… sí… —tartamudeó aún petrificado por el miedo, mirando con estupefacción el rostro perfecto de su salvador. Levantó la mano para tocarlo, pero enseguida desistió, controlando sus deseos primarios—. ¿Quién es usted?
—¿De veras quieres saber mi nombre? ¡Ah, qué honor, me siento como un famoso! —El hombre dejó al crío en el suelo a la par que le dedicaba una sonrisa socarrona—. Me llamo Afrodita —La capa dejaba a la vista una especie de vestidura, algo metálico que relucía como el oro. Llamó tanto la atención del pequeño que dirigió su mirada hacia ella con descaro, sin reparar demasiado en las palabras de su salvador.
—¿Eso que lleva usted es una… camiseta de oro? —La prenda hizo que la curiosidad del joven se despertase. Con ojos vivarachos, el relucir de aquel ropaje se convirtió en la principal ambición de un niño que solo había leído sobre tan preciado metal.
—Oh, ¿esto dices? —Afrodita se arrancó la capa con fuerza, como intentando darle más emoción al asunto. Aquella situación le hacía sentir como un auténtico superhéroe. Era tan vanidoso que incluso posaba para hacer aquella situación más moralizadora; simplemente le subía el ego—. Sí, es una armadura dorada —El dorado hizo especial hincapié en aquellas dos últimas palabras.
Al chiquillo se le caía la baba solo con mirar el relucir de aquella magnífica vestidura. Incluso veía su reflejo en el brillante oro que componía la armadura. Extendió una mano para tocarla, pues necesitaba sentirla con sus propios dedos. Era tan hermosa que no podía apartar su mirada de aquella maravilla. En cuanto la mano del chico se acercó a la Cloth lo suficiente, Afrodita le dio un golpe en ella.
—¡Quita! No sabes lo que cuesta mantener esta monada limpia —Aunque parecía ofendido, se notaba que Afrodita disfrutaba con aquella situación. No le importaba que el chico tocase la Cloth, pero sí quería sentirse superior, importante, como si fuese un superhéroe.
*****
Doro sonrió. Se había sumergido en su pasado mirando aquella magnífica rosa azul. La giró por su tallo, observando con admiración una creación divina. Algo tan hermoso como el cielo, el mar o la naturaleza.
De pronto sintió un ruido en el interior de la cabaña. Sin mover un músculo siquiera, dirigió su mirada a la puerta adornada con unas pintadas.
—El joven Pegaso debe de haberse despertado.
Editado por ℙentagram, 04 abril 2016 - 16:21 .