SAINT SEIYA: Los Guardianes de la Flama Divina
Hola a todos!
Quisiera empezar a compartir con ustedes esta historia en la que vengo trabajando desde hace un tiempo. Aún está en proceso de elaboración, pero confío en que haciéndola pública me obligaré a seguir escribiendo =P
La trama transcurre en la Antigua Grecia, y por eso mismo aparecerán varias figuras históricas como Sócrates, Pericles, Antístenes, etc. Aunque por lo general traté de respetar el contexto histórico, no he podido hacerlo siempre; por eso espero su colaboración para pasar por alto ciertos detalles que tal vez no sean históricamente precisos ;)
Debo comentar también que me ha costado bastante elegir ciertos términos. Por ejemplo, decidí usar la palabra "Caballero" en lugar de "Santo", aunque en un contexto como la Grecia Antigua esa palabra sea completamente anacrónica. Lo mismo me pasa con algunos ataques, como el Réquiem de Cuerdas... ¡Porque el réquiem aún no existía en el siglo IV a.c.! Llegó un punto en el que me resigné a escribir sin detenerme en cada uno de esos detalles, pero me gustaría que me dieran su opinión acerca del uso de algunas palabras conforme vayan apareciendo.
Un comentario final acerca de qué fuentes de Saint Seiya he elegido para mi historia. Por lo general me baso en la Serie Original, el Manga Original y Next Dimension. Sin embargo, también he tomado elementos de Lost Canvas y Omega, sobre todo porque en estas series vemos otras constelaciones puestas en acción y muchas más técnicas de combate que le agregan más dinámica a las batallas. Más allá de esto, también me he tomado algunas libertades para inventar técnicas y rangos de plata y bronce.
Bueno, no los aburro más con las palabras preliminares y los dejo con el prólogo de esta historia.
Saludos!
Nietz
Prólogo: Ilusión de Arena y Luna
Los tres avanzaban con velocidad a través del desquiciante laberinto. La luna los acechaba, inmensa y pálida, justo encima de ellos. A pesar de ir envueltos en grises mantos, la luz del astro podía herir sus ropajes sagrados al más mínimo roce, haciéndolos sangrar destellos de oro y plata.
Dion cubría el flanco izquierdo. A su lado, Anker se ocupaba del derecho. Liderando la marcha, Ypsos completaba la formación triangular.
—Esto es absurdo —masculló Anker en voz baja—. Hace más de dos horas que estamos deambulando sin rumbo. Estos corredores no tienen final.
—¿Y quién nos asegura que no hemos caído en la ilusión de Kyros? —comentó Dion, no sin cinismo.
—Sabíamos a lo que nos exponíamos al penetrar en el recinto prohibido —les recordó Ypsos, sin voltear para ver a sus subordinados—. Paciencia, caballeros, no debe faltar mucho.
Dion era consciente de que aquellas palabras no tenían ningún tipo de fundamento, pero la firmeza en la voz de su capitán le bastaba para consolar el alma.
«Roguemos a Athena que estés en lo cierto, amigo», dijo el caballero de plata para sus adentros, pues sabía que de haber caído en la trampa del Sacerdote Rojo, ya no podrían escapar.
Doblaron el siguiente recodo y se hallaron frente a tres bestias del color de la noche. Eran panteras, enormes, silenciosas, con grilletes que las mantenían fijas a ese segmento del laberinto. Alzaron sus cabezas al tiempo que Ypsos daba la señal con su mano izquierda.
Dion asintió y sus dedos acariciaron las cuerdas de la lira. El instrumento resplandeció bajo la luna:
—¡Serenata del Viaje Mortal!
La melodía se apoderó del alma de las fieras, sumergiéndolas en un profundo sueño. Sus cabezas volvieron a descansar sobre el suelo de piedra.
Los tres caballeros siguieron adelante.
Cada esquina daba lugar a corredores que conducían a nuevas esquinas y nuevos corredores. La misma escena se repitió una y mil veces, hasta que de pronto el camino se mostró inusualmente recto. Y justo frente a ellos, apareció una torre con forma de aguja.
—La Torre del Silencio —musitó Dion.
—Prepárate, Anker, es tu turno —dijo Ypsos.
El tercer hombre asintió.
Cruzaron los cien metros que los separaban de la base de la fortaleza vertical. Una portentosa muralla la circundaba, pero el plan no era ingresar desde abajo.
El caballero de Cefeo hizo entonces su jugada:
—¡Avanza, Cadena!
Los delgados hilos de plata cruzaron el cielo oriental como un relámpago y alcanzaron el balcón más elevado de la torre. Anker aseguró las cadenas y sus dos compañeros se deslizaron ágilmente hacia el balcón. Luego, solo debió acariciar los eslabones entre sus manos para ser jalado con suavidad hasta arriba.
Dion fue quien lo recibió, tomándolo por el codo para ayudarlo a cruzar la baranda. Los dos santos de plata se reunieron luego con su capitán, quien los aguardaba en el interior de una habitación circular.
—¿Qué lugar es este?
Iluminado por cuatro lámparas de aceite, Anker observaba con desconfianza su reflejo en un alto espejo de pie. La pared del recinto estaba cubierta por esos objetos que multiplicaban hasta el infinito a los tres caballeros. Solo una puerta interrumpía la continuidad de espejos. Dion estiró su mano hacia el picaporte, pero la advertencia de Ypsos lo detuvo:
—No la toques. Lo más probable es que se trate de una trampa.
—¿Y cómo pretendes que salgamos de aquí si no es por esta puerta? —replicó el caballero de Lira.
Como respuesta, Ypsos se volvió hacia el espejo más cercano. Sus ojos negros fueron duplicados por el artefacto, como así también el sutil movimiento que realizó con sus dedos. Una leve grieta se dibujó en la imagen. Luego fueron miles. Finalmente, los cristales de toda la habitación estallaron.
—¡¿Pero qué haces…?! —exclamó Dion, alarmado por la lluvia de espejos rotos.
Sus palabras se ahogaron al descubrir el pasadizo que uno de los numerosos espejos había estado escondiendo.
—El Ojo de Zaratustra se encuentra en el corazón de esta fortaleza —aseveró Ypsos.
Se arrancó el manto que había estado envolviéndolo y los dorados cuernos de Capricornio brillaron bajo la luz de las lámparas.
Dion y Anker imitaron a su líder y destaparon sus armaduras de plata. El caballero de Cefeo era el mayor de los tres, rubio y con una barba rala. La suave tez aceitunada del caballero de Lira delataba su juventud casi tanto como su mirada osada y desafiante.
Ypsos se asomó al oscuro pasadizo: unas escaleras descendían en espiral hacia el centro de la torre.
—A partir de aquí, no hay vuelta atrás —se dirigió el caballero de Capricornio a sus subordinados—. Pase lo que pase, uno de nosotros debe llegar hasta allí.
Cefeo y Lira no se intimidaron.
—¡Por Athena! —exclamaron los tres.
Y atravesaron el umbral.
Sus pasos retumbaban en la quietud de la Torre del Silencio. Ninguna ventana interrumpía el muro circular; ningún guardia frenaba su marcha.
—Esto me huele raro —se quejó Anker.
—A mí también —coincidió Dion; de pronto, algo delante de ellos llamó su atención—. Ypsos, mira…
Las escaleras se dividían.
—Lo mejor será tomar caminos diferentes —dijo Ypsos sin detenerse—. Ve por la derecha, Anker.
El caballero de Cefeo no replicó, y al llegar a la intersección se separó de sus compañeros.
Entonces fueron dos.
Dion había notado que el interior de la torre era mucho más vasto que el exterior. Sin duda se trataba de la magia del culto. Tal vez en el pasado eso lo hubiese asombrado. Pero sabiendo que en el centro de aquella fortaleza había otro universo, tan vasto como el que ellos habitaban, ¿qué más podría extrañarlo? Apenas unos pasos detrás de su capitán, Dion se preguntó cuánto tiempo transcurriría antes de llegar a una nueva bifurcación. Si iba a hablar, ese era el momento.
—Ypsos —dijo entonces—. Acerca de todo lo que hemos visto en estos últimos meses…
—Haz tu pregunta —ordenó Capricornio, aún con la vista al frente.
—¿Piensas que realmente…? —no se atrevía a terminar la frase—. ¿Piensas que tenemos oportunidad frente a un enemigo como este?
El caballero de Lira se quedó aguardando algunas palabras por parte de su capitán que, como en otras ocasiones, le aliviaran el corazón. Justo entonces llegaron al siguiente rellano, donde el camino volvía a partirse en dos. El caballero de Capricornio se detuvo.
—Durante mi vida, he debido hacer frente a diversos cultos que atentaban contra los ideales de nuestra diosa —su voz era monótona y sus ojos se ocultaban en el yelmo—. Osiris, Poseidón, Odín… En última instancia, cada ser humano es libre de elegir a su propio dios, y nadie puede doblegar eso por la fuerza. Pero si mis sospechas son ciertas, lo que está a punto de comenzar va más allá de cualquier creencia particular. Ningún dios nos salvará… Ningún dios se salvará.
La sentencia del caballero dorado sonó terrorífica en los oídos de Dion. Deseó no haber preguntado nada. Sin saber qué esperar, echó a correr por uno de los dos caminos, cada vez más lejos de Ypsos y más cerca de su destino.
A pesar de su juventud, el cosmos de Dion había alcanzado un nivel de madurez suficiente como para que sus sentidos sobrepasaran los de un humano ordinario. Por eso fue capaz de percibir que estaba llegando al final del trayecto. Era una sensación inquietante, de encierro. El sabor a emboscada que toda esa situación había tenido desde el principio ahora comenzaba a mezclarse con el aroma a incienso.
Un gran balcón se abrió a su derecha. Se asomó y pudo ver: en el centro de la sala ritual, una esfera nebulosa del tamaño de un hombre latía como un corazón. Las estrellas poblaban su interior.
«El Ojo de Zaratustra», pensó Dion.
Al menos una veintena de sacerdotes encapuchados circundaba el objeto sagrado. Tampoco en ese lugar había guardias. El centro de la escena era ocupado por el líder del culto: Kyros el Rojo. Dion miró a ese hombre enmascarado con una mezcla de desprecio y temor.
—No te dejaremos hacerlo…
La mano del caballero de Lira ya acariciaba las cuerdas de su instrumento, cuando descubrió algo que lo dejó pasmado. Un hombre colosal acababa de entrar a la sala. Vestía una armadura con el color del cobre, con rubíes incrustados en el peto y hombreras abultadas que apenas podían contener sus brazos vigorosos. Una larga cabellera rojiza emergía del yelmo con dos terribles cuernos taurinos.
Aunque Dion nunca lo había visto, intuyó que se trataba de un arcángel de la más alta jerarquía. Pero a pesar de la intimidante presencia, lo que realmente paralizó al caballero de Lira fue descubrir que aquel gigante cargaba sobre su hombro derecho a Anker. Su diadema se había perdido, así como el brillo de sus ojos.
—Mira lo que he encontrado, Kyros —dijo el arcángel con una voz de trueno, arrojando al suelo el cuerpo inerte del caballero de Cefeo.
—Lo que temíamos, los caballeros de Athena han ingresado a nuestro recinto —dijo el Sacerdote Rojo—. Es solo uno de plata, por lo que seguramente no esté solo. Mnemón, ordena a tus subordinados buscar en cada rincón de la torre.
Las peores sospechas de Dios se confirmaban: aquel era el arcángel de Manah, uno de los seis Atributos Divinos de Ahura Mazda, el dios persa.
—¿Y qué harás con este? —Mnemón señaló al caballero de plata que yacía a sus pies.
—Entrégalo al Ojo de Zaratustra. Su cuerpo será purificado y su alma servirá a un propósito más elevado.
El incontenible arcángel de Manha alzó a Anker con una sola mano.
—Que la voluntad del Único Dios prevalezca.
Desesperado, Dion observó como Mnemón arrojaba a su compañero hacia la esfera siniestra, cuyo interior poblado de luces se alborotó ante la inminente presa. No podía quedarse sin hacer nada.
—¡Réquiem de Cuerdas!
A poco de ser engullido por el Ojo de Zaratustra, el cuerpo de Anker quedó suspendido en el aire. El encordado de la lira jaló al caballero de Cefeo hacia el balcón. Dion había salvado a su amigo, pero su posición había sido revelada.
Kyros alzó una mano como garra, y Mnemón al instante se impulsó hacia lo alto. Los ojos del arcángel centellaron en la cámara ritual al mismo tiempo que su puño anhelaba la sangre de los caballeros de Athena. Sin vacilar hubiera acabado con sus vidas, si una cortina de luz dorada no se hubiera interpuesto en su camino.
—¡Espada de Chrysaor!
Mnemón logró frenar a tiempo. El golpe cortante pasó justo frente a él, escindiendo dos gruesas columnas como si estuviesen hechas de cera. El arcángel observó con recelo a la persona que lo había importunado.
—¿Quién eres tú?
—Ypsos de Capricornio —el caballero dorado había hecho su aparición por otro de los balcones que daban a la gran cámara—. Yo seré tu oponente.
—Ypsos de Capricornio, en nombre del Único Dios, te haré sucumbir —dijo el gigante, al tiempo que su cuerpo se veía envuelto en un aura carmesí—. ¡Camino de la Recta Sabiduría!
Por un momento, el caballero dorado creyó que sus sentidos lo estaban engañando, pues un colosal buey blanco cabalgaba hacia él por el sendero del aire. Preparado para recibir el impacto, Ypsos atrapó al animal por la cornamenta. La fuerza del golpe lo hizo retroceder, y cuando la imagen del buey desapareció, halló sus manos entrelazadas con las del gigantesco Mnemón.
—Ya te tengo —sonrió confiado el arcáncel.
—Aún no —replicó el caballero de oro, lanzando una patada tan afilada como su golpe anterior—. ¡Espada de Chrysaor!
El arcángel no se esperaba aquello. La luz dorada cruzó justo a través de sus ojos. Su yelmo se había partido en dos y la sangre surcaba su frente.
—¡C-cómo has podido! —masculló el gigante, llevándose las manos al rostro.
—Las cuatro extremidades del caballero de Capricornio poseen el filo de una espada legendaria —explicó Ypsos—. No debiste subestimarme.
—Ni tú a mí…
—¿Qué…?
Un demoledor embate alcanzó al caballero dorado desde la retaguardia. Otra vez, salido de la nada, el colosal buey blanco. El yelmo de la armadura de Capricornio rodó por la sala circular y el caballero de Athena cayó de bruces al suelo.
—Es tu final, Ypsos de Capricornio —sentenció Mnemón, al tiempo que el aura rojiza volvía a envolverlo.
Sus manos se alzaron amenazadoramente, pero algo lo retuvo. El brazo derecho del arcángel había sido atrapado por una cadena.
—¡Sacrificio del Rey!
La cadena de plata se había transformado en una gran red.
—¡Anker! —exclamó Ypsos desde el suelo.
El caballero de Cefeo había vuelto en sí, y desde el balcón empleaba todas sus fuerzas para mantener inmóvil a Mnemón dentro de una prisión de cadenas.
—¡Ypsos, ahora! —gritó Anker.
—Gracias, amigos —dijo Ypsos, poniéndose de pie.
Frente a él, Kyros retrocedió un paso.
—En nombre de Athena, pondré fin a tu maléfico plan.
El puño de Capricornio se hundió en el pecho del Sacerdote Rojo como la más filosa de las dagas, y su túnica se tiñó de rojo. Sin embargo, la misión del caballero dorado no había terminado. Girando sobre sí mismo, el filo de su pierna arremetió contra el Ojo de Zaratustra y lo hizo estallar.
«Lo hemos conseguido, es el fin del culto», respiró aliviado.
Pero cuando quiso retirar su mano, algo se lo impidió. Atónito, Ypsos observó cómo los dedos del sacerdote sujetaban su antebrazo.
—No es posible… —masculló el caballero de Capricornio, intentando librarse de su captor.
Aquel hombre estaba riendo.
—Ingenuo caballero de Athena —murmuró el enmascarado—. ¿Acaso no comprendes que los límites de la vida y la muerte ya han sido sobrepasados?
El brazo de Capricornio, la legendaria espada de Chrysaor, se hundía en el interior de aquel misterioso cuerpo. Una fuerza desconocida lo estaba absorbiendo.
—¡Ypsos! —gritaron Dion y Anker a la vez.
Pero cuando quisieron hacer algo, el balcón donde se hallaban se desmoronó. Desde abajo, el poderoso Mnemón había desgarrado sus ataduras y jalaba de las cadenas de Cefeno que ahora arrastraban a los caballeros de plata directamente hacia el terrible arcángel. Impotente, Dion alcanzó a divisar aquel puño colosal que apuntaba directo a su corazón.
Se escuchó el crujir de la armadura al ser traspasada. La lira cayó al suelo, rompiéndose su encordado, y la sangre manchó el suelo. Pero el caballero de Lira no había resultado herido. Confundido, Dion miró al hombre que yacía a su lado.
—¡Anker…! ¡No…!
Tardó unos instantes en comprender lo que había sucedido: el caballero de Cefeo lo había protegido, y ahora una herida mortal lo desgarraba. Dion observó a los sacerdotes de Kyros. Todo ese tiempo habían permanecido inmóviles en el mismo lugar, y ahora comenzaban a entonar un canto hipnótico.
La escena se le antojó bizarra e irreal. El laberinto. La torre. El espejo. El olor a incienso. ¿Acaso algo de todo aquello estaba sucediendo en verdad?
Anker, en sus brazos, escupiendo sangre al mismo tiempo que la vida huía de su cuerpo.
Mnemón, irguiéndose como un demonio frente a ellos. La herida que Ypsos le había abierto en el rostro ya no estaba.
Y más allá, la siniestra imagen del sacerdote enmascarado, envuelto en un manto de oscuridad, mientras devoraba por completo al caballero de Capricornio.