Disculpen, el siguiente capítulo es un poco largo (en especial comparado con el anterior, más corto que el promedio), pero consideré necesario que así fuera, para narrar bien una batalla a dos frentes, y explicar correctamente lo que allí ocurre.
Además, al final del capítulo, hay un Anexo escrito por Placebo, tanto un flashback como un cambio de perspectiva sobre los eventos finales de este capítulo. Como siempre, se aprecian todas las críticas constructivas.
DOHKO IV
Río Aqueronte. Inframundo.
La Ley del Dolor se había vuelto algo insoportable. Irritante. No se le podía vencer con puro Cosmos, con fuerza de voluntad o los deseos del corazón, pues estaba sobre eso y cualquier Santo o Espectro. Lamentablemente solo uno poseía la llave para abrir aquella frustrante puerta, Caronte de Aqueronte, y mientras alguien quisiera infligir dolor, la ley del río repelía todo lo que le lanzaran al malnacido, que podía quedarse tranquilamente esperando a que los buques que le acompañaban terminaran con todos sus Santos con el solo hecho de esperar. Era la paciencia, aprovechando el agotamiento de sus compañeros de armas, lo que le estaba irónicamente haciendo perder la suya. El miedo a sus muertes, como la de Higía de Ave del Paraíso, le tenía contenido.
¿Qué más podía hacer? Los Santos de Pata y Bronce restantes se encargaban de dirigir el Navío en bajada, a lo más profundo del infierno, a la vez que terminaban con los Esqueletos que subían a bordo. Dohko debía controlar a Caronte, y Caronte controlar a Dohko, pues sabía que en el menor atisbo de duda, no alcanzaría a activar la Ley del Dolor antes de sus Cien Dragones, y sería su fin. El problema era que no había bajado la guardia ni un mísero instante durante el recorrido, y era Dohko el que se frustraba. Podía culpar a su falta de ejercicio durante dos siglos, pero la verdad era que nunca se caracterizó por su calma y mansedumbre en el campo de batalla. Eso era trabajo de Sion. Ahora era cuando más lo extrañaba… ahora que había muerto dos veces. ¡Necesitaba tiempo para pensar!
¿Quién diría que eso bastaba para que el pensamiento fuera relevante? Asterion le leyó la mente sin ningún problema, y convocó a Frauke y Retsu para que manifestaran sus defensas entre Dohko y Caronte, los Siete Rugidos del Norte y el Cristal de Garras.
A la vez que Venator viraba con brusquedad y el Navío de la Esperanza se metía entre un par de grandes montañas que Dohko no había percibido, éste se volvió de nuevo a su tripulación, que dirigidos por el Fuego Forajido de Kazuma de Cruz del Sur, terminaba con los Esqueletos restantes. Detrás, Caronte y sus otros barcos lo seguían.
—¿Q-qué diablos pasó? ¿No les dije que…?
—Que las peleas eran de uno contra uno —recitó Asterion, como de memoria—, pero solo le estamos dando un entre medio, un descanso. Ya podrá retomar la pelea.
—¿Dónde estamos? ¿Qué es esto?
Dohko miró por la borda, a la vez que todo alrededor se oscurecía, proyectadas las sombras por las grandes piedras que casi ocultaban el firmamento de un rojo cada vez más oscuro, repleto por rayos grises que entonaban su propia sinfonía monstruosa. Hades había dado inicio a su plan, y no parecía ser un simple lienzo en el cielo de la Tierra, como la vez anterior. Las estrellas se estaban convirtiendo en rayos, y eso quería decir que el Sol, en la superficie, también se había transformado.
Abajo del Navío también cambiaban las cosas. El Aqueronte, de aguas amarillas antes, estaba evidenciando manchas negras como de brea, pequeñas motas que se hacían cada vez más frecuentes y que flotaban como algo que no quería decir en voz alta.
Detrás de las montañas rocosas había otras más, cada vez más grandes e inclinadas en bajada. El buque estaba pasando debajo de una suerte de túnel natural del infierno con tanta precisión que habían logrado dejar a Caronte detrás, cuando antes estuvo entre ellos y la costa.
Tardó más de la cuenta en entender, y fue la malherida Yuli quien le recordó que, a pesar de su nueva juventud, todavía parecía evidenciar problemas de memoria.
—Ían y yo seguimos los mapas que nos dio —explicó, mostrándole los rollos que el mismo Dohko les había encargado seguir, que había recopilado con información de la anterior Guerra Santa—. Este es el camino que baja hacia las siguientes Prisiones.
Allí fue cuando cayó en cuenta.
—¡El Estigia! —Claro, se lo habían explicado hacía dos siglos. El Aqueronte tenía una afluente en el Estigia, el segundo río del infierno, y había un camino único que podía llevarlos en bajada incluso hasta el Lethe. Estaba sorprendido de no haberse percatado de ello a la vez que el barco viraba.
No. Lo cierto era que su mayor sorpresa, y lo que le causaba tanto orgullo, era que mientras luchaban contra las fuerzas de Hades, Yuli e Ían habían continuado analizando los mapas, estudiando los caminos y la costa de las primeras Prisiones, y habían dado sus instrucciones a Venator para que este, con igual maestría, les guiara hacia el túnel que los llevaría al Estigia sin perder ni un segundo la concentración.
—Pensé varias veces que me perdería, me empecé a desesperar —admitió el Santo de Delfín, con las manos clavadas al timón—. Pero si puedo hallar a mi inquieta Alicia entre las prendas de ropa que se ofrecen en el mercado del vertiginoso Rodrio, entonces puedo encontrar el túnel que baja al Inframundo —añadió, con el alma llena de orgullo y añoranza por regresar con su hija.
—El trabajo de ustedes tres fue sencillamente impecab… ¡abajo! —A la orden del jefe del Santuario, los Santos se agacharon a tiempo para evitar una serie de bombardeos de los barcos que iban detrás. Balas de Cosmos oscuro que no podían percibir…, pero sí ver—. ¡Malditos sean estos tipos! ¡No me dejan ni felicitar a mis hombres!
—Señor…
—Ah, ¡y mujeres! Sí, dime, Yuli.
—No, no me refería a eso. No sabemos lo que encontraremos en el Estigia, pero sí averiguamos el camino para seguir hacia abajo. ¿Qué haremos al llegar?
Dohko miró de nuevo por la borda. El agua tenía tonos impecablemente iguales de amarillos y negros, por lo que no les quedaba mucho tiempo para adentrarse en la Cuarta Prisión. Allí se encontrarían con el guardián del río, y tendrían su batalla más intensa a dos frentes. Si no actuaban con eficiencia…
—Harán un emparedado de nosotros —terminó Asterion su idea.
—Ah, por eso es que Aiolia siempre se quejaba de que te metieras en su mente.
—Lo siento, señor, es una mala costumbre.
—¿Emparedado? —preguntó la Hidra, y Unicornio fue preciso en su explicación. Ambos mostraban cicatrices en sus rostros, no solo por los combates, heridas que ya no podían curar, sino por las marcas de lágrimas tras la muerte de la única que podía sanar a sus compañeros, en el Aqueronte.
—Si hay un guardia para el Aqueronte también debe haber uno para el Estigia, por lo que nos atacarán tanto desde proa como desde popa.
—¿Qué? —se alteró Sextante, tomándose nerviosamente el brazo cuya movilidad casi había perdido tras la lanza que le arrojaron—. ¿Acaso tomamos tan mala decisión?
—¡No! De hecho, fue excelente —intervino Dohko, con toda sinceridad—. Nos encontrábamos en tablas, y solo era asunto de tiempo para que Caronte las rompiera a su favor, por culpa mía, que estaba ensimismado en nuestra batalla.
—Pero es verdad, si el guardián del Estigia tiene manejo de su río como Caronte con el suyo, entonces estaremos en problemas —dijo Nam, Santo de Dorado.
—Por eso tenemos que encontrar una estrategia —replicó June, la Camaleón—. Una que, en lo posible, nos permita matar dos pájaros de un tiro.
—Exactamente. —«Pero será difícil sin sacrificar algo de nuestro lado», pensó el Santo de Libra. Todas las maneras que se le ocurrían implicaban un costo alto para burlar a los dos Espectros Celestiales que se enfrentarían, y vencerlos en su propio juego.
Luego, Dohko se dio cuenta de que alguien lo observaba más atentamente que los otros. Sus ojos brillaban con resplandor dorado, y Dohko trató de evitar a toda costa que abriera su boca, decirle que podían encontrar otros métodos…
Pero Asterion, el Sabueso de Plata cubierto de vendas desde la batalla contra los Espectros en el Santuario, calló. Cerró los ojos en completo silencio y mostró el atisbo de una sonrisa, como si hubiera llegado a una resolución evidente. Dohko ocultó sus propios pensamientos, pero ya era tarde, y solo le quedó decidir firmemente que no permitiría más pérdidas innecesarias; solo él mismo podía ser la excepción.
—¿Y cuál es el plan? —preguntó Geki, antes de que otro bombazo de Caronte les pasara por encima—. ¡Oh, qué infeliz más molesto! ¡Voy a matar a ese payaso!
—Retsu, Frauke, vayan a popa y levanten las defensas. Kazuma, dirige a los Santos de Bronce detrás de ellos y enfrenten a Caronte, manténganlo a raya y esperen hasta que esté lo suficientemente cerca para quemar su flota con el Fuego Forajido. Los soldados se distribuirán a babor y estribor con las lanzas en alto, nunca las bajen. June, Geki, ustedes vienen conmigo, enfrentaremos al guardián del Estigia. Yuli, sube con Holokai a la cofa y apunten a direcciones opuestas, en lo posible a la cabeza de los guardianes de los ríos. Se nos ocurrirá algo en el momento, estoy seguro.
Los Santos y soldados se dispersaron apenas les dio la señal. Estaban incluso más concentrados con él, y tenía que admitir que, en ese caso, el rango sí importaba. Con un dominio mayor del Cosmos, tenía más chances de sobrevivir que ellos, que luchaban por sus vidas a cada segundo que transcurría, y la eficiencia que demostraban debido a ello era algo digno de admirar. Por eso era que los protegería a toda costa, usaría esa superioridad que le había dado el maldito destino del que siempre parloteaba a Sion para protegerlos como Sumo Sacerdote del Santuario, como Santo de Oro de Libra, y como hombre.
Pensando en ello se volteó hacia donde dos Santos susurraban en silencio, sin aún tomar sus posiciones en el siguiente combate.
—No te rindas ahora, nos dieron nuestras órdenes.
—¿Acaso no temes morir?
—¡Por supuesto que sí! Pero somos soldados, juramos dar la vida en el campo de batalla por Atenea.
—Yo me dedicaba a los establos, Miguel. ¿No te parece coherente que ahora me esté arrepintiendo de la decisión que tomé?
—Sé que este no era tu mundo, Thelma, pero… si es necesario, yo lucharé por los dos. Ahora somos Santos de Atenea, y es nuestro deber. Te protegeré a la vez que sacas fuerzas de tu honesta flaqueza.
Esos eran Miguel de Paloma y Thelma de Liebre. Uno había sido un ladrón en un pueblo de Perú por donde anduvo Asterion antes de la guerra (y a quien trató de robarle la billetera, antes de viajar juntos a Atenas), y el otro era un huérfano que trabajaba en los establos del Santuario, y a quien usaron para enseñarle griego al otro, además de guía por el recinto sagrado. Ambos eran los Santos más recientes con los que contaban, un par de novatos demasiado jóvenes, y que se habían unido a la lucha tan fervientemente como los otros, cuando se reunieron en la Palaestra. Eran amigos desde hace mucho tiempo, los dos habían entrenado juntos, y básicamente no tenían a nadie más en el mundo que a sí mismos. Esos eran los lazos que Dohko deseaba proteger, y que a ellos atemorizaban.
Pero, no había nada más natural que el miedo. Ambos lo sentían, pero de distinta forma lo interpretaban y manifestaban. Miguel lo hacía a través de su ira y frustración, como Ikki, y Thelma, dulce y gentil, muy parecido a Shun, lo expresaba con sus lágrimas.
—Chicos.
—¡S-señor Dohko! —exclamaron al unísono.
Antes de que hicieran la protocolar pose militar, el Santo de Libra apoyó las manos sobre sus hombros.
—No se pongan tanta presión. Los Santos vivimos en el campo de batalla, eso es cierto, pero no nos exponemos a nuestras muertes de forma irresponsable. Nos cuidamos entre nosotros, aunque tengamos miedo.
—¡No tengo miedo, señor! —mintió Miguel. Era muy joven, inexperto e impulsivo hasta para pensar. Pero Dohko también había sido así años atrás, era natural.
Sin embargo, ahora era viejo. Debía admitírselo a sí mismo y recordarlo hasta el día de su muerte. Era momento de actuar como tal.
—Todos tenemos miedos, Paloma.
—¿Usted también? —preguntó el Santo de Liebre.
—Por supuesto. Lo importante es sacar fuerzas de ello, en lugar de perder ante el terror. Ahora, vayan a sus puest…
Fue entonces… cuando sintieron una explosión de Cosmos. Un Cosmos absurdo, antinatural, muy superior al de todos ellos juntos, Dohko incluido. Un Cosmos divino, en dirección al Estigia, en el que ya estaban entrando.
El Cosmos de una diosa.
Avistaron unos pocos centauros con Surplices, cargando arcos y flechas en todas direcciones, menos hacia las almas al interior de la laguna más grande y maloliente que Dohko hubiese conocido en su larga, larguísima vida.
Las aguas negras estaban agitadas, tan nerviosas como los Esqueletos que parecían buscar enemigos con la mirada, apuntando a todos lados. También pudo Dohko avistar algunos sobre bajo el agua, flotando. No solo llamas azules que todavía sufrían su tortura, sino que decenas de cadáveres pertenecientes a Esqueletos-centauros que pintaban el agua con motas rojas.
—¿Acaso…? ¿Acaso ella hizo esto? —se preguntó Dohko, buscando hacia todos lados algún rastro de su diosa, pues solo a ella le podría pertenecer un Cosmos así. Algo enorme e imparable, una guerrera milenaria, brutal contra los enemigos de la paz. Solo podía significar una cosa—. ¿Está recuperando sus memorias y personalidad divina ahora que Saori Kido está muerta, caminando por el infierno?
—¡Dohko! —le llamó Geki, a su lado—. Alguien viene hacia acá.
Al mismo tiempo escuchó los gritos de batalla desde popa, así como el retomar de los bombardeos, lo que significaba que Caronte atacaba. Dohko, sin embargo, puso su atención en el enemigo que se acercaba remando sobre una balsa de madera, humilde y pequeña, luciendo como un perro humanoide.
—¡Oye! ¿Qué quieraquí? ¿Va’ a ser mi cena? —preguntó.
—Somos los Santos de Atenea. ¿Eres el guardián del río Estigia? —preguntó Libra con la intención de hacer algo de tiempo para estudiarlo. Se veía como alguien experto en el combate, su postura de guerra era evidente a pesar de fingir relajo. Tenía garras filosas y sus piernas eran fuertes, un claro luchador cuerpo a cuerpo, brutal y sanguinario. Había visto tantos en su vida que ya podía reconocerlos perfectamente.
—Phlegyas de Licaón, guardián del’Estigia, la Cuarta Prisión. —El Espectro armó una sonrisa siniestra y se relamió los labios intensamente—. No me’spondiste.
—¿Qué pasa con este tipo? —inquirió June. Dohko sabía a lo que se refería. Había algo extraño con el Espectro, un olor nauseabundo que no provenía solo de la laguna. A su alrededor había decenas de cadáveres, probablemente trabajaban para él, pero parecía importarle tan poco como los bombardeos detrás. No estaba atacándolos.
De un momento a otro comenzó a rascarse la entrepierna, por encima del faldón de la Surplice, y su peto se manchó con la saliva que caía por su mentón poblado de barba mal cortada. June estaba muy nerviosa y Geki no entendía nada, pero Dohko comenzó a percibir algo siniestro.
—Ah… ah… bueno… ora me dio má’ hambre… ah…
—Muchachos, tengan cuidado. Este no es un Espectro común y corriente. —Con el rabillo del ojo captó a Holokai en lo alto de las velas, apuntando con su Zoom Flash. Si tenían suerte, no tendrían que entrar en una batalla a dos frentes. También le preocupaba el paradero de su diosa, que tras esa explosión de Cosmos había desaparecido.
—¡Señor Phlegyas! —gritó uno de los pocos Esqueletos sobrevivientes—. Atenea estuvo aquí, ¡la diosa Atenea fue la que…!
No logró terminar la oración. Dohko quiso probar su teoría y lanzó un rapidísimo golpe con su diestra, un Tigre Feroz, y el Espectro terminó en la brea, junto a sus amigos muertos y las almas que había torturado, poco después.
—Sabía que la señorita Saori estaba por aquí —dijo Geki, golpeándose los puños, inspirado por la esperanza de que la joven que había conocido desde que era niño estaba bien. Sonrió y se preparó para la batalla con ansias, al igual que Holokai, June, Miguel y Thelma, que estaban cerca—. Pero sería mejor que nadie más se enterase.
—Dohko, ninguno de nosotros puede combatir a larga distancia, ¿cuál es el plan? —preguntó June, con el látigo en lo alto. Era cierto, eligió a aquellos más preparados para el combate físico, y eso se debía a que atraería a los enemigos allí para que los destrozaran. Era la única manera de evitar el poder mágico de los ríos.
—Cuando suba a Phlegyas al barco, lo destruyen, ¿entendido?
—Entendido —contestaron Geki y June al unísono.
El Estigia se meció con fuerza. La temperatura aumentó en la popa, lo que parecía indicar que Kazuma se estaba divirtiendo. Dohko escuchó explosiones y exclamaciones, los muchachos lo estaban dando todo en la parte trasera del Navío de la Esperanza. Era el momento de la verdad.
Dohko encendió su Cosmos y lo concentró en sus manos. Se preguntó si en esas aguas mandaba la ley del Aqueronte, la del Estigia, o ambas. El rugir del primero le dio la señal que necesitaba, de que todo podía salir bien a pesar de sus preocupaciones.
El barco de velas negras de Caronte se estaba hundiendo, como indicaban así los gritos de los Esqueletos que lo tripulaban. Sextante había encontrado la manera perfecta de destruirlo, algo que al mismo Dohko no se le había ocurrido, y no daba más de orgullo por sus soldados. Con un preciso Ojo de Spindle había atacado al buque negro en lugar de a Caronte. Los barcos no sentían dolor, y se había aprovechado de lo estrecho del río.
El Espectro de Aqueronte se había visto obligado a subir a bordo, y ahora usaba su Remo Giratorio contra el fuego de Kazuma, a medida que maldecía a medio mundo con su voz ronca y aguardentosa, casi cantarina. La Ley del Dolor no podría repelerlos a todos a la vez, era cosa de tiempo para que las sombras no atraparan a uno de los Santos.
—¡¡¡Noooo!!! Mi precioso barco, ¿¡qué le hicieron a mi belleza!?
La situación estaba controlada. Había sido cosa de tiempo, y felicitarían a Yuli con todas sus fuerzas por dar vuelta las cosas. Pero, entonces…
—Oye, chico dorado… ¿me odias? —preguntó Phlegyas, con sorna. Su sonrisa se contorsionó en una mueca deforme que poco tenía de humana. No estaba ni siquiera un poco interesado en lo que le había ocurrido a Caronte.
—¿Qué cosa?
—Es que vi a varios usando armaduras de ese color en Cocytos. Chicos dorados. A ver si me odias sabiendeso.
—¿De quiénes estás…? —Dohko sintió hervir su sangre con ira y odio, sus puños enrojecieron y se rodearon por Cosmos. Tuvo una punzada de dolor al intentar adivinar de quiénes estaba hablando. Hombres con Mantos de Oro, frescos llegados a Cocytos, el infierno congelado. Ya era el fin para ellos.
—Pareque sí está’ enoja’o. Invoco a la Ley, ¡Río del Odio![1]
Unos brazos de brea salieron de la laguna Estigia y se dirigieron a Dohko. Éste los vio, pero no pudo reaccionar a tiempo ante ellos, y se ataron a sus muñecas, anulando el Cosmos que había concentrado en ellas, como si no fueran capaces de producirlo. «No, no, no, no, ¡no!», se dijo Dohko, adivinando lo que se avecinaba. Observó a su alrededor, desesperado por un error que sabía que les costaría caro.
Los miembros de agua negra habían contenido a Geki y June, ambos incapaces de contener su ira ante las palabras de Phlegyas, y cayeron también en la trampa. La Ley del Odio del Estigia inmovilizaba con brea a cualquiera que odiara a su dueño, y ellos ya tenían enfado acumulado desde la muerte de Higía. Ahora solo podía hacerse peor. Era su culpa. ¡Las siguientes víctimas serían su culpa!
Atrás, Caronte tenía a Kazuma agarrado de la garganta, y hacía mover su remo a altísima velocidad con la mano libre para defenderse de los ataques de Nam, Ían, Frauke, Retsu, Jabu y Yuli, así como de los soldados rasos que habían acudido al rescate.
—Oye, oye, tú sí que molestas, ¿eh? ¿Eres tarada, cruel o algo así, destruyendo mi medio de trabajo? ¡Mi Remo es ataque y defensa a la vez!
Justo después de que un nuevo Ojo de Spindle fuera arrojado, fue retornado por el poder de Caronte a su dueña. Sin embargo, en las alturas, Holokai se interpuso y recibió el ataque en su lugar en el hombro, lanzando una maldición de dolor.
—¡Yuli, ya estás herida, baja de aquí!
—¡Holokai!
Dohko hizo arder su Cosmos, pero a medida que aumentaba su odio, el agarre de una fuerza de la naturaleza como era la Ley del Odio lo ataba todavía más fuerte. Delante de él, Phlegyas aulló como un animal salvaje.
—¡Vamo’ ahora, barquero bufón!
—¡Que arda el infierno, sabueso!
—¡Trituradora de Corrientes![2]
—¡Infierno Aullador![3]
Ambos ataques fueron devastadores. El primero era una máquina demoledora que mezclaba dos fuerzas opuestas, formando un torbellino. El segundo era un grito que dejó por unos segundos sordo a Dohko, y que iba acompañado de dos huracanes de Cosmos que arrasaron incluso con el viento infernal.
Las velas se rasgaron y el mástil principal se quebró en pedazos, a la vez que Yuli y Holokai eran atrapados por la mezcla de ataques, y sus Mantos se quebraban poco a poco. Se avecinaba el momento final de ambas técnicas, y Dohko no podría evitarlo mientras odiara tanto como odiaba en esos momentos.
Pero… había alguien que ya no conservaba odio en su corazón. Su mejor amigo había perecido en la Guerra Civil, frente a Shun y June, y no guardaba ningún sentimiento negativo hacia ellos. Tenía ya demasiadas batallas encima, y a pesar de estar gravemente herido, su Cosmos ardía con la fuerza de una numerosa jauría de perros salvajes.
Asterion, el Sabueso de Plata, corrió hacia Caronte esquivando con precisión los flechazos de los Esqueletos-centauros del Estigia. Había encontrado a su presa y no iba a dejarle ir.
—Je, je, je, otro tonto. Río del Dolor. —Las olas de sombras que surgieron del río como un manto nocturno, cubrieron a Asterion… pero él siguió corriendo. De esa forma pudo Dohko entender su plan, aquel gesto de antes que percibió de él.
Caronte soltó a Kazuma, sin entender, y dirigió su Trituradora de Corrientes, con las dos manos esta vez, hacia Asterion. Éste desapareció apenas el ataque hizo contacto con él, como si nunca hubiera estado allí.
Porque no lo estaba.
—Este truco me lo enseñó Marin. —Asterion, así como el Águila de Plata, era un ilusionista experto, pero generalmente utilizaba su habilidad telepática y sus ilusiones en conjunto para su técnica Millón de Fantasmas. En este caso, lo que hizo fue adivinar dónde atacaría Caronte después de descubrir la treta, y usar uno de esos fantasmas para atacar al Espectro de Aqueronte por el lado contrario.
Caronte recibió un golpe penetrante en su costado, a través del remo, que al fin se rompió, liberando una serie de humos plateados. Caronte emitió entonces un chillido de dolor que fue silenciado por los bombardeos de sus hombres, desde la retaguardia. El semblante del Santo de Plata era sereno a pesar de lo que se avecinaba, y así también Dohko se dio cuenta de que debía tranquilizarse.
Debía salvarlos a todos… y para ello, no podía seguir usándolos de escudo. No como a ese chico, tan calmo y tan valiente, a pesar de sus miedos anteriores, que saltó con todas las fuerzas de una Liebre para salvar a su superior, superando la Ley del Odio con una facilidad que solo podía provenir de su pureza natural.
Caronte perforó con la mano derecha el abdomen de Asterion y activó su Trituradora de Corrientes, desgarrándolo fatalmente desde adentro. Dohko logró su calma al mismo tiempo que Asterion emitió sus últimas palabras.
—Así te quería. El Sabueso no deja ir a su presa. —Asterion tomó ambos brazos de Caronte a pesar de que la Trituradora continuaba rompiéndolo—. ¡Kazuma, Retsu!
—Je, je, je, oh, vaya… al menos disfrutaron de mi canción —dijo Caronte, que al prever su destino se puso a silbar una canción.
Los dos valientes Santos, uno de Plata y otro de Bronce, ambos con rostros llenos de lágrimas, saltaron al llamado de su líder. Un segundo después, el Huracán de Garras y la Flama Forajida arrasaron con Caronte, con todo y Surplice, usando todo su poder.
—¡Suéltalo ya!
—Espera, no puedes… ¡Alto, Thelma!
Dohko no podía perder un segundo. Se liberó de las cadenas de brea y enfrentó a Phlegyas con la mirada. Éste había desgarrado, en medio del caos causado por su propio Aullido Infernal, el cuello del valeroso Thelma de Liebre, ante los alaridos del Santo de Paloma, que lo había estado enfrentando antes. Lo había hecho con sus propios colmillos. Thelma le había roto el casco con una de sus técnicas, salvando a Miguel de una muerte segura, antes de ser atrapado por aquella bestia…
El cuerpo de Phelgyas, ante el furtivo ataque de Liebre, se había transformado. Le había salido un montón de pelo por todos lados, su cabello se había extendido, así como algunas zonas de su Surplice, como las garras, la cola y los cuernos. Su boca se había alargado, también sus colmillos, con los que había asesinado al pobre Thelma, y a varios otros soldados que se despachó en menos de un segundo. Sus ojos estaban desorbitados, parecía haber perdido todo control de sí.
—¡T-Thelma! —exclamó Miguel de Paloma, dispuesto a lanzarse como un poseso lleno de ira, pero fue bloqueado por Dohko—. ¡Pero maestro! Thelma… él me salvó... t-tengo que… m-maest…
Dohko lloraba. Les había fallado a sus valientes guerreros de la esperanza, que ahora de seguro la perderían, y no volvería a hacerlo, para que ellos pudieran recuperarla. Su dolor era incalculable, se le había roto el corazón viendo los cadáveres de sus hombres a su alrededor. Asterion se había sacrificado para vencer a Caronte, y Thelma de Liebre se había sacrificado, cansado de los combates, en su único acto impulsivo. Holokai y Yuli tal vez se encontraban en las mismas condiciones. Ellos habían tomado aquellas decisiones estúpidas que los llevaban a las tumbas en unos segundos… pero Dohko guio sus manos.
No más. No volvería a suceder. Por eso Sion mantenía a los Santos en esa marcada jerarquía militar, para no formar ese tipo de lazos que tanto lo abrumaban ahora. Sus dos puños ardían con un Cosmos verdoso, sin ira, sino que con una pena infinita. Ni siquiera los bombardeos de los amigos de Caronte le preocupaban ya.
—Muchachos… no intervengan.
—P-pero, Dohko… —dijo Geki, que había enfocado el Cosmos en sus manos. El enemigo estaba sobre la cubierta del barco, consideraba que era su momento de atacar a corta distancia, tal como lo habían hablado antes.
—Con mi látigo podría descubrir su…
—No se metan. Ya no más. Es una bestia fuera de sí, un Espectro que se hizo más poderoso cuando abandonó su humanidad. Un hombre lobo, un verdadero Licaón. Yo lo enfrentaré, y cuando lo haga, quiero que se larguen. Regresen al Santuario.
—¿Qué? —dijeron los presentes al unísono, empapados de lágrimas. Era el colmo, la gota que rebasó el vaso, ellos lo sabían. Los había traído hasta allí para dejarlos ir, era una vergüenza como líder. Sin embargo, a cambio de salvar sus vidas, se aseguraría de pagarles con la suya, especialmente si la arrojaba contra el mismísimo Hades por arrebatar las de aquellos valientes guerreros.
—No puedes hablar en serio —dijo el veterano Santo de Lince, que sostenía el cadáver de Asterion. Ninguno había quitado los ojos de encima al cuerpo de Thelma, que era abrazado por Miguel.
—Es una orden.
—Ufff, y pens… lo apetitosos que se ven, y lo’quieren lan… al Cocytos —dijo con dificultades de habla el Espectro Celestial, con la lengua afuera, llena de sangre, el hocico hacia arriba y la pelvis moviéndose como un perro frenético—. Quiero comemás.
—Oye, dime algo, si es que puedes. —Dohko dio un paso adelante, a la vez que se limpiaba las lágrimas del rostro—. ¿Quiénes están en Cocytos?
—Solo el fuego del Flegetonte podría ‘struir un infierno tan hela’o como Cocytos —dijo Phlegyas, concentrando su energía en las manos, torciendo la espalda cual animal en celo, escupiendo babas en la cubierta del Navío—. Allí están los chicos dorao’s por la eternidad. No quiero llevarlos allí austede’. Quiero comérmelos.
El Espectro Celestial, a una velocidad digna de un Santo de Oro, se arrojó sobre June, que apenas consiguió a mover un músculo de su brazo para defenderse. Dohko, en cambio… sí era un Santo de Oro.
—No volverán a hacer de las suyas en este lugar. —Sus manos ardían, y la Ley del Odio no las alcanzaría, pues no había odio en su corazón, sino que solo tristeza. Los Cien Dragones lanzaron alaridos fúnebres de lamento, y Dohko dedicó cincuenta de ellos en honor de Asterion, y la otra mitad para Thelma—. ¡Hierve, Cosmos!
La técnica más terrible del Monte LuShan se desbordó, y los dragones surcaron el cielo escarlata como estrellas fugaces de jade. Llenos de sufrimiento, la mayoría de ellos se dirigió a popa y arrasó con todos los barcos negros que pertenecían a Caronte; ya después tendría tiempo de preguntarse cómo afectaría el funcionamiento del Más Allá por culpa suya, pero no era el momento.
Algunos otros dragones, menos pero más precisos, devoraron a los Esqueletos-centauros que quedaban, con todo y arcos, y así ninguno de ellos podría dar aviso sobre la presencia de ellos o de Atenea en las cercanías.
Las fauces de los más brutales alcanzaron a Phlegyas antes de que éste terminara de usar su Aullido Infernal, que no tocó ni un solo cabello de la joven Santo de Camaleón. La Surplice de Licaón estalló en millones de pedazos, y Dohko canalizó tanto de su poder interior en el cuerpo de los dragones esmeraldas que se aseguró que no quedaría ni huesos ni músculos de él, hasta sus restos fueron alcanzados por ataques sucesivos que no daban ni la oportunidad de intentar defenderse. La sangre del Espectro cayó sobre la laguna y allí se quedaría hasta que el Inframundo cesase de ser. La Ley del Odio nunca pudo alcanzarlo.
En silencio, tras bajar sendos brazos, Dohko contempló su obra. Sin un atisbo de dudas bajó del barco, donde ninguno de sus hombres podría alcanzarlo, y subió a la balsa que Phlegyas había dejado atrás. La mayoría de los Santos de Bronce, los soldados rasos y Kazuma llamaron su nombre, pero no quería escucharlos. Solo deseaba que cumplieran su orden, que regresaran por donde vinieron.
Y eso, lamentablemente, fue lo único relevante que escuchó con atención, pero ya no había cómo mirar atrás. Solo le quedaba orar porque usaran la cabeza.
—¡No nos iremos, Dohko! —Había sido June la primera.
—¡Somos Santos como tú! —Ese había sido Geki.
—¡Nos volveremos a ver! —Aquel había sido el juramento de Jabu.
—¡No te atrevas a morir! —gritó Retsu. Y eso fue lo último que Dohko escuchó mientras tomaba el remo de Licaón y se alejaba del Navío que lo había llevado a su lugar de descanso, después de cientos de años, pues su planea involucraba justamente dejar de vivir. Pero, antes de ello, llegaría a Cocytos, del que tanto habló Phlegyas.
Había personas a las que debía rendirle honores primero.
--- Anexo ---
—Te lo dije. No digas que no te lo advertí, porque te lo dije. —Miguel levantó su cabeza desde la novela que lo tenía atrapado, notando perfectamente en qué momento el cuidador de los establos entraba a la enfermería. Aquel olor a excremento de caballo, a perro mojado, a tierra y pasto, y pelajes de tantos animales que su nariz se mareaba de solo recordarlo. A veces le daba asco estar junto a él por un tiempo largo, otras veces le daba pena verlo bañarse con salsa de tomate para neutralizar el hedor, pero Thelma nunca lograba deshacerse del todo de su zoológico corporal—. Te advertí que los caballos patean si te paras detrás de ellos, y los del Santuario están entrenados para romper muros.
—Ok, mamá, ya entendí. ¿No me trajiste algo de comer?
Thelma le acercó una caja llena de todo el pan y queso que, obviamente, pudo robar de la cocina del Santuario. Miguel acercó la mano para meter un queso a su boca, al mismo tiempo que terminaba de leer las últimas líneas del capítulo.
—¿Cómo es que nunca había leído esta cosa de los magos? Debiste presionarme antes a que lo leyera. —Las siguientes frases se perdieron entre el pan, queso y leche que trataba de comer.
—Recuerda masticar o Golg tendrá que enterrarte con una lápida de Murió por mucho queso y pan. No sabía comer el pobre. —Thelma nunca decía algo malintencionado, y si quedaba alguna duda, su enorme sonrisa (con esos enormes dientes de conejo que tanto lo martirizaban) dejaban su alegría en claro—. Y no, no sé cómo vivías sin leer a Harry Potter. ¿Es el cuarto libro?... Ese es mi favorito.
—Dios mío, esos caballos sí que golpean fuerte, en todo caso.
—Pobrecito, pobrecito, ¿cómo puedo hacer que te sientas mejor? —Thelma tomó un marcador que había traído especialmente para la ocasión. Pobre Miguel, llevaba un par de días enyesado y debía aburrirse de lo lindo—. Ya sé, ¡déjame firmar tu yeso!
Miguel podría haberse negado, pero estaba ocupado en un nuevo capítulo y un nuevo pan. Una de sus piernas se encontraba levantada (suspendida por un sistema de correas que aún no terminaba de importarle lo suficiente como para comprenderlo), envuelta en un duro yeso, al igual que su brazo izquierdo.
—De todas formas, te fue mucho mejor de lo que esperaba. Hay personas que pierden la columna y tú, el poderoso Santo de Paloma, solo te lastimaste un brazo y una pierna. —Thelma dibujó un pequeño autorretrato, tratando que se pareciera lo más posible; pecas, lentes, cabello ondulado y desordenado, incluso le hizo unos enormes dientes frontales. A un lado del dibujo, en su letra más bonita, escribió: Mejórate pronto y aléjate e los caballos. -T. De paso, puso algunas estrellas y sonrisas, para coronar su obra—. Igualmente, Higía me dio una hora solamente, así que te traje esto… —Debajo de su brazo había otro libro, que dejó sobre la mesa junto al pobre accidentado—. Es el quinto libro, ya que vas tan rápido con ese… y alégrate, tú sabes que nunca te dejaré solo. Para eso son los amigos.
Miguel puso cara de exasperación, pasando la página con cuidado para no romper el libro.
—Ya te pusiste cursi. De todas formas, no tienes que preocuparte, porque yo puedo pelear por los dos y tú solo concéntrate en cuidar a los caballos.
Thelma sonrió con un poco de tristeza, como si supiera que era más una predicción, que una promesa.
—Espero que no tengas que pelear por mí, Miguel.
Miguel recordó esto, entre muchas cosas más, cuando Thelma se lanzó frente a él. Creyó que la bestia le rompería la garganta, que este era su heroico final, que todo se iría a negro para siempre.
Un lúgubre pensamiento pasó por su mente, mientras se preparaba para atacar al licántropo. Tenía que matar a la bestia, tenía que defender a Thelma. Es es demasiado suave, demasiado miedoso, no puede defenderse sólo, pensó. No podía permitir que le hicieran daño a su hermano.
Pensó que podría hacerlo. Él era el músculo, Thelma era el corazón. Es natural que debiera protegerlo. Tan sencillo como eso. Atacar y golpear más rápido que el enemigo, hacer lo necesario para salir de allí con vida. Sacrifícate por la única persona que tienes en el mundo. Y si lograba hacer eso, podría cumplir con su deber de defender a Atenea.
Miguel escuchó el aullido animal y se quedó petrificado, el pánico en su cabeza se extendió a su cuerpo entero, y le entraron ganas de llorar. No quería morir, aunque fuera por Thelma; de verdad no quería morir. No quería morir, porque quería seguir pasando tiempo con Thelma.
Ahí estaba él, su garganta abierta por una hilera de dientes animales, borbotones de sangre saltaron al rostro de Miguel. Gritó como si lo estuvieran destrozando, su cuerpo logró moverse únicamente para tratar de agarrar el cuerpo inerte de su hermano.
La bestia parecía satisfecha con el mordisco, se relamía el hocico lleno de sangre, pedía más carne para comer. Thelma tenía los ojos abiertos en una expresión de horror, su cuerpo empezaba a palidecer por la pérdida de sangre. Miguel pudo notar que, aún en la muerte seguía, Thelma seguía oliendo a establo y sus lentes seguían intactos sobre su rostro. Su mejor amigo era un trozo de carne, como quien come un trozo de carne y tira el resto a la basura, desechado cuando no pudo saciar el hambre de aquel Espectro.
Y entonces, lo decidió. Fuera como fuese, y sin importar quién estuviese en frente, Miguel, Santo de Columba lucharía por los dos. El alma de Thelma, Santo de Lepus, viviría ahora en su puño, y nadie podría romperlo de nuevo.