Saludos
¡Buen review, sigue así!
Seph Girl. ¡Buena comparación con esa escena! Seguro Seiya y los demás también sintieron el temor que abundaba en ella, aunque igualmente lucharon. De siempre me ha gustado cómo quedó el fanart (¡2007! Qué lejano suena), me sirvió mucho a la hora de describirlo años después, así que aprovecho para agradecerte por la ayuda. Como dices, la misión de Jabu ya ha terminado, lo que significa que una nueva historia está por empezar... ¿O acaso quedan cosas por contar de nuestro héroe?
Kael´Thas. Bienvenido a la aventura, compañero. Espero que los otros capítulos te hayan gustado, aquí viene uno más.
***
Preludio
Séptima parte. Una victoria amarga
La oscuridad lo rodeaba una vez más.
No, no era oscuridad, era la nada. La ausencia de cualquier cosa que rodea los límites de toda la Creación, el vacío sin vida ni muerte sobre el que se construyen los sueños.
Los sueños son maravillosos, quizá incluso los malos, pero aquel lugar no lo era, no para Jabu de Unicornio.
Él, fratricida en un sueño que ya había terminado, agradeció con una sonrisa la aparición de Ifigenia y Orestes. Aquel par se le antojó como la Luna y el Sol manifestándose a la vez en un cielo nocturno sin estrellas, dispuestos a ahuyentar con una luz divina las tinieblas que tan poco le gustaban.
Aquello no tenía sentido, desde luego, pero a él, ¿qué podía importarle si lo tenía o no? Ellos estaban ahí, junto a él, solo eso importaba.
—Habéis obrado bien, Unicornio. Tanto como reconozco haber dudado de vos, ahora me alegro de haberme equivocado —aseguró Orestes, manteniendo esa forma tan característica de hablar. El rostro radiante y la mano que puso en su hombro fueron, para Jabu, lo más cercano que podía esperar a una sonrisa de parte del micénico.
—¡Y más veces te alegrarás de haberte equivocado, si es que dudas de nuevo de un santo de Atenea! —exclamó Jabu con un entusiasmo inexplicable, al tiempo que correspondía el gesto de Orestes— Tú también has hecho bien tu parte. No sé qué le ofreciste a Hipnos, a buen seguro no lo sabré nunca, pero sirvió.
Los dos hombres, separados por el tiempo y el espacio, unidos por un propósito común, se estrecharon la mano. No hubo más palabras entre ellos, ya estaba todo dicho en el reino de Morfeo, y ahora era el mundo de los hombres el que a Orestes debía importar. Jabu lo sabía bien, así que evitó lamentar la partida del micénico, quien se desvaneció entre las sombras tal que solo hubiese sido una aparición.
Ya solo quedaban él e Ifigenia, la amazona que lo había guiado hasta aquel momento. De resto, solo un negror infinito al que no deseaba dirigir la mirada.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó Jabu; si bien sabía la respuesta, deseaba que la voz de Ifigenia rompiera el silencio por última vez.
—Dejarás de existir para los mortales… —empezó a decir la amazona, manteniendo la serenidad que, sabía, aquel joven esperaba de ella—. Jabu, hijo de Mitsumasa, no llegará nunca a convertirse en el santo de Unicornio, ni morirá en el intento; ni siquiera habrá nacido. Si alguien te recuerda, y es difícil que así sea… —hizo una pausa, tratando de dar una pequeña esperanza a su atento oyente: es difícil, no imposible— lo hará tal y como se acuerda de un sueño.
—Con que no solo moriré, sino que ni siquiera habré nacido. No me espera el Hades, sino el olvido —dijo Jabu, expresando en voz alta lo que en su mente ya había concluido tiempo atrás.
Ifigenia asintió, tal y como Jabu esperaba. La expresión de la mujer era la de la amiga que sonríe por el amigo que está sufriendo, o quizás la de quien esconde una solución al problema que causa tal sufrimiento, una tan eficaz como inconfesable.
—No tiene por qué ser así —dijo una voz melodiosa, cubriendo la oscuridad reinante—. No para ti, joven héroe, que tomaste la única decisión que podía tomarse, aun sabiendo que te mancharía para siempre y que no tendrías recompensa alguna.
Tales palabras fueron el preludio de una aparición, si no majestuosa, cuando menos agradable a los ojos de Jabu. Vestida sencillamente con una blusa de claro rosado, falda larga de intenso color magenta, y zapatillas rojas, se presentaba ante él la pelirroja hermana de Seiya, y también suya. Debía de ser la misma persona con la que se encontrara en la versión onírica del orfanato Niños de las Estrellas, pero ahora no encontraba en ella un rostro simple y de naturaleza alegre, sino sereno, sabio; había alegría en su sonrisa y en sus ojos, pero no la alegría de una mujer mortal.
—Me niego a creer que era la única opción —repuso Jabu, escondiendo tras palabras desafiantes lo sorprendido que estaba por la aparición—; tal vez lo era para mí, pero eso no me dice mucho. ¿Acaso no lo dijo Hipnos, dios del sueño? Puede que la Esperanza esté en el corazón de cada ser humano, muchas veces en un rincón tan profundo que pasa desapercibida, pero aun entre aquellos que se dejan llevar por ella hay quienes tienen más o menos fe. Soy uno de los santos de Atenea, pertenezco a la casta de los santos de bronce y eso está bien, pues decidí aceptar que no hubiera una alternativa al fratricidio; no dejé que la Esperanza que gritaba desde el fondo de mi alma, me guiara.
—Eso no es cierto —interrumpió Ifigenia—. ¿Acaso realizaste esta misión solo porque te lo ordenaron? No lo creo. Estoy segura de que aquello que te empujó hasta este momento y lugar no fue la orden de tu diosa, ni el deber, ni el destino, sino la esperanza en un futuro mejor, uno en el que estuvieran tus hermanos, uno que pudiera protegerse.
—Creía que la Esperanza era considerada un mal por los dioses… —repuso Jabu, algo descolocado.
—Hay veces en las que nos da fuerzas para superar los obstáculos del día a día, entonces es una bendición de los dioses de la que debemos estar agradecidos; otras, solo sirve para dañar a otros o hasta a nosotros mismos, no nos ayuda sino que nos engaña, nos vuelve… tozudos —buscó la aprobación del ser que adoptaba la apariencia de Seika, y la obtuvo en forma de un gesto de asentimiento.
El primer pensamiento que tuvo Jabu fue que a Ifigenia le faltó mencionar la tercera posibilidad, la que Hipnos mencionó y a la que se había referido: «…y el resto de veces lleva a cinco mozalbetes a trastocar el orden natural de las cosas, en el que los inmortales se placen —oyó en su mente.» Sin embargo, que aquella simpática y algo ingenua mujer redujera la decisión de matar a tus hermanos para despertarlos o tratar de convencerlos de que están dormidos, a ser tozudo o no, le provocó una gran sonrisa que enseguida se transformó en una risa genuina. Era un chiste, uno desagradable y de mal gusto, pero no pudo evitar reaccionar así.
—¿Qué me ofreces, aparición? —preguntó Jabu pocos segundos después. No era el tiempo de risas ni sonrisas, así como no lo era de llantos ni lágrimas.
—La eternidad —respondió la entidad con la apariencia y la voz de Seika, asombrando por igual a Jabu e Ifigenia, aunque por distintas razones—. ¿Sabes en qué te convirtió el Padre Sueño, no es así?
—Sí, me han taladrado a base de bien la cabeza con el tema de los sueños reales y los sueños falsos —dijo Jabu con no poca irreverencia, y añadió—: me convirtió en parte del sueño en el que había encerrado a mis hermanos, en una especie de ente onírico. Ahora que ellos han despertado, imagino que me toca desaparecer a mí, del mismo modo que desapareció el mundo que soñaban.
—Desaparecerás para tus seres queridos y para el universo, eso me temo que es inevitable —las palabras de la criatura eran de un lamento y una compasión sinceras, sin por ello dejar de resultar lejanas—. Pero tú, joven héroe que reniegas serlo, puedes seguir existiendo en este reino si así lo deseas.
De pronto, Jabu tuvo la idea de que lo que estaba ocurriendo no era algo nuevo. Miró a Ifigenia —lucía radiante, manteniendo en silencio su propia esperanza, sin pensar si era un regalo de los dioses o tozudez— y se le ocurrió que ella pudo haber estado en su lugar: sirviendo a Atenea, o a otra deidad, se embarcó en una misión por la que debió renunciar a su propia existencia en favor de otro u otros, transformándose en parte de un sueño; al final, una vez cumplido su papel y mientras era olvidada por todos los seres que la conocían y hasta por el propio mundo que la vio nacer, un rayo de esperanza atravesó la detestable oscuridad de la nada. La aparición no tendría la forma de Seika, desde luego, sino de alguien cercano, tal vez querido, con el que Ifigenia pudiera sentirse a gusto mientras le proponían una segunda oportunidad.
«Pero se olvidó de mencionarle un detalle entonces —pensaba Jabu. El joven había retrocedido unos pasos y evitaba mirar a Ifigenia o a la Seika onírica. Ahora, a pesar suyo, miraba a la sombra que no era sombra, como queriendo entender lo que estaba en juego—. Una segunda oportunidad en medio de incontables mundos por ver y proteger, pero sin un igual que camine a tu lado.»
No necesitó mirar a la amazona para que aquel rostro amable se dibujara en su mente, y aunque solo era una imagen fruto de unos pocos recuerdos, le dolió la mirada que le dirigía. En aquel momento se preguntó cuánto tiempo —¿Décadas? ¿Siglos? ¿Acaso podían ser milenios?— llevaba siendo Ifigenia la única habitante humana de un reino de sueños fugaces, dioses inmortales y otras criaturas fantásticas e inimaginables. Era posible que solo fuera una impresión suya, que solo veía lo que quería ver, pero en los ojos de la guardiana del Oneiroi que tanto había visto en aquel último tramo de su corta vida, creyó encontrar un grito de auxilio poderosamente contenido:
—No quiero estar sola, no quiero estar sola nunca más.
Algo más preocupaba a Jabu. Más allá de la soledad de aquella mujer, más allá de si aceptaba o no la propuesta que aquel extraño ser le hacía, estaba un hecho tan cruel como verdadero: ya no era un ser real, no estaba ni vivo ni muerto. ¿Ya? No, eso no era del todo cierto: para todos los que lo conocían, para los que jamás lo conocieron, para el mundo en el que nació y vivió, él jamás estuvo vivo o muerto, nunca existió.
Sin poder evitarlo, empezó a plantearse cómo habrían ocurrido los acontecimientos en los que él estuvo presente, cómo el universo resolvería su ausencia. ¿Quién vestiría el manto de Unicornio? ¿Quién lucharía contra Ban de León Menor, en las Galaxian Wars? ¿Quién reuniría a los hijos de Mitsumasa Kido que no conocieron ni la muerte ni la gloria, frente al templo de Aries? ¿Quién los animaría a defender la vida que todos y cada uno de los santos de Atenea debían proteger? ¿Quién…?
***
Era el año 1990. Tiempo atrás, alguien tuvo el acierto de resaltar la belleza de la noche primaveral. Hoy ese mismo muchacho trataba de mantener tal bella imagen del firmamento en su mente quebrada. Nachi, santo de Lobo, había evitado mirar el cielo aprovechándose de aquel ya lejano recuerdo. Y es que la bóveda celeste no era ya algo que ni él ni nadie pudiera tener deseos de mirar.
Habían pasado nueve días y cerca de nueve noches desde que la luz del sol dejó de tocar la superficie terrestre. Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, Plutón… Todos los planetas del Sistema Solar se alinearon con el mundo que los hombres habían decidido llamar simplemente Tierra, negándole así la bendición del Astro Rey que desde tiempos inenarrables le ha correspondido; condenando a todos los que la habitan —fueran hombres, animales, plantas o cualesquiera de las criaturas que vivían ocultas en su seno— a un lento pero inexorable fin.
La Luna fue cómplice inesperado del resto de cuerpos celestes; tras haber arrojado durante incontables noches su hermosa luminosidad sobre la Tierra, ahora era un muro más entre esta y el Sol. A pesar de todo, sí que había luz en la negra capa que rodeaba el tercer planeta del Sistema Solar, incluso Nachi lo sabía, podía imaginarlo: estrellas viejas, tanto que era seguro que murieron hacía mucho tiempo y cuyo frío brillo fue siempre opacado por la presencia del Astro Rey, ahora alcanzaban cada uno de los rincones del mundo. Luces terribles que ninguna criatura viviente debería conocer, blancas rasgaduras en medio de las tinieblas que solo presagiaban muerte.
—Pero nada muere —musitó de pronto Nachi, al tiempo que daba un par de cortos pasos antes de detenerse, pensativo. Un viento frío venido de ninguna parte lo golpeó sin fuerza, casi como una caricia, provocándole escalofríos.
Por un momento fue consciente de qué tan helado estaba tanto el suelo como el aire, pero pronto desapareció la sensación. Aquel ambiente podía ser hostil para muchos, pero por él respondían un entrenamiento tan largo como intenso y severo en las Colinas Bomi, y la sagrada protección del manto de la constelación de Lobo. Hasta cierto punto, las bajas temperaturas no eran un problema, y más bien debía preocuparse de un frío que tenía poco de físico y mucho de espectral.
—Nada muere —repitió sin emoción, en parte creyendo que al hacerlo invocaría un nuevo golpe de viento, tal vez un fantasma errante. No hubo respuesta.
Nachi retomó distraídamente la marcha mientras le daba vueltas a la razón que lo había traído hasta ahí: primero estaba el eclipse solar, un terrible fenómeno provocado por la voluntad de un dios desconocedor de la piedad o la compasión; pero sobre todo, la imposibilidad de la muerte. Desde que el sol quedó oculto tras la luna nada había muerto, sin importar si era hombre o animal, así se tratara de la peor de las enfermedades o la más mortal de las heridas, toda criatura era simplemente incapaz de morir. Semejante situación, tan inexplicable como pavorosa, los llevó hasta las ruinas de lo que en otro tiempo fue un magnífico castillo en el sureste de Alemania.
Solo ocho santos de Atenea marcharon hacia aquel lugar, y solo ellos quedaban de los protectores primeros y últimos del mundo y la humanidad. El resto, sus compañeros de armas, se encontraban en las profundidades del Hades, unos como almas atormentadas, otros librando una batalla inimaginable que, quizás, sería la última.
Nachi se detuvo en seco al borde de un extraño pozo, y tuvo tiempo de agradecer a los dioses —a una en particular, al menos— por no dar un paso más, antes de fijarse en cualquier otra cosa. Ese hueco en la tierra frente al derrumbado castillo Heinstein era a su modo tan terrible como el negro firmamento que los observaba con brillantes ojos muertos, no en vano era la entrada al reino de los muertos. Todo el interés que pudiera tener en echar un vistazo desapareció gracias el pérfido olor que asemejaba al miasma, propio de los cuerpos enfermos y las aguas estancadas. Emanación de alguno de los cinco ríos del Hades, supuso Nachi, quien estaba empezando a sudar.
Cuando vio al otro lado del pozo a Jabu —más bien, lo que vio primero fue el casco característico del manto de Unicornio, coronado por un cuerno blanco—, y recibió una amplia y confiada sonrisa, de algún modo se sintió mejor. Seguía estando aterrado, sí; el sudor reaparecía sobre la piel por mucho que tratara de quitárselo, y el frío que había sentido por dentro hacía poco regresaba sin necesidad de viento alguno; pero saber que alguien como él podía sonreír en una situación así, le permitía replantearse las cosas.
Detrás de Jabu aparecieron dos mujeres enmascaradas. Nachi era consciente de que aquellas podían desplegar el poder más grande entre los santos de Atenea ahí reunidos. Después de todo, ellas eran las únicas supervivientes de la segunda casta de la orden, la de los santos de plata, siendo los otros seis, santos de bronce.
—¡Escuchadme todos! ¿Vais a escucharme? —exclamó Jabu de pronto.
No hizo falta que alguien respondiera, todos los presentes pusieron de inmediato su atención en Jabu. El resto de santos de bronce rodeó el pozo como un semicírculo; las veteranas solo giraron la cabeza hacia donde estaba el santo de Unicornio.
—Veo temor en cada uno de vosotros, pero no puedo imaginar a qué tenéis miedo. —Los ojos de Jabu recorrieron el lugar, deteniéndose en cada uno de sus compañeros de manera inquisitiva—. ¿A quienes no mueren? ¡Pero si entre nosotros está Ichi, santo de Hidra, quien en sus garras guarda el veneno de Lerna, tormento de mortales e inmortales! ¿A los monstruos que habitan el Hades? ¡Por mí podrían presentarse en este instante, tan solo para conocer los poderosos brazos de Geki de Oso, que a tantas bestias ha dado muerte! ¿Acaso tembláis ante la idea de que los muertos dejen de estarlo, y regresen a la superficie rasgando la tierra que por siglos ha velado su descanso? ¡No hay criatura más sobreestimada que el zombi, simple aperitivo para Nachi y Ban, más fieros y más terribles que cualesquiera de los animales que han poblado este planeta! ¿A los que se esconden, los fantasmas, lo espíritus, esos que no vemos pero que nos acechan? ¡Entre nosotros hay una a la par de esos seres, y como el camaleón se mueve por el mundo siendo parte de él, June! ¿Tal vez al dios al que hemos venido a enfrentar, al que desde tiempos inmemoriales se ha erigido enemigo de los hombres, si no es que de todos los seres vivos? ¡Sabed que Shaina de Ofiuco estuvo también cara a cara con Poseidón, que nada debe al rey Hades, y ni eso bastó para hacerla retroceder! ¡Recordad a Marin de Águila, a mi diestra, pues ella estuvo dispuesta a enfrentar la voluntad de quien era llamado Papa en el nombre de la justicia!
La fuerza de las palabras no estaba solo en el volumen de su voz, sino en la confianza que Jabu, santo de Unicornio, mostraba a iguales y superiores. Cuatro santos lo miraron con una mezcla de admiración y sorpresa, aquel joven era el mismo que los había sacado de la vergüenza de la derrota, recordándoles que seguían teniendo un deber como santos; el que elegían como líder aun con toda la reticencia que pudiera mostrarles; las otras tres, escondidas sus emociones tras máscaras metálicas, hicieron un gesto de asentimiento, aprobando el intento de su compañero por mejorar los ánimos.
Antes de que nadie en el lugar pudiera sopesar todo lo que acababa de ser dicho, un terrible grito surgió desde el fondo del pozo con una fuerza imposible, como si nueve mil hombres hubiesen gritado al mismo tiempo y con una sola voz. Una oleada de viento acompañó a aquel terrible sonido a la vez que un temblor tan intenso como fugaz pareció anunciar el hundimiento no solo del castillo Heinstein, sino de la montaña sobre la que fue edificado. Cada uno de los ocho guerreros presentes tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para mantener el equilibrio como buenamente podían, sobre todo cuando el nauseabundo olor de antes surgió del pozo como una columna de humo verde, casi como si siguiera al viento desatado.
«¿Era viento?»
Jabu se hizo esa pregunta al sentir un repentino escalofrío, y empezó a pensar que la ola de aire que los había golpeado no era tal, ni ninguna otra fuerza u elemento de la naturaleza, sino almas en pena huyendo de un castigo que debía ser eterno, pero…
Los pensamientos del santo de Unicornio se interrumpieron por un débil sonido, casi un hilo de voz que empero provenía de alguien que estaba gritando. No era de extrañar que el grito que había hecho retumbar una montaña entera al punto de amenazar con derrumbarla le hubiese afectado al oído; era más sorprendente la pronta recuperación, que bien podría atribuir a su condición de santo, bien a que lo que llegó a la superficie no era más que los restos de una voz mucho más potente.
—¡Arriba! ¡Detrás de esa cosa verde! ¿Es…? —exclamaba Nachi con conmovedora emoción—. ¿Es…? —repitió, atragantado.
Jabu todavía no se había recuperado del todo, pero no necesitaba oír bien para poder distinguir señas, menos unas tan sencillas como apuntar el cielo. Al seguir lo que la mano nerviosa de Nachi de Lobo señalaba, sintió cómo se le humedecían los ojos al tiempo que todo su ser se llenaba de una alegría sin parangón. Seguía siendo de noche, pero una luz dorada eclipsaba a las estrellas muertas que habían acaparado la bóveda celeste por nueve días con sus noches.
Una mujer era la fuente de tal fenómeno. Revestida por una armadura dorada de la que era imposible distinguir los magníficos grabados, debido al brillo solar que de esta manaba; dos alas —demasiado bellas y vivas para ser metálicas— se extendían por completo cada una en un metro de longitud desde su espada; iba armada con un inmenso escudo en la mano izquierda, y un báculo en la derecha rematado por una figura que parecía representar un águila rodeada por el halo del Sol, del mismo color de la armadura y el escudo; la cabeza era cubierta por un áureo yelmo que recordaba al casco ilirio utilizado por los antiguos griegos. Sin lugar a dudas, aquella que acababa de surgir desde lo más profundo del infierno, no era otra sino la diosa Atenea.
Bajo el casco, el largo cabello castaño se movía al son de un viento mágico, acaso espíritus agradecidos que huyeron de un castigo infame siguiendo su senda. Aquello, junto a la sutil sonrisa y la dulce mirada que dirigió hacia la superficie, bastó para que varios de los santos presentes compartieran la misma alegría del santo de Unicornio, que expresaron con lágrimas de felicidad. Atenea descendió con suavidad, y junto a ella Jabu pudo distinguir cinco esferas brillantes, apenas visibles antes; cada una contenía sin duda a un hombre, y él creía poder adivinar quiénes eran.
—¿Por qué lloráis? —cuestionó una voz que no era la de ninguno de los santos, superando la temporal sordera que padecían al resonar directamente en el cerebro de cada uno—. ¡No es tiempo para eso! ¡Atenea ha vencido!
La persona detrás de aquella exclamación era un risueño niño pelirrojo vestido por una corta túnica beige sin mangas, ceñida por un cinturón verde. Destacaban en él, aparte del hecho de que hubiese aparecido de la nada, dos puntos morados en la frente, por encima de las depiladas cejas. Si no estuvo en el momento en que Jabu habló a sus compañeros, o cuando un ser —un dios, tal vez— gritó desde lo más profundo del infierno, o en el instante en que la diosa Atenea regresó al mundo tras la dura batalla que debió librar, fue por simple azar. Él no era un santo de Atenea, aún, pero había acompañado a los ocho últimos supervivientes de la orden durante aquella campaña.
Gritos de júbilo surgieron de la mayoría de los santos, solo unos pocos callaron. Entre ellos, Jabu pudo contemplar por primera vez una tristeza que tardaría en vivir en carne propia; un lamento callado anidó en los grandes ojos del recién llegado Kiki, dirigidos hacia la diosa que ya caminaba de nuevo sobre el suelo de los hombres. Aquel niño que sonreía por el bien de otros sabía con más certeza que el propio Jabu qué escondían cada una de las esferas, y sobre todo sabía qué —más bien, quién— no estaba en ellas. El de morado manto se fijó también en la palidez que la diosa presentaba, ya apenas oculta por el brillo solar con el que había cubierto el cielo hacía poco; era como si aquella muchacha hubiese vivido años alejada del sol.
La felicidad que embargaba a todos, estuvieran celebrando entusiastas, o manteniendo para sí la alegría en un solemne silencio, provocó que nadie fuera consciente de cómo el sol surgía de nuevo. Más tarde adorarían esa luz diurna tan familiar y extrañada, podrían pasar incluso horas disfrutando sin más de aquel regalo divino; pero ahora era el tiempo de Atenea, en parte hermana de ese brillo majestuoso. Nadie notó el retorno del Astro Rey en ese momento, ni que no solo había cinco esferas.
Eran seis.
***
Pasó el tiempo, el suficiente para que pudiera sopesarse lo perdido y lo ganado. Mu de Aries, Aldebarán de Tauro, Aioria de Leo, Shaka de Virgo y Dohko de Libra, únicos supervivientes del cisma provocado por la rebelión de Saga de Géminis, murieron en la batalla. Los santos de Pegaso, Dragón, Cisne, Andrómeda y Fénix llegaron vivos a la superficie, pero hasta ahí alcanzaba su suerte; desde entonces estaban inmersos en un sueño profundo que nadie parecía poder entender, menos remediar. La orden ateniense había sido diezmada y ya muchos veían en ello su final.
La humanidad, apenas consciente de que el más largo eclipse de la historia era en realidad el castigo de un dios por todos los pecados cometidos por los hombres, disfrutaba de nuevo del la luz del sol que estuvo a punto de serles negada para siempre. El rey Hades y su ejército fueron derrotados; el Gran Eclipse fue interrumpido. E incluso si llegara el día en que la amenaza regresara a la Tierra —ya que los dioses son inmortales y jamás conocerán una muerte definitiva—, los santos de Atenea lograron comprar con su sangre un tiempo de paz para el resto de mortales.
Todo aquello, las muertes, la guerra y la paz, recaía sobre todo en los hombros de una única persona. Para el mundo, ella era Saori Kido, nieta del acaudalado empresario japonés Mitsumasa Kido, así como la heredera universal del magnate; una joven de apenas catorce años y sin embargo, poseedora de una determinación sin par, digna de admiración. Pero detrás de esa identidad fruto del destino estaba la verdad que pocos conocían: ella era Atenea, una diosa encarnada que descendió a la Tierra para salvar a los hombres de amenazas que ni siquiera podían imaginar.
Ver a esa muchacha sin el divino manto que portó meses atrás, provocaba en Jabu una culposa tranquilidad. En verdad los santos de Atenea, tanto los que habían muerto en el nombre de la diosa, como los que habían sobrevivido, vivían con el deber de luchar por el mundo y quienes lo habitaban. Sin embargo, incluso un guerrero nacido para la batalla podía llegar a disfrutar de la paz, desear que nunca terminase y que no fuera necesario volver a luchar ni que se derramara la sangre de más compañeros.
Ese día, la joven se encontraba en la entrada de la mansión, observando con aire pensativo el imponente busto esculpido en honor a Mitsumasa Kido, el hombre que la cuidó y guió durante los primeros años de su vida, el hombre al que podía llamar abuelo. A poco de terminar de bajar las escaleras, un recién despertado Jabu hizo ademán de saludarla pero algo lo retuvo; un mal presentimiento vino como un pequeño malestar en la cabeza, sin llegar a ser dolor. Sin hablar, aunque haciéndose notar por el sonido de los pasos, el santo de Unicornio se acercó a una distancia prudencial, manteniendo una postura de divertido estoicismo.
—Cuando la niña Saori se enfrentaba a un dilema que era incapaz de resolver, o tenía alguna pregunta sobre el mundo o ella misma que creía demasiado complicada, la primera persona en la que podía pensar era su abuelo —la joven se estaba dirigiendo a Jabu, pero sin apartar la mirada del busto—. ¿A quién debería consultar una diosa aquello que considera irresoluble? ¿Qué ser en el universo es para Atenea, lo que Mitsumasa Kido fue para Saori?
—Zeus, el más sabio y lujurioso de los inmortales —respondió Jabu, casi por instinto; hacía tiempo que era consciente de la historia de Mitsumasa Kido y su descendencia.
Saori no pudo evitar reír ante un comentario tan espontáneo. No creyó que debiera sentirse ofendida por la crítica tras aquellas palabras; ella no juzgaba el tipo de vida que su abuelo decidió vivir hasta antes de que la encontrara —salvándola—, pero si había personas con el derecho de hacerlo, eran sus hijos. Jabu no parecía ser de esa misma opinión: cabizbajo, lucía avergonzado y arrepentido de haber dicho aquello.
—¿Seiya y los demás aún no han despertado? —quiso saber Jabu, en parte tratando de cambiar de tema. Saori hizo un gesto de negación—. Tras la Batalla de las Doce Casas también entraron en coma, sus más graves heridas debieron ser tratadas en el Santuario, y aun después de eso pasaron un tiempo en el hospital de la Fundación antes de despertar. Quizá los enfrentamientos contra los ejércitos de Poseidón y Hades…
—No —interrumpió Saori, sorprendiendo al santo de bronce—; en un principio pensé lo mismo, su recuperación tras la Batalla de las Doce Casas fue prácticamente un milagro, y a pesar de eso debieron volver a luchar, ¿cómo no esperar que acabaran incluso peor? Pero lo cierto es que sus heridas sanaron desde hace varios días, físicamente no hay nada realmente grave en ellos. Es como si… —calló un momento, tratando de encontrar las palabras adecuadas—… como si simplemente estuvieran durmiendo…
—Podría tratarse de una maldición —apuntó Jabu, siendo la primera idea que se le vino a la mente—, una que consiste en un sueño eterno.
—Es posible. Algunos días después de la última batalla, llegué a pensar que Hades pudo haberlos maldecido antes de desaparecer. Incluso pasó por mi mente la idea de ir al Olimpo, la morada de los dioses, en busca de respuestas, pero… Simplemente no deseaba otra guerra, ya se había perdido demasiado.
Es comprensible, quiso decir Jabu, pero evitó hacerlo. Saori deseaba la paz tanto como cualquiera de los santos que habían luchado por ella en su nombre; algo que otros podrían considerar contradictorio en quien era reencarnación de la diosa de la guerra, pero no él: Atenea era, antes que guerrera, un símbolo de paz y justicia en el mundo, con el poder de defender tales virtudes y la sabiduría de utilizar esa fuerza solo cuando era necesario. Sin embargo, Saori no necesitaba alguien que le recordara eso; lo que le hacía falta era que Seiya, Shiryu, Hyoga, Ikki o Shun, cualquiera de ellos, estuviera a su lado para darle fuerzas, para darle el empuje necesario para tomar una decisión que llevaba meses esperando tomar.
—Tal vez sea el momento de hacerlo —dijo Jabu al fin—. Quizás es la única forma de alcanzar por fin una paz duradera: hablar con los dioses.
—Hace mucho que los dioses olvidaron al hombre —repuso Saori con pesar—. Solo Poseidón, Hades y Atenea han permanecido en este planeta, para bien o para mal. Pero si lo pienso por un momento, ¿acaso no es lo mejor? —Jabu no pudo evitar sorprenderse ante esa pregunta; no la esperaba—. Desde tiempos inmemoriales Poseidón ha estado convencido de que con la dirección de un dios, resurgiría la Edad de Oro, tal como Prometeo profetizó en su cautiverio. Un ser con la inteligencia y la sabiduría necesarias para guiar a todo un mundo; con el poder para poner fin a todos los conflictos vanos que los seres humanos han provocado a lo largo de la Historia.
—Un ser perfecto solo puede crear un mundo perfecto… —empezó a decir Jabu, poniendo cierto énfasis en la última palabra—… Después de destruir el viejo, claro.
Saori hizo un gesto de asentimiento.
—Ni puedo ni deseo permitir el sacrificio de inocentes, sea cual sea el ideal que lo respalda; pero no es eso lo único que me enfrenta con Poseidón. La misma razón que hace de un dios un líder inigualable para la humanidad, explica el sinsentido que eso implica: un ser divino no puede comprender a quienes no lo son, ni tampoco gobernarlos; como gobernante, lo único que conseguiría sería volver a los seres humanos dependientes de algo que ellos mismos no son.
—Creo que lo entiendo —apuntó Jabu—: el cambio debe provenir del mundo de los humanos, no del reino de los dioses. Es por eso que tú… vos…, que Atenea reencarna en la Tierra como humana.
—Desconozco las razones que llevaron a Atenea a decidir nacer, vivir y morir como humana, mientras otros dioses escogen envolturas temporales de acuerdo a sus deseos. —Jabu pensó en Julian Solo, avatar de Poseidón; y Shun, santo de Andrómeda que por un breve espacio de tiempo fue avatar de Hades, quien lo escogió como el ser más puro de la Tierra—; incluso siendo yo misma una de sus reencarnaciones, mi cerebro no puede retener la vida entera de un ser inmortal, mucho menos procesar la manera de pensar de un dios. Pero no te confundas —advirtió Saori, mirando con seriedad al santo de Unicornio—, si de algo estoy segura es que la intención de Atenea jamás ha sido la de gobernar la Tierra. Mi deber y el de cualquier otra reencarnación, es el de proteger este mundo y sus habitantes; eso es lo único que Atenea desea.
Jabu sintió que en ese momento Saori le estaba leyendo la mente, no solo por la expresión dura que le había mostrado, sino porque justo había pensado en aquello: ¿qué diferencia había entre un ser humano y ella, Saori Kido, reencarnación de Atenea? Si a una persona se le permite el acceso a la sabiduría, la bondad, el amor —y el poder— de una entidad divina, ¿era tan mala la posibilidad de que dicha persona dirigiera a sus semejantes? Bastaron las palabras de Saori para que desechara tales ideas, más cercanas a Poseidón que a Atenea. Los dioses podían tomar la función de protectores, guías e incluso ideales por los que luchar, pero no gobernantes; el reinado imperecedero de una deidad, así vviera como humana, no sería sino la prueba innegable del fracaso de toda la raza humana. Al menos, esa era la resolución a la que había llegado.
—Y a pesar de todo, Poseidón tiene fe en la humanidad, en el mundo; por esa razón ha permanecido en la Tierra así como yo lo hecho, aun pudiendo simplemente olvidar que un día los dioses crearon a una criatura que decidieron nombrar hombre. Hades es distinto. Él había perdido la esperanza no solo en los seres humanos, sino en todos los seres vivos. ¿Siempre ha sido el enemigo de la vida que enfrenté en los Campos Elíseos? ¿O acaso fue la visión de los pecados de incontables almas que llegaron a su reino lo que lo cambió? Aun hoy me lo pregunto… Pero lo cierto es que no había posibilidad de acuerdo, y por eso…
—Por eso debió morir —completó Jabu, creyéndolo oportuno ante el prolongado silencio de Saori. La frase sonó extraña a sus oídos, pues de los dioses se dice que son inmortales, pero parte de él quería creer que en concreto aquel dios, aquel enemigo de la vida como acababa de ser calificado, sí había muerto de forma definitiva—. Debió ser así, no había alternativa.
El cierre de una puerta a lo lejos y unos pasos apresurados interrumpieron la conversación, impidiendo que Saori respondiera. Desde el pasillo que conectaba el despacho de Saori con la entrada a la mansión llegó Tokumaru Tatsumi, hombre de confianza de la familia Kido del que destacaba la falta de pelo tanto en la cabeza como en las cejas. Vestía con la corrección que lo caracterizaba: zapatos negros casi recién lustrados, camisa blanca, pantalón y chaqueta color azul marino, y una pajarita del mismo color. En las manos, temblorosas, llevaba una serie de papeles que despertaban en el santo de Unicornio un inexplicable mal presentimiento.
—Señorita Saori, Jabu, disculpad la interrupción.
—No te preocupes, Tatsumi —dijo Saori, al tiempo que Jabu restaba importancia al asunto mediante un mudo gesto con la mano—. Si es por lo de ayer, mi respuesta sigue sin cambiar: admiro el nuevo rumbo que ha tomado Julian Solo, pero no creo que deba volver a reunirme con él, al menos no ahora.
—No es eso, señorita, aunque es posible que tenga que ver.
Sorprendida, Saori le indicó a Tatsumi que siguiera hablando con un gesto.
—He recibido hace escasos minutos una llamada de Ichi: Bluegrad ha sido atacada. La guardia real al completo fue derrotada, aunque no ha habido muertos.
—Es terrible… —dijo Saori, quien ya empezaba a imaginar la procedencia de aquel ataque—, ¿se sabe quiénes son los responsables?
—El único testigo que aún podía hablar le aseguró a Ichi que el enemigo nunca se mostró. Lo único que obtuvieron de él fue una bella melodía, incomparable con cualquier otra que hubiesen escuchado. Existe otro testimonio, aunque son apenas balbuceos, de personas que juran haber visto a un hombre tocando una flauta.
—Es posible que sí deba reunirme con Julian Solo, ¿no te parece Jabu?
El santo de Unicornio respondió con un pesado gesto de asentimiento, sabedor de lo que su señora sospechaba. Una bella melodía, un hombre tocando una flauta. La descripción no solo era vaga, sino que la mitad ni siquiera era del todo fiable, pero la posibilidad de que se tratara de Sorrento, heredero del canto de las sirenas de la mitología, volvía toda precaución necesaria; no en vano, aquel un día fue el más fiel guerrero de un dios.
—No estaría de más hacer una visita de cortesía a Poseidón antes de ir al Olimpo, creo —contestó una vez pasaron unos minutos de incómodo silencio. Saori agradeció el comentario con una leve sonrisa, una que ocultaba más de una preocupación ajena al conocimiento de Jabu.
—Ejem, señorita… —interrumpió Tatsumi, sosteniendo los papeles con una mezcla de nerviosismo y fuerza que alimentó la curiosidad de Jabu por estos—, es muy temprano aun aquí, ni qué decir en Grecia. Además, ayer no comió mucho y…
—Lo entiendo, Tatsumi. Había planeado pasear un poco por los jardines esta mañana, pero creo que es más conveniente que descanse si vamos a salir de viaje. Me gustaría que estuviera todo listo para partir después de la comida.
—Por supuesto, señorita, ¡prepararemos los mejores platos! ¡Sus favoritos! También puedo llamar a los demás para que vengan a…
—No será necesario —interrumpió Saori—, el deber de cada uno de los santos es de vital importancia para el Santuario, incluso Ichi todavía debe prestar apoyo a Bluegrad por si se produce otro ataque. Han trabajado muy duro, no quisiera molestarles por una simple sospecha, y de momento solo tenemos eso.
—Yo iré también —dijo Jabu, al tiempo que Tatsumi balbuceaba—, si la señorita Saori no tiene inconveniente, yo seré su escolta.
Por fortuna así fue, incluso Jabu creyó leer en el rostro de Saori que ella esperaba pedirle que fuera. En circunstancias normales, el problema no sería si un santo podía acompañar a la diosa Atenea en una misión quizás tan importante como peligrosa, sino quien. Sin embargo, habiendo tan pocos en activo, Saori evitaba todo lo posible separar a los santos de sus propias preocupaciones, siendo Jabu la única excepción: él estaba consagrado a protegerla, esa había sido la función que había escogido.
—Estoy de acuerdo siempre que también descanses y comas antes de irnos —dijo Saori, evocando los frecuentes descuidos de Jabu—. Tatsumi se encargará de que esta vez lo hagas. Estaré en el despacho, si necesitan alguna otra cosa.
Mientras la joven caminaba por el pasillo, el santo de Unicornio volvió a fijarse en los papeles que el mayordomo de la familia Kido llevaba en las manos. Comer, descansar, el viaje, todos esos pensamientos eran superados sin remedio por la mala sensación que aquellas hojas le provocaban.
—¿Qué contienen esos papeles? —se atrevió a preguntar Jabu, sintiendo cierta vergüenza por no haber podido contener la pregunta— No debí…
—No, no, está bien. Verás, Jabu, esto es… Esto es el testamento de la señorita.
***
¡Nos vemos el próximo lunes!