Día 24, y como está planificado, nueva entrega de Némesis Divino. En esta ocasión, la segunda parte del capítulo 1. Con esto se termina el capítulo, por lo que lo tendrán disponible en pdf para su descarga.
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(Capítulo 1. Parte 2 de 2)
Los recuerdos minaron otra vez su voluntad. Escorpio cayó de rodillas al suelo, y bajando la cabeza hasta poder tocarlo con la frente, se llevó las manos a su melena. Apretando la mandíbula, recordó las palabras que había oído de su hermano el día antes de que desapareciese, seis años atrás.
Tras haberse enzarzado en una pelea, el jovencísimo Iskandar, sobre cuyo mentón resbalaban algunas gotitas de sangre, escupió en el suelo. Entonces, su hermano le dijo aquello:
—¿Qué será de ti, hermano, cuando te falte yo y no pueda protegerte? ¿Qué depararán los hados para nosotros?
—¿Qué dices? ¿Por qué me miras así? —preguntó aquel Iskandar preadolescente, notando un brillo untuoso en los ojos de Ístvan.
—Debes ser muy fuerte, hermano. Un día mi armadura será tuya, y caerá sobre tu espalda el peso de servir a Atenea hasta tu misma muerte. Hasta entonces, debes crecer mirando hacia el futuro.
-¡No digas tonterías! ¿Yo? ¿La armadura de Escorpio?
Aquel Iskandar ignoraba por completo que el día siguiente no volvería a ver a su hermano; que apenas un año después sería nombrado caballero dorado, aun sin dominar por completo los secretos de esa energía misteriosa de la que siempre oía hablar: el cosmos. Y es que desde entonces, su vida había cojeado. ¿Por qué Ístvan había desaparecido sin más? ¿Acaso obtendría una respuesta ahora que estaba ante aquella macabra representación de la constelación de Escorpio?
Tras quedar absorto en sus pensamientos había perdido la noción del tiempo, pero una minúscula variación en la atmósfera del Partenón pareció devolver a Iskandar a la realidad. ¿Acababa de sentir una leve cosmoenergía? Pero no era motivo para alertarse, pues conocía a la persona de la que irradiaba.
—¿Has venido, Éurito? ¿Dejaste solo a Sixto en el propileo? —preguntó el dorado.
—Así es. Tardabas demasiado. ¿Está todo en orden, compañero? —Sagitario, aunque con porte estoico, se preocupaba realmente por su amigo.
—No, no lo está. Ven aquí —señaló Escorpio, arqueando su mano.
Tras asentir a su amigo, Sagitario caminó hacia el centro de la naos del Partenón. Sus pasos reverberaban uno tras otro a la vez que la tenue luz que emitían sus alas doradas era reflejada en todas direcciones.
—¿Qué ocurre?
—Mira. —Iskandar sonó escueto, pero tras señalar al suelo, Sagitario comprendió que no eran necesarias más palabras. ¿Qué eran aquellos círculos dibujados sobre el frío suelo? ¿Por qué eran del color amarronado de la sangre seca? ¿Acaso…?—. No sé si se trata de mi hermano o no, pero alguien se ha molestado en dibujar los puntos que representan la constelación de Escorpio, muy probablemente con la sangre de los soldados que murieron. ¿Qué opinas?
—Es de muy mal gusto, la verdad. ¿Quién haría tal cosa? ¿Crees que pudo ser tu hermano?
—No lo sé, pero es un hecho que las quince estrellas principales de Escorpio están representadas en este dibujo. No puedo pensar en otra persona que hiciera algo así…
—Iskandar —miró Sagitario a su camarada—, odio decirte esto, pero creo que debemos regresar al Santuario. Si te das cuenta, esto es una provocación: haya sido Ístvan o no, ha profanado el templo de Atenea en la acrópolis. Nadie en su sano juicio haría tal cosa…
—¡Ha sido él! —rectificó Escorpio de inmediato tras girarse para contemplar la figura dorada de Éurito—. No hay duda. Ese soldado habló de Ístvan; dijo su nombre de pila. Que haya aparecido este dibujo no puede tener otra explicación.
«Aquí no hay nadie —pensó Éurito mientras escuchaba a su compañero—. Haya sido él o no, está jugando con nosotros» —Después de fruncir el ceño, se dirigió a Iskandar con seriedad:
—Debemos volver. Hay algo que no encaja en todo esto.
Pero Iskandar no miraba a Éurito. El santo dorado de Escorpio tenía dibujado en su rostro un gesto quebrado; era como si sus facciones dibujasen la figura del pavor, aderezada acaso con la de la nostalgia.
—¡Iskandar! —exclamó Sagitario. El grito que prorrumpió sirvió para sacar a Escorpio de su ensimismamiento.
—¿Qué ocurre? —inquirió este último, algo molesto.
—Debemos regresar al Santuario —insistió—. Hay que reportar esto. Luego ya veremos qué hacer, pero el Patriarca debe saber de esta afrenta.
Sagitario tomó a su compañero del brazo y comenzó a caminar hacia el exterior del edificio. Aunque contra su voluntad, Iskandar se dejó llevar para encontrarse a los pocos segundos al raso. Alzó la mirada, y ante las majestuosas estrellas invernales, sintió una corazonada.
—Nos veremos pronto, hermano. Sólo espérame…
Caminaron hasta encontrarse cerca del propileo. Algo molestó a Éurito e hizo que se detuviese. Iskandar, extrañado, le preguntó por lo que le sucedía.
-¿No lo sientes? Hay alguien más ahí dentro con Sixto —susurró, señalando al pequeño templo que hacía las veces de portón de la acrópolis.
—Es cierto; un pequeño cosmos brilla. Lo puedo notar. Pero no es hostil… ¿Vamos?
Ambos jóvenes penetraron en el oscuro propileo, inundándolo con la luz dorada de sus armaduras. En su interior se encontraron de nuevo con Sixto, quien para sorpresa de ambos, estaba hablando con un muchachito de corta edad. Ese niño le era familiar a Iskandar…
—¿Milo? ¿Tú eres Milo? —preguntó el escorpión celeste.
-¡Oh! ¡Iskandar! ¡Al fin te encuentro! —exclamó el pequeño corriendo hacia el santo. Sin pensárselo dos veces, le abrazó. Sus ojos verdosos comenzaron a rebosar un canalillo lacrimoso.
—¡Milo! ¿Se puede saber qué haces aquí tú solo y a estas horas de la madrugada? —El dorado se imaginó lo peor.
Éurito se sintió tan extrañado que, mirando a Sixto, abrió los ojos como preguntándose qué estaba sucediendo. Tras rascarse la cabeza con desconcierto, carraspeó.
—¿Quién es el niño, Iskandar?
—Verás, él es el hermano de una amiga… —El corazón de Iskandar latió fuerte en aquel instante. No podría haber respondido con certeza por qué lo hizo; ¿era la imagen de Ístvan la que le hizo sentir nervioso, o la joven a la que aludía?
—¡Iskandar! —increpó el pequeño tirando de la mano del caballero—. ¡Tienes que venir a casa! ¡Selina sigue sin despertar!
—¿Que sigue sin despertar? ¿Me puedes decir qué ocurre, Milo? Tranquilízate…
—Al parecer, la hermana de este niño lleva dormida tres días seguidos —aclaró Sixto, quien había estado hablando con el pequeño un rato antes de que regresaran ambos santos al propileo.
—¡Así es! ¡Ella lleva dormida tres días! —afirmó Milo.
—Eso explicaría que estés aquí solo y tan tarde, pero… ¿cómo que lleva dormida tres días? ¿Acaso está enferma?
—¡Oh, vamos! —exclamó Éurito visiblemente enfadado—. ¿Tres días dormida? ¿No será que… —Aquella mirada fugaz que recibió de Iskandar le hizo callar. Comprendió al instante lo impertinente de las palabras que iba a expulsar.
—¿Qué tal si en vez de quejarte me acompañas a echar un vistazo, Éurito?
—¿He mencionado ya que debemos volver al Santuario? —insistió Sagitario—. Por si no te has dado cuenta, parece que alguien te tiene en el punto de mira. Además, necesitaríamos una autorización para ir a echar un vistazo, como dices.
—No puedo dejarle solo. ¿Y si tiene relación con todo esto? —Iskandar no pensaba regresar sin haber ido a casa de su pequeño amigo.
—¡Bah! Haz lo que te dé la gana. Solo intenta no demorarte demasiado, o te meterás en problemas. ¡Marchémonos, Sixto!
Mientras Sagitario se perdía en la penumbra, el soldado superviviente, Sixto, se inclinó ante Iskandar y removió el pelo del muchacho.
—Espero que tu hermana despierte pronto, pequeño. Y, señor Iskandar, ha sido un placer conocele—. Sin más dilación, el joven siguió los pasos de Sagitario hasta perderse en la penumbra.
Una vez en soledad con Milo, Escorpio pensó que quizá sería mejor si los santos de Atenea no tuvieran relación con gente común. De todas formas, para él ya no había nada que hacer; era tarde, pues conocía a Selina, la hermana de Milo, desde hacía ya dos años. Además, desde el primer día le había resultado una joven atractiva e interesante, lo que había llevado a Iskandar a entablar una amistad sincera con ella y su pequeño hermano.
—Oh, sí, Éurito… muchas gracias —murmuró Escorpio para sí—. Estoy en el punto de mira de alguien que profana el Partenón, y tú me dejas en mitad de la noche a cargo de un niño…
—Muchas gracias, Iskandar —dijo Milo con timidez. Tras coger de la mano a su amigo el caballero de Atenea, le instó a ir a su casa.
—Vayamos a ver a tu hermana, enano —contestó con dulzura.
Ambos, Iskandar y Milo, descendieron del Partenón y caminaron un buen rato por las solitarias calles de Atenas. No vieron a nadie. El frío se hizo más intenso, y el silencio entre ambos se tornó algo incómodo. Llegaron entonces a una larga avenida y tomaron la cuarta vía a la derecha: una calle estrechita por la que apenas cabían juntos. A pesar de lo angosto del pasaje, en aquel lugar las casas solían ser bonitas y grandes, y de las ventanas, en ocasiones, brotaban enredaderas que teñían de verde la gris piedra de sus muros. Por supuesto, siendo de noche, tales vistas eran apenas perceptibles.
Allá donde el empedrado del suelo comenzaba a hacerse pesado, Milo se detuvo y miró a Iskandar. Su cara pareció reflejar inseguridad, y por fin dijo algo inaudible.
—Anímate, Milo… —instó el santo al niño, que abría la puerta de su casa con cuidado.
Lo primero que contempló Iskandar fue un largo pasillo, que se ahondaba varios metros dejando atrás tres habitaciones. Las losas grisáceas brillaron tras que Milo encendiese un candelabro y cerrase la puerta. Avanzó dejando las velas sobre un mueble antepuesto al recibidor de la humilde morada, y miró a su invitado.
—Selina está en su habitación. —Milo señaló al fondo del corredor.
Iskandar siguió la dirección que indicaba la manita del pequeño. Cuando sus ojos se clavaron en la vieja puerta oscura de la habitación de la hermana, sintió otro vuelco en el corazón como el de antes. Murmuró algo para sí…
—¿Qué pasa?
— Nada, Milo… —pero Iskandar había sentido algo extraño allá en el interior de la sala. Ahora, aquella presencia había desaparecido por completo.
Al fin, el dorado caminó decidido hasta la habitación de Selina. Una vez ante la hoja oscura de la puerta, empujó despacio y contempló en la oscuridad de la estancia la silueta de la estrecha cama de madera gastada.
—Selina… —susurró, intuyendo a duras penas el rostro de la joven que descansaba bajo aquellas sábanas pálidas.
—¿Ves cómo duerme? —dijo Milo colándose en la habitación. Iskandar le siguió para directamente sentarse en una banqueta que había al lado del escritorio, de tono más claro que el resto de los muebles. Nada más posarse en ella, colocó la cabeza entre los brazos y se puso a pensar.
—Aquí hace frío… y además, no hay muy buenas vibraciones.
Iskandar levantó de la banqueta para acercarse a la cama. A un paso de esta, contempló a Selina. Ella parecía estar tan cómoda… Sin dudarlo, le acarició la mejilla, sintiendo en sus propios dedos un frío semejante al de alguien muerto.
—Por Atenea… ¡está helada! —Milo no escuchó el comentario, pues estaba absorto. Sus pupilas reposaban en su hermana.
El dorado apartó los rizos morados de la cara de la chica para poder posar sus labios en la frente. Tal y como acababa de sentir, estaba realmente destemplada. Lo irónico yacía en que respiraba con tanta serenidad que incluso parecía estar teniendo un bello sueño.
—Milo, creo que has hecho bien en avisarme… ¿Dices que hace tres días que duerme sin levantarse para nada?
—¡Ni para comer! —exclamó el niño preocupado—. Llamé al doctor, pero no hizo nada… y entonces, se me ocurrió que podría encontrarte.
—Esa es otra. ¿Cómo has sabido dónde encontrarme?
—Tras visitar al doctor —explicó el pequeño—, un hombre con el pelo largo y rizado me dijo que qué me pasaba. Se lo conté todo y me dijo que tú irías pronto al Partenón. Desde entonces, he estado allí esperando.
—¿Esperando? ¿Cómo es posible que ni Éurito ni yo nos hayamos dado cuenta? ¡Es más, estábamos seguros de que allí arriba no había nadie! —Exclamó. Sus ojos se dibujaron desorbitados ante la mirada aterrada de Milo, quien se asustó por el tono de voz agresiva que adoptó Escorpio.
—Iskandar, ¿qué te ocurre? ¿Por qué estás enfadado? ¿Hice mal en buscarte?
—No, pequeño. Escucha… Voy a regresar al Santuario para pedir autorización. Volveré tan pronto como pueda, y haré todo lo que esté en mi mano para hacer que tu hermana abra los ojos.
—¿De veras? —preguntó Milo recobrando la sonrisa. Sus enormes ojos azules brillaron con esperanza.
—¡Confía en mí! Creo que esto es algo que sólo un caballero puede hacer. —El dorado se señaló con el pulgar. A pesar de aquellas palabras alentadoras, Iskandar comenzó a intuir que de alguna forma, todo parecía apuntar hacia el mismo lugar: Ístvan. Un escalofrío sacudió su espalda.
El pequeño Milo corrió hacia su hermana, le dio un beso en la mejilla y la tapó a conciencia. Después dejó la habitación, pasando por delante de Iskandar.
El dorado miró por última vez a Selina y se aventuró a salir. Antes de cruzar el umbral de la puerta, oyó un crujido en la ventana. Tras voltearse, vio cómo la lama de esta se había abierto un poquito. Sin prestar atención, dejó la habitación tras cerrar la puerta.
—Entonces, Iskandar… te esperaré —dijo el muchachito, mirando al salvador de su hermana con ilusión.
—Confía en mí… —Y con una sonrisa más tímida que confidente, Escorpio abandonó el humilde hogar de sus amigos para pedir autorización al Sumo Sacerdote de Atenea.
Cerca del solitario hogar de Milo y Selina, contemplando cómo Iskandar corría apresurado hacia el Santuario, una silueta se hacía eco de todo cuanto ocurría en derredor. Ataviada con una toga oscura como la noche, sus ojos brillaron como el fuego. De sus labios, delgados y rojizos, escapó una leve sonrisa.
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Y con esto terminamos el primer capítulo del fic. Espero que haya sido de su agrado. ¡El día 4 regreso con más! Y muy pronto empezarán las peleas... ¡JOJOJO!
PD: no se olviden de comentar, que me ayuda mucho a seguir ilusionado. ¡Gracias!
Editado por Killcrom, 14 octubre 2014 - 17:19 .