14 de septiembre, buen día para publicar la segunda parte del capítulo 14. Como ya he respondido a todos los comentarios, no diré mucho más. Disfrutad de esta parte, que viene con más revelaciones e incógnitas. Como prometí, es bastante más extensa que la primera.
* * *
28 de enero de 1492
La Cámara de los Espejos era una de esas estancias que muy pocos conocían. Lo cierto era que apenas se utilizaba; se trataba más bien de un lugar reservado para los Sumos Sacerdotes. El Patriarca, Kishut de Capricornio, atravesó su umbral, ubicado en el corredor trasero del Ateneo. Tras cerrar la puerta, se halló en el centro de una habitación circular cuyo techo era una cúpula de piedra con una lámpara de araña colgante. Alrededor de esta había grabados de las ochenta y ocho constelaciones en dorado. El suelo, de mármol azul marino y vetas negras, pretendía imitar los tonos del cielo nocturno.
Los quince espejos circundantes, que hacían las veces de pared, reflejaban a Kishut por cada uno de sus ángulos. Él, conocedor de la mayoría de secretos del Santuario, palpó el cinturón de la toga papal y separó una parte de la hebilla dorada. Su forma de aguja encajó perfectamente en el lateral de uno de los espejos, que emitió un resplandor azulado e inundó la estancia en un mar de luz cálida.
El Patriarca avanzó a través del cristal, llegando a un corredor angosto apenas iluminado por una vela tímida, que colgaba de un candelero en la pared. Cuando la tomó entre sus dedos, la llama ardió entre vaivenes dorados, irradiando un resplandor más que suficiente para ver dónde ponía los pies.
Conforme caminaba, el corredor iba descendiendo y ensanchándose junto a la deprimente sobriedad con que había sido escarbado. Acabó por llegar a uno de esos rellanos que tan poco le gustaban.
«Escaleras de caracol. ¿Cómo no?»
El descenso era agotador, cuando no interminable. De hecho, aquella senda de escaleras daba vueltas, vueltas y más vueltas, hasta ubicarse bajo la falda de la parte trasera de la montaña de las doce casas, más abajo aún que el Coliseo, el templo de Aries y la cercana villa Rodorio.
Habiendo conquistado los incontables escalones, el Sumo Sacerdote se halló ante otro pasillo. Continuó la marcha por el único camino posible y llegó a lo que parecía ser un punto muerto. Allí tan solo había otro espejo; una pantalla de cristal reflectante y solitaria sobre la que había inscrito un círculo con caracteres griegos.
—En nombre de Atenea —invocó—, te ordeno que me permitas el paso. —El guante dorado de la armadura de Capricornio, bajo la toga papal, entró en contacto con el cristal, que se estremeció antes de iluminarse y desaparecer. Raudo, el Patriarca cruzó el umbral y se halló bajo el cielo, en el valle del Santuario. Un instante después, el espejo volvió a aparecer, esta vez al otro lado, entre rocas.
El pasaje de los espejos, como conocían muy pocos la ruta que acababa de hacer, era un acceso secreto que conectaba el Ateneo, cúspide de la ciudad santa, con el Bosque de los Susurros, en pleno valle. Cualquiera podría pensar que ese acceso supondía un peligro para la integridad de Atenea, pero para poder atravesarlo era necesario tocar el espejo-puerta con una armadura dorada y proferir el conjuro que Kishut acababa de pronunciar. Solo entonces la puerta, tan resistente como la más sólida de las armaduras, se abriría.
La noche se hallaba en apogeo cuando el Patriarca miró las estrellas. Debía ser ya de madrugada, pero desde el jardín previo al bosque era imposible ver la torre del reloj. Sin dilación, el hombre retomó la marcha, penetrando en la densa frondosidad de encinas, chaparros y arbustos. Tras un trecho de pasos sobre hierba y ramas secas, llegó por fin a un pequeñísimo claro en cuyo centro se erigía un pequeño mausoleo. Sus paredes eran apenas distinguibles a causa de la hiedra y el follaje, pero la oquedad que había en el lugar de la puerta no engañó al Pontífice, quien la atravesó.
Gracias a aquella vela mágica, cuya luz se alimentaba de forma exclusiva del cosmos de quien la llevaba, Kishut pudo distinguir la solitaria tumba que había en el centro. Sintió un nudo en el estómago y notó cómo la saliva se le acumulaba al fondo de la garganta. Se arrodilló y dejó la vara de luz a su lado. La oscuridad se hizo y le envolvió en un manto íntimo.
—Alisha —susurró—, mi salvadora, no sabes cuánto te añoro. ¿Qué harías tú en mi lugar?
Aquel era el pequeño secreto a voces del Patriarca, pues quien más y quien menos, había escuchado la historia de la mujer que había allí enterrada. En Rodorio ya se había convertido en el cuento con el que madres y abuelas quitaban el miedo a los niños: si por algún motivo se quedasen solos, la sacerdotisa Alisha les llevaría al Santuario, donde serían amados; donde podrían convertirse en santos al servicio de la justicia:
Érase que se era una sacerdotisa amable, tan buena y dulce, que no podía soportar el sufrimiento de los niños. Siempre devota a Atenea, recorría cielo y tierra llevando la buena nueva de que la diosa de los hombres había descendido y buscaba, con su amor, salvar a los desdichados.
Un buen día, encontró a un pequeño solitario en un reino cruel y despiadado al sur de la Corona de Castilla. Iba a ser juzgado por ladrón. A nadie le importaba que aquella criatura, huérfana, no tuviera qué echarse a la boca.
La sacerdotisa Alisha pagó sus deudas y así le salvó la vida, pero fue aún más lejos llevándose al pequeño a vivir con ella. No sólo impidió que se le ejecutase, sino que le dio una nueva oportunidad: la de convertirse en santo de Atenea. Todos conocen a aquel niño, ahora el Patriarca del Santuario. Y es que la madre Atenea no olvida a los que sufren.
«Yo soy quien no te olvida —pensó Kishut—; quien te necesita cada día más. ¿Qué harías tú en mi lugar? ¿Cómo podría hacer que la señorita sintiese el mismo amor que tú me diste? Cada día la veo separarse del camino que tú me mostraste. ¿Qué estoy haciendo mal? ¿Acaso no la quiero lo suficiente?
»Lo que ha hecho es tan solo una travesura más, pero de muy mal gusto. ¿De verdad la trato tan mal? Unas veces es tan dulce que tengo ganas de abrazarla, pero otras es sencillamente maligna. ¿He fracasado?
»Caph y Elvashak son dóciles y serviles. Teris es algo más revoltoso, pero sigue siendo un muchacho muy atento. Alisha es un terremoto: me rompe el corazón con su desprecio día tras día. Los quiero a los cuatro como si fueran mis hijos; los educo a todos, les enseño la importancia de amar, y solo los chicos parecen comprenderlo. ¿Por qué, mi salvadora? ¿Qué harías tú en mi lugar?
»Tengo ganas de llorar, pero no puedo. Soy el Sumo Sacerdote. En mis hombros recae la labor de convertirla en una diosa, y sin embargo… —una lágrima resbaló por la mejilla del cansado hombre—, sin embargo, me preocupa más que no sepa amar como tú.
»Soy un imbécil —concluyó tras enjugarse el rostro.»
Arrodillado y rezando como estaba, no sintió los pasos metálicos contra la fría piedra hasta que casi sonaron a su lado. Acompañados por un resplandor dorado, revelaron la inconfundible presencia de uno de los doce elegidos de la diosa: un santo de oro. ¿Era posible que le hubiesen seguido sin darse cuenta? Kishut levantó y se dio media vuelta para encontrarse con el visitante inesperado.
—Como imaginaba, se trataba de ti —dijo—. Licaón de Géminis. ¿Por qué me has seguido? ¿Acaso no puede tener un hombre un momento privado de reflexión? ¿Tenías que interrumpir mi ofrenda a esta humilde sacerdotisa?
—Como imagináis, no estoy aquí sin un motivo, Su Santidad. —El recién llegado se postró de rodillas para mostrar respeto, y agachó la cabeza—. Tengo un mensaje para vos.
Géminis siempre actuaba igual. Su quietud, su sola presencia, irradiaba un aura de malestar incluso entre quienes eran sus aliados. La lealtad que procesaba a Atenea era incuestionable, pero había algo en él que crispaba a quienes le rodeaban, fuesen santos o meros ciudadanos de Rodorio. El rostro tampoco le ayudaba a paliar la intranquilidad en quienes le trataban, pues sus ojos rojos, rasgados y siempre penetrantes, parecían buscar en lo más hondo del alma de aquello que mirasen, fuera animado o inanimado. Sus facciones, afiladas y rectas, le daban ese aire altivo tan suyo.
—¿Tan importante es tu mensaje que no puedes esperar a mañana? Estamos en la madrugada de un nuevo día, ¿no? ¿Por qué no simplemente esperas a que amanezca?
—Porque de hacerlo, mis noticias ya no serían noticia.
Áspero como la roca. Desde luego, Licaón era pésimo tratando con la gente —así lo decía todo el mundo––. No solía medir sus palabras y llegaba a ser directo e hiriente en ocasiones. No lo hacía con maldad, pero el caso es que lo hacía, y en más de una ocasión, Kishut había deseado responder con una buena bofetada a aquel impertinente joven. Aunque quizá joven no fuese la palabra adecuada, pues Géminis había sido así desde que Kishut llegó al Santuario siendo un niño, y al parecer desde muchísimo antes. Sin duda era mayor que él, ¡y eso que aquel mismo día cumplía los 54 años!
—¿Y qué es eso que no puede esperar? —Aunque molesto, la curiosidad le llamó a escuchar. Se fijó en los dos puntos morados y simétricos que había en la frente del santo. Se decía que era muviano. ¿Podía ser esa la causa de su aparente juventud eterna?
—Astrea, Therón y el Príncipe regresan. Hoy al amanecer, estimo, atravesarán las puertas del Santuario. Probablemente les recibas antes del mediodía. Es una buena noticia, ¿no?
—Así es. Astrea ha cumplido su misión. Me pregunto sí… —La duda hizo que su voz, endeble, se deshiciera en un murmullo casi silencioso.
—Hay algo más. ¿Era ella tan débil? —interrumpió—. No recuerdo que su cosmos fuese tan ridículo como el de su acompañante de plata.
—¿Ridículo? ¿A qué te refieres? —Kishut se encogió de hombros—. Tienes que comprender que es joven y apenas acaba de recibir la armadura de Virgo. Está muy verde aún, Licaón —las voces sonaban con eco en la pequeña y solitaria cripta, en penumbras—, aún tiene mucho que aprender.
—Se me da bien leer cosmos ajenos. El de Astrea no era así. Esa era la otra noticia que quería daros.
—¿Estás seguro?
—Sabéis que no suelo equivocarme. —Licaón asintió con la cabeza y tosió—. ¿Por qué os da miedo? Porque eso que siento en vos es miedo… No —se corrigió al instante—. El miedo es más salado. Diría que sospecháis de algo… o de alguien.
—¡Ya basta! —El Patriarca y santo de Capricornio estalló, enfurecido. No le gustaba que andasen hurgando en sus emociones—. No recuerdo haberte dado permiso para tratarme con esa confianza, Licaón. ¿Acaso ahora somos amigos? ¡Soy la cabeza del Santuario!
—Con el debido respeto, un líder que tiene que recordar a sus subordinados quién es, me avergüenza. Además, no recuerdo haberos aceptado nunca como Patriarca —añadió—. A pesar de todo, os tengo mucho aprecio, Su Santidad. Os conozco desde que vos erais un niño y esa mujer a la que rezáis, hermosa. Pero el tiempo pasa para todos, y ahora sois casi un viejo que no tiene más que dudas en el corazón.
»Os estoy ofreciendo consejo y me gritáis. ¿Es esa la sabiduría del Sumo Sacerdote?
Kishut guardó silencio y agachó la cabeza con el ceño fruncido. A pesar del tono rudo de las palabras, no halló maldad en ellas. Admitió para su fuero interno lo que intentaba negar cada vez que trataba con aquel hombre pelirrojo: no sabía nada de él; ni quién era realmente, ni por qué servía a Atenea como uno más, a pesar de tener la sabiduría de cien ancianos.
—Tus modales no anticipan tus intenciones, Licaón —recriminó Capricornio, molesto.
—Con el paso de los años he aprendido a decir lo que siento. Mis disculpas si os he ofendido. No quiero que penséis que no os tomo en serio. Es cierto que nunca apoyé vuestro ascenso a Sumo Sacerdote, pero por respeto a Atenea, os obedeceré. Al menos mientras vos sigáis siendo fiel a Atenea —aclaró—. Porque lo seguís siendo, ¿no?
—¿Qué estás insinuando, Licaón de Géminis? —Kishut le señaló con el dedo. Su rostro severo, cargado de rabia contenida, buscó los ojos rojos en la faz del muviano. En este solo encontró una sonrisa despreocupada.
—Creo que me pedisteis que no leyese vuestro cosmos. Hacerlo ahora sería desobedeceros —dijo, impávido—. ¿Debo hablar, o callar? Tened en cuenta, Su Santidad —enfatizó el título de Kishut—, que de vuestra respuesta depende que os ayude o no.
«¿Qué demonios quieres, Licaón? —Capricornio no dejaba de pensar, pero por más que lo intentaba, las palabras y las ideas se mezclaban con las imágenes en su mente. No comprendía—. ¿Ayudarme? ¿Qué ocurre? ¿Por qué me preguntas si soy leal a Atenea?»
—No entiendo. —El Patriarca optó por ser sincero. Jugar a las adivinanzas era divertido, pero solo cuando él mismo no era la marioneta—. ¿Podemos empezar a hablar claro?
—Como siempre, respondéis lo más sensato, Su Santidad.
—Tengo una petición. Es sencilla. Dejemos descansar a los muertos y salgamos al exterior, por favor.
El muviano asintió con un gesto solemne antes de dar media vuelta y caminar hacia el claro del bosque. Alumbrando todo a su alrededor gracias a la prenda de Géminis, detuvo sus pasos bajo una de las frondosas encinas. Apoyó la mano en el tronco y alzó la cabeza, como tratando de escuchar la voz de los árboles. Solo había silencio. Kishut le siguió con la vela mágica entre los dedos y paró a un par de pasos de él. Sombras enhiestas bailaban ante los constantes pálpitos de la luz que emitía Licaón.
—Queríais mucho a esa mujer, ¿verdad?
—Así es. Por eso llamé Alisha a nuestra señora Atenea.
—¿Por qué no simplemente llamarla Atenea? Al fin y al cabo, es su encarnación.
—Lo es —admitió; Capricornio no tenía intención de negar la verdad en las palabras de su interlocutor—, pero me pareció injusto no dejarla vivir como humana. Porque además de diosa, es humana. La bondad de Atenea proviene de haber experimentado la realidad de ser mortal.
—Dioses y humanos son seres antagónicos —declaró el pelirrojo—. Siendo así, Alisha es una diosa. Por mucho que haya encarnado en un cuerpo mortal, su naturaleza es diferente de la nuestra.
»Permíteme que te hable como a un amigo y no como a Su Santidad. Cree que puedo comprenderte, porque yo también me he sentido como tú; he visto a Atenea nacer, luchar y morir. Más de una vez. ¡No me mires de esa forma! —se mofó Géminis. Kishut era bueno fingiendo, y habría podido engañar a uno, doce u ochenta y ocho santos con la mueca de sorpresa que esbozó. A Licaón, no.
»¿Crees que no sé que has investigado sobre mí? Te lo diré ahora, solo para que lo escuches de mis labios. Será más agradable que mirarlo en los censos de la biblioteca, ¿no crees? ¿Cuántos has consultado? ¿A qué generación de santos te has remontado para encontrarme? —Ante el silencio que recibió por respuesta, volvió a preguntar—. ¡Vamos, dímelo! De verdad que te comprendo, Kishut.
—Voy por el año seiscientos quince —admitió el Pontífice—. Es la segunda lectura. ¡No he encontrado tu nombre ni una sola vez! El llamado Licaón no existe, y a pesar de todo, sirve a Atenea como el más devoto de los santos.
—Licaón existe, de hecho. Lo tienes delante de ti. De todas formas, no has podido consultar todos los Compendios Generacionales[1] porque más de uno se ha perdido… o directamente no existe —reveló.
—¿Quién eres? —El Patriarca ya no sabía qué pensar. El momento que había evitado por más de quince años estaba ante sí. ¿Descubriría por fin la identidad del caballero al que tanto recelo tenía? Dudaba que fuese un traidor, pero… tampoco tenía certeza de que no lo fuese.
—Dejémoslo en que he luchado en un par de guerras santas. Mi nombre no aparece en los anales del Santuario porque no soy un caballero legítimo. Soy una sombra, un sustituto —admitió. Aquello sonaba como una verdad a medias, pero Kishut dejó que siguiese hablando—. Bronce, plata, oro… me da igual.
Géminis chasqueó los dedos. El ruido súbito que emitió hizo que la armadura de Capricornio, bajo la toga papal que vestía el Pontífice, brillase.
—La armadura me reconoce. —Un segundo chasquido hizo que la prenda dorada empezase a vibrar sobre el cuerpo de su portador, que empezó a temblar a la vez que palidecía. El manto de oro destelló, y cerca de una veintena de saetas de luz se proyectaron hacia el cielo.
¡Kishut no podía creerlo! ¡Capricornio ya no estaba bajo sus ropajes! Cuando todas las flechas de luz se unieron sobre sus cabezas en una gran esfera brillante, el último destello desveló la efigie de la prenda sagrada, que flotaba descendiendo hacia el suelo y ensamblada en su característica forma de cabra.
¡Aquello era insólito! En su más de medio siglo, el Sumo Pontífice no había visto jamás algo parecido. Cuando la representación de Amaltea posó sus patas doradas en la hierba, Kishut miró estupefacto al mago Licaón.
—¡No es posible! ¡Tú eres… un alquimista! —La sorpresa hacía que sus palabras se atropellasen—. ¡Un alquimista!
—Así es —Géminis caminó hacia la efigie y posó la palma de su mano sobre la cabeza—. Supongo que sabiendo esto, no volverás a sospechar de mí.
El Sumo Pontífice del Santuario, avergonzado por todos los años que había estado ante un ser tan superior, se arrodilló, tomó la mano de Licaón entre sus dedos, y la besó. ¡Ahora lo comprendía todo! La inseguridad de hallarse ante él, lo pequeño que se sentía siempre que le hablaba, la aparente fidelidad hacia la diosa que veía en él… y el motivo de que no le hubiera encontrado en los Compendios Generacionales. ¡Era uno de los padres de las ochenta y ocho armaduras! ¡Un vestigio del conocimiento perdido de la era del mito!
—¡He sido un estúpido! ¡He sido un estúpido! —repetía una y otra vez—. ¿Cómo puedo compensarte… ¡No! ¿Cómo os puedo compensar por el trato que os he dado todos estos años?
—Levanta —ordenó el muviano—. Yo te estoy tratando como a un amigo, ¿no es así? Haz lo mismo.
A la vez que flexionaba las rodillas para erguirse, un sinfín de ideas se pasaron por su cabeza. Licaón decía ser torpe con las palabras, y no era precisamente el mejor hablando a otros, pero a la hora de orientar una conversación, era justo lo opuesto. El Patriarca se dio cuenta que ya desde el principio, cuando apareció a su espalda en el mausoleo de la sacerdotisa Alisha, el alquimista había previsto la charla que iban a tener.
—Escúchame bien, Kishut, al margen de ti y cierto bibliotecario, muy pocos saben quién soy en realidad. Si te he confesado esto es porque sé que una nueva guerra santa se avecina; porque sé que conviene que un líder conozca bien a sus soldados. Nadie —y reiteró con más énfasis aún—, nadie, absolutamente nadie, debe saber esto. Cuando llegue la hora, yo mismo se lo diré a la señorita Atenea.
—Lo comprendo.
—Era de ella de quien quería hablar antes de revelarte este pequeño secreto.
Un escalofrío recorrió el espinazo del Patriarca. Ahora que no vestía su armadura, sino que podía verla ensamblada ante sí, estaba expuesto a sentir en su propia piel las inclemencias del tiempo.
—Lo siento mucho, pero aunque no te guste, hay algo sobre ti y ella que quiero que sepas.
—¿De qué se trata? —Otro espasmo le sacudió raudo desde la rabadilla a la nuca. ¿Era posible que se hubiese dado cuenta? A pesar del frío, las axilas le sudaban, como descargando la tensión que padecía en aquel momento—. «No, por favor, que no sea eso…»
—No pensé en que fueses el mejor candidato para ser Sumo Sacerdote. Sabes que me opuse. No te pongas más en evidencia. Se te está yendo de las manos. La educación de Atenea corre a tu cargo. ¿Lo sabes? —Capricornio asintió y tragó saliva. No se atrevía a mover un músculo mientras esperaba la respuesta—. Estás fracasando. Lo estás haciendo mal.
—¡Yo mismo no comprendo lo que pasa con la señorita! —respondió aliviado. Por suerte, no había descubierto su pequeño secreto—. Mis pupilos lo aprenden todo, son educados, saben guardar la compostura… pero ella es diferente. A pesar del enorme talento que tiene, hay algo en ella que la convierte en… en una desobediente. —Kishut negó con la cabeza y suspiró—: «Es malhablada, altiva, prepotente, se duerme en clase, le gusta enfadarme, y creo que a veces disfruta haciendo daño a los demás» —añadió tan solo en sus pensamientos.
—La desobediencia se cura con disciplina. Es eso lo que quería decirte. Eres muy blando con ella. Como Sumo Sacerdote, debes tener mano dura —Licaón se veía serio—. ¿Sabes lo que puede ocurrir si nuestra diosa, la cabeza del Santuario, no actúa como es debido?
—La destrucción de la humanidad. La pérdida de toda esperanza —Kishut lo sabía. La última guerra santa contra Hades había sido una catástrofe. Tan solo un milagro fue lo que permitió que acabase en una tregua. Esa fue la lección que aprendió siete años atrás, cuando viajó a Sinigrado en una misión. Pensó que quizá debería contárselo a la señorita Atenea en una de sus lecciones…
—Sé más estricto. Cuéntale lo que ocurrió si quieres —sugirió Géminis, como si le leyera el pensamiento—. Quizá aprenda algo de ello.
»Su Santidad —dijo, recobrando el tono formal—, nuestra relación debe seguir como ha sido hasta ahora. Pondré mi confianza en vos… por el momento. Me marcho a dormir. Deben ser ya casi las cinco de la mañana. Dormid vos también, o estaréis cansados para recibir al Príncipe.
El muviano pelirrojo se alejó del Patriarca y caminó por el bosque hasta que incluso la luz de su armadura se perdió tras la frondosidad. Kishut quedó de pie, mirando a Capricornio y ensimismado en sus pensamientos. Había pasado miedo, mucho miedo. Lo que descubrió aquella noche resultó ser una revelación inesperada… y estaba el pequeño detalle que acababa de dejarle aún más extrañado:
«Todos conocen a Baltsarós como el Príncipe Desertor, pero él le ha llamado Príncipe, a secas. ¿Acaso sabe que fue orden mía que abandonase el Santuario?»
Licaón, el alquimista, era alguien con quien debía tener mucho cuidado. Tenía que repasar demasiadas cosas de la conversación, por lo que permaneció un rato a la luz de las estrellas antes de volver a sus aposentos. Sin duda, no conciliaría el sueño esa noche.
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[1] De acuerdo con Licaón, este es el título que reciben todos y cada uno de los censos existentes de Santos de Atenea.