Bueno, me presento y les presento mi historia, mi primer proyecto en la categoría fanfictions. Narraré la guerra santa del s. XII. Si bien hay un contexto espacio-temporal concreto y se usan nombres de personajes históricos, no es mi intención que el relato tenga fidelidad histórica alguna. Considero canónicos los mangas originales de Saint Seiya y Saint Seiya ND, nada más. De todas formas, habrá ciertos elementos propios de LC y el Hipermito. Pienso usar nombres medievales reales, que quizás suenen un poco extraños al principio. Yo creo que está bien cuando uno se acostumbra. Intentaré cumplir con un capítulo por semana, aunque los capítulos serán más bien cortos. En esta primera entrega capítulo doble. Desde ya, se agradece por leer y comentar.
Saint Seiya 1262
Capítulo 1 : El Santo de Atena
- Desprecian las maravillas de la creación. Pregonan el odio en nombre de quienes predicaban amor. Agradecen con violencia a quienes dieron sus vidas por la paz.
Un jovencito de unos doce años, de largos cabellos crespos negro azabache, se expresaba con sensibilidad y armonía encantadoras. Sólo lo vestía una vieja y sucia túnica antigua. Sus enormes ojos gris claro, de una transparencia conmovedora, se fijaban en el grupo de seis hombres que se hallaba frente a él. Se trataba de seis sujetos adultos, de tez morena al igual que el muchacho pero facciones más pequeñas; cabello en negras motas igual que sus puntiagudas barbas. Se desplegaban frente al joven con varas en la mano y una actitud claramente hostil.
- ¿Y ahora resulta que un judío viene a nuestro barrio a predicar la verdadera fe? ¡Alá nos salve! - le ladró iracundo uno de los hombres, como acusándolo. - Deberías haberte quedado con tu gente. Pero después de semejante blasfemia no permitiré que vuelvas. Tu sangre infiel pagará tu pecado, jeje... - y se acercaba al muchacho con la vara en alto.
- ¡Te pido que abras los ojos! - respondió el muchachito con inalterables armonía y pasión. - Todos los profetas han predicado el amor y la no violencia entre los humanos sin importar su religión. ¿Por qué entonces te dedicas a castigar a los que son diferentes a tí? ¿No crees que en el poder amar a todos está la salvación?
- ¡Silencio! - replicó agresor enfurecido. - ¡Ya estoy harto de tus blasfemias! ¡Serás apaleado hasta que tus huesos ya no crujan!
El atacante fue repelido hacia atrás, volando tres o cuatro metros hacias sus espaldas, como si un gigante lo hubiera tomado de la cabeza y jalado. La sangre saltó de su nariz.
En el lugar donde hacía un momento se paraba el hombre increpando al muchacho, aterrizó de la nada otro muchacho quizás un poco mayor, con rasgos arábigos y cabellera negra levantada hacia un lado.
- No permitiré que le hagas daño a David. - declaró entusiasta el recién llegado, mirando al hombre que acababa de derribar en un movimiento imperceptible para los ojos de los testigos.
- ¿Dijo David? - uno de los compañeros del caído, que aún se encontraban allí de pie, le preguntó al resto. - He oído hablar de ese niño judío David, que anda diciendo blasfemias sobre que las enseñanzas de Muhammad son las mismas que las que predican los judíos y los cristianos.
- ¡Ah! ¡Es ese niño! - ¡Yo también he oído hablar de él! - respondieron algunos. - Creo que deberíamos darle su merecido. - ¡Sí eso es!
Los cinco hombre se acercaron amenazantes con sus varas mientras el muchacho que había llegado permanecía inmóvil entre ellos y y el niño judío.
- ¡Ten cuidado Enif! - le dijo este último a su defensor.
- Escucha muchacho - dijo el hombre que había reconocido a David en primer lugar. - Tú eres uno de los nuestros. Será mejor que nos entregues a este judío a menos que quieras que te despachemos a tí también...
- ¡Imbéciles! - respondió el jovencito llamo Enif con una sonrisa. - ¿piensan enfrentarse a un Santo de Atena? Nuestros puños arrasan con las montañas. Somos los guerreros legendarios que aparecemos cada doscientos años para proteger a la encarnación de la Diosa Atena que viene a salvar a la humanidad. ¡Somos invencibles! ¡No hay manera de que ustedes pueden enfrentarme!
- ¿Santos? ¿Atena? ¿De qué estás hablando? - exclamaban burlándose los matones. - ¡Alá nos ayude a lavarnos los oídos! Con razón estos dos son amigos, dos mocosos que no paran de decir blasfemias y ridiculeces. ¡Tú lo has querido niño! ¡Colgaremos tu cabeza junto a la del judío!
Y los cinco hombres se lanzaron a golpear al muchachito indefenso.
- Ustedes son los que así lo han querido... - murmuró Enif con los ojos casi cerrados, sin que la sonrisa se le desdibuje en ningún momento. - ¡METEOROS! - exclamó de repente, como en un grito que liberaba una gran energía acumulada.
Levantando su puño llevándolo al frente, salió disparado como una flecha hacia los hombres que lo atacaban. En un parpadeo se encontraba con el brazo aún en posición de haber dado un golpe, a espaldas de los agresores entre los cuales parecía haber pasado, habiendo atravesado varios metros en un instante.
Las varas cayeron al suelo. Después, sangre de sus bocas y por último, sus cuerpos. Los cinco hombres habían sido derribados.
- Ma...maldito...- balbució uno de los hombres desde el suelo. - Ya verás... Goliat acabará contigo.
- ¿Te encuentras bien David? - Enif se volvió a su amigo, sin prestar demasiada atención. - Ya te dije que no es seguro para ti venir a mi vecindario. ¡Menos cuando siempre te la pasas predicando! - le cuestionó con una sonrisa.
- Lamento que tengas defenderme, Enif. En realidad no tienes porque hacerlo - contestó David en forma dulce y sensible, con algo de pena en sus ojos cristalinos. - Ya verás que pronto entenderán. La humanidad debe salvarse a sí misma.
- ¡Así que ahí están los críos que causan tanto alboroto! - exclamó una voz gruesa.
Los miraba a unos diez metros un hombre verdaderamente colosal, que superaría por quince centímetros los dos metros. Era bastante más ancho de espalda que una puerta, y cada uno de sus hombros excedía en tamaño a la cabeza de un hombre normal. Su barba era larga y desprolija y su cabeza se encontraba rapada. Mostraba una sonrisa cruel y una mirada viciosa.
- Así que es cierto que uno de ustedes ha derrotado a seis hombres que les quisieron castigar por andar blasfemando. - continuó en tono burlón pero siniestro. Ahora yo, Goliat, el hombre más fuerte de Jerusalén, tendré que tomar sus cabezas. O mejor dicho, lo que quede de ellas después de que los triture como garbanzos, jaja...
- Veo que estás bien informado, grandulón - replicó Enif sin quedarse atrás en sobra y burla. - Pero quizás no te hayan dicho que quien venció a estos hombres es un Santo de la Diosa Atena, así que será mejor que huyas.
- ¿Un Santo de Atena? ¡Pero qué tonterías más interesantes dices! ¡Será un placer machacar tus huesos!
El gigante se lanzó hacia el muchacho con los brazos por delante. - ¡METEOROS! - gritó Enif una vez más al tiempo que dirigía su puño a su adversario. Se vieron algunas centellas y movimientos inapreciables por su velocidad, y Goliat cayó pesadamente hacia atrás.
- Vaya - dijo Goliat entre risas. - Golpeas a una velocidad que nunca hubiera imaginado. Veo que realmente eres algo sorprendente, santo de Atena o lo que seas... Te felicito. Será un honor matarte.
Al tiempo, el inmenso hombre se levantaba con una sonrisa maltrecha sin presentar daños de consideración.
- ¿Cómo? ¿No has tenido suficiente? - le respondió Enif implacable. ¡METEO...
Con notables destreza y velocidad, Goliat tomó con su mano derecha la cabeza de Enif desde arriba, manteniéndolo sujeto antes de que éste le pudiera asestar un golpe con el puño.
- Ahora no dejaré que tus cortos brazos me alcancen - dijo Goliat con un placer cruel mientras colocaba su otra mano también sobre la cabeza del jovencito, que de pie no le llgaba ni siquiera a las caderas. - Como dije, ¡será un placer matarte!
Los enormes dedos de Goliat comenzaron a ejercer fuerte presión sobre la cabeza de Enif. El muchacho intentaba en vano liberarse dirigiendo patadas y rodillazos a los brazos de sus captor.
- ¡No podrás escapar! ¡Éste es tu fin! - exclamaba eufórico el gigante mientras la presión sobre el cráneo del jovencito crecía.
- ¡Por favor deténte! - Enif oyó gritar a David, antes de que el insoportable dolor le arrebatara la percepción. Sólo podía sentir sus cráneo crujir.
- Voy...a morir. Moriré. - Se decía a sí mismo Enif en los delirios causados por sus dolencias. Perdón, David. No puedo con este tipo. Era de esperarse...ya que yo no soy un Santo de Atena. Sólo soy un aprendiz. Parece que después de todo nunca llegaré a ser uno. Perdón a tí también, Balduino...
Una especie de pequeño huracán direccionado arremetió contra el gigante. Éste soltó al muchacho y salió volando varios metros hacia atrás hasta sufrir un gran impacto contra una pared. Enif, recuperando la conciencia desde el suelo, levantó su mirada aún borrosa para divisar donde antes se encontraba el hombre que estuvo a punto de matarlo a un joven de unos dieciocho años, con facciones pequeñas y armoniosas, test pálida, cabellos rubios lacios que le llegaban a los hombros y enormes ojos celestes; que vestía una túnica blanca como la de los sacerdotes cristianos.
- ¡Balduino! Exclamó sonriendo aún tendido en el piso con un terrible dolor.
Sin dirigirle la mirada y con una fría e inmutable expresión, el hombre de rasgos europeos respondió con voz dura:
- Veo que no sólo te inmiscuyes en escaramuzas de los barrios, si no que además haces el ridículo haciéndote llamar "Santo de Atena".
- Balduino, yo... - intentaba explicarse Enif, que parecía más cerca de caer nuevamente inconsciente que de ponerse de pie.
- ¡Así que ahora vino un cristiano! - exclamó con el mismo modo que siempre había sostenido el gigante Goliat, que ya se había puesto de píe. - Si tanto lo deseas, ¡acabaré primero contigo! - exclamó al tiempo que se lanzó velozmente con todo su enorme cuerpo hacia el joven de cabellos rubios.
- Tranquilo, vástago malformado de un elefante... - dijo Balduino con desprecio mientras hacía un leve gesto con su mano, como espantando una mosca.
El movimiento de la mano del hombre occidental produjo un nuevo huracán que arrastró con facilidad a Goliat hasta llevarlo varios metros más atrás donde chocó contra una pared con una potencia mucho más temible que en el impacto anterior.
- Increíble... - pensaba Enif, contemplando la escena desde el suelo. - Aunque en realidad no es de extrañarse de Balduino, ya que el es un poderoso Santo de Plata, un verdadero Santo de Atena...
- ¡De pie, Enif! - gritó al instante Balduino con autoridad y energía, sin dejarlo tiempo al muchacho para permanecer sorprendido de su poder. - ¡Nunca llegarás a ser un Santo si no puedes con un sujeto cómo este! - continuó sentenciando. - Como tu maestro, te ordeno que lo derrotes. ¡Demuéstrame por qué te haces llamar Santo de Atena!
Enif parecía acostumbrado a acatar las órdenes de su maestro aunque se encontrara medio muerto. Automáticamente comenzó a ponerse de pie, como si el insoportable dolor en su cabeza de hacía un momento no existiera.Se dirigió corriendo entonces al gigante Goliat, que también se había puesto de pie y lo veía acercarse con una sonrisa.
- Ahora te mostraré... - dijo entre dientes mientras levantaba una vez más su puño para dirigir su golpe. - ¡METEOROS!
Impactó una y otra vez el cuerpo del gigante, que cayó nuevamente. Enif dejó ver luego una sonrisa de satisfacción, mientras la expresión de Balduino permaneció inalterable.
Goliat de levantó de repente y, tomando por sorpresa a Enif, le sujetó el torso de ambos lados con sendas manos. Teniéndolo a su merced lo levantó mientras le contraía los huesos. Enif dejaba escapar terribles gritos de dolor.
- ¡Idiota! ¡No es lo primera vez que te lo marco! - lo reprendió Balduino a la distancia, como si su alumno se encontrara sentado escuchándolo con atención y no en las manos de un gigantes con sus costillas por ceder a la presión. - Sólo te concentras en que tus golpes sean rápidos para realizar el efecto visual de tu técnica, pero no les das suficiente poder.
El Santo de plata fue interrumpido por David, que había permanecido mirando con miedo y culpa y ahora apoyaba la mano sobre el brazo de Balduino, mientras lo interpelaba.
- ¿Por qué obligas a Enif a pelear? ¿No ves que lo va a matar? ¡Haz algo, por favor! - y le arrojó al europeo una mirada de súplica.
Balduino miró hacia el niño. Sus ojos eran tan transparentes, tan conmovedores, majestuosos. El frío santo le mostró una sonrisa y le apoyó la mano en la cabeza.
- Niño... - le contestó. - Enif ha elegido volverse fuerte para ser un Santo de Atena y proteger a la humanidad. Yo... no tengo otra forma de ayudarlo. Aunque la gente con esa pureza que muestran tus ojos... la gente como tú no está hecha para pelear. Quizás nunca lo puedas comprender.
Balduino soltó al niño y continuó reprendiendo a su discípulo.
- ¡Olvidas la esencia del poder de los Santos, Enif! ¡Debes manipular las partículas! Así podrás deshacerte de él...
- ¡Apuesto a que ya no resistes! - se reía Goliat mientras presionaba el cuerpo del muchacho con toda las fuerzas de sus gigantescas manos. - ríndete de una vez para que pueda encargarme de tu amigo cristiano. ¡Muere!
Enif mantenía sus manos en las muñecas de Goliat, presionándolas con todas sus fuerzas. Por otra parte no se movía, estando seguramente cerca de inconsciencia.
- ¿Qué demon... ¡Aaaaaaaa! - De pronto Goliat gritó de dolor soltando al muchacho. Sus manos colgaban como muertas. - ¡Mis muñecas! ¡Se han roto! ¿Pero cómo? - preguntó con terror mirando a Enif, que había caído de pie y lo miraba amenazante.
- Este...es el verdadero poder de los santos. - le dijo el joven sonriendo. - ¡PATADA GIRATORIA! - exclamó mientras pegaba un salto y giraba hasta convertirse en un remolino que arrasó con su adversario. Aterrizó a los pocos metros. El gigante fue lanzado hacia atrás mientras sus dientes saltaban entre sangre, y cayó inconsciente.
Balduino se acercó a Enif con la misma mirada fría.
- Sabes que cualquiera de estos días llegará aquí el Gran Papa. - le dijo siempre duro a su discípulo.
- Lo sé, Balduino, pero yo... - le decía Enif con simpatía, intentando despreocuparlo.
- ¡No hay pero que valga! - interrumpió firmemente su maestro. - Tienes mucha suerte de que el Gran Papa vaya a venir hasta aquí a visitar a mi maestro y podamos aprovechar la oportunidad para que traiga tu armadura santa desde el santuario y te tome en persona la prueba para convertirte en un Santo. Es todo un honor, ya que debes saber que existen los santos de bronce, sobre ellos estamos los santos de plata, y en lo más alto los santos de oro...
- Y el Gran Papa gobierna sobre todos ellos, ya lo sé. - interrumpió Enif mostrando algo de fastidio.
- ¡Entonces ponte a entrenar para estar a la altura de ese honor! - replicó Balduino cada vez más enojado. - Si después de todos estos años que te he estado entrenando me dejas mal ante mi maestro y el Gran Papa, te juro que te mato. - sentenció finalmente el santo de Plata. - Te veo en la noche, y más te vale que estés preparado para entrenar de verdad.
Tras estas palabras amenazantes a su alumno Balduino dio media vuelta y se retiró tranquilamente.
- Será mejor que nosotros también nos vayamos de aquí, David. - le dijo Enif a su amigo.
Y ambos caminaron hasta salir de aquel vecindario islámico dirigiéndose al centro de la ciudad santa.
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Capítulo 2: La doncella y los ancianos
En el centro de Jerusalén la actividad comercial era ardua aún al atardecer. Artesanos y revendedores de ocasión anunciaban variedad de ofertas con entusiasmo, ansiosos por agotar sus últimas mercancías. Prestamistas y hombres de negocios iban y venían presurosos, con muchos asuntos que atender a pesar de lo avanzado de la jornada.
- En los barrios comerciales musulmanes, judíos y cristianos conviven pacíficamente. Si tan sólo pudiera ser así en toda la ciudad... - comentaba David ya recuperado del incidente que había vivo hacía un rato, sentado tranquilamente en un banco de una de las varias plazas en el área.
- Supongo que aquí todos están demasiado ocupados en ganar monedas como para reñir por sandeces... - le respondió con humor Enif, que estaba sentado a su lado.
- Felices serían si se ocuparan lo mismo en ganar en amor, ya que es la única cosa en la que uno más gana cuanto más da. - replicó contemplativo David, con ese aire misterioso y superior que tomaba a veces, que hacía que su voz resuene majestuosa y capaz de conmover hasta la más helada de las almas.
- ¿Por qué habías ido a buscarme al vecindario? - le preguntó Enif al cabo de un momento.
- Es porque quería despedirme de tí, ya que me encontraré ausente por unos días.
- ¿Ausente? ¿De qué hablas? - preguntó Enif confundido.
- Me retiraré unos días a Yeshimon, para limpiar mi espíritu.
- ¿Yeshimon? ¡Pero si es un lugar desolado y terrible!
- No más que cualquier otro - contestó el judío con tristeza. - Así estará bien.
-¿Qué remedio contigo, David? Bueno, diviértete, supongo... ¡Y no vayas a tardar demasiado eh!
- Enif... siempre preocupándote por mí. Yo...realmente lo aprecio.
- No tienes que agradecerme, David. Nosotros que somos huérfanos sólo tenemos nuestra amistad. Por eso siempre cuidaré de tí.
Los amigos se miraron sinceramente el uno al otro con una sonrisa.
- Parece que pronto te convertirás en un Santo de Atena, ¿verdad? - cambió de tema David.
- Hay que ver si el Gran Papa me da su aprobación... - respondió con frustración el aspirante.
- Ese Papa debe ser un hombre muy importante. Y también el maestro de Balduino, ¿verdad?
- Ese hombre... - dijo Enif pensativo. - Nunca sale de ese antiguo y tétrico lugar donde nunca se ve una luz, la catedral oscura. Por eso es llamado el obispo de la catedral oscura. Son muchas las cosas que se dicen de él; que practica brujería y habla con los demonios, y que tiene más de doscientos años. Sin embargo Balduino le respeta mucho. Sólo él tiene contacto con el guardián de la catedral oscura, que jamás abre sus puertas y a la que todos temen acercarse.
- Y ese hombre también es un Santo de Atena. - reflexionó David. - ¿Realmente esa diosa es la protectora de la humanidad?
- Por supuesto que sí, David. Atena es una diosa llena de amor y sabiduría que viene cada doscientos años a instaurar la paz en el mundo y proteger a los humanos de la destrucción.
- Cómo me gustaría poder llenarme yo también de amor y sabiduría para ayudar a conseguir la paz entre los hombres...
- Yo me convertiré en un poderoso de Santo de Atena y lucharé por la paz en el mundo. ¿Qué te parece, David?
- Bueno, yo...
- Sí, ya lo sé. A tí no te gusta pelear.
- ¡Rayos! ¿Lo olvidé? - interrumpió David.
-¿Qué cosa olvidaste? ¿Que no te gusta pelear?
- ¡No! Prometí que le llevaría algo de pan a Abdula.
- ¿Abdula? ¿Ese que se arrastra porque no tiene piernas?
- ¡Sí! ¡No seas cruel!
- Ya va caer la noche y éste anda solo entre los mendigos...será mejor que lo acompañe - pensó entonces Enif.
La gente que no tenía a dormir en la ciudad santa se acumulaba a esa hora en algunas plazas donde los guardias no los molestaban, cerca del barrio de los templos principales. Años atrás les era permitido pasar la noche en los templos, pero una serie de incidentes llevaron a que éstos les terminarán cerrando las puertas.
En una de estas plazas se adentraron David y Enif. Huérfanos y de pobres vestimentas, ellos no desentonaban con los pobladores transitorios del lugar. Sí lo hacía un aparente mendigo que se encontraba sentado en el suelo sin nadie alrededor, vestido con implecables ropas de caballero europeo. Llevaba un sombrero con una pluma roja, parecía no tener dientes y su rostro era sumamente contraído y arrugado, resaltando aún más sus azules ojos saltones.
- Oye David, -le habló divertido Enif al oído. - ¿Cuántos años crees que tenga aquel mendigo disfrazado de cristiano? ¿quinientos quizás?
- Enif, no me gusta que te burles de esta gente.
Sólo unos metros más adelante del hombre del que Enif se había reído encontraron al accidentado Abdula, un joven árabe de sesenta centímetros de largo cuyo cuerpo carecía de extremidades inferiores, con cabello y barba largos y enredados. Junto a él, una esbelta muchachita europea de unos trece años, largos cabellos castaños, de rostro amable y elegante. Vestía como una noble europea, con un portentoso vestido amarillento y algunas joyas en sus muñecas y su cuello. Le entregaba al infortunado un pequeño saco.
- Tome, son las provisiones que nos han sobrado. - le dijo la jovencita con voz dulce y relajada. - No es demasiado, pero le va alcanzar también para mañana. Espero que le agrade.
Al llegar David se sorprendió de lo que estaba viendo.
- Abdula, venía a darte el pan que te prometí. Sé que te servirá aunque hoy los cielos te hayan bendecido con más ayuda. -y se volvió entonces a la muchacha. - Buenas noches. Gusto en conocerte. Mi nombre es David, y me agrada ver que las personas se ayudan entre sí.
- El gusto es mío, David. - respondió volviéndose hacia él, en forma amigable, - El amor es la única cosa en la que uno más gana cuánto más da, así que creo que ocuparnos de ello nos hará felices. - confesó con una sonrisa.
Enif se había quedado dos pasos detrás de David, mirando lo que pasaba hasta que un detalle se robó toda su atención. Al volverse para saludar a David, la muchacha mostró sus bellos ojos, uno del color de las avellanas y el otro del azul de los cielos.
- Esos ojos... - pensó Enif inmediatamente conmovido... - mi madre...es lo único que recuerdo de ella.
Enif salía de estos pensamientos cuando oyó a la joven pronunciar la misma frase sobre el amor que su amigo había dicho un rato más temprano.
- Ellos dos... - pensó al contemplar a David y a la muchacha. - Realmente se ven diferentes. Ambos tienen un brillo que los distingue del resto de las personas. Es como si... no pertenecieran a este mundo.
- Mi nombre es Anna. - contestó luego la joven.
- ¿Y andas por aquí sola a estas horas? - preguntó David.
-No, mi abuelo me acompaña. - contestó Anna señalando al extraño anciano del que Enif se había burlado. - Él siempre me da cosas para que ayude a los que pobres.
- Es una muchacha dulce y simpática. Merece ser feliz como una doncella normal. Esta vez sí podrás, niña... - pensaba el anciano observando desde su posición. Entonces se puso de pie y se acercó a su nieta.
- Ya vamos, Anna. - le dijo dulcemente.
- Sí, ya vamos Abuelo. ¡Adiós David! ¿Tú cómo te llamas? - preguntó cómica volviéndose a Enif.
- Enif - respondió éste sin mucha elegancia, ya que la mirada de la joven lo había tomado desprevenido.
- ¡Adiós Enif!
Y de la mano el anciano y la doncella se perdieron por los caminos de la ciudad.
- ¿Y qué te pareció Anna, Enif? - preguntaba David momentos más tarde.
- Sólo es una mocosa ricachona que da gala de solidaridad con los vueltos de su abuelo - contestó éste con indiferencia.
- ¿Tú crees? A mí me pareció alguien cautivador...
- Será mejor que regrese - interrumpió secamente Enif. - Balduino va a matarme si llego tarde al entrenamiento.
- Sí, y lo mejor será que yo me vaya a descansar. Gracias por acompañarme, Enif. Nos veremos cuando regrese.
- ¡Sí! ¡Cuídate mucho David! ¡Te esperaré convertido en un verdadero Santo de Atena!
Y así fue que los dos amigos se despidieron aquella noche.
Poco tiempo más tarde, los alrededores de la catedral oscura se encontraban como siempre desiertos, a pesar de haber tránsito a toda hora en el barrio de los templos. La fila de pequeños vitraux que constituían el único punto de contacto visual de la vieja catedral con el mundo exterior no mostraba luz alguna. Las imponentes paredes marrones de roca antigua daban la impresión de ser los varios rostros de una fiera acechando en la oscuridad.
Anna y su abuelo caminaban del brazo, directo hacia el oscuro templo. De haber habido alguien allí para verlos, habría dicho sin duda que una princesa de la península itálica se había perdido con su abuelo por las calles de Firenze y la mala fortuna los había llevado a algún rincón del mismo inframundo. Pero ambos caminaban tranquilamente, a paso lento pero seguro, sin parecer conmovidos por lo tétrico y misterioso de aquella locación en medio de la ciudad santa.
Se detuvieron frente a la puerta principal y el anciano golpeó enérgicamente. Cerca de ellos, se abrió la puerta pequeña y se dejó ver un joven de lacios cabellos rubios y grandes ojos azules. Balduino miró al anciano y a la jovencita sin decir nada, esperando su presentación.
- Buenas noches. He venido de lejos a visitar a mi amigo Godofredo - dijo el abuelo al cabo de un momento.
- Buenas noches. Adelante. Sean bienvenidos. - contestó seca y automáticamente el santo, conforme con haber escuchado el nombre de su maestro.
Balduino los guió por un largo pasillo en total oscuridad con una lámpara en la mano, que de todas formas no dejaba ver más que lo que se tenía en frente.
- Este hombre tan anciano que conoce a mi maestro...- pensó entonces. - ¿Será tal vez... el Gran Papa al que estamos esperando? ¿Pero qué puede haber venido a hacer con esa niña?
- Oye muchacho... - lo interrumpió el presunto Papa con sus pensamientos. - ¿Sabes si está aquí el Gran Papa del Santuario?
A Balduino le sorprendió tal pregunta, y tartamudeó antes de contestar.
- No, no ha llegado aún. - ¿Entonces este hombre no es el Papa? - continuó pensando.
Doblaron un par de veces, siempre recorriendo largos pasillos en total oscuridad.
Finalmente desembocaron en una sola donde ardía la llama de otra pequeña lámpara. Sentado cerca de ella había un hombre ciertamente decrépito, con un par de mechones de cabello blanco que le caían sobre su consumido y arrugado rostro de tonalidad pálida, y unos ojos negros saltones e incisivos. Se encontraba totalmente encorvado con las piernas cruzadas sobre un sillón, y lo vestía una gran túnica blanca lisa.
- ¡Godofredo! ¡Ahora sí se te nota que eres mayor que yo! - bromeó enseguida de verlo el abuelo de la niña.
- Mentiras piadosas te dicen tus ojos, viejo amigo.- respondió alegre el otro anciano. - Balduino, veo que ya has conocido a Curt y a Anna.
- Sir Curthouse - corrigió molesto el anciano. Encantado de conocerte, Balduino.
- El honor es mío, Sir Curthouse. Si me disculpan, debo retirarme.
- Ve a entrenar a ese niño, Balduino. - respondió su maestro. - No me imagino lo terrible que será ese viejo cascarrabias del Papa con él.
Y ambos viejos amigos rieron mientras el joven se retiraba.
- Así que tu eres Anna...ciertamente ya eres una niña grande - dijo Godofredo contemplando a la muchacha, que se limitaba a sonreir un poco avergonzada.
- Aún no ha llegado Lengro... - acotó Curt.
- Debe de estar por llegar. Aunque, en realidad, podríamos empezar sin él. - replicó tranquilo Godofredo.
- No creo que sea bueno...
- Como quieras... - sentenció indiferente el llamado obispo de la catedral oscura.
Mientras tanto, en una parte elevada en las afueras de la ciudad, Enif se hallaba tranquilamente sentado contemplando el firmamento.
- ¡Esta vez tu llegas tarde! - exclamó alegre al divisar acercarse a grandes saltos la figura de Balduino. - ¿Qué castigo te pondré?
- ¡Cierra la boca mocoso! ¡Castígame si es que puedes!
El santo de plata se lanzó como una flecha sobre su aprendiz y le propinó una rápida ráfaga de puñetazos a la que no pudo reaccionar, cayendo al suelo abatido.
- ¡De pie! - ordenó Balduino. -Hoy no te irás de aquí hasta que puedas detener mis golpes. ¡Más te vale que estés listo!
Y Enif se puso obedientemente de pie y su maestro se abalanzó una vez más sobre él.
La luna en cuarto creciente, anunciando estar llena para la noche siguiente, sería el único testigo de una larga jornada de entrenamiento.
A la mañana siguiente Balduino se encontraba recibiendo a un nuevo visitante en la catedral oscura. Se trataba esta vez de un hombre oriental, con las mismas señas de vejez que su maestro y Sir Curthouse, pero tal vez algo más jovial en su postura. Sus delgados bigotes caían casi hasta las rodillas de su encorvado cuerpo. Vestía una túnica blanca con bordes dorados en las mangas y alrededor del cuello, y cubría su cabeza un casco de oro con un pequeño adorno en forma de ave con las alas desplegadas. Para un hombre de su contextura, llevaba un enorme bulto de equipaje a sus espaldas. Una vez que el visitante se hubo anunciado y Balduino se encontraba guiándolo por el interior de la catedral, una pregunta del anciano sorprendió al joven.
- Tú debes ser el santo de Ofiuco, ¿verdad? - preguntó el oriental.
- Eh...sí señor. - respondió Balduino intrigado. - Este hombre sí debe ser el Gran Papa... - pensó entonces.
El Santo de Ofiuco condujo al visitante hasta una sala muy interior en la que Godofredo, Curt y Anna se encontraban desayunando.
- ¡Lengro! ¡Ya era hora! - exclamaron ambos ancianos al ver al recién llegado.
- Bueno, a diferencia de ustedes, ancianos retirados, yo soy un hombre con asuntos que atender - le respondió jocoso a ambos. - Sí que has crecido, pequeña Anna - Saludó después a la joven con un gesto de ternura.
- En fin, primero lo primero. - dijo Lengro cuando los saludos hubieron terminado. - Ya estoy cansado de tener esto encima. ¿Dónde se encuentra ahora ese alumno tuyo que mencionaron, Santo de Ofiuco? He traído la armadura santa para ver si es digno de ella.
Mientras soltaba estas palabras el anciano desenvolvió el bulto en su espalda mostrando que la mayoría del volumen era en realidad ocupado por una gran caja de bronce, que mostraba en el frente un grabado de un caballo con alas desplegadas.