Ya casi acaba marzo. ¡Pero qué rápido pasa el tiempo! Sigo diciendo que me da mucho miedo.
Bueno, aquí os traigo el capítulo 10, parte uno. ¡Ya empiezan los porrazos! Antes, responderé vuestros comentarios, pero los dejo entre spoiler para no entorpecer la lectura de la historia.
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RESUMEN DEL CAPÍTULO 9 (PARTE 2)
PERSONAJES RELEVANTES
- Astrea: recién nombrada santo de Virgo.
- Therón: santo de plata de Perseo. Mula de carga de Astrea.
- Baltsarós: caballero desertor de Leo.
- Kishut: el Patriarca del Santuario.
- Evander: santo de Águila y difunto maestro de Astrea.
(Capítulo 10. Parte 1 de 2)
22 de enero de 1492
Debía de ser más de medianoche ya. Desde que llegaron a la pequeña casa de Baltsarós y hablaron y acostaron a la febril Astrea en la cama, el tiempo había volado. El cielo seguía encapotado por un mar de nubes oscuras, no era posible ver más que formas negras a ras del suelo. Gracias a su cosmos, que actuaba como una antorcha, Leo podía guiarse por las ruinosas calles hasta el lugar en que descansaba su maltrecha armadura.
—Me pregunto si esas dos energías serán de las Horas que menciona el viejo en la carta… Sea como sea, no juega limpio. Siempre fue así —se dijo el hombre mientras giraba por una estrecha avenida—, siempre utilizaba a los demás como herramientas. Parece que el tiempo no le ha cambiado en absoluto.
Cuando Perseo y Virgo llegaron a la ciudad, Baltsarós les había sorprendido en aquella atalaya semiderruida. No le resultó extraño, pues había imaginado que llegaría el día en que le pidieran regresar al Santuario. Ese fue el pacto que hizo con el Patriarca seis años antes, cuando acordaron que sería reconocido como desertor. Y es que el Sumo Sacerdote era así; nadie sabía qué era lo que pensaba en realidad. Era un estratega, y como tal, la deserción de Leo había sido uno de sus escenarios.
Pero no se imaginaba que el juego siguiese, y cuando Astrea le entregó una carta lacrada mientras caminaban hacia su casa, se sorprendió antes de sonreír. Sin duda, el sello del Santuario en el lacre rojizo destacaba. Su viejo amigo Kishut debía tener algo en mente. Las palabras viajaron a la deriva en su cabeza cuando las leyó, pero ahora, al haber sentido esas dos tenues cosmoenergías, presentía que todo encajaba. Repasó una vez más el contenido de la carta en su mente. Contenido que literalmente decía:
«19 de enero de 1.492.
Presiento que el Santuario será atacado, pero desconozco la naturaleza del enemigo. Iskandar de Escorpio se enfrentó a él, y según dijo, utilizó una técnica que desata el egoísmo y la maldad de su objetivo. Los efectos son irreversibles, afirma, pero sé que hay algo que omite; al fin y al cabo, él aparenta ser el de siempre.
Tus órdenes son las siguientes: en caso de que se presente el enemigo en Melitón, evita a toda costa recibir esa técnica. Pero asegúrate de que Astrea no tenga tanta suerte. Quiero que me informes de los efectos de la misma. Redúcela si es necesario y tráela de vuelta al Santuario. Aunque no me gustaría prescindir de Astrea, es la más joven y la única en quien pienso correr el riesgo.
No te preocupes por Perseo. Parece que los objetivos de esa técnica somos tan solo los santos dorados.
A la vuelta, trae tu tesoro.
Confío en ti, Príncipe. Que Atenea perdone nuestros pecados.
Firmado: Kishut de Capricornio, Sumo Pontífice del Santuario de Atenea.»
—Claro que sigue siendo el mismo Patriarca —murmuró Leo antes de bajar por un callejón y atravesar una casa destrozada—. ¿Quién si no utilizaría a sus santos dorados como peones?
* * *
La fría casa de Baltsarós seguía a oscuras acogiendo solo a la agotada Astrea entre sus muros. Esta, que seguía en la cama dormida y tapada por mantas viejas, balbuceaba en sueños. El nombre de su maestro era una constante entre las palabras ininteligibles. Para ella no era un sueño; era una visión de la realidad.
—Maestro Evander, ¿a dónde va? —Las lágrimas le caían por el rostro incesantes. Sentía el estómago encogérsele en mitad del torso.
—Volveré antes de la medianoche. Antes…
—Mentira. Se irá para no volver…
Vestida con un traje blanco ceñido y largo, se vio de nuevo con apenas diez años. Estaba en mitad de un campo de tierra envuelto de un negro tan intenso como el del firmamento, delante del hombre que la había cuidado desde niña.
En aquel mundo vacío y agitado por el vaivén de la oscuridad, tan parecido al del oleaje marino, empezó a alejarse la figura del maestro: un hombre de melena argenta, alto y de espaldas anchas. Su armadura brillaba como la pared lamida por las llamas de una antorcha; las hombreras, que eran alas que le abrazaban, se iban haciendo cada vez más pequeñas junto a él, que no dejaba de caminar.
—¿A dónde va, maestro? —La voz de la niña resonó entre los pasos metálicos de Evander.
—Voy a hacer lo que tengo que hacer. No debes ser tan curiosa, pequeña…
El santo de plata siguió alejándose por el horizonte en tinieblas, y por más que corrió la niña Astrea tras él, no pudo tan siquiera acercársele un poco. Para desagrado suyo, el oleaje que resonaba de fondo se fue haciendo más y más fuerte, hasta que se volvió insoportable y la hizo caer de rodillas para llevarse las manos a las orejas. Se le manchó el bajo del vestido de tierra batida, pero lo que más le asustó fue ver unas gotitas rojas resbalándole por sendas muñecas y tiñéndole las mangas de carmesí intenso.
—No tengas miedo —escuchó. La voz parecía conocida; como si aquella mujer que le hablaba le fuese muy cercana. Aunque la pequeña Astrea se giró, todavía tapándose los oídos, no vio nada. Tan solo sintió un calor en el pecho que la hizo sentir algo mejor. Para su sorpresa, algo parecido a un torbellino de luz empezó a girar sobre su cuerpecillo haciendo que la larga cabellera de rizos solares que le tapaba la espalda ondease—. No te asustes, niña… —repitió.
—¿Quién eres? ¿Por qué estoy aquí?
—Porque eres muy curiosa. A veces es mejor dejar pasar las cosas; cerrar los ojos y que no te importe nada. De lo contrario, deberás ver cosas que desearías jamás haber visto…
—¿Ver cosas?
—Estás soñando. O quizá no. Pero eso da igual. Lo único que quieres es ir con tu maestro, ¿verdad?
—Sí. No me dijo por qué se iba. Quiero estar con él. Quiero ayudarle…
—Ese hombre se tiene que marchar, Astrea. Tiene que irse…
—¿Por qué tiene que irse? ¿Cómo sabes quién soy? —La niña Astrea gritó de rabia. Detestaba que le dieran consejos como si fuese una cría… Todavía lo odiaba más cuando lo hacía una persona extraña.
—¿Quién mejor que tú misma para saber quién eres? —El resplandor de oro desapareció antes de que la pequeña pudiera responderle. Se quedó helada, descompuesta, pero no llegó a comprender por qué.
El manto de oscuridad que le rodeaba se resquebrajó como el cristal golpeado con violencia. Desveló tras de sí un sinfín de plumas blancas cargadas de luz inmaculada. Estas, que remoloneando fueron cayendo al suelo, dibujaron una senda de peldaños que parecía no tener fin. Sobre ella, brilló la luz de la luna llena, pero no de cualquier luna, sino la misma que solía salir en Rodorio: la romántica luna gigante que Astrea recordaba con lucidez.
Conforme fue ascendiendo la escalera inmaculada, empezó a nevar. No había nubes sobre su cabeza; tan solo el hermoso satélite de la Tierra que la hechizaba con su mágica presencia. Pero a cada peldaño, este se iba tornando en rojo, y de la misma forma, los copos de nieve fueron tiñéndose del mismo matiz. Uno de ellos se fue a aposentar en la naricita de la niña, que lo recogió con un dedo. Contempló horrorizada cómo se licuaba resbalándole por el índice y dejando el surco tan propio de la sangre.
Cerró los ojos, corrió por el camino deseando llegar a donde llevase, y sintió que había llegado por fin más allá del último escalón. Cuando los abrió, se topó de frente con el hombre al que había estado siguiendo.
—¡Maestro! —gritó—. ¡Le he echado tanto de menos! ¡Le quiero tanto! —Una risita nerviosa precedía sus pasos. Fue interrumpida por el grito que arañó sus tímpanos y le hizo detenerse con brusquedad, haciéndola caer contra el suelo. ¿No eran aquellos los adoquines de cierta parte de Rodorio? La nieve sangrienta ensució aún más su vestido albo. Levantó y se arrastró hacia donde estaba el hombre. No sabía por qué, pero de pronto le costaba tanto moverse como respirar.
—¡Maestro Evander! —acertó a gritar. Cuando este se dio la vuelta, vio que había algo tras él aún más rojo que la nieve. Cuando comprendió lo que era, ahogó un grito llevándose las manos a la boca. Sus ojos se desorbitaron y algo en el corazón se le rompió—. Maes… tro…
Aquello era imposible de confundir: una mujer muerta, tumbada boca abajo sobre un charco escarlata, rodeada de un cordón de órganos empapados. Un soplo de viento se llevó el cadáver convirtiéndolo en copos de nieve y manchando la luna aún más de rojo.
La niña comenzó a llorar. Se dejó caer de rodillas al suelo. Desconsolada, miró a su maestro como negándose a creer lo que había hecho. Este la contemplaba desde arriba con la mirada cansada, vacía… Sus ojos dorados no podían expresar más que el hastío propio del deber odiado.
—Expiación. Esto es lo que un hombre debe hacer para pagar sus pecados.
—No, tú no eres mi maestro… —Astrea lloraba y lloraba. Se irguió hasta que sus manitas alcanzaron a rodear el cuello de aquel hombre—. Tú no eres Evander… Eres un asesino. Mi maestro no… él nunca lo habría hecho… —Conforme repetía aquello una y otra vez, empezó a apretar más y más, mucho más. Los gritos empezaron a violentarse. Cuanto más apretaba, más pena sentía. Los ojos de Evander le suplicaban el perdón, pero él no hacía nada por zafarse del agarre. La decepción y el desengaño se introdujeron por los dedos de Astrea, que siguió oprimiendo aquel cuello musculoso—. Te quiero. Te quería tanto… —Se escuchó un chasquido seco.
Cuando la niña Astrea aflojó el agarre de sus manos, Águila cayó al suelo muerto. Ella no dejaba de murmurar. Una ola de recuerdos la atravesó: Evander, siempre duro, mas dulce con ella, solía apartarle aquel mechón de pelo travieso para besarla en la frente y desearle las buenas noches cada día.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sus gritos desgarraron la oscuridad tiznándola con desesperación.
—Evander siempre fue la luz de tu corazón —dijo alguien. Su voz parecía la del caballero de Libra, Marduk, que entrenó a Astrea desde los diez años—. No debes culparle. Él simplemente hizo lo que le pidieron.
—¿Lo que le pidieron? ¿Quién le pidió asesinar a una mujer? —preguntó con pena.
—Has actuado con justicia, pues no se puede justificar lo injustificable. Virgo te ha reconocido. Si puedes superar el entrenamiento, serás su legítima portadora. Serás una santa dorada.
—¿Pero qué será de Evander?
—¿Cómo podría yo saber eso? Deja de llorar y abrázame. No volverás a estar sola, Astrea.
La niña obedeció y abrazó a aquel hombre difuso que se erigió ante ella. Pudo notar su calor humano, el consuelo que vino de su corazón. Y recordó cómo Marduk de Libra la había comprendido, apoyado, y perdonado. Eso era todo lo que necesitaba; alguien que creyese en ella, alguien que la quisiese aunque hubiera sido la asesina de su primer maestro.
¿De verdad había sido la ejecutora de la justicia? Todo empezó a tornar en un mar de tinieblas. La luna desapareció del cielo. El suelo se evaporó. El propio cuerpo de Astrea se convirtió en neblina evanescente.
—Esta será la carga de tu corazón… —escuchó entre tonos distorsionados.
—La carga de mi corazón —se dijo.
* * *
Baltsarós caminó a través de los densos ventisqueros acumulados en las calles de Melitón hasta que por fin llegó a su destino: una ruinosa casa que no era más que la sombra de lo que fue. Vio gracias a la luz dorada de su cosmos, caminó sobre los escombros apenas protegidos por un techo ladeado que amenazaba con caer sobre la nieve. Se detuvo a escasos pasos de una trampilla de madera astillada y húmeda con una esquina rota, hueco que aprovechó para meter la mano y abrirla. La puertecilla de madera chocó contra el muro cercano revelando una vieja escalinata de piedra que penetraba en la penumbra de un sótano. El hombre descendió por el angosto pasillo tratando de tocar siempre la pared para mantener la estabilidad. Tras la hilera de escalones, llegó por fin al oscuro rellano, cuyas sombras parecieron danzar al contacto con la luz que irradiaba.
Aquel lugar debió ser una bodega, pues aún quedaban botelleros para el vino. Ninguna de aquellas estanterías podría haber sido aprovechada; las que no estaban volcadas y con tablas partidas, estaban agrietadas, hinchadas, o incluso hechas jirones. Cuando el apocalipsis llegó a Melitón aquel día, nada se salvó…
Leo siguió caminando por el sótano sin importarle nada más que la caja que vio al girar la esquina. Era el lugar donde aguardaba su armadura moribunda; un recipiente dorado y rectangular que recibía por nombre caja de Pandora.
—Mi amiga, ha pasado mucho tiempo, ¿no? —Sonrió Baltsarós al verla. Dio los últimos pasos con calma, como contemplándola y pensando las aventuras que habían vivido juntos—. Lo siento por aquello. Después de la paliza que nos dieron, no se me apetecía mucho verte—. El santo suspiró exhalando una nube de pena condensada—. Bueno, ya da igual, volvemos a estar juntos.
La mano diestra del hombre de coleta negra se posó en una de las líneas de la caja dorada. Sintió un tacto frío, cadavérico en el metal. Se decía que las armaduras de Atenea eran seres vivos, y como tales, susceptibles de morir. Leo sabía que su vestimenta murió aquel día ya lejano.
Apenas tuvo un instante para reflexionar, pues sintió que las presencias que había advertido en la ciudad abandonada se movían rápido. «Se han separado y empiezan a moverse deprisa». Sin perder tiempo, agarró la caja de Pandora por una de las asas de cuero envejecido y la cargó como una mochila. Empezó a deshacer el descenso hacia la ciudad con presteza.
* * *
El caballero de plata de Perseo aguardaba en la estrecha calle con paciencia. Su espalda estaba en contacto con uno de los muros de la casa de Baltsarós. Aunque podría iluminar en derredor con el mero resplandor de su armadura, se mantenía a oscuras ocultando su cosmos mientras acechaba los movimientos de sus enemigos potenciales.
En aquel momento ya había sentido con claridad la energía de las dos personas desconocidas. Se movían rápido, al parecer en direcciones opuestas; una de ellas avanzaba rauda hacia donde estaba. Quizá hubieran estudiado el terreno antes y ahora supiesen exactamente a dónde ir… Dedujo que seguir ocultando el cosmos no le sería útil, pues si estaban atacando Melitón —¿para qué otra cosa habrían ido si no era así?— era porque sabían a lo que se iban a exponer.
Dejó de apoyarse en la pared y caminó para girar tras la fachada hacia un callejón angosto. Lo atravesó sorteando ventisqueros y escombros hasta que por fin hizo contacto visual con uno de aquellos asaltantes. Puesto que aún estaba lejos, no supo diferenciar si era hombre o mujer, si estaba armado o no; tan solo vio cómo avanzaba rápido en su dirección. ¿Acaso pretendía atacar directamente? Therón saltó con agilidad felina sobre el techo de la casa de Leo. Equilibró sus movimientos en el inclinado tejado de pizarra. A continuación, hizo resplandecer la energía de su corazón templando la oscuridad con destellos de plata.
«O todo o nada. No dejaré que se acerque a Astrea.» Perseo respiró con calma antes de ver cómo el asaltante se detuvo en seco tras ver el destello de luz argéntea. Sin duda había sentido su presencia. Los dos contendientes se contemplaron en silencio. Ante Perseo se erguía una bestia de casi dos metros envuelta en una toga blanca. Cuando habló, aun teniéndola cerca, el plateado dudó de si era una mujer…
—Así que uno de los pajaritos ha abandonado el nido… —La monstruosa mujer contempló con gesto confiado al que tenía delante. Dio un saltito para colocarse delante de él, en el tejado. Cruzó los brazos dejando intuir aquellos bíceps casi tan gordos como su propia cabeza—. Pero este es el pajarito que no sirve —sonrió.
—¿Debo asumir que estáis aquí para suicidaros? —preguntó Perseo con voz seca—. Nadie sería tan estúpido como para atacar a dos santos dorados y uno de plata sin temer.
—¿De verdad? —A pesar de que tan solo les iluminaba el cosmos de Therón, la mujer, de voz grave, se quitó la capucha para dejar al descubierto su aspecto poco agraciado. Las sombras bailaban por su rostro de facciones duras; el pelo lo tenía tan corto que a plena luz del día habría sido posible ver la piel del cuero cabelludo. Su hostilidad evidenció intenciones cuestionables, o al menos esa fue la idea que atravesó la mente de Perseo.
—¿A qué habéis venido tú y tu compañero? —preguntó. Miró en la dirección en que sentía la energía de la otra persona—. Porque sois dos, ¿no es así?
—Correcto. No somos enemigos. No necesariamente. Pero los caballeros de Atenea sois tercos por lo que tengo entendido…
—Quizá si me explicas lo que queréis podamos entendernos… Si no lo intentas, acabaremos matándonos aquí mismo —Therón expulsó parte de su energía haciendo temblar el inclinado suelo bajo sus pies y alargando las sombras al emitir una intensa luz de plata. Un manto de nieve se precipitó por debajo de ambos, susurrando. Mientras duró su exhibición, los copos helados que caían en derredor se evaporaron antes de tocar algo firme.
* * *
Leo ya era consciente de que Therón había interceptado a una de las dos personas que habían irrumpido en Melitón. Debían ser esos enemigos de los que le había escrito Kishut. Él lo comprobaría enseguida, pues ya podía ver ante sí una silueta. Antes de que fuera completamente visible, espetó una bienvenida.
—Empezaba a cansarme. ¿A qué se debe el honor? —La segunda asaltante caminaba con la capucha a la espalda, por lo que no le fue difícil a Baltsarós intuir que se trataba de una mujer. Eso sí, una mujer muy poco deseable, pues a sus ojos era fea, baja y parecía malhumorada. Además, bajo las ropas, blancas como la misma nieve que empezaba a caer con timidez, parecía más ancha de lo que al dorado le hubiese gustado. «Espero que no hayas venido a flirtear…», pensó mientras se le escapaba una risilla.
—Mi nombre es Ave. Soy una de las Horas de Diké, aunque puede que a estas alturas ya lo imaginases…
—Para nada. Sigue —interrumpió.
—Ave de Anatole, el Amanecer. —La mujer rolliza agarró la toga que la envolvía y tiró de ella arrancándosela con violencia. Entre tela y nieve, dejó entrever un destello metálico que pronto cobró forma ante los ojos del león dorado. Aquello era una armadura; no una de las prendas sagradas de Atenea, pero su fin era el mismo sin lugar a dudas. Por arte de magia, una corona acabada en un sol de seis picos apareció sobre su frente, recogiendo la corta melena marrón que surcaba su espalda en un moño.
—Me pondría mi armadura —explicó Baltsarós—, pero está algo… indispuesta. Sin embargo la tengo aquí atrás, conmigo —dijo señalándose la espalda—. Es Leo. Soy el caballero de Leo. Baltsarós. —La sonrisa que dedicó a la Hora fue casi amistosa.
—En realidad no es necesario que la utilices. No somos enemigos. Supongo que el caballero de Escorpio os contó lo que sucedió con Hésperis, ¿no es así?
—¿Hésperis? —Baltsarós apenas sabía de las Horas por la escueta carta del Patriarca—. Agradecería que me contases de qué hablas. Digamos que llevo unos cuantos años sin hablar con mis amigos del Santuario.
—Así será entonces. Nuestra señora, Diké, es la diosa de la justicia. Su misión consiste en impedir la injusticia…
—Muy aguda —interrumpió el dorado con algo de malicia.
—Impedir que la tragedia se cierna sobre vosotros —continuó la mujer, que ignoró el comentario—. Para ello, nos ha otorgado un don: el Juicio de las Horas. Nuestra misión es muy sencilla, Leo. En esta ciudad hay dos santos dorados, y nosotras somos dos Horas. Todo será tan fácil como dejar que utilicemos nuestro don en vosotros.
—¿Y entonces qué ocurrirá? —El hombre de coleta negra se había sentado sobre la caja de Pandora y miraba con interés a su interlocutora.
—Seréis salvados. A todas las Horas se nos presenta una visión de vuestro futuro en caso de no recibir nuestro juicio. Todos y cada uno de vosotros acabaréis muriendo por vuestro egoísmo si no recibís la salvación que os ofrecemos.
—Ya veo. Y sin embargo, Iskandar de Escorpio tuvo un pequeño percance, al parecer… —Ave quedó en silencio—. Sí, mira. Está aquí escrito —El león sacó el pergamino que le había presentado Astrea y comenzó a leer en voz alta—: «Iskandar de Escorpio se enfrentó a él, y según dijo, utilizó una técnica que desata el egoísmo y la maldad de su objetivo. Los efectos son irreversibles.» ¿Cómo es eso compatible con lo que me has dicho, Avecilla?
¿Avecilla? ¿Quién se pensaba que era? Ave alzó la cabeza para mirar al cielo. Su rostro se estremeció y quedó sin aparente respuesta. No le gustó nada aquel reproche. Lo cierto era que el juicio de Escorpio no fue como debió haber ido, pero Diké no les había explicado nada. ¿Sería posible que su diosa las estuviera manipulando? No, eso no tenía sentido. Ella habría hecho cualquier cosa que se les hubiera ordenado. No había diferencia entre salvar a un santo o condenarlo. ¿Para qué mentir entonces?
—Mi señora no tiene necesidad de ocultar sus intenciones —se defendió—. Nuestro juicio busca salvaros, no condenaros.
—Sí, pero lleváis armadura por si nos negamos a recibirlo amistosamente, ¿no? Eso habla en vuestra contra, mi amiga —regañó Leo mientras contemplaba la armadura anaranjada de Anatole—. Pero bueno, ya está pensado, así que no te preocupes. Voy a probar eso del juicio —sonrió.
—Me parece lo más sensato —apuntó Ave a la par que uno de sus brazos se alzaba—. ¿Empezamos, pues?
—Espera, aquí pone algo más… —Leo volvió a mirar el pergamino, que pudo leer gracias al cosmos que le rodeaba—. «Tus órdenes son las siguientes.» ¿Eso se refiere a mí, verdad? —continuó—. «En caso de que se presente el enemigo en Melitón, evita a toda costa recibir esa técnica…» ¡Me parece que tienes un problema, Ave!
Leo sonrió con el ceño fruncido, y antes de que la mujer pudiera hacer algo, se lanzó a por ella propinándole un puñetazo en pleno estómago. El golpe fue tan fuerte que arrojó a la mujer al aire. A la vez, un ruido metálico fue acompañado de varias esquirlas de armadura, que caían. Cuando esta cayó de espaldas al suelo, se encontró con el caballero de Leo, que la miraba desde arriba.
—No podéis esperar que os creamos. No después de que el primero de vuestros juicios fuera un burdo engaño.
Ave giró rápida sobre sí y saltó hacia atrás alzando la guardia. Cuando tocó el suelo de nuevo, sus pies se hundieron en un palmo de nieve. Supo al instante que su oponente era fuerte; muy fuerte. Pero no se amilanó y cerró los puños a la vez que afiló la mirada.
—¡El Juicio de las Horas no es ningún engaño! —exclamó ofuscada—. ¡Si tengo que obligarte a recibirlo, lo haré!
—¿De verdad? —cuestionó leo mientras se encogía de hombros—. ¿Y cómo piensas hacerlo?
—Las Horas hemos sido agraciadas con un cosmos equivalente al de un santo dorado. Podemos defendernos de cualquier ataque y doblegar a nuestro enemigo.
—Lamento decepcionarte, pero yo tengo la impresión de que tu poder es como mucho el de un caballero de plata. Uno fuerte, pero de plata al fin y al cabo. Y todo el mundo sabe que con eso no podrás hacerme frente… —Leo siguió hablando con aquel tonillo jactancioso que tanto empezaba a molestar a Ave—. Además, aunque de verdad tuvieses el cosmos de un santo dorado, tampoco podrías hacer nada. Yo tengo mucha más experiencia que tú.
»Por ponerte un ejemplo, sería como si la niña a la que acojo se enfrentase a mí: es el caballero dorado de Virgo, sí… pero acaba de recibir la armadura. ¿Cuántos segundos crees que me tomaría derrotarla? ¿Tres? ¿Cuatro? Pues aun así, tú no podrías con ella. La diferencia entre nosotros es abismal. ¿Y todavía crees que podrás obligarme a recibir tu juicio por la fuerza?
—Hablas mucho, león. —Aunque intentó mostrarse impasible, en el fondo intuía que aquello era verdad—. Pero me estás dando la razón de ser como tú dices. ¿Para qué vendría a pelear si tuviera solo una parte de tu poder? ¿Para morir? Eso deja claro que mis intenciones no son hostiles.
—¡Mala respuesta! —Baltsarós encorvó el cuerpo y corrió a la velocidad del rayo para propinar un puñetazo en el rostro de Ave. Apenas vio venir el golpe; la Hora encajó el puño en la mandíbula y fue proyectada con fuerza hacia atrás, hasta que una pared la detuvo con sus brazos pétreos. El ruido resonó por encima de la quietud. La mujer cayó al suelo de rodillas escupiendo sangre.
«Diké, dame fuerzas para cumplir la misión que me has encomendado»
—¿Te das cuenta? ¿Qué harás? ¿Vas a morir así, Pajarillo?
—¡Mi nombre es Ave! —La mujer rolliza se encaramó de nuevo, apoyándose en el mismo muro que la había detenido. Le resbalaba un hilo rojo por la comisura del labio e irradiaba ira.
—Escúchame. No soy una persona violenta. A veces se me escapa algún que otro golpe, pero solo lo hago para asustar. Ahora que deberías comprender que no tienes posibilidad, te ofrezco un trato. Al fin y al cabo siempre ha sido mi estilo: ¿para qué matar si puedo beneficiarme de ti?
—¡No hay tratos que valgan! —Obcecada, Anatole trató de propinar una patada rauda en el costado de Leo, pero este la detuvo con el antebrazo y siguió hablando.
—Mi amiguita Astrea tampoco aceptará de buen grado vuestro regalo. Es novata, pero sigue siendo más poderosa que vosotras. No sé quién es esa Diké, pero no parece muy inteligente. —Las palabras que profirió irritaron a la Hora, que seguía tratando de golpear al santo dorado sin éxito. Este esquivaba, bloqueaba o simplemente retrocedía. Sus palabras seguían fluyendo—. Enviar morralla a enjuiciar a la élite de Atenea… ¡Patético! —Entonces, uno de los puños de Ave alcanzó al dorado en pleno rostro. Este lo encajó sin inmutarse; apenas le hizo cosquillas, ¡y eso que le había dado en plena nariz! Por primera vez, el león frunció el ceño y cerró el puño—. ¡Escúchame de una maldita vez! —Dio un cabezazo en la corona de Anatole partiéndola y arrojando a esta de culo contra un ventisquero—. ¿Es que no te das cuenta de que te estoy humillando?
La Hora, más enfurecida que sensata, levantó. Otro surco de sangre le resbaló por la frente y sobre la nariz, hasta gotear tiñendo la nieve de rosáceo. Miró los fragmentos de su corona destrozada y bajó la cabeza, como avergonzada. Tuvo que tragarse la ira y el orgullo.
—Te escucho.
—Tienes la suerte de que mis órdenes son muy claras. Vas a enjuiciar a Astrea de Virgo, y para ello, colaborarás con tu compañera. Ella sola no tiene la más remota posibilidad. Entre las dos lo lograréis. Una vez haya visto si tus palabras son ciertas o un engaño, actuaré en consecuencia.
—¿Vas a utilizar a tu amiga como… señuelo? —Anatole se sorprendió. Vale que no tuviera mucho aprecio a Ánfora ni al resto de Horas que había nombrado Diké, pero no las utilizaría de reclamo nunca. Jamás. Aquello le resultó repugnante y rechinó los dientes, aún con la cabeza gacha.
—¿Señuelo? ¿Eso significa que vuestro juicio es un engaño? ¿Por qué tendría que temer si decís la verdad, Hora?
—¡Digo la verdad! —explotó. Tras alzar los dos brazos, una bola de color amoratado empezó a brillarle sobre la cabeza. De ella, brotaron pequeños relámpagos. Unos chocaron contra la nieve de alrededor evaporándola y dejando surcos ennegrecidos, otros treparon por muros hasta perderse en el cielo tras destellos lumínicos—. ¡Trueno del Amanecer!
La intensidad de la luz cegó a Baltsarós mientras la esfera relampagueante acortaba distancias entre ambos. Su velocidad era considerable, y sin poder ver, al santo no le quedaban muchas opciones. Tras gritar, una cortina de fuego le rodeó expandiéndose muy veloz a su alrededor. Su radio se amplió tanto que abrazó con llamas candentes a Ave. La nieve agonizaba y ascendía al cielo como vapor a la par que las lenguas ardientes chisporroteaban. Fuego y electricidad colisionaron; gritos agudos arañaron los tímpanos de ambos contendientes. El suelo tembló y una columna de cosmos subió hasta atravesar las nubes tormentosas dejando tras de sí un murmullo colérico.
—Es eso o la muerte, Ave —espetó el dorado al ver a su oponente tirada sobre la tierra batida. No quedaba un simple copo de nieve en derredor, y a través de aquel agujero entre las nubes podían contemplarse las estrellas, tímidas—. Tú decides. —La Hora estaba visiblemente maltrecha…
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Salió un poco larga esta parte, pero no creo que eso sea un problema. Un agradecimiento especial para Rexomega y Tetza, que me ayudaron con los errores. Y siento la pequeña demora: tuve clase hasta ahora.
Un abrazo, compañeros.
¡Nos leemos!
Editado por Killcrom, 24 marzo 2015 - 20:23 .