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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#221 Rexomega

Rexomega

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Publicado 22 marzo 2021 - 19:27

Saludos
 
¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl.

Spoiler

 

***

 

Capítulo 69. Frente sur

 

Tras una desesperada preocupación por todo el globo, Garland de Tauro aterrizó en el limbo estabilizado por Kanon de Géminis para el transporte de tropas entre los diversos frentes de la guerra. No era la Otra Dimensión, sino una ciudad descolorida y borrosa, habitada por fantasmas, si no es que la urbe en sí misma era uno. A cien metros, los edificios y las personas que deambulaban por las calles de monótono gris se volvían difusos hasta parecer parte del decorado. E incluso de cerca, si se veía con suficiente atención, todo tenía un aire espectral, como si en cualquier momento se pudiera ver a través de una pared, aun si ese no era el caso. No era tanto que se sintiese irreal, no estaba ante el inmenso mundo ilusorio que un aficionado trató de construir y se quedó a medias, al contrario, se hallaba en un lugar muy real, solo que más apegado al reino espiritual que al mundo de los vivos. Vida y muerte, no importaba, ambas eran realidad.

Él se hallaba en la azotea de un edificio de mediana altura, con la sensación de flotar más que de pisar concreto. Al norte, un gran círculo dorado rodeaba una suerte de espejo para gigantes donde podía ver la magnífica Bluegrad, custodiada por los guerreros azules en la entrada principal, la Silente y sus Arqueros Ciegos en la trasera y las robustas montañas en los flancos. En el este y el oeste, del mismo modo, se mostraban imágenes del continente perdido, lleno de brumas, montes y fantasmas del pasado, y de un abismo tan lóbrego como aquel que corona la Colina del Yomi, abierto por el poder sin parangón de Arthur de Libra. Aquellos tres círculos, portales dimensionales, estaban conectados entre sí por túneles invisibles que se extendían por encima de la ciudad fantasma, junto a un cuarto que se hallaba en el extremo sur. Allí podía verse una tierra yerma de la que emergía la Torre de los Espectros, por vez primera protegida de una invasión que no terminaba de darse. Todos se veían impacientes allí, desde los necios que hacían la guardia en la cima de la torre —Ícaro de Sagitario Negro, Orestes de la Corona Boreal y un tercer integrante, sin armadura y sin rostro— hasta los que más abajo se ponían a las órdenes de Ishmael de Ballena.

—Desde el punto de vista de nuestros compañeros y aliados, hay un camino de piedra recto, suspendido sobre la oscuridad, entre el lugar de donde vienen y aquel al que pretenden ir. En ese camino ellos pueden ver otros portales que dan al Santuario, los barcos de la costa siberiana y el portaaviones Egeón, aunque estos son solo de entrada —explicó Kanon, apareciendo de improviso detrás del santo de Tauro—. Esta ciudad es el limbo humano, una sombra de nuestro mundo, parte de la oscuridad que subyace a nuestro mundo y que Hybris ha usado como base durante años. El sub-espacio en sí son los túneles de gusano conectando los portales. Pero eso ya lo has intuido, ¿verdad? Garland de Tauro. No eres tan fuerte como imaginaba.

Los ojos del antiguo Sumo Sacerdote se clavaron sobre el segundo manto zodiacal, muerto. Garland carraspeó, molesto, y la sagrada vestidura se desligó de él pieza a pieza para unirse a su lado como un bravo toro del color del hielo. El pecho del santo de oro quedó al descubierto tras la rajada camisa sin mangas que llevaba, lleno de cicatrices, pero sin una sola herida. Tampoco la sangre había manchado la tela.

—Lo normal es que el manto de oro sobreviva a su portador, no al revés —observó Kanon—. ¿He de entender que no lo necesitas?

—Siempre viene bien llevar un abrigo allá donde hace frío —recordó Garland, a lo que Kanon alzó ambas cejas—. La Bruja está incapacitada y el Pacificador ocupado con una rival esquiva. No todos los planes salen bien, ex-Sumo Sacerdote.

Alguien tenía que enfrentar a Cocito. No a la Abominación que estaba persiguiendo, sino al río en sí. La guerra sería eterna si no daban cuatro certeros golpes en el corazón del Hades. Quién lo haría, estaba decidido antes de que las cosas empezaran a ir mal.

—Localizaré a Kiki… —empezó a decir Kanon.

—¡Rápido, el maestro herrero de Jamir podría estar en peligro! —exclamó Garland, sorprendiendo una vez más a su interlocutor—. Oh, estuve preguntándome estos días como tendría que dirigirme a un Sumo Sacerdote que ya no lo es. Mi conclusión fue que no importa y creo que es acertada. No son tiempos para formalismos.

—No te equivocas —admitió Kanon, dirigiendo la mirada hacia el portal sur. Ningún ejército se levantaba en las tierras de Naraka, pero la presencia del inframundo era fuerte en el continente asiático. Demasiado—. Han tomado la Colina del Yomi, buscan liberar a sus genuinos generales, capitanes y tenientes de la torre y saben lo útil que sería el Trono de Hielo para fortalecer sus ejércitos. Luchamos contra seres pensantes, es normal que busquen acabar con quienes pueden sanarnos, a los santos y nuestros mantos sagrados. Minwu de Copa está en Naraka. Kiki y sus discípulos están en Jamir.

Garland asintió, guardándose mencionar la presencia de Leteo en el continente Mu. Sus acciones al inicio de la guerra habían debido convencer al antiguo Sumo Sacerdote de que algo era distinto en ese frente donde se hallaba un ser lo bastante fuerte como para rechazar una y otra vez a un santo de oro sin mediar contacto. No hacía falta que le explicase lo que Damon buscaba lograr apoyándose en la ambición de un rey muerto y la sed de venganza de los Señores del Hades, bastaba con que el santo de Géminis y todo el Santuario supiera que era peligroso. Así podrían luchar con todas sus fuerzas sin tratar de comprender una historia bien muerta y enterrada. Era lo mejor.

—¿A quién enviarás? —cuestionó el santo de Tauro, decidiendo al final buscar él la respuesta. No era difícil sentir lo que ocurría en la Tierra. Después de todo, el sub-espacio existía para conectar cuatro zonas del planeta—. Ofión, ¿en serio? Apareció de la nada, fue ungido por Aries y jamás se molestó en entablar cualquier clase de relación. Ni siquiera tiene discípulos y por ello se le conoce como el Ermitaño.

—Es igual que tú —dijo Kanon—. Y Nimrod. Los tres sois autodidactas. No es extraño en la larga historia de los santos de oro.

—Suena a que confías en nosotros.

—Deberías asumir que no confío en nadie —advirtió Kanon, severo—. No del todo.

—¿Por eso tengo siempre la sensación de que algo me vigila? No me malentiendas, creo que la Dama Blanca deja que me percate a propósito.

—No siempre puedo entender las decisiones de Shizuma de Piscis. Se dice que sigue las órdenes directas de Atenea —señaló Kanon, casual, como si en verdad solo estuviera expresando un rumor. Notando el sobresalto en el alegre semblante de Garland, añadió—: Un planeta, un ejército. Eso es lo que dice la Suma Sacerdotisa. Ya no se trata de confianza, sino de proteger este mundo.

—Siempre se ha tratado de eso, ex-Sumo Sacerdote. Siempre se ha tratado de eso.

 

***

 

En Jamir, así como en otros lugares señalados del mundo, ocultos a la civilización, el tiempo se comportaba de forma caprichosa.

Fjalar de Escultor, un hombre alto y fornido, de pobladas cejas sobre la amplia nariz, estaba acostumbrado al frío, por supuesto. No en vano, siendo un niño debió entrenarse en aquel lugar del Himalaya, a seis mil pies de altura, donde respirar era una lucha constante contra la muerte y los pies pesaban como el plomo, dificultando el solo dar unos cuantos pasos. Contrario a Nenya, su esbelta compañera de entrenamiento, para él cada día hasta la obtención del manto sagrado había sido un infierno; en muchas ocasiones creyó que moriría. Sin embargo, cuando terminó la prueba, victorioso, todo cambió: el cuerpo se había fortalecido, estaba ya acostumbrado a respirar aquel denso aire y el manto sagrado que vestía, junto a las labores que le correspondían como el santo de Escultor, le daban la calidez necesaria para sobreponerse al incómodo frío. Hasta para las fuerzas de la naturaleza era difícil doblegar a un santo.

Y con todo, ahí estaba, tiritando. Incluso la santa de Cincel, que no cesaba de mover las largas piernas en un andar constante, temblaba sin poder evitarlo ni esconderlo. Eso era más extraño todavía que el frío que helaba el alma de Fjalar, pues Nenya destacaba, además de por una habilidad sobrenatural para emplear las herramientas celestes, por ser una roca hecha persona. Nada parecía afectarle, ni siquiera los esfuerzos de Kiki, maestro del par, por poner a prueba tan notable resistencia.

Los santos de Escultor y Cincel cruzaron miradas por un momento. Aunque la máscara de Nenya impidió a Fjalar ver el rostro de esta, la forma en que se movía, con un nerviosismo impropio de ella, ya le decía mucho sobre lo que pensaba. Era lo mismo que él estaba temiendo: las almas de los gigantes, uno de los cuatro grandes ejércitos contra los que Atenea y los santos debieron combatir, estaban en Cocito. Ahora que el mundo de los muertos se había levantado en armas, era posible que los antiguos enemigos se levantaran a la par de los espectros. De repente era incluso un alivio que Akasha hubiese establecido una alianza con Poseidón.

Kiki apareció en medio del espacio que había entre el par de santos. Lo hizo sin avisar, como siempre, y a pesar de los años que Fjalar y Nenya habían entrenado bajo la tutela del pelirrojo, fueron incapaces de verlo venir.

—Vaya, vaya —saludó con una traviesa sonrisa—. Mis queridos discípulos, a quienes transmití el noble arte de la reparación de los mantos sagrados, están… ¡En el lugar destinado a reparar los mantos sagrados! ¡Inaudito!

Tras aquellos gritos sarcásticos, empezó a reír de forma exagerada y falsa, para vergüenza de los antaño pupilos. En parte, sabían que merecían el sarcasmo, pues tardaron demasiado en reparar el manto de Acuario. Sin embargo, Kiki tenía la sorprendente habilidad de parecer culpable aun cuando tenía razón.

—Maestro, permitid que os recuerde que todos los mantos están en perfecto estado en la actualidad. No teníamos trabajo que…

—¡Silencio! —chilló, frunciendo el ceño y golpeando a Fjalar con el bastón. Aquella actitud, como de anciano huraño, hacía más notables las hebras plateadas del cabello, signo de la maldición que recibió al tratar de romper la mente de Caronte—. Si no me respetas, no me llames maestro. Llámame como te apetezca, pero no maestro. ¡Lo mismo va por ti, Nenya! Lo que me impide leer tu mente confabuladora no es esa máscara, sino el aprecio que te tengo. ¡Os vi crecer, demonios!

Mordiéndose la lengua, el maestro herrero de Jamir hizo rápidos gestos que resumían lo que él recordaba que habían sido las vidas de Fjalar y Nenya. Al verlo, el par se encogió de hombros casi al unísono, pero eso solo irritó más a Kiki, quien refunfuñaba frases sin aparente sentido sobre la confianza.

Fjalar dio un largo suspiro. No era la primera vez que desaparecían de Jamir sin avisar, pero en los últimos dos años Kiki había estado muy metido en los asuntos de la división Andrómeda y desde mucho antes en el afamado proyecto del profesor Asamori. Todos los prototipos de las armas, armaduras, vehículos y otros recursos de la Guardia de Acero habían pasado por las manos expertas del maestro herrero. En buena medida, fue con miras a ese proyecto que decidió entrenar no solo a Nenya, tan capaz en el arte de trabajar el metal como en el de la lucha, sino también a Fjalar; necesitaba que otros siguieran ocupándose de la labor que tenía como el último discípulo de Mu. A veces incluso les permitía quedarse con el mérito, de tan distraído que estaba en heréticas ocupaciones. Otras, se atribuía por la misma clase de despiste la labor que ellos dos habían llevado a cabo. La situación alcanzó su máximo descaro durante el exilio de Akasha y, cuando esta entró en coma y Kiki decidió recordar que era un maestro, regresó sin dar la más mínima explicación. Fjalar podía perdonarle, después de todo era su padre y la razón por la que había llegado a vestir el manto de Escultor, incluso si llevaba ya un par de años siendo un herrero talentoso. Pero desde su regreso, a cada escapada de sus hijos, peor reaccionaba quien antes ni se daba por enterado.

Dos posibilidades venían a la mente del santo de Escultor. La primera era que al fin su padre tenía tiempo para fijarse en ellos como en algo distinto a trabajadores sustitutos; la segunda, un poco más amable, era que siempre estuvo consciente de las idas y venidas del par, y ahora estallaba. En verdad se había portado con ellos como algo parecido un padre, en cuerpo y mente, por lo que saber, no que ya que no contaba con la obediencia de dos hijos díscolos, sino que tampoco era respetado por esto, debía dolerle.

—¿Y bien? ¿No van a decir nada?

—No —dijo Nenya.

—¿No? —Kiki, más sorprendido que enojado por una respuesta tan directa, tardó en asumirla—. Esta es mi casa, ¿sabéis?

—No —dijo Nenya de nuevo, esta vez descolocando incluso a Fjalar—. Tu lugar está con Azrael, el profesor Asamori, Ludwig von Seisser, Gestahl Noah y Adrien Solo. Te has encargado personalmente de convertir la Guardia de Acero en tu nueva vida.

—¿Ahora os molesta esto? ¿De verdad? ¿Sabéis quién es ahora Akasha?

—Siempre nos ha molestado —le cortó Nenya con especial brusquedad—. Esperábamos que como nuestro maestro te dieras cuenta, tal vez te sobrestimamos. ¿Negarás acaso que has descuidado por completo Jamir?

—¡Es la Suma Sacerdotisa! Y aprueba este proyecto.

—No es ahora, con el enemigo entrechocando armas en la frontera, cuando el Santuario entenderá las consecuencias de transmitir la ciencia de los Mu a los hombres. Será más tarde, cuando los sobrevivientes entiendan que ya no hay vuelta atrás.

Poco a poco, la irritación del pelirrojo se achicaba a la vez que este retrocedía y bajaba la cabeza. Ni siquiera asía el bastón bien, lo que provocaba en Fjalar un cierto sentimiento de culpa. ¿Estaban juzgando con justicia a quien desde un principio actuó por el bien del Santuario y del mundo? ¿O solo pretendían devolverle un poco de los últimos años, en los que se sintieron utilizados?

Pero Kiki, maestro en malicia aun antes de que aquellos adolescentes dejaran de ser cargados por sus madres, pronto recuperó la compostura y preparó un discurso que habría de cambiar las tornas. Solo la aparición de un gran cosmos impidió que el juego de reproches prosiguiera en aquel tiempo en el que cada segundo valía oro.

—Nadie te está juzgando, gran maestro de Jamir.

La torre sin puertas brilló como el oro antes de que Ofión de Aries, quien estaba en el interior del edificio recolectando las herramientas celestes, minerales estelares y otros recursos indispensables para la reparación de los mantos sagrados, apareciese frente a los tres. Un gran resentimiento dominó la inquieta mirada de Kiki al observar los ojos rasgados de aquel, tan fríos e inaccesibles por grande que fuera la amabilidad que mostraba en forma de palabras y gestos.

No era un secreto para el Santuario que la caótica personalidad de Kiki se debía a haber visto truncado el destino de convertirse en el nuevo santo de Aries. Por muchos años, sintió que había fallado a quien lo cuidó y entrenó desde siempre. Y esa sensación de fracaso empeoró el día en el que un muchacho del montón, al que el Santuario ni siquiera había marcado a pesar de la intensiva búsqueda instigada por Akasha luego del Cisma Negro, apareció vestido con el primer manto zodiacal. Para el que fue primer y único discípulo de Mu, ver ese rostro común sobre los cuernos del Carnero Blanco, clamando al Sumo Sacerdote que era uno de los santos de oro, fue similar a la maldición que recibió de Caronte. Un cruel recordatorio de su fracaso.

—Ofión de Aries, como de costumbre, destacando. —Aunque el manto dorado lo protegía por completo, llevaba la caja de Pandora colgando de la espalda a modo de mochila. Kiki podía percibir que allí había guardado las herramientas celestes; el resto de recursos de herrería debía haberlos teletransportado a algún lugar seguro directamente—. Y dices que no me están juzgando. ¿Es eso cierto, chicos?

—Nosotros lo hacemos —dijeron, a un mismo tiempo, Nenya y Fjalar.

Tanto Kiki como Ofión parpadearon frente aquella muestra de compenetración. El santo de Aries hizo amago de dar algunas amables palabras, pero fue interrumpido por la sonora carcajada del maestro herrero de Jamir.

—Vaya, vaya. ¡Si hasta a Fjalar le he sacado algo de valentía en estos años! ¡Qué tiempos cuando de verdad creía que si no cumplía las tareas diarias haría caer sobre él un meteorito! —gritó a pleno pulmón, apropiándose como si tal cosa del crecimiento de aquel diligente discípulo—. Así que no me contaréis qué habéis estado haciendo todo este tiempo, ¿verdad? Porque no soy un santo…

—También yo lo desconozco.

—¡Nadie te preguntó, Ofión! —exclamó Kiki sin mirarle—. Estoy hablando con…

Un fuerte viento barrió la cima de la montaña, obligando tanto al maestro herrero cuanto a los demás a ponerse en guardia y abandonar la conversación. De forma repentina, el frío que había penetrado en el alma de todos desde que llegaron a allí, se materializó en una fina capa de hielo que no solo recubrió cada palmo de tierra, sino también la torre. Fjalar y Nenya tenían que oponer a aquella helada todo el poder que poseían para evitar que los mantos de Escultor y Cincel fueran destruidos.

Más allá, en la única y terrible entrada a Jamir por tierra, el llamado cementerio de las armaduras, los presentes percibieron el despertar de una antigua fuerza. De inmediato, Kiki, que se enorgullecía de ser llamado maestro herrero de Jamir, levantó una portentosa barrera contra la que chocó media docena de bólidos supersónicos.

—¿Así que Cocito usará las almas de los santos muertos, eh? —dijo Kiki entre dientes. Mantenía la palma apuntando hacia el Muro de Cristal que había conjurado, viendo cómo otros guerreros de piel pálida y armaduras descoloridas se unían a los primeros seis. ¡Eran los cadáveres de quienes en el intento de reparar los mantos sagrados, muertos en combate, murieron a merced de meras ilusiones!—. No vais a pasar…

Atrás, mientras las botas doradas de Ofión se separaban del suelo, Fjalar y Nenya se posicionaron en los flancos del maestro herrero de un salto. Podía ser un diablo rojo, por título y por acciones a cual más condicionada y herética, pero como discípulos de aquel, hijos aun si no lo eran por sangre, no iban a abandonarlo en un combate.

Kiki lanzó alguna bravata mal pronunciada cuando vio dos veces conjurado el Muro de Cristal, sin embargo, justo en ese momento ya eran cincuenta los guerreros helados que estaba conteniendo, y fue grande el alivio que sintió gracias a la ayuda de los diligentes y hábiles discípulos. Las tres barreras se inclinaron hasta chocar unas con otras, formando una suerte de pirámide que mantenía aprisionados a muchos enemigos.

Del resto de guerreros helados, que cabalgando soplos de viento frío pasaron por encima de la técnica combinada de los tres herreros, rindió cuenta Ofión de Aries. El poderoso santo, flotando de tal modo que el sol le golpeaba la espalda, liberó de los dedos dorados diez hilos luminosos que enseguida se clavaron en la piel de los enemigos, a quienes con un solo movimiento despedazó con terrible facilidad. En menos de un parpadeo, decenas de brazos, piernas, cabezas y torsos llenaron el suelo congelado, mientras la inmensa Pirámide de Cristal se achicaba aplastando a quienes había en el interior, que carecían de la fuerza suficiente como para oponer resistencia.

—Ah, perdóname Atenea… —murmuró Kiki, evitando que Fjalar y Nenya lo vieran. ¡No fueran a creer que se sentía orgulloso de ellos en ese día, en el que eran más rebeldes que nunca!—. Detesto a ese hombre. De verdad lo detesto.

Ofión se había alzado en el aire como las aves, y aunque aquello era algo que Kiki podía hacer desde que era un crío, el áureo manto que lo cubría volvía la postura más digna y solemne. La sombra del santo de Aries cubría la tierra congelada, en la que los cadáveres de unos cincuenta guerreros estallaron de repente en un sinfín de partículas. Estas, poseedoras de un poder proveniente del mismo Hades, se proyectaron a la velocidad de la luz sobre el guardián del primer templo.

—¡Detrás de ti! —gritó Fjalar, tarde. Un guerrero gigante ya se había manifestado a la espalda del santo de Aries, quien sin embargo no volteaba—. ¿Por qué…?

El ente desenvainó una espada envuelta en vapores fríos, pero antes de que pudiera emplearla para decapitar a Ofión, sendos hilos surgieron de los castaños cabellos de este, atando con fuerza inusitada el brazo armado del gigante.

Los ojos verdes del santo de Aries brillaron, indicando a los expectantes herreros lo que estaba por venir. Un segundo después, el cuerpo del gigante fue lanzado contra la tierra con tal fuerza que los hilos de luz temblaron, pero no cayó, sino que logró recuperar el equilibrio a tiempo. Alzando la cabeza, oculta bajo el yelmo, clavó los gélidos ojos en quienes flotaban en las alturas: no solo Ofión, que llevaba el sol por manto, sino también Kiki, Fjalar y Nenya, quienes se habían teletransportado en el momento preciso. Un sonido desagradable, como garras de bestia arañando una pizarra, emergió del rostro sombrío del ente, y todos los guerreros helados derrotados se alzaron de nuevo, entre los afilados picos de roca en que perdieron la vida.

—¿Es necesario? —preguntó Kiki, por primera vez suplicante.

Fue una pregunta vana, por lo que Ofión ni tan siquiera se molestó en responderla. Más de cien guerreros helados respaldaban a la Abominación, cuya espada traía el frío del cero absoluto. Había muchos cadáveres en las cercanías de Jamir durante el tiempo que Mu vivió como un ermitaño, pero eran más, muchos más, los que habían muerto en esas tierras. Lo demostraba el hecho de que durante los últimos veinte años el Santuario se había ocupado de extraer del cementerio de armaduras los huesos, para incinerarlos, y los mantos sagrados, para repararlos. Y aun así, Cocito había creado cuerpos para muchos de los santos que allí murieron a partir de la nada. No necesitaba un cadáver. En un instante fugaz, Kiki comprendió que su hogar era demasiado peligroso en una guerra contra las fuerzas del Hades, aunque no por eso aceptó lo que ocurrió.

El cosmos dorado de Ofión alumbró Jamir por entero, para luego transformarse en los letales Husos Desgarradores. Miles de hilos pasaron entre los guerreros helados que chocaban contra las barreras que al tiempo levantaron Kiki y sus discípulos, clavándose una y otra vez en la Abominación, avatar mermado del río Cocito. A la velocidad de la luz, la tremenda energía del santo de oro dibujó la constelación de Aries sobre el amplio pecho del enemigo, la cual ardió más allá del aura vaporosa que lo cubría.

—Vámonos —dijo Ofión, observando cómo el ente se retorcía en un vano intento de evitar explotar—. Ya no hay nada que nos una a este lugar.

El santo de Aries voló como una estela luminosa a algún otro rincón del mundo, pero los herreros sí que se permitieron ver, desde la lejanía, cómo Jamir, su hogar, esa parte del Himalaya que el mundo jamás conocería, era engullido por una gran explosión.

 

***

 

En un intento de seguir a Ofión, sin siquiera tener claro lo que esperaba conseguir, Kiki acabó en el sub-espacio que Kanon resguardaba. Allí estaba la Caja de Pandora con el Carnero Blanco dibujado en relieve, contenedoras de las herramientas celestes, así como algunas bolsas con materiales y un toro de oro, cristalizado. 

—Menos mal que todos los mantos sagrados están en perfecto estado, Nenya. Si llegan a estar mal, qué sería de nosotros.

Ni Nenya ni Fjalar le prestaron atención, algo que solo le molestó el tiempo en que tardó en notar que en la azotea del edificio de enfrente Garland de Tauro asía de los hombros al santo de Géminis, al antiguo Sumo Sacerdote, mientras le gritaba.

—¡Un general no pierde dos mil hombres! Puede perder las malditas llaves y el maldito cepillo de dientes si se ha hecho viejo, pero no dos mil hombres.

Los tres herreros se miraron, comprendiendo la razón por la que Ofión había ido a ese lugar y marchado después de cumplir su misión. No era esa una escena en la que nadie quisiera verse involucrado. Y aun así, ni apartaron la vista ni cerraron los oídos.

—No puedo decírselo a la Suma Sacerdotisa.

—Si no lo haces tú, lo haré yo, iré y… —Apretando los dientes con la misma fuerza con la que había cerrado el puño sobre el inflexible santo de Géminis, Garland empezó a serenarse. Tragó saliva, miró de reojo a los observadores y luego escupió hacia las calles fantasmales—. Las amazonas de Helena, los Toros de Rodorio, Tiresias, tres santos de plata… ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Desde cuándo sabes que desaparecieron?

—Es evidente —dijo Kanon, sin molestarse en apartar al ser inmenso que lo observaba con ojos sedientos de respuestas—. Desde que Triela está en Bluegrad.

—Tienes que encontrarlos.

—Estoy en ello. El espacio-tiempo es mi especialidad. Vigilar que cada quien cumpla con su papel, mi deber. La Suma Sacerdotisa también tiene una tarea, como escogiste tenerla tú. ¿Todavía necesitas ese abrigo, no?

Garland asintió, brusco, y en ese mismo instante apareció frente a Kiki y sus discípulos. En comparación al pelirrojo, delgado, no demasiado alto y apoyado en un bastón, el santo de Tauro parecía un gigante de la mitología apunto a devorar a un hombrecillo. No solo por la altura y la cara marcada por el enfado, con las blancas cejas y el cabello surcados de sudor, sino por las incontables cicatrices que había en un cuerpo más grueso y fornido de lo que debería ser posible en un ser humano. Garland no era como Docrates y Jaki, pero en ese momento aparentaba ser igual de grande.

Aun así, Kiki lo miró a la cara. Garland solo tenía un mal día. Era una buena persona, incluso había ido a Reina Muerte para ayudarles. Si ahora estaba a punto de darle un puñetazo a quien el pasado año fue su líder, se debía a la gravedad de las circunstancias. Los santos de Centauro, Lagarto y Auriga —Kiki recordaba las identidades de los que quedaban en Rodorio cuando ascendió por la montaña junto Akasha y Lucile—, desaparecidos junto a muchos valerosos soldados. No es que eso fuera a cambiar el curso de la guerra, claro, pero tampoco era algo que podía suceder sin una razón. Desde luego, era la clase de cosa que tendría que comunicarse a quien representaba a Atenea en la Tierra, si dicha persona no debiera estar en ese momento aislada de toda clase de preocupación, como Akasha llegó a comunicarle.

—¿Son tus discípulos? —preguntó Garland, casi gruñendo.

—Son mis hijos —replicó Kiki con el rostro erguido. Atrás, los santos de Cincel y Escultor lo imitaban, poniendo además los brazos en jarras.

—Tienes muchos hijos tú. 

Kiki no pudo evitar reír.

—Akasha, quiero decir, la Suma Sacerdotisa, opina lo mismo.

—Bueno, como un potencial santo de oro, tienes mucho que dar —dijo Garland, rascándose la cabeza. Se estaba calmando. Un poco—. Necesito mi abrigo.

—¿Te refieres a…?

—Mi manto, sí, el manto de Tauro. Repáralo.

Solícito, Kiki observó el toro cristalizado con los sentidos que poseía como heredero del pueblo de Mu, confirmando su primera impresión: estaba muerto.

Cuando el maestro herrero de Jamir giraba la cabeza para dar la noticia, dos gritos le hicieron mirar en cambio a sus discípulos. De Nenya, por la máscara, no podía estar seguro, pero Fjalar tenía la boca tan abierta como para tragarse un enjambre de moscas, si es que en esa extraña ciudad en la que estaban las había. Miró entonces hacia Garland y él mismo gritó abriendo mucho los ojos y la boca. ¡Garland acababa de morderse uno de los brazos! Lo hizo con saña y debió encontrar la vena, pues desde la herida piel manó sangre a raudales, tiñendo de rojo los dientes y la oscura piel del santo de Tauro.

—Rápido. ¡Rápido! —exigió Garland—. Antes de que se regenere.

Impelidos por la urgencia que aquel les transmitía, los tres herreros movieron el toro cristalizado hasta los pies de su guardián. Solo entonces Garland soltó su brazo, en apariencia desgarrado por las fauces de una bestia, y dejó así caer la sangre sobre el tótem. La sangre de un genuino santo de Atenea, primer requisito para revivir un manto sagrado tan dañado que ya no albergase vida en su interior. Kiki comprendía lo que el Gran Abuelo hacía, pero no la forma en que decidió hacerlo.

—Tengo que controlar mi temperamento —murmuró Garland al sentirse observado en exceso por el maestro herrero de Jamir—. ¿Cuánto tiempo?

—Menos de una hora —contestó enseguida Kiki, al tiempo que Fjalar abría la Caja de Aries y recogía los instrumentos. Nenya se ocuparía de los sacos donde guardaba el polvo de estrellas y otros recursos—. La guerra ha empezado… ¿cómo?

Garland no respondió. En lugar de eso, impaciente, mordió el brazo libre y dejó que más sangre cayera sobre el tótem taurino. Un tercio debía perderse si quería revivirlo, y la primera herida estaba empezando a regenerarse, tal y como había advertido.

—Deja de mirar mis cicatrices, mujer —pidió Garland sin mirar a Nenya. No es que mirarla la hubiese cambiado nada, por la máscara—. No nací siendo inmortal.

Nada más dijo el santo de Tauro, concentrado como estaba en la misión que llevaría a cabo una vez pudiera vestir de nuevo el manto de oro. Los herreros, aun con mil preguntas rebullendo en sus mentes, decidieron ponerse manos a la obra.

 

Entretanto, Kanon contemplaba con preocupación el portal sur. A las fuerzas de Azrael se les unían las de lord Folkell, pero seguían lejos de la Torre de los Espectros, donde la impaciencia crecía por minutos.

«Apreciad ese tiempo, insensatos —deseó decirles el antiguo Sumo Sacerdote, conformándose no obstante con haber informado a Ishmael de que Yu de Auriga no acudiría pronto—. No sabéis lo que os espera.»

La presencia del inframundo era poderosa en Asia. Destruir Jamir no había servido de nada, la Abominación era ahora una fría tormenta que helaba cada palmo de tierra en que un guerrero sagrado hubiese muerto en el pasado, cada montaña en que pudiera hallarse sellada el alma de un gigante. Solo la presencia de Shun de Andrómeda evitaba que el Lamento de Cocito condenase todos los pueblos y ciudades a una nueva edad de hielo, un pequeño aporte para quien aseguró que no formaría parte de esa guerra. Sin embargo, Kanon estaba convencido de que el rumbo tomado por el enemigo era el que deseaba seguir. Para reunir fuerzas, aplastar todos los obstáculos y al final destruir a toda la humanidad. Anunciaron trece días de guerra. Y este era solo el primero.


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#222 Seph_girl

Seph_girl

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Publicado 26 marzo 2021 - 19:38

Capítulo 69. No haré chiste sepsual por el número del episodio... ¿o sí?
 
Vaya, ahí los santos metidos en un Limbo para partir hacia los diferentes puntos de la guerra.
 
Vemos a Kiki interactuar con sus otros discípulos, sus otros 'hijos' que no alcanzo a entender si también tendrán los puntitos "lemurianos" o no XD
Y al fin vemos a OFION DE ARIES, hola, mucho gusto. ¿Qué estaba haciendo en Jamir? ¿Acaso él también sabe cómo reparar mantos? Digo, se esta llevando herramientas por lo que... ¿supongo que sí?
Recuerdo que dijeron que estaba desaparecido y pues yo ahí lo estoy viendo al vago... o esta escena es antes de eso? Confusión.
Vemos que Ofion usa hilos para pelear, recordándome a Walter de Hellsing (pero pues multiplicado por un santo de oro, claro)
Si de por si Kiki odia a Ofion, el forro hizo explotar su casa jaja que mal rollo... ojala las avalanchas que eso haya causado no hayan matado a nadie que anduviera de explorador o aldeas montaña abajo jaja.
 
Qué bárbaro se ha de ver visto Garland mordiéndose los brazos para sangrar O.O
 
Nos enteramos que Kanon perdió 2000 personas en sus portales jaja, qué bien Ex-Sumo sacerdote.
 
Apenas estamos en el primer día de la guerra y no ha habido muertes de personajes con nombres.
 
PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#223 Rexomega

Rexomega

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Publicado 29 marzo 2021 - 11:20

Saludos

 

Seph Girl.

Spoiler
 

 

***

 

Capítulo 70. Frente oriental

 

Los barcos de la Alianza del Pacífico no podían atracar en el continente Mu, así lo declaró Munin desde el navío insignia al observar los escarpados acantilados que se extendían de norte a sur hasta donde alcanzaba la vista. Sin esperar confirmación de parte de Sorrento y Dione, la nereida de perlada armadura, comenzó a ordenar a los suyos que saltaran sin más a tierra. Los que no pudieran superar los cientos de metros de altura de los acantilados, por lo menos debían ser lo bastante rápidos y ágiles como para correr a través de ellos sin que la gravedad hiciera lo suyo. Una prueba de valor.

De los oficiales de Hybris que había en el barco, nueve se apresuraron a acatar las órdenes y uno las ignoró por completo. El caballero negro de Lebreles, semejante en apariencia al predecesor de Mera, Asterión, arrancó un pedazo de roca del acantilado, larga como un hombre, lo aplanó en uno de los lados mientras lo acercaba al borde de la cubierta y saltó hacia la pétrea tabla, todo en tan solo un segundo. A Munin no le dio tiempo de recriminarle, pues con una sonrisa en los labios, el díscolo oficial salió volando, directo al acantilado. Otros como él, o más bien otras, sombras de Mosca, siguieron su estela saltando de barco en barco para finalmente saltar hasta llegar a la altura del caballero negro de Lebreles. Entonces, este y las Moscas Negras descargaron su fuerza mental sobre la roca. Si no contaban con una playa, la crearían sin más.

—¿Un surfista aéreo? ¿Eso es lo mejor que se te ha ocurrido para imitar a Hipólita, Miguel? —Munin de Cuervo Negro era incapaz de creerlo. No era que no estuviesen siendo efectivos, ni que fuera una proeza considerando que había cinco caballeros negros de plata implicados, pero las maneras eran vergonzosas—. Siento que tengáis que ver esto. Gran General. Señora Dione.

La voz de Munin no llegó al líder del ejército marino, por los estridentes ruidos que hacían sus subordinados al atacar y la subsecuente avalancha. Decenas de rocas salían volando, siendo usadas por las Moscas Negras a modo de plataforma para mantenerse en el aire y seguir atacando. Poco tiempo después, ya tenían una playa en la que atracar.

Al menos eso fue lo que el caballero negro de Lebreles afirmó antes de que Munin le ordenara vigilar lo que fuera que creó durante el resto de la guerra.

«La insubordinación es la insubordinación —pensó Munin, mirando con el mismo semblante serio a las sombras de Mosca—. ¿Cómo le habría ido a Makoto si Hybris hubiese contado con un caballero negro de Mosca y no mujeres? Ah, malditos santos de Atenea, tienen una suerte de mil demonios.»

Esperaba recibir un poco de ella ahora, que trabajaría como un aliado de ellos.

 

***

 

Para cuando Ofión de Aries se dignó a recibirlos, Munin estaba respaldado por doce de los mejores oficiales de Hybris, si se descontaba a Cristal, quien sería destinado al frente occidental junto a los caballeros de Ganímedes, y Miguel. Al Gran General, por el contrario, solo lo acompañaba el mago Oribarkon. Dione se había quedado atrás para mantener la seguridad de la flota hasta que estuvieran bien informados de cuanto acontecía en aquel continente surgido de las profundidades del inframundo. Era fundamental, puesto que más allá del punto en el que estaban, la playa que habían creado, todo era niebla. Una bruma densa, difícil de atravesar hasta para percepciones tan desarrolladas como la suya. Solo las elevadas montañas podían distinguirse en esa tierra, la antigua morada del pueblo perdido de Mu.

El guardián del primer templo no dio tanta información como cabría esperar después de tres días de investigación, pero lo peor no era eso, sino que lo poco que decía sonaba a un disparate. Una cosa eran los fantasmas, Munin de Cuervo podía aceptar que Leteo creara fantasmas, así como el Aqueronte levantaba muertos vivientes como soldados, Cocito guerreros helados también llamados espectros y Flegetonte monstruos. El pueblo de Mu era poderoso en mente y en espíritu, de nada serviría a Leteo darles un cuerpo, incluso si era posible. Es más, resultaba más práctico no dárselos. ¿Un ejército de seres inmateriales capaces de hacer daño sin que otros puedan devolver el golpe? ¿Qué rey no desearía algo así? Y si además de luchar podían trabajar el metal como ningún herrero sobre la faz de la tierra podía desde su desaparición, era posible mandarles crear tesoros invaluables, como nuevos mantos sagrados o…

—¿A qué te refieres con máquinas? —preguntó Munin, sin poder creerse lo que acababa de oír—. ¿Te has enfrentado a un robot?

—Les llaman ingenios mecánicos —repitió Ofión, seco.

—Un robot es un robot —insistió Ofión, para luego dar la vuelta—. ¿Oribarkon?

El mago, lejos de prestar atención a lo que se decía, estaba sentado con los pies cruzados con un cofre de lo más extraño. Tenía la imagen en relieve de siete criaturas legendarias, insignias de los generales de Poseidón, y no dejaba a nadie, ni siquiera a Sorrento de Sirena, acercársele. Munin se guardó de dar demasiados pasos hacia el estrafalario telquín, pero siguió mirándole ceñudo hasta que le sacó una explicación.

—Los Mu crearon seres vivos a partir del metal y los llamaron mantos sagrados. ¿Crees que no probaron toda clase de caminos antes de copiar mi trabajo? —Oribarkon carraspeó de repente—. Perdón, quise decir, antes de que contaran con la guía de Atenea. Para nada se inspiraron en las escamas de nuestra gente para crear los mantos sagrados, para nada lo hicieron. Los Mu no hacen nada malo. Nunca.

A Munin no le interesaba demasiado el santo de Aries y sus descabelladas historias. Prefería recibir las explicaciones de Oribarkon, lo que hablaba muy mal de la situación.

—¿Crearon los Mu máquinas vivientes? ¿Vamos a enfrentarnos a un robot gigante como en un cómic ochentero? ¡Dímelo! Quiero saberlo. Por los viejos tiempos.

De la incredulidad pasó al enojo, del enojo a la exigencia y de allí bajó a la humilde curiosidad y una súplica de lo más falsa. Oribarkon sacudió la cabeza.

—¿Cómo quieres que me acuerde? Mi memoria no es lo que era.

—Creía que no perdiste tantos recuerdos y estabas en proceso de recuperarlos.

—Entre la petición del Segundo Hombre y la del santo de Libra no me ha dado tiempo. ¿Por qué no vas tú a ver si hay un robot de esos? Yo no me moveré hasta que sea estrictamente necesario. Tengo una misión muy, muy importante.

Munin estuvo tentado de gritarle, pero entonces cayó en cuenta de que los oficiales que trajo lo miraban, y también Sorrento y Ofión. Estaba actuando como un capitán de pacotilla cuando el Viejo le había dado plena autoridad en ese frente. Él tenía que organizar la estrategia a seguir en el continente junto a Sorrento y el santo de Atenea. Debería estar tomando decisiones con ellos en lugar de pensar en idioteces. 

 

Así, los tres dirigentes de la Alianza del Pacífico hablaron largo y tendido de la situación, interrumpidos de vez en vez por sucesos a cada cual más inesperado. Una estela dorada barriendo el cielo, una Abominación de Leteo repeliendo el primero de varios intentos por parte del santo de Tauro, Damon arrastrando aquella Abominación brillante como un sol hasta situarla allí donde deseaba, más intentos de lucha infructuosos de parte del guardián del segundo templo zodiacal y la repentina aparición de una bellísima sirena y el santo de Tigre, quienes resultaron no ser tales, sino la capitana de los guerreros azules y un Lord del Reino. Katyusha se molestó en explicar la particularidad de su armadura, pero no así Baldr, quien reaccionó con una mueca despreciativa a la curiosidad de Munin por saber a qué reino se refería.

Entonces, de forma brusca, Ofión mencionó que debía irse y desapareció antes de que nadie pudiera opinar nada al respecto. También lo hizo Sorrento, entre murmullos sobre lo inquieto que estaba el mar y otros comentarios de mal agüero.

—Bueno, queda suspendida la reunión estratégica hasta nuevo aviso —se decidió a decir Munin antes de empezar a dar instrucciones a sus subordinados—. Dorer, ocúpate de levantar el campamento, serás su guardián  y máxima autoridad; solo me respondes a mí. Eren, reúne a todos los sabuesos de Hybris, excepto Miguel, él ya tiene una tarea pendiente. Sham, tú y tu escuadrón de arqueros respaldaréis a Eren en una misión de reconocimiento. El resto podéis volver a vuestros navíos y esperar nuevas órdenes. ¿Lo habéis entendido? —Los caballeros negros de Cerbero, Orión y Flecha dieron una respuesta afirmativa muy sonora, los demás solo un cabeceo—. ¡Pues adelante!

Todos obedecieron con igual decisión, incluso si algunos estaban decepcionados por venir ahí para nada. Munin no tenía intención de sacarlos de su error solo para decirles que veía peligro en aliados. Lo cierto es que hasta él se sentía ridículo. ¿De qué servirían esos patanes si el Gran General Sorrento se hubiese decidido a partirle la cabeza? ¿Y Ofión, con ese manto reluciente a pesar de los días vagando entre la niebla y las noches durmiendo al raso? Desde luego, Munin de Cuervo Negro era un líder lamentable a pesar de ser uno de los seis jefes de Hybris, pero de todas formas, era todo lo que tenía esa gente en el Pacífico y no estaba mal ejercer la autoridad de vez en vez.

—Oye, satánico, te estoy hablando —insistió por tercera vez Katyusha.

—¿A quién llamas satánico? —dijo Munin, airado. Junto a la capitana de los guerreros azules, Baldr esbozó una fugaz sonrisa burlona—. ¡Soy un caballero negro!

—Bueno, no estoy muy segura de a quién adoran los caballeros negros…

—¡A Atenea, por supuesto! La servimos. A nuestra manera.

—Como sea —dijo Katyusha, restándole importancia con un gesto—. Te estaba diciendo que cuando un capitán da una orden a sus soldados, debe preguntarles si se ha explicado bien, no si lo han entendido, porque la responsabilidad de ser claro es tuya.

—Tú eres capitana, yo soy más que eso —aseguró Munin, quien no obstante se atragantó al continuar, cohibido por la manera en la que la guerrera azul lo miraba. Pudo recuperar el control dando un salto atrás y apuntándolos a ambos con el dedo—: ¡Soy Munin de Cuervo Negro, uno de los seis líderes de Hybris y comandante en jefe de la Flota Negra del Pacífico! ¡Recordadlo bien!

En ese momento Eren regresaba acompañado de caballeros negros de Lebreles, Can Mayor, Can Menor, Lobo, Zorro y León Menor, dando fuerza a sus pretensiones. Con medio segundo de retraso se unió el escuadrón Robin Hood, nombre que Munin jamás diría en voz alta pero que a Sham de Flecha Negra le pareció estupendo para referirse a sus hombres por la labor que llevaban a cabo. Eran un total de diez tiradores excelentes, nueve asemejados a Emil y otro al anterior santo de Flecha, como fuera que se llamase. Sham llegó a ser caballero negro antes del Cisma Negro. Un veterano.

«Y un debilucho —guardó Munin para sí—. Será mejor que les acompañe.»

Debió ser muy evidente su intención, porque no estaba terminando de abrir la boca cuando Katyusha le puso la mano en el hombro.

—Si dices que eres el comandante del ejército, no puedes ir a luchar a territorio desconocido. Espera a que tus capitanes te informen.

La joven siberiana veía a Eren y Sham. Ninguno comentó nada.

—Tú tienes tu manera de hacer las cosas y yo las mías —gruñó Munin, apartándose. Sin mirar a los hombres reunidos por Eren y Sham, dio la orden esperada—: ¡Esta es una misión de reconocimiento! ¡Si veis al enemigo no entabléis combate a no ser que sea para proteger vuestras miserables vidas!

—Podemos echaros una mano —gritó Katyusha. Todos los caballeros negros corrían hacia la niebla, excepto Munin. Él estaba invocando un eidolon tan blanco como la nieve siberiana—. A eso he venido.

—Como quieras, mujer —dijo Munin a la vez que el cuervo de cosmos graznaba y echaba a volar—. Cuatro brazos siempre vienen bien a… —Dándose cuenta de que no había contado a los hombres reunidos para esa misión, Munin soltó una maldición.

—Bueno, no sé si mi compañero tendrá lo que hay que tener para la lucha —comentó, burlona, Katyusha a la vez que Baldr hacía una mueca.

Munin ni se dio por enterado del intercambio de miradas, lo cierto es que incluso olvidó el ofrecimiento de la capitana de los guerreros azules al seguir la estela de su pequeño ejército. Lo último que se oyó del caballero negro de Cuervo en ese lugar fue apenas un murmullo, oído no obstante con claridad por el fino oído de Katyusha:

—Si al menos se pusiera una máscara. Atenea es sabia.

 

***

 

Katyusha no pudo menos que reír a carcajadas por el comentario, asustando sin pretenderlo a Dorer de Cerbero Negro y quienes le ayudaban a montar un campamento en la playa menos natural que había visto en toda su vida. ¡Ponerse una máscara! Era bueno que en la guerra hubiera tiempo para hacer chistes, pero eso era demasiado.

Demasiado para ella, no para el serio y molesto Baldr.

—El líder que va de cabeza a lo desconocido no es valiente, sino idiota.

—Se me da bien proteger la vida de los idiotas —comentó Katyusha con una sonrisa llena de confianza—. ¿Me acompañas o prefieres montar tiendas de campaña con Doritos? —preguntó con aquel tono burlesco tan suyo.

En un gesto inesperado, Baldr se le puso en frente y la agarró del cuello, alzándola hasta diez centímetros por encima del suelo. Era un hombre bastante alto, según pudo comprobar ahora. Y fuerte. No le sería fácil liberarse ahora que lo había provocado.

—Dudar del valor de un hombre del Reino, incluso si este es un simple comerciante que sobrevive merced de caprichosas tormentas y bandidos sin ley, justificaría que ese hombre te mate así lo haga mientras duermes plácidamente.

—Tuviste tu oportunidad de mostrar tu valor.

—¿En vuestro torneo amistoso? —preguntó Baldr, empleando un tono sarcástico—. Si el nuevo Señor del Invierno y lord Folkell respaldados por toda la guardia real y los berserkers hubiesen participado como un solo grupo, me habría planteado unirme.

—¿Te ves a la altura de mi tío, es decir, del rey Alexer? —preguntó Katyusha, atónita.

—Me considero muy fuerte.

—¡Cuánta humildad!

—¿En tu tierra las mujeres aman a los hombres humildes?

—No aman a los presumidos, desde luego.

Aquel último comentario hizo sonreír a ambos, pero solo Katyusha lo mantuvo a partir del momento en que silbó. Entonces, todo el cuerpo de la guerrera azul brilló como el sol y Baldr apartó la mano que la sujetaba por acto reflejo. Katyusha cayó al suelo con elegancia y empezó a acariciarse el cuello sin prestar atención a la burbuja de agua que cubría la cabeza entera de Baldr, negándole cualquier soplo de aire.

—Ni siquiera tengo marcas, ¡qué hombre tan blando! ¡Céntrate en tu trabajo, Doritos! —exclamó mirando al curioso caballero de Cerbero Negro, un momento de distracción que bastó para que todo cambiara al devolver su atención a Baldr. El rostro del sujeto permanecía imperturbable en el agua y la mano que acercaba a la burbuja para hacerla desaparecer, la misma que acababa de hacer contacto por un segundo con dieciocho mil grados centígrados, ni siquiera estaba negra—. El fuego no te quema y no necesitas respirar. Sí que eres fuerte. Serías un rival digno para un Señor del Invierno.

La mano de Baldr se llenó de una energía del color de la sangre, reduciendo a una nube de vapor su Prisión Marina. No lucía enfadado, al contrario.

—Te habría podido arrancar la cabeza en el tiempo que tardaste en dar ese silbido, pero florituras aparte, luchar contigo habría sido divertido.

—Opino lo mismo.

—Quien te venciera en ese torneo, tendría tu mano.

—En eso no estoy de acuerdo.

—Tú misma lo dijiste. La noche anterior.

—¿Lo dije? —Extrañada por la insistencia de Baldr en aquel disparate, trató de hacer memoria, hasta que rememoró cierta conversación con Nadia cuando acababa de levantarse—. Estaba borracha, hombre, digo muchas tonterías cuando tomo. A la chiquilla de pelo azul que iba con mi hermano hará dos años le grité que mi padre era Zeus antes de darle una tunda. Y mi padre era lampiño, como un bebé.

—¿Bebiste hasta el punto de emborracharte antes de luchar? —repitió Baldr. Tal vez sorprendido, tal vez admirado. Era difícil decirlo.

—Si dije eso, ya lo creo que sí. ¿Habrías luchado si no lo hubieses oído?

—Deseaba luchar porque lo había oído, por eso salí de la ciudad durante el torneo.

Una vez más, Katyusha dejó escapar una risa. La curiosidad por ver un continente nuevo y el deseo de ayudar a un aliado insensato eran apenas susurros en su cabeza.

—Creía que lord Folkell era tu amigo. ¿Le arrebatarías a su prometida?

—¿Me ves como un hombre capaz de hacerlo? ¿De tomar de su propio hermano sus tierras, sus ejércitos, su castillo y hasta su nombre y el amor de sus padres?

—Ya que has sido tan específico… —Katyusha solo tardó medio segundo en asentir, muy segura—. Excepto en lo de amor, no tienes cara de hablar de esas cosas.

—Me tienes bien calado —aceptó Baldr con una maliciosa sonrisa.

—¿De verdad hiciste todo eso?

—Así lo ven en el Reino. Mi hermano, el heredero legítimo, murió y yo ocupé su posición. Desde entonces consideran que cualquier maldad de la que un hombre es capaz yo podría emplearla contra ellos.

—¡Qué terrible amigo serías!

—Qué terrible amigo soy —corrigió Baldr con especial énfasis—. A pesar de ello, Folkell confía en mí y trata de inculcarme los valores que debo tener, como molestarme porque una mujer insinúe mi cobardía, luchar con honor y toda esa sarta de sandeces de los buenos hombres. No sabe que en el Reino solo él lo es.

Katyusha planeó hacerle una broma de mal gusto, para ver hasta qué punto podía provocarlo, cuando  un grito desgarrador se oyó desde las profundidades de la niebla.

—Tus idiotas —murmuró Baldr—. ¿No vas a defenderlos?

—Primero tenía que ver qué clase de hombre eras —repuso Katyusha.

Baldr sonrió.

—Piensas que puedes confiar en el amigo de tu prometido, ¿eh?

Katyusha correspondió su sonrisa y extendió la mano hasta el peto níveo de aquel Lord del Reino. El dedo extendido, terminado en una uña alargada para desgarrar la carne, pretendía tocar el oscuro corazón que había detrás. Tal vez para parar sus latidos.

—En mi vida, he luchado para dictadores y libertadores, para los que defendían a capa y espada el lado derecho, central e izquierdo de la política, para jefes de la policía y capos de la mafia. No hago distinciones, siempre que paguen bien, no sean un peligro para nuestra gente y no traten de engañarme, así que puedo diferenciar a un héroe trágico de un villano vil, capaz de arrancarle el corazón a la única persona que confía en él si con eso obtuviera algún beneficio. Ahora sé qué clase de hombre me cuidará las espaldas.

—Y yo sé qué clase de fuego quemará mis manos si me acerco demasiado —completó Baldr—. Estás loca, mujer. La vida de Folkell será turbulenta.

—Y triste, si para protegerlo tengo que matar a su querido amigo mientras duerme —lanzó Katyusha con una última sonrisa.

Esa también la compartieron ambos antes de lanzarse a lo desconocido como otro par de idiotas. La siberiana entre espirales de agua y fuego, al estilo de Merak, y el Lord del Reino rodeado de un aura carmesí, impropia de la armadura que vestía.

 

Dorer de Cerbero Negro los vio marchar sin saber bien quién mandaba ahora. Miró a Oribarkon mientras sus hombres trabajaban en el campamento, demasiado débiles como para tener que tomar decisiones. Claro que él no podía recriminarles nada.

—Señor, usted formaba parte de Hybris y ahora trabaja para los marinos. Tiene que saber lo que debemos hacer, ¿no? Díganoslo.

Pero el telquín no le hizo ningún caso. Se limitó a balancearse sobre el cofre al que Dorer se cuidaba bien de tocar siquiera con aliento, mirando siempre hacia arriba.
La Abominación de Leteo se parecía cada vez más al sol de ese continente.

 

***

 

Damon, Rey de la Magia, era consciente de que uno de los Nueve de Rodas lo observaba. El Jefe de Herrero de Atlantis, el único de los telquines que vivió a través de los milenios para servirle una vez más en la actualidad. Sin saberlo, claro.

Las oscuras aguas de Leteo burbujeaban recuerdos que volvían a la mente del siempre fiel Oribarkon. Este estaba extrayendo del mundo cuanto había dado al dios del olvido. Por suerte, ahora las puertas del infierno estaban abiertas. Incluso si no quedara nada de lo arrebatado a Oribarkon el pasado año, la conexión entre el más poderoso de los ríos del inframundo y la Tierra bastaría para mantener en pie a la Abominación y su proyecto. Así que no se preocupaba en matar a ese pequeño, a su hermano menor. No hacía falta y él nunca se había caracterizado por ser cruel sin tener un motivo.

—Todavía no es suficiente. Le desesperación no ha llegado al corazón de los santos. Sin desesperación no hay esperanza y sin ella mi deseo no se verá cumplido.

Damon no se dirigía a la Abominación sin voz ni consciencia, por mucho que dirigiera la mirada a esta. Mucho menos esperaba ser escuchado por el dios que olvidaba por igual plegarias y ofensas. Sus palabras, expresadas a modo de disculpa, pretendían llegar a los oídos de quienes ni tan siquiera tenían un cuerpo, como él. Pronto oyó una respuesta en el murmullo del viento que surgió desde la esfera de agua oscura, preludio de la aparición de siete espíritus sin labios para pronunciar palabra alguna. No tenían nada, aun si en el pasado lo tuvieron todo, aun si en un primer momento, al regresar las almas de los magos al mundo, lucieron la piel azul y los ojos ambarinos que los caracterizaba como telquines. La ilusión de la carne, pues eso era, una ilusión, duró un instante y enseguida fueron cuerpos de aire cubiertos por mantas viejas y dignas, asiendo con manos hechas de puro poder báculos más antiguos que el hombre. Siete hijas de la Tierra debieron sacrificarse para que los hermanos de Damon pudieran deambular por el planeta una vez más. Y él no sentía arrepentimiento por ello.

—Todavía no es suficiente, hermanos míos. Mi sueño no se ha cumplido y vuestra pesadilla ha de seguir un tiempo más. Solo un poco más.

Siete telquines volaron alrededor de su hermano mayor y rey.

—Id. Id y guiad al Lamento de Cocito hacia la prisión de sus señores. Id y despertad las almas de los hijos de la Tierra. Id y derribad la torre sellada por la hija de Zeus.

Uno tras otro, los telquines marcharon con tales órdenes, y Damon, compasivo señor de aquellos, los siguió en tal viaje, otorgándoles parte del poder por el que había regresado al mundo de los vivos como un Campeón del Hades.

 

***

 

Ningún caso hicieron los diligentes magos de cuanto vieron en el continente Mu. Ignoraron a los viejos habitantes y sus obras, aun si estos serían los primeros en entregar sus deseos al nuevo sol. Sobrevolaron a los caballeros de negra armadura, a la falsa sirena y un guerrero desconocido por todos sin sentir el menor asomo de curiosidad por estos. El heredero de Belias los miró cerca del mar con ojos implacables, llevaba ya tiempo de nuevo pisando esa tierra, tras una misión que tenía en el Asia, pero eso no tenía importancia. Tampoco importaban los temores de los marinos, pegados a sus barcos en espera de un ataque que no terminaba de llegar. Sin embargo, cuando el Gran General los vio sacó la flauta e hizo caer a uno de ellos a las profundidades del océano.

El caído permaneció oculto, sintiendo el alma de un gigante, el resto prosiguió su viaje a través del océano hasta llegar a los cielos asiáticos, donde buscaron el Lamento de Cocito en cada soplo de viento y lo unieron en una única corriente de aire. Miles de almas arrastraron de esa forma lejos, muy lejos, llenando la tierra y el firmamento con las lamentaciones de quienes antaño lucharon por un dios y murieron en tierra de nadie, sin ser enterrados ni incinerados. Los muertos de Jamir fueron los últimos en unirse, a pesar del inútil esfuerzo del heredero de Belias, y entonces los seis magos sintieron la portentosa presencia que desde el monte Lu les impedía seguir causando estragos en el mundo de los hombres. Uno de ellos fue en busca de aquel estorbo y jamás regresó.

En lo que cuatro telquines cruzaban los mil kilómetros que los distanciaban de la torre que habían de derribar, un quinto se desvió hacia algún punto en el océano. No era el más sensato del grupo, desde luego, y era mucho el tiempo que había pasado sin distraerse, no se le podía pedir más. Pequeño y escurridizo, acabó en un gran navío humano revestido con el negro metal de la antigüedad. Soldados de extrañas armaduras apuntaron hacia él cañones desde los que le lanzaban inofensivos y lentos proyectiles entre haces de energía a muy altas temperaturas, demasiado lineales para darle siquiera por accidente. Él los esquivaba con gracia, yendo a otras naves más extrañas, de las que no surcaban el océano, sino el cielo. Cazas Pegasus, según dijo el jefe de aquellos soldados, al mago le pareció tan curioso el nombre que decidió robarlos. Lo hizo con rapidez, apareciendo al lado de cada Pegasus, reduciéndolo al tamaño de un átomo y dejando que entrara en su cuerpo de aire, perdiéndose entre un par de moléculas. Uno tras otro, los cazas se iban esfumando y los humanos se volvían más y más violentos, hasta que llegó el penúltimo y le explotó en la cara, de repente.

—No piensas volar el Egeón, ¿verdad, Azrael?

—Tienes unas expectativas muy extrañas de mí, Leda.

—Yo no lo llamaría expectativas, sino certezas.

—¿Qué es cierto en esta vida?

La pregunta, incluso si no fue procesada por el pequeño mago, no podía ser más adecuada. Los soldados estaban vitoreando ante la acción de su comandante, en cuya mano estaba el interruptor que había usado para hacer estallar su pertenencia antes de verla robada, pero aquella acción fue del todo inútil. El ladrón, nada más que aire, magia y un bastón que un día fue parte de una ninfa dichosa, no presentaba más daños que manchas sobre la madera y la tela. La explosión fue lo bastante potente como para dejar el caza hecho pedazos, pero la ciencia humana no era nada frente a los telquines.

Y sin embargo, el menos sensato de los Nueve de Rodas miró al hombre del interruptor a la cara y acabó asintiendo, tanto como podía. Ya se había divertido suficiente, decidió, por lo que se fue de la nave volando con muchos tesoros, entre los que se encontraban los airados gritos de un batallón humano muy, muy molesto con él.

Los cuatro restantes llegaron a ver la torre y a percibir el aura de la muerte. No les gustaba, no les gustaba el inframundo y no les gustaban las partes del planeta tan muertas como esa prisión a la que por milenios estuvieron condenados. Pero avanzaron, entre otros muchos soldados iguales a los que su despistado hermano encontró en una nave lejana. Hicieron volar tiendas de campaña, tumbaron la comida y hasta llevaron a la muerte a más de uno, no porque pretendieran hacerlo, sino porque estaban en su camino. Uno de los magos del grupo, quizá el más perverso de todos ellos, acarició la tierra y llamó así al Aqueronte para que entrara de una vez a Naraka y echara una mano. La frontera de Naraka se tiñó así de amarillo allá donde los hombres de extrañas armas maldecían a magos y fantasmas, aplastando la calma que tuvieron por demasiado tiempo. Se oyeron disparos, se desenvainaron espadas y se arrojaron lanzas, sin que a los telquines les importara en lo más mínimo. Ni siquiera el cuarto miró atrás.

Cuando la torre parecía estar a un tiro de piedra, una flecha negra atravesó al responsable de despertar a Aqueronte. Los otros tres giraron hacia su hermano, pero para entonces este ya estaba cubierto por rayos negros y caía a la tierra sin remedio. Los tres no miraron cómo haces de luz ardiente terminaban de arrasar con el caído, sino que antes, imploraron la ayuda de Damon y el rey se las ofreció como pago a su valor. Así pudo llegar el trío hasta la torre y bloquear nuevos intentos del caballero negro de letal arco y el caballero blanco portador del fulgor solar. Un tercer integrante del grupo que protegía la cima de la torre se les escapó, un ser sin rostro que creían recordar.

No le dieron la mayor importancia, pues llegaron a la torre que habían de derribar.

 

***

 

Hugin de Cuervo, Emil de Flecha y Makoto de Mosca formaron un grupo de avanzadilla por orden del comandante en jefe de la Alianza de la Torre, como era llamado el ejército en el frente sur. El objetivo era el enemigo abatido, al que por supuesto el santo de Flecha logró ver primero que nadie, si bien fue Makoto quien llegó hasta sus restos solo para ver cómo un cuervo negro picoteaba su bastón hecho añicos.

—El poder de esos dos da miedo —dijo Emil—. ¡Con lo que nos costó a nosotros ganarle a un mago y él va y lo destroza a kilómetros de distancia!

—Será que tu poder da pena —comentó Hugin, concordando pese a todo con el arquero, incluso si no lo hacía de palabra. Él estuvo en Bluegrad, sabía lo peligroso que era un telquín si se le daba tiempo—. ¡Diablos, se mueve!

Makoto reaccionó rápido, o al menos creyó hacerlo cuando golpeó lo que quedaba del bastón hasta desintegrar cada astilla, pero ya era tarde.

—Lo viejo será olvidado, lo nuevo será recordado —anunció Damon desde su asiento en el firmamento de Mu, una voz que todos atribuyeron al mago caído.

Del mismo modo que despertó lejos al río del dolor, ahora hizo lo mismo, sacrificando para ello el lazo que lo mantenía en el mundo. Parte de la madera voló por el aire y se unió a la corriente más fría que el más frío de los inviernos, liberando un eco de lamentos tan terrible como desagradable era el hedor que venía desde lejos, donde la Guardia de Acero trataba de contraatacar a quien sabía cuántos soldados del Aqueronte. Los santos de plata no pudieron hacer más que retroceder cuando guerreros de hielo, espectros del Cocito, aparecían a cientos delante de ellos. A miles. En un abrir y cerrar de ojos, había ocho millares de seres vestidos con armaduras del color del hielo y con una piel que se cuarteaba con cada gesto que hacían.

—Debemos avisar, ¿no? —murmuró Emil, tartamudeando.

—Podemos avisar de más cosas —decidió Hugin. El cuervo volvía a su hombro, con un trozo de la tela del mago en el pico—. Son como los guerreros de terracota viniendo de China. Un ejército así necesita un emperador, ¿no?

Makoto hizo un gesto de asentimiento a la vez que Emil se estremecía. Quería marcharse y repensar la estrategia. No ayudaba nada que la Torre de Espectros tuviera en la cima una tempestad de rayos negros, fuego y hechizos lanzados por los tres magos más poderosos del mundo. El enemigo, acaso correspondiendo al temor del santo de Flecha, dio un paso al frente. Todos y cada uno de los espectros avanzaron y un poco de aire gélido surgió de la piel de todos para arremolinarse entre el ejército y los santos de plata. El aire se convirtió en hielo y el hielo tomó la forma de una vistosa armadura cubriendo a un ser invisible, como si el frío en sí mismo fuera la piel, los músculos y los huesos del emperador al que Hugin esperaba. La sombra del rey Bolverk.

La Abominación alzó una mano hecha de remolinos y estalactitas, conjurando un espadón de tres metros de altura, la mitad de su tamaño.

—Retirada… ¡Retirada! —gritó Makoto, demasiado tarde.

Sobre el santo de Mosca, quien se interpuso entre la Abominación y sus compañeros, estaba por caer aquella arma asesina de santos. Makoto no llegaba a procesarlo del todo, pero se negaba a huir mientras otros morían tras su espalda. Por eso no dio un paso atrás. Por eso alzaba sus puños hacia un enemigo peor que el que nunca había enfrentado. Por eso se encomendó a Atenea, diosa de la guerra justa.

Un instante después, Emil le agarraba de un brazo y lo arrastraba a donde se sentían los cosmos de Ishmael, Noesis y otros. Makoto se dejó mecer, demasiado azorado.

Adremmelech había venido de ninguna parte y recibido el corte. Desde el hombro hasta la cintura, todo el cuerpo del Caballero sin Rostro estaba partido en dos y se cristalizaba, sin que el antiguo santo de Capricornio siquiera gritara de dolor.

De hecho, ni siquiera miraba a su enemigo, sino a ellos. Los había salvado.

—Sigues siendo un santo, ¿eh? —dijo Makoto, antes de gritar—: ¡Gracias!

Entretanto, la Torre de los Espectros temblaba por un portentoso golpe invisible, dando inicio a la guerra entre la vida y la muerte en Naraka.


Editado por Rexomega, 29 marzo 2021 - 11:22 .

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Rexomega

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Publicado 05 abril 2021 - 05:34

Saludos

 

Capítulo 71. De héroes y monstruos

 

Antes de que los hermanos de Damon asaltaran la Torre de los Espectros, antes de que la invasión al continente Mu diera comienzo y de que la legión de Aqueronte se levantara en el territorio del rey Alexer, al mismo tiempo que los primeros combates iniciaron en cierto rincón de Alemania, miles de guardias cantaban la segura victoria que esperaba. Pudieron hacerlo en cuanto Triela y los Arqueros Ciegos, acaso comprendiendo el temor que causaban en el resto de la gente, se les adelantaron al portal situado más allá de Rodorio, y solo los guerreros de máscara taurina al servicio de Yu de Auriga permanecieron en su habitual silencio.

Y es que todos, desde los santos de Centauro, Lagarto y Auriga hasta Tiresias y los únicos soldados no inscritos en la Guardia de Acero, depositaban su confianza en la Suma Sacerdotisa. Atrás dejaban el Santuario en las buenas manos de esta, y por si eso fuera poco, también el legendario Seiya rondaba por ahí. ¿Qué más podían pedir para la protección de sus seres queridos, allá en Rodorio? 

—Todavía estás a tiempo de unirte a mí, Yu —propuso el santo de Lagarto, insinuante—. Nos faltarán hombres, puesto que los caballeros negros no se nos unirán. Ocupar un continente entero requiere de todo su poder militar.

—¿Y quién los necesita? —exclamó el santo de Auriga—. Si eres un auténtico santo de plata, Margaret, valdrás por mil de esos caballeros negros. A mí me necesitan en Heinstein. ¡Tal vez quede uno de esos Campeones del Hades para mí! 

—No me gusta —intervino Centauro—. ¿Y si pretenden desviar el grupo que tenía que ayudaros en Naraka para seguir con su cacería? En esta guerra no podemos vigilarlos.

La propuesta de Joseph fue engullida por la risotada de Yu y un cabeceo de Margaret. Joseph tardó un poco en entenderlo hasta que miró en derredor, a los guardias más cercanos. Varios pegaban la oreja sin demasiado disimulo, por lo que les dedicó una mirada desaprobadora mientras él mismo se recriminaba en silencio sus propias faltas. La alianza entre ejércitos era fundamental para mantener la seguridad de todo el planeta, pero se trataba de los santos de Atenea, los guerreros azules, los caballeros negros y los marinos de Poseidón, cuatro órdenes que no nacieron para cooperar, la mayoría eran de hecho antagónicas. Si un oficial de rango como Joseph de Centauro exponía dudas sin fundamento, quien lo oyera podría dejar de creer en la alianza y todo se vendría abajo.  

Por suerte, no hubo demasiado tiempo para que la gente empezara a hablar. En un par de minutos estaban frente al portal que habrían de atravesar. Lo custodiaban Helena y sus amazonas. Triela y los Arqueros Ciegos lo habían atravesado hacía poco. Llegó entonces el momento de separarse, aunque algunos sugirieron dividirse una vez atravesado el portal cuando Tiresias les informó que había escogido en qué frente lucharía. Por supuesto, las palabras de Margaret habían llegado a sus oídos y le habían convencido de dónde haría más falta, cuestión que al tiempo había hecho dudar a los que ya habían escogido luchar bajo las órdenes de Joseph en Bluegrad. Los más jóvenes querían luchar por primera vez junto al capitán de la guardia, y clamaban con tal fuerza esa pretensión, a la que poco a poco se fueron sumando las voces de los veteranos.

—Agradezco vuestro apoyo, amigos míos —exclamó Tiresias, henchido de dicha—. También es mi deseo luchar al lado de cada uno de vosotros, pero temo decir que tengo uno mayor: ¡El de devolver a los enemigos de la diosa a las inmundas tierras del Hades!

Palabras sencillas para hombres sencillos. Tres veces gritaron los hombres el mantra de la guardia: «¡Santos de hierro!» Y luego, el ejército terminó de dividirse en tres columnas: los Toros de Rodorio y las amazonas bajo el mando de Yu de Auriga, con Helena como lugarteniente; mil doscientos guardias, entre guardianes y vigías, bajo el mando de Margaret de Lagarto, con Tiresias como lugarteniente, y los ochocientos restantes, también subordinados de Faetón y Tiresias, siguiendo a Joseph de Centauro, cuya intachable fama hacía innecesaria la existencia de un segundo que lo conectase con la guardia. Todos apreciaban a aquel miembro de la división Pegaso y lo seguirían gustosos a la batalla, incluso si algunos todavía miraban de reojo al batallón Lacerta.

—¿Estás segura de aceptar las órdenes de un hombre? —preguntó Yu a Helena.

—Estoy segura de que serán órdenes sensatas —fue la sencilla respuesta de la líder amazona—. No os hagáis una idea equivocada de nuestra gente.

El capitán del batallón Auriga asintió con una gran sonrisa. Para todo el que lo viera, era claro que consideraba estar llevándose consigo a los mejores.

—Adelante, amigos —gritó Joseph a sus hombres, decidido a levantarles el ánimo—. ¡Por la humanidad! ¡Por el mañana!

Todo el batallón Centauro repitió a coro las palabras de su capitán. Sí, aquel era un momento para mirar al futuro, a la inminente guerra, y todos aquellos soldados lo hicieron con el mismo orgullo que mostraron a las gentes de Rodorio. No mirarían atrás, pues habían decidido que iban a regresar a casa, victoriosos.

Solo uno actuó de otra forma. El último soldado del batallón dio la vuelta, deseoso de ver su tierra una vez más. Si no podía distinguir la aldea, al menos podría ver el Santuario. Alzó la mano para despedirse y parpadeó.

Al abrir los ojos, un hombre inmenso estaba delante, tocándole el peto con una amplia mano. Ni siquiera pudo gritar antes de desaparecer junto a otros miles de hombres.

 

***

 

Una vez terminó el trabajo, Terra se ajustó las gafas, solo en medio de la nada. Los guardias habían desaparecido y también las amazonas, devorados por el portal dimensional andante que era él mismo, Aquel que pudo haber sido rey. Todavía le asustaba el hecho de que uno de los guardias lo había visto, eso lo puso muy nervioso y por poco dejó escapar a los santos de plata. El más notable entre estos últimos, un joven moreno de cabello corto y rizado envuelto por el manto de Centauro, lo habría hecho si su buen corazón no le hubiese impelido proteger a sus compañeros. A eso debía dar las gracias Terra, Campeón del Hades y consejero del rey Bolverk, a la bondad del enemigo. Por ella, los nervios no impidieron que los tres santos de plata acabaran en el mismo pliegue en el espacio-tiempo que el resto, solo que separados por algunos kilómetros. Por ella, podía conservar la cabeza un día más.

Terra miró el portal que tenía enfrente. No tenía la apariencia de un hombre, tampoco era una piedra, sino un gran arco de energía asemejando el marco de una puerta en medio de la nada. El interior era un reflejo del pasaje al que uno accedería si avanzaba bajo el arco, cosa que él no tenía la menor intención de hacer, ni siquiera para descubrir si las palabras de su empleador eran ciertas. Según decía aquel siniestro personaje, el paso de todos los hombres a través de su cuerpo sería percibido por el santo de Géminis como si hubiesen atravesado el portal correcto mientras estuviera cercad e él, si es que siquiera se molestaba en corroborarlo, pero también le aseguró que sería invisible a los ojos de todos y a pesar de ello un guardia lo vio. Terra pasó un buen rato cavilando sobre el asunto ahí de pie, sin moverse, hasta llegar a un acuerdo consigo mismo: fue planeado; su empleador quería que lo vieran en ese momento, lo que no tenía por qué significar que quisiera verlo atrapado por el Santuario. De momento no, por lo menos, tenía que llegar a la cima del Santuario primero con toda esa carga encima.

«Dos mil guardias, incluido el más capaz de los hombres desprovistos de manto sagrado, Tiresias; entre cien y trescientas amazonas, incluyendo a la mejor de estas enmascaradas que jamás recibirían el título de santo femenino; tres santos de plata; los cincuenta Toros de Rodorio… —dejó de enumerar en ese momento, cayendo en la cuenta de que esos hombres se habían resistido a su Rapto. ¿Por la cercanía al santo de tez morena? No, las amazonas también estaban cerca de estos. ¿Era porque los de yelmo  taurino aguardaron mientras que las enmascaradas llegaron a pensar en atacarle? ¡Dioses, no! Eso significaría que todo el mundo llegó a verlo, no tenía sentido. La única respuesta posible era la que ya conocía, que todo estaba planeado al milímetro por su empleador, el último miembro de la carga—. Caronte de Plutón. Astra Planeta.»

Solo pensar en él le provocó un escalofrío, no porque lo conociera, sino porque la mera presencia de aquel sujeto dentro de sí le impelía a salir corriendo como un niño asustado. Era extraño. Desde el día en que su hermano decidió por ambos quién iba a gobernar, Terra descubrió una conexión hacia el universo interior del que hablaban los santos de Atenea. Muchos siglos atrás, incluso milenios, descubrió que existía un lugar así, un mundo al que debía referirse como el Reino que pudo ser y que sin embargo terminó llamando Reino Fantasma, porque eso era. Una posibilidad sin concretar, un pliegue en el espacio-tiempo al que los hombres llamaban realidad, uno entre tantos. Resultaba apropiado pensar en él como el fantasma del mundo sobre el que caminaba, y más todavía lo parecía ante la incapacidad de la gente para sentirlo, de modo que Terra podía extraer energía del Reino Fantasma sin que los sentidos de cierta gente problemática percibieran el despertar de un cosmos. En los pocos casos en los que pasar desapercibido no era una opción, ya fuera cuando luchaba junto a su  hermano contra cierto santo de plata legendario, ya al servicio del revivido príncipe Alexer, del rey Bolverk y de Caronte, el Reino Fantasma le era todavía más útil: cualquier ataque que recibía pasaba a través de él sin causarle ningún daño y ninguna lesión. Un portal dimensional andante, eso era Terra. Nadie podía matarlo. Nadie salvo su hermano, muerto hacía dos milenios y siete siglos. Lo hizo invocando el poder de su padre.

«Marte. Astra Planeta —recordó Terra en ese momento, guardando para sí una maldición—. Ese Caronte de Plutón puede matarme de adentro hacia afuera. Lo noto.»

No invocó tan lúgubre pensamiento al azar, sino para convencerse de que tenía que seguir caminando. Se sentía de verdad ridículo allí de pie, en medio de la nada. Incluso si no tuviera una misión pendiente, incluso si su condición de ser invisible por la voluntad de su perverso empleador fuera una mentira, seguiría avergonzándose de su comportamiento. ¡Estaba vivo! Murió a manos de su hermano, bajo el poder de su padre, tal y como debía ocurrir. Pasó una eternidad en el inframundo y después tuvo la oportunidad de resucitar como un Campeón del Hades. La vida era una sola para la mayoría. Él tenía una segunda oportunidad y debía aprovecharla.

Tuvo que contarse aquello durante una larga hora para dar el primer paso hacia Rodorio. Ni el santo de Géminis ni nadie más se percató de su presencia, incluso si ya debían notar la ausencia de una parte del ejército, por pequeña que fuese.

«¿Qué te traes entre manos, Caronte? —se preguntaba Terra mientras caminaba, alejándose más y más del portal creado por el santo de Géminis—. ¿Cómo ayuda este juego macabro a los intereses del rey Bolverk? Si tienes tanto poder, ¿por qué no…?»

No terminó la pregunta. En el mundo había seres a los que solo un loco cuestionaría.

 

***

 

—¿Por qué no vamos? —preguntó una vez más Joseph de Centauro.

Encontró la misma respuesta: silencio. Margaret, infinita y molesta tranquilidad hecha carne, mantenía la característica expresión con los ojos cerrados y los labios a punto de sonreír. Yu torcía el gesto de mil maneras distintas, lo que afeaba todavía más la doble equis que le cubría la mayor parte del rostro; cicatrices de batalla en una cara de por sí deforme. Pero nadie decía nada, nadie quería ser el primero en ir al infierno.

Joseph maldijo entre dientes. No tenía paciencia para adivinar las reacciones detrás de los yelmos de los Toros de Rodorio, y no había nadie más. Los dos millares de soldados que comandaban, habían desaparecido en un simple parpadeo. Él sabía lo que había ocurrido, desde un principio fue consciente del forzado teletransporte a través de las dimensiones y notaba diferencias entre el lugar que ahora ocupaba y el que ocupó hacía un parpadeo, no solo en cuanto a estar un poco más alejado, no solo en que no hubiera allí el portal que debían atravesar, sino algo más sutil. El mundo que veía era el mundo de siempre y a un tiempo no lo era. Pero ya que ni Margaret ni Yu decían nada al respecto, no quiso hacerlo notar, sino más bien les ordenó, pidió y suplicó, en ese orden, a sus compañeros ir en rescate de los batallones. Así durante muchos minutos, tal vez una hora, era difícil saberlo. Nunca le hacían caso, como si no pudieran oírle. La verdad es que él no podía escucharse a sí mismo cuando lo decía.

—El Santuario bajo ataque. ¿Nuestros mayores han elegido mal? —fue lo único que Margaret dijo antes de olvidar el don del habla una vez más.

Por un rato, Yu fue bastante más expresivo. Gruñidos, insultos y maldiciones escapaban de su enorme boca, hacia Caronte, los santos de oro, la Suma Sacerdotisa y a los dioses. Desde los enemigos de la diosa hasta el rey del Olimpo, para todos tenía entre tres y cinco blasfemias, ninguna lo bastante creativa como para ser recordada.

Y sin embargo, la ira nunca movió las piernas del santo de Auriga. Joseph quería culparlos, a él y a Margaret, deseaba tacharlos de cobardes e indignos del manto que portaban, pero él mismo tampoco era capaz de ir a por sus compañeros. Tenía miedo, sin más. No entendía de qué o por qué, solo que temía aquello que se encontraba junto a la desaparecida guardia. Estaba convencido de que luchar contra aquello era peor que ir de cabeza hacia el Hades para luchar él solo contra las legiones infernales.

—Debemos ir —insistió Joseph, arrastrando los pies. El esfuerzo le provocaba sudores por toda la frente. ¡Deseaba tanto marchar  a Bluegrad! Allí no había nada que temer, solo la guerra para la que todo santo estaba preparado.

—Es inútil —dijo Margaret, siempre listo para resaltar lo obvio—. Si llegas hasta allí, ¿qué harás? ¿Arrastrarte ante aquello que tememos y pedirle que se vaya?

—Habla por ti —exclamó Yu, golpeándose con brusquedad el peto—. ¡Yo, Yu de Auriga, no temo a nadie!

«¡Exacto! —Joseph creyó ver en aquel gesto bárbaro la esperanza que necesitaba. Valiéndose del orgullo desmedido del inmenso santo de plata, podría convencerlo de ir a auxiliar a la guardia—.Tal vez eso nos inspire lo suficiente como para seguirlo.»

—¿Bromeas? ¡Si estás pálido como un cadáver! —se burló. Trataba de recordar el tono y estilo de Emil de Flecha, experto en provocar a la gente como el santo de Auriga—. Tienes tanto miedo que a buen seguro te esconderás en algún rincón de mala muerte aprovechando este percance. ¡La guerra es demasiado para los niños aterrados como tú!

—¿Este ya perdió la cabeza? ¿Tan pronto? —Yu miraba a Margaret, quien se limitó a sonreír. Aun así, no pudo evitar responder—: ¡Iré a la guerra y aplastaré a tantos enemigos que no quedará nada para nuestros mayores! ¿Puedo decir lo mismo de ti, que ni siquiera puedes ir a salvar a ese montón de inútiles?

—¿Inútiles? ¡Ja! ¿Acaso no están ellos al lado de aquello que rehúyes? —apuntó Joseph. Si quería convencer a Yu, tenía que ignorar su desprecio por los rangos superiores; pondría el dedo en la llaga hasta que Auriga gritara como uno de esos berserker del Reino de los que se hablaba en los últimos días.

—¡Yu de Auriga no huye! Si quisiera, iría hasta donde sea que estén tus guardias y mis amazonas y aplastaría tu pesadilla de potro llorón con una sola mano.

—Yu de Auriga tampoco piensa, al parecer —intervino Margaret—. ¿No ves que solo intenta provocarte? Gracias por pensar en mis hombres, por cierto.

Por toda respuesta, Yu se encogió de hombros.

—La pesadilla del potro, el chófer y el lagarto, más bien —insistió Joseph—. Lo comprendo, pues algo que me provoca temor debe aterraros a vosotros, par de cobardes.

—Bah, ¿no se hacen llamar santos de hierro? ¡Si eso son, no deberá costarles acabar con tan poca cosa! Sí, un enemigo tan insignificante es carne de espada, lanza y quizás cierto caballito asustado… ¡Si Auriga el destructor cayera sobre él, sería injusto a los ojos de la diosa! ¡No tendría ni para empezar!

—¿Y si el hierro no puede con ese enemigo insignificante? —cuestionó Joseph—. Aun si son más valientes que nosotros tres, les falta poder. Dime, Yu, ¿qué es más poderoso? ¿El hierro o la plata?

—La plata, por supuesto.

—Más fuerte.

—¡La plata es más fuerte que el hierro! ¡Lo fue hace mil años, lo sigue siendo hoy, y lo será hasta el fin del universo!

—¡Más fuerte, cobarde con voz de niña!

Esta vez, Joseph lo golpeó en plena cara.

—¡Por los demonios del Hades! ¡Ni el hierro ni la plata importan! ¡Yo soy el más fuerte, patético potro llorón!    

Yu gritó con fuerza, agarrando del cuello tanto a Joseph como a un sorprendido Margaret. Los Toros de Rodorio les siguieron si soltar una sola queja.

 

***

 

Invisible para los guardias y amazonas que había reunido desde los batallones Lacerta, Auriga y Centauro, con la inestimable ayuda de Terra, Caronte observaba su obra. Miles de hombres angustiados, sin nadie que les explicara por qué los santos de Atenea se habían esfumado. Enseguida se pusieron a discutir unos con otros con tal intensidad, que si para entonces el único de ellos que podía darles respuestas se animara a hablar no podría llegar a los oídos de nadie. Hasta el mejor de ellos, el capitán de nombre Tiresias, estaba confundido, con más intensidad si cabe, porque al no ver la tierra y las montañas aledañas, captó algo más en el lugar, algo que el resto solo notaría una vez se enderezaran y empezaran a organizar expediciones.

En el Reino Fantasma, existía la extensión de tierra sobre la que se construyó la aldea Rodorio, pero no Rodorio en sí. Si uno buscaba el Santuario, vería montañas, pero solo las que enmascaraban la única que importaba de verdad a los siervos de Atenea. Ningún templo del zodiaco se levantó en todo ese mundo, como tampoco se levantaron fortalezas de otra clase. ¿Para qué hacerlo, si no había ciudades ni pueblos que defender? ¿Y para qué habrían de crearse tales pueblos y ciudades si ni un solo ser humano había pisado esa tierra hasta hoy? El llamado Tiresias, según comprendía Caronte, no era consciente de la historia detrás del mundo en el que él y sus hombres acabaron, tampoco sabía en qué estaban metidos, pero al menos intuía algo y eso provocaba mayor pavor en él que el miedo que ya dejaban escapar sus hombres. Un miedo simple, fruto de la ignorancia, aburrido, pero eficaz.

Con el paso del tiempo, el temor colectivo se fue convirtiendo en el terror y la impotencia de quienes no tienen esperanza. Ya nadie podía decirles lo contrario y hasta las bravuconerías de algunos se tomaban como pruebas de una certera derrota para una batalla que ni siquiera había empezado. ¿Y quién podría reprochárselo?  Cerca de dos mil hombres, bien armados y entrenados, temblaban como la primera vez que sostuvieron la lanza o la espada. Las mujeres, de rostro enmascarado, reconocieron entre ellos a los hombres que protegieron Rodorio mientras ellas, luchando codo con codo junto al resto de la guardia, defendían la aldea durante la invasión del Santuario. Caronte recordaba la ferocidad de sus movimientos, y el orgullo que las mantuvo vivas donde muchos cayeron; ahora eran presas del mismo terror que el resto. Solo eso hacía que valiera la pena pedirle a Terra que las incluyera en el Rapto. Por un momento, solo por un momento, dudaba si aquellas enmascaradas no se sobrepondrían demasiado rápido a la situación, como a buen seguro ocurriría con los santos de plata y los Toros de Rodorio. Por esa duda, se aseguró de mantener a esos dos últimos grupos fuera del espectáculo, de momento; por esa duda, pensó en apartar también a las amazonas. Al final, desechó esa posibilidad. Existía una razón por la que aquellos hombres y mujeres nunca jamás vestirían un manto sagrado. Carecían de esperanza para oponerse a él, y no estaban tan desesperados como los Toros de Rodorio como para no sentir miedo.

Dejó pasar el tiempo hasta que los santos de plata, demasiado alejados del lugar como para ver lo que ocurría allí, se pusieron en marcha. Esperó paciente, ignorando las discusiones ocurridas por toda clase de sinsentidos, haciendo caso omiso a los sollozos de hombres hechos y derechos, guardándose de aparecer entre Tiresias y la líder amazona, Helena, cuando por un detalle sin importancia acabaron entablando un corto duelo sin vencedor. Dejó pasar toda clase de oportunidades hasta que el silencio se adueñó del asustadizo ejército. Entonces consideró que el tiempo de cortesía había sido incluso excesivo para aquellos santos de plata y decidió manifestarse, musitando la palabra que mejor describía aquella raza tan belicosa y temerosa a un tiempo:

—Humanos.

 

Un primer vistazo bastó para que los más cercanos supieran quién era: Caronte de Plutón, invasor del Santuario. Y a través de susurros y murmullos, todos los demás descubrieron lo que estaba detrás del miedo que los dominaba.

—Prometiste tres días —advirtió Tiresias, el único con fuerzas para hablar—. ¿De qué vale un guerrero sin honor?

El capitán caminó con tanta lentitud, que todo el que lo veía daba pasos hacia atrás, atemorizados. Fue peor cuando las amazonas, de legendaria valentía, también retrocedieron. No existía lugar para el valor en su presencia.

—¿No vas a decir nada? —insistió Tiresias, luego de dar los tres pasos más difíciles de su vida—. Tienes fama de hablador, ¿sabes?

—Soy un mentiroso —dijo Caronte—. ¿De eso se me acusa, cierto? Pues tenéis razón. Os he mentido. Que me perdonen los dioses.

Tiresias habría desdentado a un hombre por menos que eso, pero ahora se vio incapaz de siquiera levantar el brazo, o de seguir hacia adelante. Todo su ser ansiaba dar la vuelta y correr sin mirar atrás. Entre la Guerra Santa y Caronte, la mente y el espíritu del capitán escogían la primera una y mil veces.

—¿Tienes algo que decir?

Caronte apareció a unos doscientos metros de donde Tiresias se encontraba, dirigiéndose a uno de los guardias. Este no tardó ni un segundo en cerrar los ojos y taparse los oídos, negando con brusquedad la cabeza. Al sentir que Caronte no se iba, se fue agachando hasta adoptar una posición fetal.

—¿Y tú? —repitió una y otra vez, apareciéndose ante cada guardia que no había dado un paso atrás cuando se apareció. La reacción nunca era la misma que la del primero, pero sí semejante; ningún hombre allí era inmune al miedo que su aura provocaba—. ¿Qué hay de las mujeres? Las míticas amazonas de Atenea… ¿No os parece injusto ocultar vuestras lágrimas detrás de una máscara?

Tras caminar en torno a una joven de negro cabello trenzado, acercó la mano al rostro enmascarado, como una caricia. La amazona, dividida entre el temor a aquel demonio y al deshonor, dio un traspiés y cayó al suelo. Caronte permitió que un par de compañeras la ayudaran a incorporarse, pero luego dio un paso hacia ellas, y las tres cayeron.

—Perdón —dijo, cínico. De nuevo aparecía y desaparecía entre guardias y amazonas, hablando con una voz que podía escucharse a través de cientos de metros—. A eso he venido, santos de hierro, a disculparme por los actos pasados.

—Monstruo —logró decir Tiresias cuando lo tuvo delante. Caronte hizo un gesto de asentimiento, y desapareció.

—Hace trece años, mi Esfera de Plutón acabó con las vidas de algunos compañeros vuestros. Unos ejecutados por la legión de Aqueronte, y otros asfixiados, debido a su falta de valor. Nunca pude disculparme, pues no tenéis culpa de estar subordinados a líderes tan necios, incompetentes y sedientos de sangre.

Varios soldados trataron de huir en diversas direcciones, siendo detenidos por la súbita aparición de Caronte, quien seguía el discurso. Así como el aura del regente de Plutón los intimidaba al punto de querer escapar, el propio Caronte se los impedía, al parecer complacido de aquello. No se le escapaba el hecho de que casi ninguno soltaba su arma, por muy asustado que estuviera; al contrario, se aferraban a ella tanto como a su vida.

—Si todo hubiese salido como yo había planeado, ninguno de vosotros habríais podido salir de Rodorio, ni tampoco esos santos de bronce que os abandonaron sin mirar atrás. Os di un mensaje en cuanto salí del Hades, ¡solo teníais que no hacer nada y la Guerra Santa contra el dios del inframundo habría sido la última de vuestra generación! Pero Kiki os negó eso. Ese chiquillo os negó la paz que los santos habían ganado para el mundo, os aisló de mi primer aviso, así que tuve que alzar la voz para ser escuchado.

—¿Piensas que eso justifica lo que hiciste? —cuestionó Tiresias al aire, sabiendo que aquel demonio no tardaría en aparecer cerca.

—Ya es tarde para eso —cortó Caronte—. Me basta con que tengáis claro quiénes son los artífices de vuestro destino. Os he visto desde las alturas, a vosotros y vuestros nuevos compañeros. Guerreros del mar y sombras… ¿Los héroes siguen siéndolo cuando se alían con los villanos?

—No dudamos, monstruo —dijo Helena, de largo y salvaje cabello castaño. Su voz era fuerte, pero sus piernas flaquearon en cuanto lo tuvo delante.

—Sé lo que soy. Pertenezco a la innoble casta de los espíritus de la guerra y las batallas, Makhai, y como tal, tengo una visión bastante amplia de esa palabra. Hay dos tipos de monstruos, a mi parecer: están los que atentan contra el orden natural que los dioses nos han proporcionado a todos, desde los monstruos de la mitología que arden por la eternidad en el Flegetonte, hasta los más perversos especímenes de vuestra raza.

—¿Y luego estás tú, el peor de los monstruos? —trató de adivinar un veterano de larga barba gris—. ¡U-un demonio!

—Para enfrentar a esos monstruos, algunos hombres se alzan sobre sus semejantes y les imponen su voluntad. Se convierten en algo similar, fuente de envidias, miedo y opresión, aunque con un título más amigable: rey, héroe… Ilusiones que alimentan a las masas débiles e ignorantes para que sigan sosteniendo esta tierra de monstruos, el patio de juegos de mi raza. ¡Qué ironía!   

—Entonces… ¿Querías la guerra? —preguntó un guardia bajo y de corriente complexión. El que tuvo la desdicha de mirar atrás.

—Todos los que son como yo desean esta guerra. ¿Por qué debería desearla yo? —le dijo al muchacho—. Si los humanos se convirtieron en monstruos para enfrentar a quienes ya lo eran, ¿no tiene sentido responder de la misma manera? Yo soy la respuesta que buscas, chico. Un monstruo, como bien me ha llamado vuestro capitán, aquel que pondrá fin a vuestra mentira llamada heroísmo. 

—Sí que amas el sonido de tu propia voz —soltó Tiresias, buscando salvar al muchacho de la presencia de Caronte. El chico solo soltaba balbuceos.

—He sido consciente de mí mismo desde el momento de mi concepción. Mis pensamientos eran todo lo que tenía hasta que fui capaz de valerme por mí mismo, y sí, tengo la mala costumbre de expresarlos.

—Solo te pido que vayas al grano —exigió el capitán—. ¿Vas a matarnos? ¿Nos vas a decir que los santos somos los monstruos y tú el héroe? ¡Tú, el demonio que asesinaba a nuestros compañeros mientras llamaba paz a la sumisión!

—Simplemente quiero que todos entendáis algo. No hay peor monstruo que aquel que se opone a la voluntad de los dioses. Quienes se rebelan contra los creadores pisando la tierra que crearon para ellos. Me parece una ironía mucho más despreciable que mi supuesta confusión de palabras, ¿y a ti?

En un último movimiento, Caronte se apareció frente a la guerrera de la trenza. Su máscara, así como la de todas las amazonas, lucía diminutas grietas por todos lados, imperceptibles para la vista humana.

—Soy Caronte de Plutón. Mi aura, mis manos, mi voz… Todo existe para causar daño. Si es mi deseo, un susurro bastaría para hacer que vuestras máscaras estallaran. ¿Estaría bien eso? ¿Qué elegiríais? ¿Matarlos a todos, u ofrecerles vuestro amor?

—No… Por favor… No…

—Es inevitable. Supongo que no es agradable que incumpla mis plazos. No lo fue para mí cuando el Santuario aprovechó mi período de gracia de trece años para aliarse con los enemigos del Olimpo, potenciales y ciertos.

—Eso… No… —La amazona se llevó las manos a la máscara, notando las grietas que se ensanchaban desde los bordes.

Alrededor, cerca de un millar de guardias salió corriendo en desbandada. Unos iban a las lejanas montañas, otros al mar Egeo y el resto anhelaba la tranquilidad de Atenas. En poco tiempo, la mayoría empezó a chocar unos con otros, tropezando debido al terror que los embargaba. Y aun en el suelo, donde se arrastraban como recién nacidos, seguían aferrándose al arma que el Santuario les había dado.

—¿Sabes a dónde van? —preguntó Caronte, recibiendo la negativa de la amazona—. A la guerra. Cosecharán lo que vuestros líderes sembraron durante estos trece años. Pocos, muy pocos de los presentes, piensan en las familias que dejaron atrás.

Los que todavía seguían en pie, miraron a Caronte con odio y rabia, levantando lanzas y espadas tal que si estuvieran cargando con enormes rocas. Las amazonas, incapaces de auxiliar a su compañera, la animaban como podían, implorándole —pues las voces salían quebradas y débiles— que ignorase las palabras del demonio.

—Ir a la guerra mientras tu familia se queda sola y desprotegida. ¿Tiene sentido para los humanos? ¿Crees que merecen vivir?

—Sí… ¡Sí! Por favor… Sí…

—Luchamos precisamente por el bien de nuestros seres queridos, y el de las familias de nuestros compañeros caídos y el del mundo entero —intervino Tiresias, de los pocos que seguían cerca y firmes.

—¿Sabes por qué existe la guerra, capitán Tiresias? —lanzó Caronte, todavía mirando a la amazona—. Para que los monstruos se maten entre sí. Los fuertes son asesinados por los más fuertes, y estos por otros de mayor poder. Al final, solo los débiles, quienes permitieron que otros se alzaran por encima de ellos, quienes por su gran debilidad son llamados inocentes, heredarán el mundo.

—Maldito… charlatán… —Tiresias volvía a intentar caminar. Quería salvar a aquella joven, y más aún golpear ese rostro arrogante, lo mismo le daba si se rompía la mano.

—¿Qué es preferible, guerrera? ¿La muerte, ya anunciada, o la ceguera?

Las máscaras se dañaron todavía más. De cada una cayeron pequeños fragmentos al suelo, e incluso el más valiente se unió a quienes ya huían. En muchos, era grande el  conflicto entre el miedo que sentían y el deseo de cumplir con su deber, lo suficiente como para alentar el paso, pero no bastaba para dar la vuelta y encarar a Caronte. 

—No tienes que responder —dijo Tiresias, ya más cerca.

—Debe —insistió Caronte—. Podría ahogaros directamente, trayendo hasta aquí la Esfera de Plutón. En lugar de eso, os doy una oportunidad de vivir. Si ella decide que os lo merecéis —acotó, provocando más daños en las máscaras. En muchas amazonas eran visibles el mentón y las mejillas.

—Sí —contestó la amazona—. Merecen… vivir… Merecen… Por favor…

—Habla alto y claro, chica, algunos ya están muy lejos.

—¡Quiero que vivan! —gritó la amazona.

El estallido de cientos de máscaras llenó el lugar. Unas guerreras quedaron en shock, otras buscaron taparse el rostro, y el resto maldecía a gritos a Caronte, quien se limitó a chasquear los dedos.

Todo hombre de la guardia, por lejos que hubiese llegado —varios habían podido recorrer kilómetro y medio en ese tiempo—, fue cegado al mismo tiempo. Sus ojos simplemente estallaron, llenándoles las mejillas de sangre y el cuerpo de una desesperación sin precedentes; sumidos en las tinieblas de la ceguera, soltaron al fin sus armas, rindiéndose ante el ardid del demonio.

Tiresias, quien ya conocía aquel dolor, seguía en pie. Las amazonas, más allá de la máscara rota, estaban intactas, a excepción de una. La guerrera de cabello trenzado se retorcía a los pies de Caronte, sin ojos.

—Ninguno de tus compañeros podrá ver jamás a sus hijos, gracias a ti. Consideré que era justo que pagaras el precio —dijo Caronte, acercándose a la joven. Para su sorpresa, una veintena de amazonas le cortaron el paso—. Sin embargo, sus hijos sí que volverán a verlos, pues los has convertido en una masa inválida, inútil para la guerra.

—Tú has hecho esto —dijo Tiresias, a pocos pasos de Caronte. El puño alzado, listo para golpearlo—. ¡Y vas a pagarlo!

—Los humanos son…

A media frase, calló. Un inmenso cosmos vino desde lejos, partiendo la tierra y enloqueciendo los cielos. Impactó sobre el demonio con terrible velocidad, enviándolo a varios kilómetros de distancia.

Joseph y Margaret, arrastrados por los gruesos brazos de Yu, habían llegado.


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#225 Seph_girl

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Publicado 05 abril 2021 - 09:16

Capítulo 70: Bienvenidos a Silent Hill
 
¿Niebla y fantasmas? Pues Silent Hill, ese es el continente Mu al parecer XD Donde hay un ejército fantasma como con el que Aragon obtuvo en la segunda película XD
Ah, y a eso  sumale que pueden tener "robots" como resumidamente los llamó Munin.
Oribarkon parece que le tiene resentimienti a los del pueblo de Mu XD, y tiene una misión importante que cumplir, ¿qué sera? ¿Tendrá que ver con la misteriosa caja que lleva consigo?
 
Katyusha aleccionado a Munin de cómo debe ser un Comandante pro.
Katyusha y Baldr... consiganse un hotel XD
 
Pues Damon soltó a sus hermanos para que vayan y hagan todas las cosas malas que han sucedido hasta ahora... los imagino como a los Dementores de Harry Potter XD
 
Makoto casí petó, pero fue salvado por el Caballero sin Rostro... que no creo que deba entrar en el contador de muertos ya que lo hemos visto perder varias veces (hasta le sacaron el corazón una vez) y sigue apareciendo, por lo que seguimos en CERO.
 
PD. Buen cap, sigue así :)
 
 
----------------------------
 
Capítulo 71: El chasquido de Caronte
 
Entonces Terra es un portal dimensional con piernas... Y fue el que raptó a los 2000 soldados que mencionaron hace unos cuantos episodios.
 
Básicamente el cap fue de Caronte haciendo un "experimento social" en el que en vez de ratones utilizó guardias, amazonas y santos.
Caronte que causa terror a su paso efectuó la escena que más recuerdo de él, ese Chasquido emblemático como el que tuvo Thanos XD, con el que al mismo tiempo humilla amazonas y deja ciegos a centenas de hombres de manera sádica y vil, dejándonos claro que: "Soy el Villano de este fic, recuérdenlo pese a que han pasado como 50 episodios sin que hiciera mucho, y apenas voy empezando, muajaja" XD
 
Me encantó, me encanta y siempre me encantará esta escena.
 
PD. Genial cap, sigue así :3
 

Editado por Seph_girl, 09 abril 2021 - 14:39 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#226 Rexomega

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Publicado 12 abril 2021 - 18:14

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 72. Hijo de Gea

 

El velo tras el que Terra ocultaba no solo su presencia, sino también su cuerpo, le permitió cruzar todo Rodorio sin que nadie lo viera. Parte de él quiso poner a prueba la ayuda de Caronte buscando al legendario santo de Pegaso, para ver si un héroe de su talla podía verlo e impedir el macabro juego de su empleador. Pero la sensatez se antepuso a ese arrebato de curiosidad infantil y continuó caminando hasta no poder ver ya la aldea, llegando al lago de aguas cristalinas que precedía a la entrada al Santuario.

Poco a poco, el miedo a ser descubierto se convirtió en la igual de útil prudencia de los sabios. Porque si bien era cierto que no hacía falta correr riesgos innecesarios, también lo era que ningún ataque, así fuera uno a la velocidad de la luz, llegaría alcanzarlo a él. Se perdería en el Reino Fantasma, al que además podía arrastrar a cualquier enemigo mediante el Rapto, tal y como hizo con todos aquellos guardias, amazonas y santos. Volvió a pensar en sí mismo como alguien de poder y no dudó un solo instante en escoger atravesar el bosque en lugar del lago. ¿Qué importaban unas cuantas ninfas si pensaba infiltrarse en la fortaleza del mayor ejército de la humanidad?

Así fue como caminó siguiendo el borde del enorme lago hasta llegar a los primeros árboles, que acarició con un atajo de ternura. Él no dañaría a las ninfas, ya que ellas no lo atacarían a él. Las respetaría a ellas y su hogar. Y si cumplía su deber, Caronte no tendría por qué dañarlas para llegar hasta la Suma Sacerdotisa. Terra llevaba un buen rato pensando que todo esto tenía que ver con la nueva líder del Santuario. Si estaba en lo cierto, una vez lo llevara frente a ella nadie más tendría que salir herido. Eso era bueno. Estaba haciendo un bien, tanto para su rey como para el enemigo.

Tan metido estaba Terra en sus pensamientos que apenas fue consciente de caminar entre más árboles de los que un bosque de ese tamaño debía tener, bajo un techo de hierbas demasiado tupido como para ser real. Todas las artes empleadas por las habitantes de ese mágico lugar, centradas en distraer a los buenos hombres de sus buenas esposas, preocupadas madres y jóvenes hijas, pasaron frente al distraído Terra sin causar el menor efecto en él. Todas excepto una, porque el consejero del rey Bolverk terminó en la misma entrada del bosque luego de estar un buen rato pisando hojas y raíces, apartando ramas y arbustos. Ni al más despistado se le escaparía que había algo raro ahí. Dando un largo suspiro, Terra volvió a entrar en el boscoso laberinto, oliendo el aroma de flores que no existían, acunado por vientos que lo invitaban a dormir, oyendo susurros que lo animaban a no dormir en toda una noche… Pero Terra no se desvió del camino, no se echó al suelo y tampoco se puso a bailar. No era un sátiro, sino Aquel que pudo haber sido rey, merecía un poco más de respeto. Ese sentimiento estaba muy presente en su pecho cuando vio la entrada del bosque por tercera vez e hizo un nuevo intento, ya con el rostro lleno de furia, los ojos muy abiertos y los oídos todavía más. Si volvía a ocurrir lo mismo, estaba preparado para raptar el bosque entero. Todos sus habitantes se convertirían en súbditos del Reino Fantasma.

Las ninfas debieron oler la secreta venganza que Terra estaba maquinando, porque de repente, los árboles dejaron de ser tan altos y densos, el suelo se volvió nudoso y el aire no olía a flores, sino a humedad, a barro. Terra miró hacia abajo, descubriendo que sus enormes pies se hundían en el suelo mojado, el cuál fluía como un río hasta detenerse junto a un tronco más grueso que él mismo. Allí, la tierra húmeda se alzó adquiriendo a la vez la altura y la forma de un hombre. Terra lo vio en silencio, para poder así escuchar el murmullo del viento. Fuera lo que fuese lo que se estaba manifestando delante de él, había sido invocado por las ninfas del bosque. Estaban asustadas. Él las estaba asustando, porque era peor que un sátiro. Una bestia.

Abrió la boca para pedir disculpas. No pudo. La criatura hecha de barro lo miraba con una cara sin rasgos. Todavía no se había formado. La repentina mudez no era cosa suya, Terra estaba seguro de ello. Era otra fuerza la que mantenía sus labios tan quietos como los brazos, de pronto pegados a su vientre como si siempre hubiesen sido parte de él. Estaba paralizado por completo. La única razón por la que seguía respirando era el Reino Fantasma, su querido universo interior que lo mantendría con vida siempre, hasta en las peores circunstancias, como estar en el territorio de quién sabía cuántas hijas de la Tierra capaces de fundirse con la naturaleza y existir en el aire que respiraban sus enemigos, el agua que usaran para saciar su sed y el suelo que pisasen. Esa podía ser considerada una situación difícil, según pensó Terra, no sin ironía.

Las ropas de la entidad que acudía al llamado de las ninfas —porque por supuesto iba vestido, con uniforme militar, además— se estaba terminando de formar cuando Terra comprendió lo que ocurría. Las habitantes del bosque no estaban llamándolo para que los defendieran del posible invasor, el alto y grueso Campeón del Hades al que habían apresado con aplastante facilidad, sino para que lidiara con el mal que aquel estaba transportando. Entenderlo dejó en la boca cerrada y seca de Terra un sabor amargo, como si fuera la cosa más evidente del mundo. ¡Claro que las ninfas pudieron verlo, seguirlo, jugar con él y retenerlo! Eran hijas de Gea, gozaban por instinto de una técnica que solo los hombres más inteligentes de la historia de las Guerras Santas, entre los que él mismo no se contaba, pudieron imitar a medias. La Unidad de la Naturaleza les permitía manipular todo lo que esta incluía, y él, tanto como portal dimensional andante cuanto un hombre que vivió, murió y fue resucitado, era también parte de esta. Todo en el mundo lo era, en realidad, salvo los Astra Planeta. Así, para las ninfas, Terra era un molesto mosquito estropeando su bonito bosque, mientras que Caronte era el incendio que lo llenaría todo si se limitaban a aplastarlo. Un incendio imposible de apagar.

—No —dijo Terra, mirando en todas direcciones—. El Reino Fantasma solo existe porque yo pude haberlo gobernado. Nadie podrá pasar si yo no doy permiso.

—Me lo darás a mí —cortó una voz proveniente de todos los rincones a los que Terra miraba, borrándole la sonrisa que empezaba a formar. Quien le hablaba era la entidad invocada por las ninfas, aunque bien pudo estar conversando con el bosque entero—. Lo deseas más que nada en el mundo. Ellas lo saben. Por eso yo lo sé.

La voz como un seísmo hecho sonido, el gastado uniforme militar, la ausencia de rostro… Terra rio al entender por fin de quién se trataba. ¿Ese era el último recurso?

—Si tú eres el as en la manga de las guardianas de este boque, voy a tener que compadecerme de ellas —dijo, todavía riendo. Hacerlo le dolía, efecto secundario de la parálisis bucal de la que fue víctima por un breve momento—. Has sido derrotado una y otra vez por hombres que evitarían luchar contra quien se halla en el Reino Fantasma.

Las gafas estuvieron a punto de caérsele por los bruscos movimientos que hacía con la cabeza. Arriba abajo, de derecha a izquierda. En un impulso, movió una mano para devolverlas a su sitio, sorprendiéndole poder hacerlo. Las ninfas confiaban tanto en el poder de la entidad invocada que habían liberado a su presa de toda atadura. Qué ingenuas. Qué ingenuos eran todos, incluyendo al ente sin rostro, quien asentía ante las burlonas palabras que Terra le había arrojado entre carcajadas.

—Sé que no bastará una décima parte de mi fuerza esta vez.

Eso bastó para callar a Terra de inmediato.

—Repite eso.

—En Naraka, una décima parte de mi fuerza está presente. También en las anteriores batallas. Solo tengo permitido llegar hasta un tercio.

Donde antes hubo burla, ahora había preocupación. Tal vez incluso admiración. Miró en derredor con otros ojos, sin poder detectar a ni una sola de las ninfas. Por lo menos, no sus cuerpos, porque en espíritu se podía decir que estaban presentes en todo el bosque. Ahora entendía en parte por qué confiaban en ese ser para ocuparse de Caronte.

—Deja de bromear. Dije que habías sido derrotado una y otra vez, pero siempre se ha tratado de adversarios notables. ¿Y has usado un tercio de tu fuerza, nada más?

—Nunca he llegado a tanto.

Terra asintió. Quizá no era tan descabellado que él se ocupara de su problema. Mientras se preparaba para dar su permiso a quien sin duda habría preferido entrar por la fuerza, tuvo una intuición de lo más descabellada, tan absurda que de lo absurda que era tenía que ser cierta. Las ninfas lo vieron, sabían qué clase de ser era y contrarrestaron la amenaza al Santuario de todas las maneras que podían, pero fue él quien les advirtió de la clase de carga que estaba transportando. De forma inconsciente, con un rostro rabioso por tener que recorrer por tercera vez el mismo bosque engañoso, dejó entrever un miedo secreto a un mal al que no se atrevía a desafiar. ¿O era ese mismo mal quién quería ser descubierto? A decir verdad, a Terra no podía importarle menos.

Abrió los brazos de par en par, dejando el pecho al descubierto. La entidad sin rostro no dudó un segundo en lanzarle un portentoso golpe, doblando el mismo espacio-tiempo.

 

***

 

Al contemplar la obra de Caronte, Joseph de Centauro se maldijo en silencio. Habían llegado tarde. ¡Demasiado tarde!

Escuchó cientos de gritos, vio la sangre en los rostros que antes le sonreían con orgullo, y fue golpeado por la vergüenza de las derrotadas amazonas, de pie sobre los restos de sus máscaras. Algunas de ellas se permitieron llorar ante aquel infierno; él también lo hizo. Derramó las lágrimas de quien no pudo llegar a tiempo, mordiéndose a los labios hasta hacerlos sangrar. Pues su corazón sabía que todo aquello era real; la cruel realidad de una Guerra Santa que solo acababa de empezar.

Mientras Joseph se acercaba a los incontables heridos, adormeciéndolos mediante su cosmos, Yu solo esperaba el regreso del enemigo. Nunca llegó a creerse la sarta de tonterías que dijo hacía un rato: el enemigo para el que el Santuario se formó era temible, y en ningún caso podría caer de un simple ataque, incluso uno suyo. Escuchaba el sollozo de Joseph, claro, pero era incapaz de soltar burla alguna. El muchacho optimista que los había arrastrado hasta allí estaba completamente derrumbado.

El Lagarto de Plata era un mundo aparte. Caminaba entre alaridos de dolor y hombres cegados con la misma expresión y pensamientos que si estuviese andando sobre un campo de flores, aunque mucho más ruidoso. Un joven de pequeña estatura  se aferró a la pierna de Margaret como si este pudiera curar su mal; lo apartó con un simple movimiento de la bota, como quien aparta un insecto por el que siente asco.

—¿Puedes dormirlos ya, Joseph? Sus lloriqueos me desconcentran —espetó, hastiado. Algunos que estaban cerca le dedicaron toda clase de insultos, más inspirados por el dolor que por un odio genuino. Los ignoró, dirigiendo su atención al lugar en el que antes estaba Caronte—. Parece que se te fue de las manos, Yu.

Margaret señaló un surco de tierra que se extendía hasta el horizonte, terminando justo a los pies de un vistoso vacío en medio de la cordillera que estaría rodeando el Santuario si estuviesen en el mundo normal. El santo de Lagarto podría haber jurado que la montaña que ocupaba aquel espacio seguía allí antes de que Yu atacara.

—Yo solo pretendía sacarlo de la órbita terrestre, un truco del señor Arthur. ¡Bastante básico! —alardeó, asaltándole entonces un momento de duda—. ¿Hay…?

—¿Una órbita terrestre en el Reino Fantasma? Puede ser —contestó Caronte a la vez que se aparecía ante ellos, quitándose el polvo de la oscura chaqueta que vestía con gesto distraído—. Creo que conozco a ese maestro tuyo, ¿es el santo de Libra, no?

A ninguno le sorprendió el regreso de Caronte, aunque Yu de Auriga sí que torció el gesto al verlo intacto, haciendo caso omiso a la pregunta. Joseph, cerca de un veterano de barba gris que renegaba a gritos, clamando por su lanza, se irguió con rapidez. Un movimiento de muñeca bastó para enviar al anciano al reino de Morfeo.

—Oh, puedes seguir ocupándote de ellos. Ya no me interesan, ni vosotros tampoco.

Margaret fue el primero en leer la sugerente mirada de Caronte. Atrás, cruzando el sendero que los llevó a los tres hasta allí, un hombre de sucio y remendado uniforme militar hizo arder su cosmos dorado. Adremmelech, el Caballero sin Rostro, había aparecido. Él era el responsable de destrozar kilómetros de tierra y desintegrar la montaña. Y no solo eso, también había traído consigo otra clase de destrucción. Centrando la vista en el punto desde el que Adremmelech había venido, el mismo donde ellos aparecieron en ese Reino Fantasma, Margaret creyó percibir un portal.

Si hubiese sido cualquier otro santo de oro el responsable de tantos prodigios, los tres santos de plata lo estarían celebrando a viva voz. En cambio, se trataba del guardián del décimo templo, el traidor. Su llegada podía ser tanto una buena como una mala noticia.

—La técnica de un santo de plata me desconecta de la gravedad terrestre y el puñetazo de un santo de oro me castiga por mi imprudencia. Veo que sigo logrando sacar lo mejor de vosotros, los monstruos consentidos de la diosa.

—Inaceptable.

Si Caronte hablaba alto y claro para todo aquel que debiera escucharle, Adremmelech parecía dirigirse a un público que se encontrara al otro lado del mundo. Del rostro sin rasgos no salía una voz humana, sino el ruido de un cataclismo que a duras penas se convertía en palabras. Margaret, Yu y Joseph incluso miraron al suelo, pensando que había comenzado un terremoto, ni qué decir de los heridos que aún estaban conscientes.

—¡Calla, traidor! —exclamó Joseph, volviendo el llanto y la impotencia en cólera—. ¡Estos hombres han sido cegados! ¿¡Acaso no lo ves!?

—¿Siquiera tiene ojos? —se atrevió a bromear Margaret.

La gracia le costó que Adremmelech le rompiera la nariz de un puñetazo, lanzándolo por ironía a los pies del mismo joven que había despreciado. Antes de que Joseph pudiera reaccionar, el Caballero sin Rostro corrió hacia él, ignorando por completo a Caronte, y lo agarró del cuello, alzándolo.

—Inaceptable —dijo de nuevo el hombre que nunca distinguía entre grito y susurro. Los tímpanos de Joseph amenazaban con estallarle, ¡incluso Tiresias y las amazonas, que estaban a unos doscientos metros de distancia, debían taparse los oídos!

—¿Ahora… que las sombras… se aliaron… con nosotros… también vas a… traicionarles? —cuestionó Joseph, apretando con todas sus fuerzas el brazo de Adremmelech. No conseguía moverlo ni un milímetro.

—La tierra sagrada de mi señora, mancillada por segunda vez. Inaceptable. Sois indignos del manto sagrado.

El Caballero sin Rostro apretó el cuello de Joseph con tanta fuerza que su intención parecía ser matarlo. Yu buscó la ayuda de Margaret, pero este negó con fuerza, sobándose la sangre que le manaba de la nariz. Entonces, Adremmelech lanzó al santo de Centauro al suelo. Para cuando los santos de Lagarto y Auriga llegaron hasta el joven, Joseph ya se había incorporado y hasta se preparaba para combatir.

—Largo —ordenó—. Alejad el fracaso de esta tierra victoriosa. Estoy aquí, y Ella ya no habrá de depender de los débiles e incapaces.

—Puedo teletransportarlos a todos, si Caronte no lo impide —susurró Margaret, antes de que Joseph cometiera alguna estupidez. En ese momento concentraba su sexto sentido en el lejano portal, considerándolo un regalo de Adremmelech incluso si no lo presentaba como tal—. Dejemos que esos dos se maten entre ellos.

—Bah, dice que no merecemos portar nuestros mantos de plata, ¡y él mismo no viste más que esos ridículos harapos! Nosotros bastamos para ese Caronte, si él quiere unirse, que lo pida por favor. 

—¡Ese monstruo nos ha atacado a todos! —exclamó una de las amazonas, apretando los dientes con furia—. ¡Exigimos venganza!

—Viviréis —aseguró Caronte, encogiéndose de hombros.

—He dicho —dijo Adremmelech, girándose ante los santos de plata—, ¡largo!

Menos Caronte, todos se taparon los oídos, aunque fueron los santos de plata quienes recibieron la mayor parte del grito. Margaret, previendo que Joseph no se detendría por algo menor que la propia muerte, realizó una teletransportación forzosa.

 

Durante algunos segundos, el silencio regresó a aquel lugar. Los dos mil guardias que Caronte había cegado, junto a la amazona que corrió la misma suerte y los tres santos de plata, habían desaparecido en un instante. Solo Tiresias, junto a las guerreras desenmascaradas, se interponía entre Adremmelech y el demonio, para molestia del primero. Y fue peor cuando el capitán de la guardia y las mujeres empezaron a caminar hasta rodear al ex-santo, sin el menor atisbo de miedo.

—Estorbos —espetó—. ¿Por qué no os largasteis también? —cuestionó, desequilibrando a más de a una de aquel batallón.

—Tu traición hace que no pueda considerarte más un santo —advirtió Tiresias, quien a pesar de su ceguera miraba la espiral que Adremmelech tenía por rostro—. Eres un mercenario que se vendió a las sombras y que ahora está aquí por una alianza temporal.  

—Soy, fui y seré el siervo de Ella —dijo el Caballero sin Rostro.

—Los mercenarios aman los tratos —insistió Tiresias—. Te propongo uno: destroza a ese bastardo y nosotros nos ocuparemos de su ejército.

—No necesito vuestra ayuda.

—No necesitas la ayuda de tullidos —tuvo que aceptar Tiresias—, ni mucho menos de otros santos. La legión de Aqueronte se alimenta del cosmos, si tú peleas con ellos será una lucha eterna, como ocurriría si un auténtico santo de oro luchara con ellos.

—Dice la verdad —declaró Caronte, ya a pocos metros del grupo—. ¿Le darás a este capitán en desgracia la oportunidad de vengar a sus compañeros caídos?

Un olor desagradable les llegó desde la palma abierta de Caronte, donde una sustancia amarillenta empezaba a fluir como el agua de una fuente podrida. El líquido se extendía hasta buena parte de la manga izquierda, despidiendo varios centenares de picas y cuchillas, así como lamentos que la mayoría de las amazonas pudo reconocer.

—Si piensas que cegar a mis hombres basta para destruir su espíritu, es porque no los conoces —aseguró Tiresias, dando un paso al frente.

—¿Solo los he cegado? ¿De verdad? «Puedo teletransportarlos a todos, si Caronte no lo impide.» Esas fueron las palabras del actual santo de Lagarto. Tengo la impresión de que no les prestasteis la debida atención por la impaciencia de Capricornio.

—¿Qué has hecho, monstruo? —preguntó una amazona.

—¿Qué hice con todos esos tullidos, o qué hice con tu tullida? —dijo Caronte, sonriendo—. Creo que os dejaré con la intriga hasta el final. Quizá estén a salvo, claro, como puede que los restos de Rodorio no se estén deshaciendo en las llamas del Flegetonte. Todo es posible en esta vida, ¿verdad?

—Aceptaré vuestra ayuda —dijo Adremmelech, de pronto—. Ahora, apartaos. ¡Debo callar las bravatas de este insignificante ser!

Tan pronto acabó de hablar, Adremmelech saltó hacia Caronte. Este atacó al fin, lanzando desde su brazo un torrente de aguas amarillentas que impactó de lleno sobre el antiguo santo de Capricornio. La sustancia, extraída del infierno, se transformó en una marea de hombres armados, gota a gota. El cosmos robado daba forma a la carne, y la desesperación de una condena eterna forjaba sus armaduras y armas, muerte encarnada.

Valiéndose de sus reflejos y velocidad, el Caballero sin Rostro esquivaba el sinfín de lanzas y espadas a la vez que se ocupaba de aquellos seres. Sendos movimientos de los brazos le bastaban para convertir el aire en incontables cuchillas de viento que atravesaban la legión una y otra vez, hasta reducirlos a pedazos imperceptibles. En cuanto tuvo a Caronte lo bastante cerca, su mano derecha dejó de comportarse como la punta de una espada, convirtiéndose en un implacable martillo.

Acertó en pleno rostro del astral, hundiendo al regente de Plutón en la tierra. La fuerza residual del golpe pulverizó millones de toneladas de roca, formando un cráter de suficiente anchura como para albergar la aldea de Rodorio, y de aun mayor profundidad. En derredor, miles y miles de pequeñas piedras que se elevaron con el estallido empezaron a caer desde la inmensa nubarrada de polvo que se había levantado. La luz de la luna no llegaría a aquel abismo por un tiempo, ni tampoco en buena parte del territorio circundante, que aún se remecía debido al titánico impacto.

Lo primero que hizo Adremmelech fue mirar hacia arriba. Seres diminutos, apenas perceptibles para el ojo humano, luchaban con otros de igual tamaño: Tiresias y las amazonas enfrentaban a la resucitada legión de Aqueronte como un batallón de fantasmas pertenecientes a otro mundo. El Caballero sin Rostro dio una vuelta entera, notando que todo cuanto lo rodeaba era de un color oscuro, o gris claro en el mejor de los casos. Una columna de lava se alzó a pocos metros, blanca por completo.

Fue entonces cuando notó lo que cualquier hombre sabría desde un principio: no había oxígeno. Tampoco sonido. Captaba imágenes, todas bajo aquellos colores propios de una película antigua, pero él podía prescindir de los sentidos convencionales, no los necesitaba para captar su entorno. Le bastaba con sentir el contacto con la tierra, algo que era posible allí. Recurrió a ello para encontrar la respuesta a ese mundo de grises.

Mientras, buscó a Caronte por todo el cráter, inspeccionándolo a toda velocidad. No llegó a encontrarlo ni percibirlo de ninguna forma, y no porque dejara algún rincón sin repasar. Por primera vez desde hacía mucho tiempo era incapaz de detectar cosmos alguno, y aquello era más frustrante que la inutilidad de sus sentidos más mundanos. La tierra no le respondía… O tal vez sí lo hacía, y la respuesta que buscaba era que no había nada que buscar, era difícil saberlo cuando se estaba en un mundo nuevo.

Advenimiento de Erebus —susurró Caronte, directo a la mente de Adremmelech. El ex-santo sintió alivio: al menos su sexto sentido seguía siendo útil—. El arte combativo de los santos se basa en destruir los átomos —parafraseó—. Estas muestras de espectacularidad gratuita no me las espero de los mejores guerreros del mundo.

El batallón ateniense seguía luchando allá arriba, al parecer inconsciente del inmenso agujero sobre el que se encontraban. Aquello tranquilizó a Adremmelech: para ellos, él no había destruido el suelo. Eso, así como lo que estaba por ocurrir, había sucedido en el espacio sobre el que Caronte reinaba. Su combate se decidiría en los dominios de Plutón; el resto estaba a salvo. Aun así, nada estaba dicho sobre lo que pasaría si su poder o el de Caronte alcanzaban las figuras espectrales de Tiresias y las amazonas.

—Cuanto más lejos estemos, menos daño provocará tu aura maldita —afirmó Adremmelech, con esa voz terrible venida de las profundidades de la tierra. 

—Pareces un buen hombre —dijo Caronte—. Duro, impaciente, y de extraños motivos, pero un buen hombre. Salvaste a esos santos de plata de una intervención desastrosa, protegerlos de mi influencia, garantizar que tuvieran una salida… ¿Cómo has logrado tanto? Y ese último golpe. Tú sabías que estaba por hacer algo con el ambiente. No podías prever qué, ni yo mismo estaba seguro de cómo afectaría el Advenimiento de Erebus al Reino Fantasma, mas sabías que algo estaba por ocurrir y me alejaste de ellos con un golpe que los habría matado a todos si tu intuición te hubiese fallado.

—Basta —dijo Adremmelech. Guardándose para sí la verdad, que su objetivo no era destruir la tierra, sino el tejido del espacio. Arrancarlo del Reino Fantasma y alejarlo del Santuario—. Estoy aquí para castigar tu insolencia, pequeño ser, no para charlar.

Caronte apareció de la nada, como si siempre hubiese estado ahí, solo que no lo habían buscado con suficiente ahínco. Adremmelech podía verlo a través del sentido que trasciende los otros seis, pero a diferencia de los alrededores, el regente de Plutón no se veía afectado por la ausencia de color: la camisa era roja, la mirada de un intenso violeta, y el cabello plateado. El astral era algo ajeno a todo su alrededor, y a la vez, era lo más parecido a aquel mundo sombrío.

—Estamos en la capa externa de la Esfera de Plutón. La cáscara del huevo, si me permites la expresión. Tardará entre cinco y seis minutos en abrirse, y cuando lo haga todo cuanto intentas proteger se reunirá con nosotros.

—He dicho, ¡basta! —exclamó Adremmelech. Un grito de guerra que hizo retumbar la tierra. Columnas de lava y fuego surgieron alrededor de los dos guerreros, y en el interior de aquel infierno dio inicio la batalla.


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Publicado 12 abril 2021 - 21:44

 

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Spoiler

 

Gracias por la aclaración.



#228 Rexomega

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Publicado 19 abril 2021 - 10:48

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Miss_lonely_Star. De nada.

 

***

 

Capítulo 73. Muro de hierro

 

Primero, todo tembló, como si el puño del traidor Adrammelech hubiese sacudido el mundo entero. Luego, tanto el ex-santo como Caronte desaparecieron sin más. Nadie en el batallón conformado por las amazonas y el ciego Tiresias podía imaginar el combate que iniciaba en la Esfera de Plutón, pues ni siquiera eran conscientes de que se hubiese abierto. Y tenían problemas de los que ocuparse, mucho más cercanos.

—¿De verdad crees que podremos con ellos? —cuestionó la líder amazona, Helena.

Las demás, cientos de guerreras hasta ese día implacables, retrocedían lo más posible del sinfín de trozos de carne que había regado por el suelo. Veían, impotentes, cómo hasta el más insignificante trozo de piel regresaba a su sitio; los hombres que Adremmelech había rebanado se unían de nuevo, pedazo a pedazo. Y cuando los cuerpos, pálidos y sin cualquier signo distintivo, se alzaron, indemnes, volvieron a ser cubiertos con las armas y armaduras oscuras que el ex-santo había destrozado.

—Para regenerarse, necesitan energía —murmuró Tiresias—. Helena, ¿has sentido alguna vez el cosmos?

—No —contestó la mujer, aliviada ante la ceguera del capitán de la guardia.

—Yo lo sentí. Una vez, hace mucho tiempo. Fue maravilloso… —Tiresias acercó una mano al rostro, palpándose las vendas que ocultaban sus vacíos globos oculares—. Y, sin embargo, debemos agradecer a los dioses por no haber sido dignos de sus dones.

Una lanza estuvo a punto de atravesarle, tan rápida como silenciosa. Tiresias la esquivó en el momento justo para poder tomarla con las manos. Por un momento la hizo girar varias veces, primero con una mano, y luego con ambas, solo para acabar apuñalando a un enemigo invisible. Al final, se la devolvió al lancero ante una estupefacta Helena. 

—Impotencia, desesperación, dolor… Sin el cosmos de un santo, no podrán regenerarse infinitamente, pero toda emoción negativa que provoquemos en estas almas condenadas los volverá más fuertes.

Una vez dio advertencia, Tiresias se lanzó contra la horda. Saltó sobre el lancero que trató de matarlo, y golpeó a otros tres en un rápido giro. Ataques certeros al cuello y la nuca. Alguien estuvo a punto de cortarle el hombro, pero reaccionó a tiempo para atrapar la hoja por los lados, descubriendo un secreto a voces: solo el filo era mortal.

Todas las amazonas vieron cómo un hombre se metía de lleno en el peligro. Contemplaron a dos soldados esgrimir espadones demasiado grandes a los flancos del capitán de la guardia, y a este último aplastar sus cascos con sendos ataques para luego ocuparse del espadachín, quien no tuvo tiempo de mover la espada. Los tres no habían terminado de caer inertes al suelo cuando las amazonas se unieron a la batalla.

Nunca portaron un manto. Fueron incapaces de proteger a Ethel, en su bando o desde fuera. Tampoco pudieron salvar a los jóvenes que la orden de los caballeros negros arrebató al Santuario. Trece años atrás, ayudaron a salvar Rodorio, aunque todas sabían que solo compraron tiempo con la sangre de compañeras muertas. Ahora, ese día en el que por fin podían vengarse, les habían arrebatado lo poco sagrado que podían conservar, e incluso vieron su orgullo caer al suelo tal y como lo hicieron los guardias de Rodorio, pues ninguna, ni la intrépida Helena, pudo siquiera intentar salvarlos.

Todas y cada una de esas humillaciones hervían en la sangre de las amazonas. Alimentaron su voluntad quebrada como una dosis de adrenalina sin precedentes, y endurecieron los puños y las piernas de aquellas guerreras de rostro descubierto; la legión de Aqueronte, una masa sin voluntad, solo pudo utilizar sus armas.

Se alzaron espadas y se arrojaron lanzas. Metal chocaba contra el suelo llano del Reino Fantasma, y enormes escudos se interponían ante la furia desatada de las antiguas aspirantes. Para todas había acabado el imposible sueño de convertirse en santas, y con él se iban el honor y cualquier forma de cortesía. Muchas se valieron de la ventaja numérica para lograr una victoria rápida y limpia, y no eran extraños los soldados que recibían en el suelo un golpe fatal.

Tiresias peleaba con otro estilo. Desarmar y apartar eran sus acciones básicas, ya que mientras los soldados pudieran recuperar una espada, una lanza o un escudo, no se molestarían en crear otra. También, si no mataba a demasiados, el resto seguiría convencido de que podía ganar, y no se volverían más fuertes.

Motivado por todas aquellas teorías sobre la legión, Tiresias se metía una y otra vez en riesgos innecesarios. Oía la música del acero del infierno, y bailaba a su compás, esperando a que fuera un uno contra uno. Entonces era tan letal como sus compañeras: al último le había decapitado de un certero movimiento. 

Algo lo golpeó; una mujer sin duda. Cayó al suelo con aquella imagen insertada en la cabeza, y allí se mantuvo incluso con la punzada de dolor. No tardó en entender que tenía el brazo roto. «¿Me vas a fallar ahora?»

Obtuvo su respuesta al predecir una lluvia de lanzas. Rodó para esquivarlas y, al alzarse, pudo ver de nuevo a la mujer, o más bien, la sintió. Placas de metal oscuro unidas por cuero negro, todo sobre las ropas de combate de una aspirante. Estaba muerta, una amazona le acababa de atravesar el corazón. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Era igual que los soldados de la legión, pálida y de armadura oscura.

Escuchó la risita sádica de su compañera, y se preguntó si ella sabía lo que él empezaba a entender. «No —se dijo—. No tiene la visión. Ve con los ojos, nada más.»

Era así para todas, amazonas que habían adaptado sus cinco sentidos para aquel tipo de enfrentamiento: frenético, rápido, letal. Terminar cada combate lo más rápido posible, sin preguntas ni discursos. Un abanico de fuerza, agilidad y destreza que por un simple descuido, había dejado al capitán sin un rival. ¿Sería así si supieran contra qué estaban luchando? Tiresias quería creer que sí, pero eso no le daba seguridad.

Los soldados eran un montón de cadáveres. La mayoría cayó sin dolor, y los demás cuerpos estaban destrozados. La misma Helena acababa de aplastar el cráneo de un lancero de un pisotón. Y las que combatían a las guerreras pálidas, último estertor de la legión, lo hacían con una brutalidad animal; los huesos se rompían y pulverizaban a cada segundo, y los restos rasgaban los órganos de aquellas, matándolas. 

Tiresias sintió terror al imaginar lo que se levantaría de aquella masacre. «Nuestros hermanos caídos —pensó, sin atreverse a decirlo—. Los hombres y mujeres que sucumbieron ante la legión de Aqueronte, hace trece años.»

A través de la visión, percibió la victoria de sus furiosas compañeras, y también su futura derrota. «Cosmos. Arde. ¡Cosmos…!»

Aquellos rezos inútiles fueron interrumpidos por la primera sangre. Una guerrera pálida clavó sus dedos en el rostro de una amazona, llenándolas de un mar carmesí interrumpido por astillas blancas y fluido cerebral. Tres amazonas fueron necesarias para acabar con la asesina. Ninguna salió ilesa.

Lejos, en la frontera de aquel campo de batalla, se ahogaron siete gritos más. Los cadáveres empezaban a reanimarse, más rápidos, más fuertes. Una amazona de fornidos brazos había reventado el cráneo a nueve espadachines el último minuto, y sin embargo su golpe apenas hizo mella en la cara del décimo, quien la atravesó desde el hombro al costado. La mujer se deshizo en polvo.

Tiresias hizo lo posible por impedir más muertes. El capitán calló todos los llamados de su conciencia mientras mataba a los que aún se estaban recuperando. Provocó a los que parecían más peligrosos, y puso a prueba la visión, aquella percepción sobrenatural que hubo de desarrollar cinco años atrás, al privarse sus ojos, como nunca antes lo había hecho: sabía cuántos le atacarían, así como por dónde y de qué manera; conocía la fuerza y velocidad de aquella legión de pesadilla, y podía calcular la respuesta necesaria para eliminarlos ¿una vez más?, ¿dos?, ¿tres?

—¿Cuántas veces tenemos que matarlos? —preguntó Helena, de lo más oportuna.

—¡Qué importa! ¡Destrozadlos! ¡No esperéis a que se regeneren! ¡Matadlos hasta que se queden muertos!

Un grito de euforia llenó la atmósfera, y el capitán quedó sorprendido de la fuerza de aquel batallón. Seguía habiendo muertes, pero por cada mujer que caía, treinta enemigos ya lo habían hecho, y aquella regla no se cumplía para todas. Helena buscaba a los más fuertes de los que Tiresias no podía ocuparse, y de los que escapaban a las capacidades del par, se encargaban pequeños grupos de amazonas. Entre ellas estaba la pícara que lo había salvado hacía un momento, siempre con esa risa triunfante tras cada muerte.

Cuando hasta el último soldado de la legión estuvo en el suelo, el batallón ateniense no dudó en matarlos durante el proceso de regeneración. Separaban la cabeza que trataba de unirse al cuello; volvían a aplastar la mano huesuda que se empezaba a cubrir de carne; arrancaban, las más bestiales, el corazón de los pechos abiertos que amenazaban con cerrarse. Tiresias, Helena, y algunas amazonas que, para su desgracia, todavía podían razonar, se limitaban a partir el cuello de los muertos reanimados.

Entonces llegó el momento inevitable. Un soldado desarmado agarró los brazos de una amazona que quiso jugar con la muerte, y antes de que nadie pudiera intervenir, se los arrancó como quien parte la ramita de un arbusto.

Tiresias no llegó para protegerla, pero sí para la venganza. Se abalanzó sobre el soldado, y le destrozó el cráneo con golpes que él mismo merecía. «Lo hemos hecho todo mal, todo… No hemos aprendido nada en trece años.»

—¡Los Toros de Rodorio! —gritó una amazona.

El capitán no conocía a aquella mujer, pero la habría abrazado en ese mismo instante. Cincuenta hombres se unieron a la batalla, aplastando todo cuanto se interponía entre ellos y sus compañeros. Los martillos de guerra que portaban, inmensos y oscuros, trataban el metal del infierno como una maza de hierro haría con una figura de cristal.

—¿Y vais a dejar que un montón de hombres-toro se queden con la gloria de las amazonas? —cuestionó Helena.

No hubo mujer en aquel campo de batalla que no respondiera a aquel grito de guerra. Hasta Tiresias lo hizo, pues algo había renovado sus esperanzas: los cuerpos que caían a merced de los Toros de Rodorio, no volvían a levantarse. ¡Estaban desapareciendo!

 

***

           

Ajeno a los combates librados en el Reino Fantasma, Joseph ayudaba a los heridos, dispersos a lo largo del bosque. A esas alturas, no le extrañó estar a tan poca distancia del Santuario, sospechaba que la idea de Caronte era infiltrarse en tierra sagrada usando a Terra como mula de carga. El sujeto no pudo responderle porque en cuanto escaparon de las guerras de Caronte empezó a dar muestras de sentir un gran dolor y se recostó junto a un árbol mientras explicaba muy por encima la forma en que los había secuestrado.  Cayó dormido poco después, mientras se disculpaba con todos.

Otro que estaba en la misma situación era Margaret. En parte, Joseph comprendía que el santo de Lagarto quisiera descansar después de transportar a dos mil guardias y situarlos a lo largo de un bosque que ni siquiera estaba viendo. Era cierto que gracias al portal abierto por Adremmelech podían sentir el exterior del Reino Fantasma si enfocaban en ello el sexto sentido, y también debía ayudar que para ese momento Joseph se había encargado de dormirlos, pero incluso contando aquellos factores la hazaña de Margaret era digna de alabanza. Y las habría recibido de no ser por la forma en que respondió a Yu cuando le preguntó por qué dejó algunos atrás.

—Mejor que mueran con honor a que vivan en la vergüenza, ¿no? —había dicho el santo de Lagarto mientras creaba entre sus manos una flor roja, de aroma embriagador—. Tenían esa cara. Quieren morir luchando.

Yu hizo una mueca entonces. Hasta a él, acostumbrado a despreciar a la guardia, le molestaron las palabras de Margaret y a punto estuvo de ir hacia el dormido Terra, entrar en ese extraño mundo al que estaba conectado y sacar a rastras a Tiresias y las amazonas. Sin embargo, no lo hizo, de nuevo la parálisis le sobrevino y  ya no había nadie que le provocara para regresar ante Caronte, ante una muerte segura. Margaret rio a costa del santo de Auriga, para después oler la rosa y adormecerse un momento antes de recibir otro golpe más. Él tampoco quería luchar contra Caronte.

El santo de Centauro no era mejor que sus compañeros. Lo único que diferenciaba a Joseph de estos era que ocultaba su impotencia con el empeño en tratar a los damnificados por Caronte, tarea que compartía con las guardianas del bosque. Por supuesto, no habían concentrado a los guardias en un solo lugar, Margaret había tenido que calcular diversas zonas en las que pudieran descansar un numeroso grupo de personas que nunca podría superar el centenar, ni en el más espacioso claro del bosque. De modo que él se encargaba de unos cuantos, de velar por su sueño y asegurarse de que ninguno tratara de suicidarse al despertar. Si las ninfas podían hacer algo más por ellos, lo desconocía. Ellas solo le informaban, en su idioma que era el soplo del viento y el tacto de la tierra sobre su manto de plata, de que estaban cuidando de todos.

—Debo irme, aquí no estoy haciendo nada.

—¿Vas a dejarme solo con este? —cuestionó Yu, señalando a Terra. El sujeto se removía en sueños, como presa de una pesadilla. O algo peor.

—Despierta a Margaret si necesitas compañía —respondió Joseph—. Yo…

Yu le interrumpió con un gruñido y un gesto brusco, la forma de aquel hombre simple de despedir a un compañero. Joseph lo agradecía. No habría podido darle más explicaciones que la vergonzosa necesidad de sentir que estaba haciendo algo.

 

El silencio se adueñó de la zona una vez el santo de Centauro se alejó a buscar ninfas. Despertar al santo de Lagarto no valdría la pena si no era de un puñetazo, y Yu no creía que la nariz de Margaret resistiera un golpe suyo después del que Adremmelech le encajó en toda la cara, ¡se la destrozaría, sin duda! Los dioses sabían lo mucho que aquel dormilón apreciaba su aspecto. Quien le dejara la marca de una herida, así fuera pequeña, ya podía prepararse para ser perseguido hasta el fin del mundo.

Así pensó Yu durante todo el tiempo que podía estar de pie sin hacer nada, hasta que se le ocurrió que estaba tratando a un amigo —un hermano de armas, diría si le preguntasen— como si fuera solo un chiste y no una persona. Entonces le dio más y más vueltas al asunto, de cómo Margaret se había limpiado la sangre de la nariz con el guantelete después de dedicar todos sus esfuerzos a salvar a un montón de miserables, no porque sintiera aprecio por ellos, no por una repentina comprensión de lo que significaba ser un santo de Atenea, sino porque era Margaret de Lagarto, el copión de la clase. Toda técnica que viera, la diseccionaría hasta los más elementales componentes, la comprendería y después la volvería a formar, todo en su cabeza, de modo que con el tiempo pudiera ejecutarla. Esa capacidad de observación le permitió crear una imitación las Rosas Diabólicas Reales a partir de una flor que encontró perdida en un jardín secreto, en el templo de Piscis, si bien su versión estaba a años luz de las habilidades de su anterior guardián. Esos ojos atentos y ese cerebro prodigioso le permitieron comprender que si no salvaba a la carne de cañón, Joseph no se marcharía y moriría.

—Deberíamos ser más sinceros con él —pensó Yu en voz alta—. Al menos con él.

Pero no lo serían. Eso lo supo incluso si Margaret no despertaba para realizar algún comentario mordaz. Eran demasiado orgullosos, los dos, uno por haber sido entrenado bajo la tutela del más poderoso santo de oro y el otro por ser considerado un genio después de ser recibido en el Santuario como un chico bonito sin talento. Una tontería, ya que el techo que tanto admiraron en su juventud, conformado por los cinco santos de plata que vencieron por primera vez a Hipólita, fue rebasado no una, sino dos veces. Él había escuchado las historias sobre los santos de Reloj y Escudo, él había sentido una fuerza inmensa en la recién ascendida santa de Cefeo.

—Ellos lucharían —dijo Yu, dejándose caer al suelo sin poner cuidado. En todo momento, miraba a Terra, aunque preferiría no hacerlo. Desearía salir corriendo y no ver el líquido amarillento que le bajaba desde la comisura de sus labios—. Ellos lucharían, así fueran a morir. Por eso ellos son los más fuertes. Por eso yo soy débil.

Una risa resonó como respuesta al lamento del santo de Auriga. Este, creyéndose parte de otra broma pesada de Margaret, miró hacia su compañero. Seguía durmiendo.

Quien reía no era ningún santo, sino Terra. El hombre se había levantado a la velocidad del rayo y soltó una carcajada antes de vomitar una cantidad imposible de sustancia amarillenta interrumpida por lanzas y espadas de negro gammanium.

—¡Por todos los demonios del Hades! —gritó el santo de Auriga a la vez que saltaba hacia Terra, para atraparlo. Apenas logró rozarle el abrigo.

—Tengo que escapar. Tengo que escapar. Tengo que escapar —repetía Terra sin descanso, entre temblores cada vez más frecuentes. Vomitó de nuevo la desagradable sustancia, y otra vez, y otra. En cada ocasión se arqueaba, apretando los dientes y cerrando los ojos lo más posible mientras avanzaba un par de pasos, solo para terminar cediendo a la repentina enfermedad que padecía—. ¡Tengo que escapar!

Yu de Auriga se había interpuesto entre Terra y la salida cuando este dejó escapar ese último grito, de modo que pudo ver mejor el estado en el que se encontraba su prisionero. Tenía los ojos inyectados en sangre, los labios pálidos y las mejillas hundidas. Algunos pelos le caían desde la frente, encanecidos, para acabar en el charco maloliente que poco a poco cubría toda esa zona del bosque, junto a cien lanzas negras.

—¿A dónde piensas ir? Al Santuario, no. A Rodorio, menos.

—Al Hades. Al Hades. Al Hades —repetía Terra, siguiendo con su apurado andar. Esquivó al santo de plata con una facilidad inesperada y se internó entre un par de árboles, todavía repitiendo esa última palabra—. Hades. Hades. Hades.

Nada pudo hacer el santo de Auriga para detenerlo, y eso le extrañó tanto como muchas de las cosas que habían ocurrido ese día. ¿Hasta ese punto temía volver a estar ante Caronte? ¿Era tan cobarde? ¡Por todos los dioses del Olimpo! Él era un bruto descerebrado, así lo describió su maestro el día que lo vio vestir el manto de Auriga, ¿cómo podía pensarse tanto si luchar o no una batalla perdida? Trató de hallar una razón por la que un hombre tan enfermo, en mente y cuerpo, pudo esquivarlo y llegó a la desagradable conclusión de que en realidad fue él quien evitó tocarle. ¡Alcanzar a ese sujeto era lo mismo que entrar de nuevo al Reino Fantasma, donde estaba Caronte!

—¿Qué es mejor? —murmuraba Margaret en sueños—.¿El hierro o la plata?

—Muy oportuno —masculló Yu, caminando hacia el santo de Lagarto para, ahora sí, despertarlo a golpes. Que todavía sostuviera la flor entre sus dedos lo animó todavía más, convenciéndole de que estaba fingiendo estar dormido para burlarse de él.

Pero pensar en la flor le llevó a oler su aroma y recordar el hedor que este había estado enmascarando, el de las aguas del Aqueronte que surgieron a la fuerza de Terra. Yu miró abajo, no quedaba ni una sola gota de aquella sustancia amarilla, aunque sí las lanzas. El río seguía a Terra, como siguió a Caronte trece años atrás.

—Joseph sabrá qué hacer —decidió Yu, abriendo el puño que empezaba encajar en la cara de Margaret para hacer algo no menos brusco: agarrarlo y colgárselo al hombro como un saco de patatas. La rosa cayó al suelo—. Joseph sabrá qué hacer.

Un santo de Atenea nunca debe perder la esperanza, eso también se lo dijo su maestro el día en que lo recibió y el día en que terminó el entrenamiento. Él tenía la fuerza, Margaret la inteligencia y Joseph el corazón que los animaba a los tres a hacer grandes cosas. Y si Ishmael estaba para dar las órdenes…

—Deja de pensar en el pasado, idiota —se recriminó Yu en voz alta—. Ishmael de Ballena, Zaon de Perseo, Lesath de Orión, Marin de Águila y Nicole de Altar. ¡Ya está bien de perseguir sus sombras! Es hora de forjar nuestras propias leyendas.

Dijo eso con gran orgullo, seguro de que las ninfas estarían oyéndole a él y no atendiendo a los guardias heridos que dejaba atrás, soñando con lo que sea que soñaran los hombres demasiado débiles como para sentirse unos cobardes. Porque eso era un hombre que no perseguía al prisionero que se le había escapado frente a sus narices.

Un cobarde indigno del manto de plata.

 

***

 

La llegada de los Toros de Rodorio cambió las tornas de la batalla. Los martillos de guerra con los que aplastaban por igual las cabezas y los pechos de cuántos soldados se pusieran frente a ellos les daban una muerte rápida y permanente. Algunos de mayor fuerza y rapidez pudieron evitar los ataques y hasta resistirlos, pero entonces, en mitad de un salto hacia atrás o mientras estaban aturdidos por un buen mazazo en el cráneo, grupos de entre tres y cinco amazonas les inmovilizaban hasta que el guerrero más próximo se acercara para golpearle con el arma mágica que portaba.

Solo que no eran armas mágicas, según intuyó Tiresias, incluso a la vez que derrotaba a un soldado del Hades de la misma forma que había hecho en todo aquel tiempo: con las manos desnudas. Los martillos de guerra no debían ser distintos de las lanzas y del filo de las espadas con los que contaba la guardia antes de que las dejaran caer al suelo, merced del dolor y la ceguera. Todas eran armas bendecidas por Nimrod de Cáncer. Para su vergüenza, Tiresias tenía que reconocer que había olvidado tomar alguna de aquellas armas en el fragor de la batalla. ¡Habían pasado tantas cosas! Se sintió insultado por Caronte, sintió más rencor hacia él del que creía poder sentir hacia cualquier otro enemigo, de modo que dejó escapar algo que podía salvar muchas vidas.

No creía que fuera el momento de convencer a las amazonas de armarse, considerando el voto de luchar como los santos que hacían desde el momento en que recibían la máscara, pero él no tenía reparos en tomar un arma. Alguien como él no era merecedor de vestir un manto sagrado ni de apegarse a las tradiciones de hombres mejores, más sabios y bondadosos. Cuando tomó en el aire la lanza de un enemigo, al inicio de la batalla, no se quedó con ella por la única razón de que las armas del Aqueronte solo servían para dañar a los vivos, a ellos los atravesaran como si fueran fantasmas y no cadáveres andantes. Si quería matarlos, matarlos de verdad, necesitaba el arma de un santo de hierro. Tanteó a la tierra en busca de alguna y descubrió, consternado, que estaban rodando por el suelo, guiadas por el flujo del río del sufrimiento.

—Así que Aqueronte nos teme —dijo con una gran sonrisa. Desde la primera sílaba ya corría en busca de una lanza, pero cuando escuchó el andar de cuatro soldados cerca de Helena, quien les desafiaba a ir todos a la vez, decidió que cualquier arma valdría. En plena carrera, notó dos espadas y no dudó en realizar con ellas un corte cruzado para despedazar la cabeza de uno de los soldados, que se extinguió dejando escapar un brillo azul. Podía verlo, a pesar de su ceguera. Podía verlo y eso solo tenía una explicación—. ¡Un alma! ¡Un alma humana ha sido liberada del Aqueronte! —anunció a todos a la vez que bloqueaba los lances de los otros tres.

Animadas por esa pequeña esperanza, todas las amazonas redoblaron esfuerzos para apoyar a sus compañeros taurinos. Ya cuatro de ellos habían caído, uno atravesado por una lanza de costado a costado, los otros por meros roces de espada. Otros tres luchaban con furia con un único soldado del Aqueronte que luchaba a mano desnuda, demasiado ágil para ellos, demasiado rápido para cualquier hombre, o así pareció hasta que el más alto de todos los Toros de Rodorio apareció de la nada con dos de las armas de los caídos y ejecutó sobre el escurridizo enemigo un doble martillazo. El cadáver ya tenía todo el pecho y la espalda aplastados antes de desaparecer para siempre. Y hasta ese guerrero sin parangón habría caído si una amazona no hubiese desviado una espada arrojada por el enemigo, directa a su columna. Los Toros de Rodorio no eran invencibles, necesitaban apoyo, y las bravas mujeres de Atenea estaban decididas a cumplir ese rol hasta la completa derrota de la legión de Aqueronte.

Un remolino de guerreros, amazonas y soldados del inframundo ocupó la mayor parte del campo de batalla, mientras que Tiresias y Helena acabaron luchando en un punto alejado de sus compañeros, espalda contra espalda. La líder amazona daba golpes certeros, buscando puntos débiles hasta en los rivales más peligrosos; el capitán de la guardia decapitaba a uno tras otro sin preocuparse de un ataque a traición, tal era la confianza que tenía en su compañera. De vez en cuando, otra amazona les echaba una mano, la más particular de todas y acaso la mano derecha de Helena. Eco, decía llamarse, la única en ese febril enfrentamiento que todavía reía. A Tiresias le acompañaron sus risas hasta que la tierra empezó a temblar y agrietarse.

—Esto no me gusta —dijo Helena—. La batalla de Caronte y Adremmelech nos está alcanzando, dondequiera que estén.

—El río Aqueronte está llevándose las armas a algún sitio. Fuera del Reino Fantasma, creo. Si seguimos su flujo, encontraremos una salida —advirtió Tiresias.

Antes de que Helena pudiera opinar, un nuevo y necio soldado trató de atacarlos, recibiendo en pleno salto un corte transversal del hábil Tiresias. La espada, empero, no rasgó la carne ni el metal, sino que pasó a través de un líquido nauseabundo. El Aqueronte había reclamado esa alma como también reclamaba otras, las pocas almas con las que contaba, así pudo entenderlo el capitán de la guardia al escuchar el mismo sonido, de masas de agua infernal del tamaño de un hombre cayendo al suelo e integrándose a un río que fluía lejos de ese mundo, abandonando a Caronte.

Una vez comprendió que estaban ganando, Tiresias no necesitó que Helena le confirmara nada. No había problema en salir, más bien era su deber hacerlo. 

—¿Los Toros de Rodorio te obedecerán?

—Siguen siendo parte de la guardia y yo sigo siendo capitán. Así que sí.

Ya no quedaban enemigos en las cercanías, solo un río de aguas amarillentas mojando las botas de quienes habían vencido a la horda. Helena y Tiresias se separaron y llamaron a gritos a sus hombres para darles la instrucción más sencilla de todas.

¡Seguir al enemigo hasta su completa derrota!


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Publicado 19 abril 2021 - 12:19

Cap. 72 El que no muere por más que pierde
 
¡Vaya! Por eso Adremmelech parecía el Yamcha de la historia, sólo ha peleado con el 10% de su poder en tantas batallas XD Pero dice que ahora va a pelear al 30% ¿hará mucha diferencia? Esperemos porque vaya que necesitan ayuda los santos... Aunque a uno le rompió la nariz, a otro medio lo estranguló, les gritó a todos hasta dejarlos casi sordo y los llamó panda de inútiles jajaja ¡Vaya aliado!
Terra que casi se hace en los pantalones, y pese a todo le dio permiso al sujeto de meterse en su reino fantasma XD ¡Esa es intimidación, presencia y poder de convencimiento! Denle una cerveza a ese cab#$% XD
 
Bien, los santos de plata y cientos de ciegos se han marchado del reino fantasma, con la sorpresa de que Tiresias y las amazonas se quedaron para ayudar con el ejercito de inmortales.
 
Pese a todo, Adremmelech es un buen tipo que quiere proteger a los soldados, santos y demás gente que ELLA aprecia e impedir que Caronte llegue al Santuario. Tiene 5-6 minutos para hacer algo con Caronte ¿podrá hacerlo antes de que Namekusei esta-...? Digo, ¡antes de que se abra la Esfera de Plutón!
A ver cómo acaba este asunto x3.
 
PD. Emocionante cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 26 abril 2021 - 11:47

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 74. Destrucción ilimitada

 

Adremmelech fue el primero en atacar, enterrando el puño donde hacía un instante se hallaba el corazón de Caronte. Intuyó la nueva posición del astral y se arrojó hacia él, dándose cuenta a medio camino de que tenía la garganta desgarrada. Ignoró el dolor.

Caronte detuvo la acometida con el brazo derecho a la vez que dirigía la mano izquierda a los ojos que Adremmelech nunca usaba, reventándolos. El Caballero sin Rostro mantuvo un silencio inhumano que en lo absoluto reflejaba la ferocidad de su contraataque: sosteniendo la fría oscuridad que cubría el cuerpo del demonio, se valió de la mano libre para encajarle un puñetazo en la quijada. Pero a Caronte le bastó un movimiento hacia atrás para esquivarlo, e incluso aprovechó la situación para desgarrarle la muñeca y tomar distancias.

Todavía inmerso en aquel mutis antinatural, Adremmelech buscó volver a golpear al astral de mil maneras distintas, fallando siempre. Caronte era capaz de predecir sus toscos ataques, esquivándolos al tiempo que cortaba una parte más de su cuerpo: mejillas, tendones, estómago, la nuca… En cuestión de segundos había más heridas en el cuerpo del Caballero sin Rostro que partes sanas, y lo que quedaba del uniforme estaba oscurecido, empapado por la vida de Adremmelech.

—¿Cuántos litros de sangre tiene el cuerpo de un santo? —cuestionó Caronte, divertido.

¿Pretendía desangrarlo? La mera posibilidad bastaba para que Adremmelech sintiera ganas de reír, aunque lo que terminó expresando fueron gritos carentes de sentido. Era mayor la furia que despertaba esa soberbia seguridad que el astral destilaba en cada gesto y palabra. Guiado por aquella rabia inconsciente, el Caballero sin Rostro volvió a probar con un ataque frontal. Duplicó la fuerza y velocidad, decidido a convertirse en un bólido capaz de superar por amplio margen sus anteriores intentos.

Esta vez, Caronte no se molestó en esquivarlo o detenerlo. Esperó que el enloquecido guerrero estuviera lo bastante cerca y le partió el cuello de una certera patada. El antiguo guardián del décimo templo zodiacal dio varios tumbos sobre la tierra ensangrentada antes de caer inerte ante una pared.

—Me pediste llevar nuestra lucha a mis dominios —murmuró Caronte una vez se cercioró del estado de Adremmelech; costaba creer lo fácil que había sido—. ¿Arrepentido?

Como por arte de magia, la tierra bajo ambos se abrió de pronto, y aunque Caronte pudo alejarse de un salto, el supuesto cadáver fue engullido por la oscuridad antes de que la grieta se cerrara. ¿Una reacción de aquel mundo de silencio ante el insoportable par de vocecillas que había estado aguantando? Tenía sentido, pero otras posibilidades surgían en la mente de Caronte, quien sonrió para el probable público.

—¿Por dónde iba? —Caronte miró hacia los cielos. Más allá del batallón espectral y de la nube de polvo, confiando en que en las alturas un ojo de pupila aguamarina le observaba—. Porque me estás escuchando, ¿cierto? Lo percibo. Tú, la niña de Virgo… ¡Ah, cierto! De monstruos y…

Una docena de rocas de diverso tamaño cayeron sobre el astral a altísima velocidad, interrumpiendo su discurso. Caronte, percibiendo el cosmos de Adremmelech en cada una de ellas, no dudó en bloquearlas, bastándole para ello el brazo derecho. Siguió hablando mientras más proyectiles venían de todas partes.

—Debes considerarte una heroína… ¡No! Más que eso. Mesías de la humanidad. Es la euforia, chiquilla. Todos los hombres que hoy son leyenda pasaron por eso… Y no todas las leyendas de tu raza hablan de buenos hombres, ¿cierto?

Entre cientos de piedrecillas que lo buscaban más rápidas que el rayo, y las rocas de entre cien y trescientos metros que caían como auténticos meteoritos, el cráter se iba expandiendo poco a poco. Los estallidos sónicos quebraban la roca de las paredes, añadiendo proyectiles al arsenal infinito que asediaba al astral, el cual los bloqueaba a la espera del previsible retorno de Adremmelech. Pronto, el polvo que quedaba tras los incontables ataques fue cubriendo los alrededores, y Caronte imaginó que aquel sería el momento que el ex-santo esperaba.

Pero detrás de la negruzca cortina se ocultaba una táctica más sutil. Agujas finísimas que se confundían con el aire, de afilada punta y endurecidas por un inmenso cosmos que les otorgaba movilidad y las protegía de la fricción. Se habían desplazado con increíble lentitud conforme el resto de piedras era detenido por Caronte, y ahora, de forma súbita, se proyectaron todas ellas sobre el astral, apuntando a las zonas que este había cortado del cuerpo de Adremmelech. Caronte capturó la primera a un par de metros del cuello, y tras calcular las mejoras que el Caballero sin Rostro le había otorgado, decidió recibir las demás.

Las pupilas de ambos ojos, los tímpanos, la garganta, la nuca… Toda parte del cuerpo humano que pudiera considerarse especialmente vulnerable fue golpeada por aquellas agujas, las cuales quintuplicaron su terrible velocidad a un milímetro del objetivo. Y sin embargo, fueron estas las que estallaron sin causar el menor daño.

—Re-ajustando la potencia y velocidad. —La voz de Adremmelech reverberó por todo el cráter, acompañada por un leve temblor—. Prioridad: destruir la armadura.

Una efigie de roca ígnea emergió cerca de Caronte, y al explotar dejó a la vista a un intacto Adremmelech. No solo se había regenerado el cuerpo, sino también el uniforme que siempre llevaba; era como si la anterior batalla no hubiese tenido lugar.

Sin mediar palabra, Adremmelech se propulsó sobre el astral tan rápido como aquellas agujas. Falló por poco, pero supo reaccionar a tiempo para bloquear el intento de Caronte por decapitarlo, a la vez que encajaba el puño en el pecho sombrío. Desde aquel punto, ondas expansivas se extendieron por todo el traje de sombras, tornándolo en algo similar a la superficie de un mar embravecido. Caronte, al parecer extrañado, atrapó el otro brazo del ex-santo, evitando que le golpeara el rostro. Pero tanto tenía Adremmelech la creatividad de los hombres cuanto la ferocidad de las bestias salvajes, y no dudó en usar su propia cabeza para golpear la de su adversario.

Desde la frente hasta el cuello, la piel de Caronte tembló del mismo modo que lo hacía la tierra. Y en el interior pareció haberse iniciado un terremoto, alterando sus huesos, órganos, fluidos… Más sorprendido que molesto, el regente de Plutón buscó de nuevo la garganta de Adremmelech, con la diferencia de que ahora no se trataba de un corte horizontal. Sus garras atravesaron el cráneo del Caballero sin Rostro hasta llegar al cerebro. Esta vez no se contentó con dejar de sentir sus signos vitales; tenía claro que debía alejar al ex-santo del suelo, y así lo hizo. Elevó al supuesto cadáver, y con la mano libre, le atravesó el corazón.

—Resistencia insuficiente —dijo Adremmelech, sin que su voz se viera afectada por la ausencia de cuerdas vocales—. Incrementándola un 5%.

Caronte todavía tenía ambas manos incrustadas en el cuerpo del ex-santo cuando las palmas de este le golpearon a la vez. El temblor regresó, incontenible, pero no había tiempo para pensar en eso. Adremmelech extendió el brazo derecho y lo alzó hacia los cielos sin sol; parecía seguro de cortar los dos brazos del astral.

El regente de Plutón se apartó a tiempo. La tierra se había abierto en el lugar donde se encontraba; una línea que se extendía kilómetros y kilómetros por las profundidades del mundo sombrío, hasta llegar a la réplica del manto terrestre, quizá incluso más allá.

Las heridas de Adremmelech se repararon en el mismo instante en que pisó el suelo. Hueso, carne, piel, cerebro… Todo lo que le habían destrozado volvió a crecer, y la sangre que manchaba el uniforme desapareció como si nunca se hubiese derramado. Caronte podía notar el flujo de cosmos entre la tierra y el ex-santo, aunque algo no encajaba: la energía que Adremmelech recibía era la misma que la que él mismo usaba desde el comienzo de la batalla. No estaba recibiendo ayuda externa; estaba convirtiendo el terreno enemigo en parte suya.

—Los humanos acostumbran a morirse cuando son asesinados —bromeó Caronte—. Hacía mucho tiempo que no veía a uno capaz de regenerarse de ese modo.

—También los perros suelen ladrar —replicó Adremmelech.  

Y así se reanudó la batalla. Mientras Adremmelech todavía buscaba ponerle fin de un solo golpe, Caronte bloqueaba todos sus intentos con un brazo mientras recurría al otro para causar la mayor cantidad de heridas posibles, poniéndolo a prueba. Miles de golpes se intercambiaban en menos de un parpadeo, y en medio de uno de ellos, el regente de Plutón desgarró el brazo del ex-santo desde la muñeca hasta la axila, pero ni siquiera eso impidió que el puño de aquel le acabara amartillando el hombro izquierdo, al mismo tiempo que él terminaba de cortarle la extremidad.

—Eres un gólem —advirtió tras dar un salto hacia atrás—. Una masa de agua, tierra y cosmos. Una tradición del pueblo de Mu, antes de las escamas y los mantos sagrados. 

—Yo soy el santo de Capricornio —afirmó Adremmelech.

—El gólem del santo de Capricornio —replicó Caronte—. Tus esfuerzos por ocultar tu rostro y otorgarte la apariencia de un hombre que sangra y muere desviaron mi atención. Sin embargo, en todo este tiempo no has gritado al recibir ninguno de mis ataques, y créeme que duelen cuando se tiene un alma, duelen mucho.

Veloz, el astral rodeó a Adremmelech como un remolino de tinieblas, atravesando la carne como lo haría una bestia. El líquido carmesí se derramó al son del crujido de huesos; Caronte había cortado el otro brazo del ex-santo, y ahora aplastaba el cuello con terrible facilidad. De un empujón lo envió contra la pared más cercana, enterrándolo.

—Imbuyes este mundo sombrío, liberándolo de mi influencia. Y como pago, tomas parte de él para reparar lo que yo te arrebato. Imitas a los dioses, siendo un muñeco de arcilla glorificado. ¿Hasta cuándo? Es lo que pienso comprobar.

Desde la tumba que Caronte le había proporcionado, Adremmelech hizo que todo el cráter temblara. El astral ya no hablaba del cuerpo que estaba usando, eso era claro. Había entendido la verdad detrás de su técnica demasiado pronto, y sin embargo escogía la vía más larga para superarla: la de una lucha de desgaste.

—A través de tu cosmos, fortaleces la roca…

Cientos de miles de proyectiles surgieron desde las paredes y el suelo, y todos y cada uno se dirigieron hacia Caronte con gran velocidad e inigualable puntería. Entre aquella avalancha sobrenatural se escondían diez mil agujas, por mucho más letales que las anteriores. Caronte las destruyó todas con sus rapidísimas manos.

—… la lava…

Seis torres de fuego se alzaron alrededor del astral, y la séptima, lava de un ardor imposible, engulló el cuerpo de Caronte. La temperatura se elevó en aquel círculo hasta que el suelo fue desintegrado. Ni tan siquiera llegó a derretirse antes de desaparecer.

Adremmelech salió de su encierro. Una pierna rota, medio cuerpo desaparecido hasta el punto en que la columna era visible; la cabeza le colgaba entre los muñones de los brazos, que volvían a crecer. En cuanto lo hicieron, los movió tan rápido como pudo, y dos cuchillas de viento cruzado impactaron sobre el infierno que contenía a Caronte.

—Y el aire.

Al astral le bastó la palma abierta para bloquear el ataque. Con esa mano detenía los sables celestiales, mientras que la otra reducía las incontables rocas, que ametrallaban el cuerpo de Caronte cuando a este no lo rodeaba una columna flamígera. En aquellos momentos, él simplemente seguía de frente, considerando que la lava era poco más que un cálido abrigo y el suelo desaparecido un puente invisible. Caronte se acercó a Adremmelech como dando un paseo matutino, y eso enfurecía al ex-santo.

—Todo eso es inútil —aseguró el astral—. No hay nada en este mundo que pueda dañarme, a excepción de mis Colmillos de Cancerbero. No importa cuanta energía le prestes, pequeño vástago de las damas del bosque.

Adrammelech iba a decir algo, pero Caronte no dio tregua. Sus golpes, borrones de tinieblas que él había llamado Colmillos de Cancerbero, decapitaron y desmembraron al ex-santo a mitad de su regeneración. Y habría seguido el envite, mil veces mil habría muerto el gólem de no haberse deshecho como el montón de tierra que en verdad era.

 

—Aun la sombra fugaz de un mundo que pudo ser y nunca fue no se entrega a cualquiera, ¿sabes? Esa conexión con los planetas, pocos mortales la pueden lograr. No eres muy alto, no tienes partes de animales, e intuyo que tu verdadero ser es de carne y hueso. Además, eres demasiado débil para ser uno de los Astra Planeta. ¡Por Zeus! Llevo cinco minutos luchando contra el vástago de una ninfa. Me siento viejo.

Ya no había fuego o roca en movimiento. Solo un cráter todavía más inmenso que el original, de paredes irregulares e incontables fosos rodeados de piedra derretida y abismos insondables. Encima, en el Reino Fantasma, donde no existía tal cráter ni había ocurrido aquella batalla, habían llegado los refuerzos para socorrer al batallón ateniense. Desde que los vio, Caronte supo que sus acciones no habrían tenido el mismo efecto de haber estado aquellos guerreros de yelmo taurino desde el principio, y ahora se sentía un poco decepcionado: solo eran hombres, como los demás, aunque con armas de lo más interesantes. Pensó en hacerlas añicos desde el mundo sombrío, solo para ver cómo se lo tomaban, pero entonces el capitán de la guardia agarró dos espadas del suelo y empezó a cortar cabezas a diestra y siniestra. Cabezas que no volverían a crecer.

Dejó ese asunto a la parte del Aqueronte que había hecho manifestar en el Reino Fantasma y devolvió su atención al ex-santo. Sabía que seguía allí, incluso si no formaba un cuerpo. Estaba en todas partes, retozando con la tierra y la roca.

—Sois los santos de oro —soltó, buscando provocarlo—. Encarnáis el poder de las constelaciones. ¿Cómo llega uno de vosotros a creer que un montón de piedras puede servir de algo contra mí? ¿O todo se trata de gritar a los cuatro vientos que eres el hijo de alguien? ¿Qué crees tú, niña de Virgo? ¿El gólem quiso poner en alto a la dama del bosque que lo engendró después de entregarse a un mortal cualquiera?

Como respondiendo sus dudas, un enorme cosmos se liberó desde los cielos, despejándolos del polvo.  Y aun así, seguía sin haber luz sobre el cráter. Una mancha de oscuridad lo cubría en su mayor parte: la sombra de una montaña.

—Dime, pequeño ser. —La voz, aunque provenía de la montaña, era sin duda la de Adremmelech—. ¿Qué ocurriría si caigo a cien mil veces la velocidad del sonido?

—El fin del mundo, supongo —respondió Caronte; susurrando, pues sabía que de cualquier modo sería escuchado.

—¿Qué mundo? —cuestionó Adremmelech, más humano que nunca—. Esto ni siquiera es el Reino Fantasma, sino su sombra. Sin vida, sin almas, ¡sin humanidad!

Y, entonces, cayó la montaña. 

Caronte se impulsó de un salto hacia ella, con la vista puesta en su cima picuda, tres mil metros por encima, o más bien por debajo, de la base. Ese sería el primer punto en ser atravesado por los Colmillos de Cancerbero.

Conforme se acercaba al titánico proyectil, sin embargo, el regente de Plutón fue notando que la montaña se estaba deshaciendo. Podía verlo incluso tras la barrera de fuego que la fricción creaba en derredor de esta; era como una erosión acelerada, antinatural. Un guerrero sensato retrocedería para estudiar mejor la situación; un loco movido por la curiosidad y el espíritu combativo de un demonio, empero, anhelaría el intercambio. Caronte siempre había tenido claro la clase de ser que era. Formar parte de los Astra Planeta no había cambiado eso, no del todo.

Ambos, montaña y astral, chocaron, y la onda resultante apartó toda nube a kilómetros a la redonda. Rodeado por las llamas, Caronte había lanzado su ataque justo donde había querido. La cima fue partida en dos y la montaña entera se agrietaba. Eso era extraño para Caronte; que el simple montón de rocas solo estuviese agrietándose.

—Resistencia al 25%. Suficiente.

La voz de Adremmelech se proyectó sobre Caronte. A la vez que el astral trataba de avanzar, el cielo mismo lo empujaba hacia la superficie, aunque no con bastante fuerza. El puño del regente de Plutón pudo introducirse algunos metros más en la roca, destrozando la cima por completo; rompiendo el envoltorio, la cáscara. Pero había algo dentro, una espiral inmensa cuyo centro parecía apuntar hacia Caronte. 

¡Había saltado con el objetivo de destruir una montaña, y ni siquiera podía cortar una colina de carne! El astral rio entre dientes; sus Colmillos de Cancerbero habían llegado hasta su objetivo, solo que no era una montaña. El montón de rocas estalló al fin, y los pedazos cayeron sin remedio, deshaciéndose en su regreso a la Madre Tierra. En poco tiempo, solo quedó un cuerpo humano, uno normal si se olvidaban el rostro sin rasgos y el hecho de que medía tres kilómetros.

—Velocidad al 33%. ¿Suficiente?

El ahora titánico Adremmelech amartilló al demonio con ambos puños, los dedos entrelazados. Caronte cayó a altísima velocidad, directo hacia el cráter. Un par de segundos después se oyó el rugir del mundo sombrío, pues era inmensa la herida que le habían infligido, demasiado.

—Suficiente —sentenció el ex-santo, permitiendo al fin que las fuerzas de la gravedad lo reunieran con su enemigo—. Fuerza al 20%, insuficiente. Re-ajustando…

 

***

 

Adremmelech se adentró en el abismo sin siquiera fijarse en el estado de las cosas en la superficie. Aquel mundo no era más que una sombra a merced de los ardides del astral; debía desaparecer, y lo haría tarde o temprano.

Kilómetros y kilómetros de tinieblas lo invitaron a acelerar el descenso. Estaba rodeado de tierra gris bastante irregular, con salientes que de vez en cuando terminaban de caerse y túneles cuyo propósito no acababa de comprender, si tanto el Reino Fantasma como la sombra en la que ahora se hallaba carecían de humanidad. Tampoco le importaba, ni tenía razones para pensar que había una historia detrás de cada agujero, ni escuchaba una voz que tradujera al lenguaje humano el sentir del mundo al que se enlazaba, como quizá creería aquel astral. Intuía cosas detrás de lo que veía, eso era todo, cosas que Ella protegería, así como cuidaba de la cruel y violenta raza humana.

Cerca del final, debió girar sobre sí mismo para que fueran sus pies, no su cabeza, lo primero que llegara al fondo del cráter. Tenía en aquel mundo el color de la lava, y tanto el calor como la presión que aquella zona ejercía eran idénticos a los que podría haber en la Tierra cuando se estaba sobre el manto terrestre. Localizó a Caronte varios kilómetros más allá, sentado. Parecía estar esperándole.

—No debería existir esto en este mundo —dijo el astral, dirigiéndose a la mente de Adremmelech—. Tampoco la lava, si lo pienso bien. ¡Es la sombra de un mundo, una dimensión que escapa a los sentidos convencionales, carente de luz o sonido propios!

Un espectador externo podría encontrar aquella situación absurda. Solo los pies del antiguo santo de Capricornio, cubiertos por las botas más grandes del mundo, ya eran más grandes que un rascacielos. El batallón ateniense que luchaba en el Reino Fantasma podría caber en cualquiera de los botones del uniforme; si el cuerpo estuviera recostado, claro. Adremmelech era, literalmente, una montaña humana; un hombre apunto de aplastar a una mosca que pretendía parlamentar. 

—Mi cosmos es mi sangre —dijo Adremmelech, con su acostumbrada voz inhumana; hablaba a través de la roca—. Mi sangre es la sangre de la Tierra.

Varias secciones de las paredes empezaron a desprenderse de ellas. Cerca de ambos, y mucho más allá; la zona era demasiado amplia, y amenazaba con expandirse todavía más con cada frase del ex-santo.

—He caminado sobre la superficie del sol, me he sumergido en su corazón —advirtió Caronte. En sus manos, juntas, estaba una parte de cierta sustancia flamígera—. Si el alcance de tu cosmos son las llamas de la Tierra, entonces… 

El puño de Adremmelech se cerró en torno al astral antes de que pudiera terminar. Veloz, el gigante sumergió la mano entera en el falso manto terrestre, al tiempo que un aura blanquecina iluminaba todo el lugar, al punto que podían vislumbrarse los extremos del cráter. Temperatura y presión se elevaron hasta alcanzar condiciones similares a las de una estrella, y fueron más allá, excediendo el millón de grados. Todo lo que había caído  en aquel infierno desapareció al instante, y ocurría lo mismo con la parte de la corteza terrestre que hacía contacto con el suelo llameante.

—El Sol también nació de la Madre Tierra —afirmó Adremmelech. Incrementando la fuerza con la que mantenía prisionero a Caronte.

Esperaba que el astral usara los Colmillos de Cancerbero; tendría que hacerlo antes de que el calor fuera más de lo que un cuerpo sin armadura podría soportar, por notable que fuera su cosmos. Sin embargo, Caronte siguió atrapado segundo tras segundo, y aquello preocupaba a Adremmelech más que cualquier contraataque. 

Se tranquilizó al sentir el paso del río Aqueronte bajo la manga del brazo derecho. Aguas infernales de un color amarillento que se distinguía entre el grisáceo mundo; emanaban un hedor tan desagradable que, aun sin sentido del olfato, le llenaba el cuerpo a través de los poros de la piel. El lamento de los muertos que negaban su muerte; envidia a la vida y a quienes todavía conservaban ese don.

Apretó con más fuerza, e incluso bajó el puño hasta que el ardor le cubría un tercio del brazo. Pero eso no detuvo el avance del Aqueronte, sino que motivó un ascenso todavía más rápido. Tan pronto como las aguas llegaron hasta el mentón del ex-santo, empezaron a transformarse en miles y miles de hombres armados. Hormigas trepando el cuerpo del hombre que aplastaba el hormiguero.

Padeció la doble amenaza que otros tuvieron que enfrentar antes que él. Aqueronte buscaba arrebatarle su cosmos, y ni una parte de su ser estaba libre de aquella sustancia; se sabía empapado por la terrible condena del Hades, aunque esperaba resistir un tiempo: su cosmos le pertenecía. Sin embargo, a la vez que luchaba contra aquel ladrón demoníaco, la muerte lo buscaba en forma de espadas, lanzas, cuchillos, picas, y en general, cualquier arma blanca creada por el hombre. Todo soldado que había servido a Atenea sin portar un manto sagrado debía estaba allí, casi podría jurarlo; guardias de todas las eras derramaban al fin su desesperación contra lo que tanto envidiaron a lo largo de sus vidas: un santo de oro; dios para los simples mortales. 

Desde el pequeño punzón hasta los martillos y mazas que una minoría lanzaba sobre su cráneo, todas las armas oscuras, sin importar la fuerza de quienes las empuñaban, traían el mismo daño: la muerte. Y él, antiguo santo de oro, sabía que el mensaje le llegaría si descuidaba cualquier zona. De momento no tenía nada que temer; el ejemplo de León Menor le servía de inspiración. Su cosmos de oro —blanco en aquel lugar— lo revestía metro a metro, y servía como barrera para aquel asedio ilimitado. ¿Por cuánto tiempo? Era difícil de saber, especialmente cuando la misma energía que dedicaba a su defensa estaba siendo robada por uno de los ríos del Hades.

Que Caronte decidiera poner fin a la farsa no mejoró su situación. Los Colmillos de Cancerbero destrozaron su puño con la misma facilidad con la que habían atravesado todo lo demás desde el comienzo de la batalla. El manto en derredor se separó como las aguas del Mar Rojo, producto del impacto, y allí estaba su triunfante adversario, saltando entre un inmenso muñón y unos cuantos dedos de gigante.

—He permitido esto como una disculpa por mi error de cálculo. La Esfera de Plutón tardó en manifestarse algunos minutos más de lo previsto.

Chasqueó los dedos, y de la infinidad de agujeros que había en las paredes surgieron torrentes del río infernal, todos encaminándose al cuerpo de Adremmelech. Se sumaban algunas almas más a la de por sí inmensa legión. ¿Cuántos había ahora? ¿Cincuenta mil? ¿Cien mil? El cantar del acero infernal daba la impresión de que un millón de garras bajaban a través de una pizarra infinita.

—Al principio, de verdad creí que ese cráter era decorativo. ¿La luz de la superficie? Una ilusión, la fuente de la existencia de este mundo sombrío. Pero ¿lava?, ¿fuego?, ¿manto terrestre? Buscabas acercarte al corazón del planeta, de la dimensión. Llenarlo con tu cosmos arbóreo. Olvidaste que de mis dominios no hay retorno posible.  

Una risa llenó el lugar, o lo más parecido que Adremmelech podía expresar, similar a una avalancha inesperada. Caronte notó que los agujeros se cerraban, cortando el cauce del Aqueronte. El manto terrestre se iluminó, alzándose desde los pies del gigantesco ex-santo como una columna de fuego que atraía un mar de cosmos llameante.

Caronte sintió la calidez de pasadas experiencias, cruzado de brazos ante las llamas, mensajeras del fin. Una extremidad humanoide surgió del pilar, y lo habría golpeado de no haberse apartado a tiempo. En medio del salto, vio que el brazo que había destrozado al liberarse seguía en el mismo estado: un enorme muñón humeando.

Doce puños lo buscaron al mismo tiempo. Caronte, aunque sorprendido por la situación, logró sobreponerse antes del impacto, e incluso se atrevió a usar aquellas masas de carne y hueso como plataformas. Saltó entre ellas a la vez que más brazos salían del pilar de fuego hasta llegar a los cien. Solo en ese instante la mano destrozada volvió a crecer; en su palma abierta podía verse una laguna de aguas amarillentas, y en el centro, cientos de soldados amontonados y confundidos.

Las flamas se disiparon como movidas por un viento mágico, aliento de la Madre Tierra. Adremmelech seguía allí, por supuesto; kilómetros de carne y tela que ni siquiera se habían chamuscado. Más bien, el uniforme militar seguía empapado por las aguas infernales, que ni aquel calor había podido evaporar. Y había otra diferencia: noventa y ocho parches a lo largo del pecho, estómago, hombros y espalda, todos conectados a nuevas mangas para los brazos que el ex-santo acababa de agenciarse.

—Hecatónquiros —susurró Caronte. 

Un nombre casi tan antiguo como el Cielo y la Tierra. El mundo sombrío tembló desde aquel punto hasta el otro extremo, y aun las aguas del Aqueronte titilaron. Su flujo, antes constante a lo largo del gigantesco cuerpo, empezó a desviarse en cien senderos distintos. Cada vez que la sustancia infernal llegaba a la muñeca de una de las manos, el puño se abría cual flor de loto, recibiéndola junto al millar de almas que transportaba.

—También los ríos del Hades están conectados con la Madre Tierra. Recibieron su sustento en los albores del tiempo, y luego la abandonaron por el frío reino de Erebo. ¿Cómo osan regresar a aquello de lo que un día renegaron? ¡Inaceptable!  

Cien manos se cerraron al son de aquel grito, aplastando la legión de Aqueronte por completo de un solo movimiento. Las aguas del Aqueronte descendían entre los quinientos dedos, como partiendo de fuentes suspendidas en el aire. Aun Caronte encontraba cierta belleza en el evento; era un envoltorio agradable para una victoria tan aplastante. El regente de Plutón hizo una reverencia que, por supuesto, no hizo sino encender la cólera de Adremmelech.

Al ex-santo le bastó abrir y cerrar una docena de manos para crear infinidad de cuchillas de aire. Caronte podría bloquearlas todas, pero eso le dejaría a merced del árbol —seguía pensando en aquel guerrero como tal, sobre todo ahora— de cien ramas de descomunal fuerza. Asumía que la potencia no se había reducido; incluso entraba en sus expectativas que hubiese aumentado, por mucho que Adrammelech no siguiera mencionando los porcentajes. Por todo aquello, evadía por igual todos los ataques.

Y a pesar de eso, seguía rondando por su cabeza el deseo de ver más de los trucos del vástago del árbol. Nunca había jugado con un niño de cien manos. Desde luego, jamás se le ocurriría menospreciar de semejante modo a los guardianes del Tártaro, y ellos eran, junto a Egeón, los únicos centímanos que conocía. ¿Cómo sería recibir uno solo de aquellos puñetazos? ¿Todo su cuerpo estallaría por la especie de terremoto que Adremmelech iniciaba cada vez que lograba golpearlo? ¿Podría recibir todos ellos, aun sin su alba, la Esfera de Plutón y la plenitud de sus fuerzas? ¡Deseaba saberlo!

Pero todavía quedaba algo del raciocinio de Tritos en su mente, justo donde hacía tan poco estaba la diplomacia de un auténtico siervo de los dioses, un príncipe de un reino legendario. De modo que, escapando del centenar de zarpas, llegó a la cima de aquella montaña humana. Allí, dentro de la selva dorada que era ahora el cabello de Adremmelech, Caronte sintió que su brazo izquierdo hervía: líneas de fuego atravesaban la manga de sombras como venas, y aquel río flamígero moría en su palma tal y como lo hizo su hermano Aqueronte en las cien manos del ex-santo.

No esperó que la cabeza se deshiciera antes de iniciar el ataque. De un segundo para otro no había nada bajo sus pies, y las ramas del árbol humano lo rodearon de tal forma que no quedaba ningún hueco para escapar aun siendo más rápido que el gigante. Durante uno de los brevísimos instantes que llenaban las batallas de los más grandes guerreros al servicio de los dioses, Caronte calculó que cada mano podría golpearle un millón de veces en lo que dura un parpadeo, con una fuerza que era un tiempo la de Adremmelech y la del mundo sombrío al que estaba unido. En sí mismo, eso no sería un problema pero intuía que ese no era el límite del Caballero sin Rostro, que el gólem solo podía recurrir a la mitad de su potencial, si no es que un cuarto, por alguna razón. Si se sumaba el extraño efecto que tenían sus golpes y el alcance con el que contaba por una simple cuestión de tamaño, podía decir que era la primera vez en esa batalla que se sentía enfrentado a un auténtico santo de oro, que cualquier cosa podía ocurrir.

El verdadero Caronte habría recibido aquella técnica. Sabría que, de no ser capaz de sobrevivir, no tenía derecho a una victoria, pues fue su propia imprudencia lo que convirtió en batalla lo que debía ser asesinato. Pero él no era el verdadero Caronte, todavía no; seguiría limitado al menos un día más y mientras tanto, tenía que actuar como los seres pensantes. Alzó el brazo derecho, brillante como el sol, y ardiente como el corazón del astro rey, y mostró al árbol humanoide lo que significaba el fuego.

Ardió el aire de las incontables cuchillas. Ardieron las ropas, la carne, los huesos y la sangre del gigante, desde los cabellos hasta la suelas de las gastadas e inmensas botas militares. También el manto terrestre se rindió al ardor, aunque quizá sería mejor decir que fue desintegrado sin más. La insignificante diferencia entre ambas cosas era todo en lo que Caronte, centro de tal devastación, pensaba.

El río Flegetonte había sido liberado. El más colérico de los hijos de Océano y la encantadora Tetis, tan incontrolable como solía ser el fuego excesivo para los hombres de antaño, y tan incontenible como era la ira humana en su forma más pura. Las llamas manantes de la sustancia infernal, sangre del Tártaro, desconocieron toda mesura y obstáculo, expandiéndose a través de la roca que había sobrevivido a la simple rabieta de Adremmelech. E iría más allá, hasta los océanos negros y las tierras grises de más allá, hasta los cielos, esclavos de la falsa luz que dio origen al mundo sombrío. ¡Hasta esa misma luz, el reino de Aquel que pudo haber sido rey!

Nada podría escapar al despertar del infierno.  


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Publicado 26 abril 2021 - 17:57

Cap.73 ¡Por eso nadie quiere juntar contigo Aqueronte!
 
Ósea, quizá hasta ahorita me entero pero, ya cuando parecen cubrir todas las cosas que NO DEBEN HACER contra el ejercito del Aqueronte para que deje de ser tan molestoso, salen con que también hay que "cuidar sus sentimientos", jajaja DIOS, no ya, por eso nadie quiere jugar contigo Aqueronte! 
 
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Y leer todo el esfuerzo que ponen los personajes para CREER que lo vencerán es TRISTE, porque es claro que no lo harán jaja.
Para colmo, se les olvidó que tienen armas que liberan las almas de los muertos... merecerán morirse si es que se mueren XD
 
Mientras, afuera de ese agujero infernal, leemos que el forro de Terra se quedó dormido no sin antes dar explicaciones, mira que amable él... y que no lo maten dormido es porque... porque son los buenos moral fags; si Sneyder estuviera allí ya le habría arrancado la cabeza.
Lo gracioso es que el sujeto se les fugó a quien sabe a donde jajaja.
 
Pd. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 27 abril 2021 - 11:44

Cap 74. El golem saco de box
 
Bien, parece que Caronte descubrió algo interesante, que el Caballero sin rostro es un golem XD, y pues eso explicaría tanta muerte de la que ha sido objeto, las palizas de campeonato y demás humillaciones jaja.
El pobre árbol le está dando con todo lo que puede pese a su limitado uso de poder, al cual va accediendo con diálogos de un robot XD, cosa sumamente encantadora.
El detective Caronte parece desvelar que hay un santo de Capricornio que usa ese golem para pelear y que es posible que sea hijo de una ninfa (no nos sorprendamos que pues está el caso de los hermanos leoncillos que también son mitad ninfas) 
 
La verdad es una batalla muy titánica para no ser una pelea final jajaja, por lo que no imagino cómo serán esas futuras batallas. Ha sido bastante intensa y fluida, fácil de seguir y hasta podía imaginar que mi pantalla estallaría de un momento a otro por tantos piedras, vibraciones y terremotos efectuadas por Adremmelech jajaja
No creo que el golem vaya a ganarle a Caronte pero podemos darle un aplauso y medalla por su gran esfuerzo.
 
PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 03 mayo 2021 - 13:37

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 75. Férrea indefensión

 

El Caballero sin Rostro se manifestó ante Joseph de Centauro poco después de que revisara al último de los guardias cegados. La sorpresa del santo de plata fue mayúscula cuando le dijo que la batalla contra Caronte seguía su curso. 

—Puedo crear tres cuerpos, ninguno más —dijo el ex-santo como única explicación.

No fue tan parco en lo que de verdad era importante. Al parecer, Caronte pretendía abrir la Esfera de Plutón dentro del Reino Fantasma, eso había provocado la aparición de un limbo entre el mundo de Terra y su destrucción, en el que el astral y el antiguo santo de Capricornio combatían apartados del plano en el que Tiresias y las amazonas contenían a la legión de Aqueronte, de momento. Si el plazo dado por Caronte para la manifestación de sus dominios se cumplía, el Reino Fantasma sería engullido y todo cuanto había dentro de él moriría. Era posible que incluso el Santuario se viera en la misma situación que la que vivió trece años atrás.

Joseph no tardó en pensar en Terra, debía llevárselo muy lejos, pero Adremmelech sacudió la cabeza, intuyendo lo que pretendía. Era él quien detendría a Caronte. El limbo en el que luchaba seguía siendo un planeta, incluso si no era más que la sombra de la posible forma que pudo tener la Tierra si el devenir de la historia hubiese sido otro. Si infundía el suficiente cosmos en él, podría impedir que la Esfera de Plutón se abriese, pero necesitaba tiempo y sangre. El valor de los hombres que luchan para proteger el mundo debía ser visto por la Madre Tierra una vez más. Sorprendiéndose a sí mismo, Joseph asintió ante la petición de Adremmelech como si viniera de un compañero, quizá porque el enemigo de ambos era el enemigo declarado de todo el Santuario.

—¿No eres un psicópata todo el tiempo, eh? —dijo el santo de Centauro.

—Soy lo que soy —contestó Adremmelech, en un tono más humano que el que usó para escupir sobre la ceguera de los guardias. Tan humano como podía serlo cuando su voz provenía del suelo que pisaba, acaso una prueba de que él y la Tierra estaban lo bastante conectados como para que pudiera permitirse orar a la Madre de la Creación, fuente de todos los mundos y de todas las criaturas vivas—. Un siervo más de Ella.      

Con esas palabras, el cuerpo de Adremmelech se volvió polvo, dejando solo al santo de Centauro con la determinación de no dudar. Y más que eso, una idea. Adremmelech pensaba tomar el poder de un mundo para enfrentar a Caronte.

—Yo no puedo hacer algo tan melodramático, pero… —No quiso completar la frase, mirando a una joven amazona de cabello trenzado que se revolvía en sueños. Todavía le quedaba sangre seca en las mejillas, manchas similares a sendas lágrimas.

 

***

 

Cielo, mar, tierra. La capa externa de la Esfera de Plutón era engullida por completo. Un océano de fuego se extendía hasta más allá del horizonte, y ascendía en forma de espirales, devoradoras de la atmósfera. En medio de una de ellas estaba Caronte de Plutón, su mano izquierda apresando a Adremmelech. El gólem tenía de nuevo la forma y tamaño de un humano normal, más allá de la ausencia de rasgos.

—¿Qué pretendes conseguir? —preguntó el gólem, con aquella voz inhumana que parecía provenir de la tierra misma.

Estaban rodeados por las llamas del infierno, solares aun en aquel limbo sin color. Lo único que mantenía unido el cuerpo carbonizado del ex-santo era la voluntad de Caronte. El astral sonrió, respondiendo a la pregunta a través de la Lengua de Plata.

 

Lo que todo hombre ha de hacer cuando se enfrenta a una plaga: exterminarla. Has infectado este espacio con tu cosmos, y ahora podrías renacer de cada piedra. Demasiados combates para un solo enemigo, ¿no crees?

La última frase la soltó mientras se impulsaba hacia lo más alto; atravesando todas las capas de cielo flamígero sin permitir que el cuerpo que sostenía se deshiciera, abandonaron el limbo y llegaron hasta el Reino Fantasma, solo para seguir ascendiendo. Adremmelech contempló el panorama que dejaban atrás: fuego al norte y al sur, al este y el oeste, en el corazón del mundo, en su superficie, y en su gris bóveda celeste. Una lamentable representación de los comienzos de la Tierra, ajenos a toda forma de vida.

Un instante después, ya estaba el frío del espacio exterior. Los infinitos ojos de Urano, lo observaban a él, Adremmelech, descendiente de las hijas de la Tierra. Se sintió burlado por aquellos puntos fríos y crueles, y deseó brazos para poder alcanzarlos y aplastarlos. Pero no los tenía. La arrogancia de Caronte no se confundía con la estupidez: tanto lo mantenía vivo como le impedía contar con cualquier extremidad.

Vi tu juego —empezó a explicar Caronte—. Cerrar la Esfera de Plutón imbuyendo de vida su capa exterior, apoyarte en el poder que obtendrías a cambio para apoderarte del Reino Fantasma y… ¿Derrotarme? ¿Encerrarme de por vida? ¿Tal vez crear un cuerpo todavía más grande, del que no pudiera escapar? ¡Y las distracciones! —El astral esbozó una sonrisa cruel—. Cada piedra arrojada, cada erupción liberada desde el corazón del limbo, todo era una farsa. Tu objetivo siempre fue que me confiara y así darlo todo en el momento apropiado. Tus golpes eran temibles y lentos a un tiempo, ¿por qué? Solo ahora empiezo a comprenderlo. Pones mi propia fuerza en mi contra, un terremoto que nace desde donde fluye el poder de todo ser vivo. Brillante. No eres tan descerebrado como pareces al hablar, vástago de árbol.

Adremmelech dejó que el astral hablara sin pronunciar una sola palabra, ni siquiera ofrecía ya resistencia y el cuerpo empezaba a congelarse.

Vaya —dijo Caronte con un deje de decepción—. Sin tu manto de oro, la baja temperatura del espacio basta para ocuparse de esta imitación de cuerpo humano.

Dicho aquello, lo soltó. Adremmelech flotó algunos metros a la deriva, cuerpo y tronco todavía en buena parte ennegrecidos por el ardor del infierno. El Caballero sin Rostro buscó algo de lo que valerse, y quedó sorprendido al sentir el mundo cerca de él; cuna de toda clase de vidas. También notó la luna a poca distancia, inmensa frente  a su insignificante cuerpo humanoide, y Venus, Mercurio, Marte y Júpiter, junto a sus respectivos satélites. Ya no estaba en el limbo de Caronte, ni en el Reino Fantasma. La destrucción no había alcanzado al Santuario, lo había logrado. 

¿Qué será del árbol cuando lo aleje de su amorosa madre? Siento curiosidad. 

Adremmelech se agitó, iracundo, Gea era la madre de todas las cosas, no solo el planeta del que pretendía alejarlo, pero ni aun queriéndolo habría podido corregirlo, ya que Caronte desató sobre él un golpe invisible, empujando su cuerpo mutilado a millones de kilómetros, lejos del mundo que un día juró proteger; ya ni siquiera podía mantenerse en el frente sur, en Naraka, había gastado demasiada energía. Cuando dejó atrás la órbita del planeta rojo, la voluntad del astral dejó de mantenerlo vivo y prisionero.

Satisfecho, Caronte de Plutón dejó el destino del ex-santo al capricho de los dioses y volvió a la Tierra, indemne.

 

***

 

El regente de Plutón pisó el suelo justo al término de la batalla entre los atenienses y la legión de Aqueronte. Que tal enfrentamiento no se estuviese desarrollando en el ya arrasado Reino Fantasma fue solo la primera de unas cuantas sorpresas.

Con un solo vistazo en derredor comprendió que el Aqueronte, sopesando la letalidad de las armas de aquellos guerreros, había tratado de separarlos de ellas, lo que explicaba la notable cantidad de lanzas y espadas que había desperdigadas por el campo de batallas, todas oliendo a muerte y enfermedad.  El ciego capitán, las amazonas desenmascaradas y los guerreros de yelmo taurino habían seguido el flujo del río y así ambos bandos acabaron teniendo que repetir la lucha fuera, antes de que las llamas del infierno que él había desatado los consumiesen a todos. Toda una suerte, la de ellos, que Adremmelech le hubiese entretenido hasta el momento justo.

Lo siguiente que le llamó la atención es que estuviese fuera del Santuario. No debería haber nadie vigilando la zona en la que se encontraban todos ahora, frente aquel lago inmenso. Si Terra había sido detenido en alguna parte, tenía que ser en el bosque, donde notaba la presencia de varias ninfas, estas debieron haberse encargado de llamar a Adremmelech, y en cuanto a los santos de plata escaparon del Reino Fantasma junto a todos los heridos, en ellos debieron confiar las ninfas la vigilancia de Terra. Entonces, ¿por qué pudo escapar? Dados los hechos, era posible que lo hubiese traicionado, así que no tenía sentido que hubiese combatido con ellos, mucho menos en el estado en que se encontraba. El Campeón del Hades yacía recostado en el muelle, inconsciente, como si hubiera desfallecido antes de tratar de ahogarse para sofocar las llamas que devoraban el Reino que pudo ser. No, no tenía motivos para pelear, ni tampoco estaba en condiciones de hacerlo, lo que solo dejaba la posibilidad más decepcionante: su aura, el miedo que esta inspiraba en los hombres había bastado para tener paralizados a tres santos de plata, ahora que no estaba Kiki para mitigarla en grado alguno.

En tercer lugar quedaba lo más intrigante de todo, algo que le sorprendía a pesar de haberlo ya visto durante el enfrentamiento con Adremmelech: de todos los soldados que había dejado en el Reino Fantasma solo quedaba un superviviente asediado por dos guerreros de yelmo taurino. Uno de los Toros de Rodorio dejó abiertas sus defensas, invitando a su adversario a un ataque imprudente, y un segundo le machacó la cabeza de un martillazo, reduciéndola a sesos y huesecillos que saltaron en todas direcciones.

No había caído el soldado cuando el resto de su cuerpo, junto a la armadura y la espada, se extinguió sin más. Caronte pudo ver una tenue luz azul brillando en el martillo: un alma humana arrebatada al río Aqueronte, algo inaudito, inesperado… e interesante.

El astral se mantuvo oculto un tiempo más, observando. Calculó que las pérdidas del bando ateniense no pasaban de la treintena. Amazonas, la mayoría, y alguno de guerreros de yelmo taurino, como dejaban en claro los cuatro cascos hendidos tirados en el suelo. Ninguna de las mujeres llevaba armas, como se exigía a quienes servían a Atenea como santos; Tiresias, en cambio, tenía dos espadas que sin duda habían sido tan letales para la legión de Aqueronte como lo fueron los Toros de Rodorio.

Echó un nuevo vistazo, más atento, a las armas regadas por todo el lugar. Cada pieza metálica era del mismo color que las armaduras de los caballeros negros: gammanium maldito por la diosa, en su forma más pobre y endeble, al no ser combinada con el polvo de estrellas, el oricalco y la vida humana. Sabiendo aquello, Caronte ni siquiera había imaginado que tal armamento podría ser un peligro. Serviría, como mucho, durante la primera hora de combate, hasta que la legión de Aqueronte se acostumbrara al metal más allá de cualquier acero, y eso si no intervenía algún santo que alimentara a los inmortales con cosmos y desesperación.

Agarró una espada que había cerca de las ropas de una amazona. La única lo bastante sensata como para anteponer la salvación de sus compañeras a un honor vacío. Miró la hoja recordando que nunca se interesó mucho en las espadas, excepto la vez que vio con sus propios ojos el poder de un arma de Libra esgrimida por aquel simio irreverente. Este filo no brillaba como el sol, ni haría estragos entre el inagotable ejército de Ares, pero tenía algo especial, algo en lo que no se había fijado.

«Toda imitación es inferior al original.»

Tritos diría algo así, a buen seguro después de asegurar que ninguna generalización tenía sentido. Él, que durante años siguió el modelo de su alocado compañero para lidiar con el mal de Campe, había estado tan ocupado con el choque entre la prudencia de Tritos y su propia imprudencia, que ni siquiera pudo ver algo tan obvio. Las armas estaban benditas por el misterioso santo de Cáncer, y de algún modo eso era suficiente para arrancar del río Aqueronte las almas que había aprisionado a lo largo de milenios. Pero eso era solo la mitad del puzle; y la segunda era la esencial: ¿cómo podía el poder de un santo de oro oponerse a los dominios del Hades? Más aún: ¿por qué cortar los cuerpos liberaba las almas, si estas estaban encerradas en las aguas infernales?

—¿Podéis explicármelo? —cuestionó al batallón victorioso, al tiempo que se hacía visible a unos trescientos metros de Tiresias.

 

***

 

La batalla entre Caronte y Adremmelech, aunque corta, duró lo bastante como para que Tiresias y las amazonas llegaran a confiar que había sido derrotado o que, en el peor de los casos, para cuando regresara contarían con refuerzos.

Grandes fueron el miedo y la impotencia al verlo aparecer de la nada, y jugueteando con una de las espadas de sus compañeros. Estaba intacto, nadie que lo viera podía decir que acababa de pelear con un santo de oro, y lo respaldaba una nueva horda de soldados. El grueso del ejército, como ya era costumbre, eran antiguos guardias el Santuario, todos lanceros, pero en la vanguardia destacaban inmortales sin coraza o armas: amazonas y aspirantes a santo, como Tiresias comprendió al instante.

—Ey, son… No puedo ser… ¿Verdad? Ellos…

—La rebelión de Ethel —murmuró Helena—. Si incluso la loca de Eco puede verlo, no callaré lo que siento, por muy absurdo que parezca.

—Para ser franco, dudo que una artimaña tan básica sirva contra vosotras. Sois verdaderas guerreras —alabó Caronte—. Aunque enfrentasteis a antiguos compañeros de armas, quienes murieron salvando la aldea que a muchas os vio nacer, luchasteis sin el menor titubeo, e incluso me atrevería a decir que alguna lo disfrutó…

Caronte miró a Eco, que lucía confundida. Tiresias, empapado de sudor, maldijo entre dientes. «Podrías habértelo guardado, demonio.»

Con una rápida ojeada, el capitán de la guardia entendió que más de un tercio de sus compañeras había captado el mensaje, o al menos eran las que se veían afectadas por tamaña revelación; no podía descartar que el resto lo estuviera digiriendo, y que en el combate que se avecinaba dudaran en un momento crucial.

—Helena —susurró, a sabiendas de que sería escuchado por Caronte de algún modo. Nada se le escapaba a ese maldito—. No puedo exigiros que uséis las armas de mis compañeros, pero confío en que guardéis nuestras espaldas.

—¿No lo hemos hecho todo este tiempo? —espetó la líder de las amazonas, sonriendo llena de confianza—. ¡Puedes lanzar todos los cadáveres que quieras contra nosotros, demonio! ¡Nuestros compañeros caídos, nuestros amigos e incluso a toda nuestra maldita familia! Porque todas sabemos la verdad: no son más que marionetas, sombras de lo que alguna vez fueron. ¡Prisioneros milenarios que hoy serán liberados!

Helena soltó un antiguo grito de guerra, y hasta la más indecisa se sumó a la estampida que la amazona inició. Cientos de guerreras corrieron hacia Caronte y su oscura legión, adelantándose a los inmóviles Toros de Rodorio y Tiresias.

—Creo que no me expliqué bien —musitó el astrales—. Este tipo de trucos no sirven contra los verdaderos guerreros, y solo un estúpido emplearía una estrategia inútil…

Bastó un chasquido para que la primera línea de la legión se lanzara al ataque. Quince aspirantes a santo cruzaron los cien metros que los separaban de Helena como borrones apenas distinguibles. Las cuatro amazonas que acompañaban a la fiera líder fueron decapitadas en un mísero segundo, mientras que el resto contó con la oportuna protección de los Toros, aún más rápidos y fuertes que la vanguardia de Caronte.

Helena no pudo más que sorprenderse. Los Toros de Rodorio siempre habían destacado por su fuerza sobrehumana, suficiente para partir grandes rocas con las manos desnudas, e incluso aplastar el cráneo de un hombre con la sola presión de los dedos. Pero la velocidad siempre había sido su punto flaco: eran montañas de músculo a merced de cualquier guerrero lo bastante diestro y listo. Así había sido por años, y ahora ella no podía ni verlos desplazarse, ¡desaparecían de su vista de un momento a otro!

Caronte chasqueó los dedos de nuevo, y esta vez se adelantaron columnas de las últimas filas. Desde el flanco izquierdo, un grupo de cuarenta guardias buscó auxiliar a los aspirantes. Pero Tiresias se les puso enfrente, tan veloz y fuerte como la mayoría de los Toros, logrando contener a más de una cuarta parte él solo. La lucha, aunque estática —una docena de soldados rodeaban a Tiresias—, era imposible de seguir por la rapidez de los movimientos de todos; brazos imperceptibles esgrimiendo espadas imperceptibles.

Del resto de enemigos debían encargarse las amazonas. Por fortuna, no todos eran tan rápidos, y la ventaja numérica jugaba a favor de las atenienses. Eco, siempre acosando a la muerte esquiva, dirigió a la mitad de sus compañeras contra las inmortales guerreras al servicio de Caronte, que pronto se unieron a la batalla.

El equilibrio duró cerca de diez minutos. Más de un aspirante fue destruido por completo ante el peso de los inmensos martillos, que salvaban sus almas al tiempo que las usaban para potenciar a sus portadores; y cada que un inmortal era sometido por un grupo de amazonas, no tardaba en ser purgado por el Toro más cercano. Tiresias, vencedor del desigual combate, estaba por fin a pocos metros de Caronte, preguntándose si aquellas espadas mágicas podrían atravesar la piel del astral.

Y entonces la vio. Todos la vieron. Era pálida y de vagos rasgos humanos, vestida con harapos grises y tiras de cuero tan negro como el metal que sujetaban. En muchos sentidos, era idéntica al resto de inmortales, exceptuando la altura.

—Ethel —murmuró Tiresias, iniciando el desastre.

Muchas amazonas dudaron algunos segundos y el resto de la legión cayó sobre las mujeres como una jauría de bestias hambrientas. Los Toros de Rodorio trataron de protegerlas, cayendo muchos en el intento. El puño de un inmortal desarmado hacía crujir los huesos de guerreros fornidos, la única clase de daño a la que podían contraatacar, salvándose así quedaran en mal estado. Los que enfrentaron el acero del infierno se deshicieron en polvo poco antes de que lo hicieran sus protegidas; podían soportar uno, dos, tres y hasta trece espadazos, tantas muertes como almas habían rescatado del Aqueronte. Pero al final, el destino inevitable les llegaba.   

Tiresias no pudo socorrerles. Estaba clavado a la tierra, peleando con algunos soldados de especial fuerza y agilidad; apenas contaba con el apoyo de algunas amazonas, ninguna de las cuales dudaría mucho si él abandonaban.

Mil lanzas y mil espadas se elevaron al cielo. Sobre la palma de Caronte se formó una esfera oscura de medio metro de diámetro. Las armas de gammanium, única posibilidad de las amazonas de remontar la batalla, se dirigieron hacia la sombra a toda velocidad, y habrían sido engullidas por esta de no haber intervenido una tercera fuerza.

Atenienses e inmortales se sintieron más pesados. De ambos bandos muchos cayeron de rodillas; quienes pudieron permanecer de pie, vieron mermada la velocidad de sus movimientos. Pero no hubo tiempo para preguntarse el porqué. En un instante fugaz, los corazones de cada soldado de la legión fueron atravesados por un rayo de luz que, en una serie de movimientos rectos, llenó el campo de batalla con una red de puro blancor que solo encontró su fin a pocos metros de la niña. Caronte la había detenido con un simple ademán, aunque para entonces todos sus soldados habían caído.

—¿Qué crees que haces, diablillo? —espetó Yu de Auriga, cruzado de brazos sobre las alturas. Volaba, o más bien flotaba, a unos diez metros de donde se encontraba Caronte, quien deshizo la esfera oscura—. Estas armas son un regalo del maestro Nimrod de Cáncer, ya es mucho que te permitamos siquiera verlas.

La niña inmortal asintió ante la osadía del santo de plata, y todos los lanceros revivieron a la vez, arrojando con fuerza sus negras armas sobre Yu, quien las negó con una barrera de cosmos. A su vez, el resto de la legión se levantaba reformado y listo para continuar la batalla, pero miles y miles de finísimas agujas rojas los golpearon una y otra vez hasta devolverlos al suelo. Desde el horizonte, centro de la torre plateada que era su cosmos, estaba Margaret de Lagarto.

—¿Llegará el día en que seas más precavido? —dijo el recién llegado, suspirando.

—¿Teniendo a alguien que me cuida las espaldas? Bah, ¿para qué?

La presión gravitatoria volvió a la normalidad, y todos los atenienses aún vivos pudieron recuperarse. Amazonas y Toros se reagruparon en torno a Tiresias, quien miraba al santo de Auriga sin saber qué pensar de él. Los cuerpos de la legión de Aqueronte, convulsionados por el dolor que les había provocado la técnica de Margaret, fueron arrastrados por aguas amarillentas hasta Caronte y la niña inmortal.

—Erais tres —murmuró el astral.

—Somos tres —corrigió Margaret.

El rayo de luz surgió desde el mismo punto en el que había desaparecido, dirigiéndose de nuevo contra la niña inmortal. Caronte golpeó el haz, desviándolo hacia donde se habían reunido los atenienses.

Cuando la línea luminosa chocó contra el suelo, la mayoría debió taparse los ojos para protegerlos del brillo cegador, e incluso Margaret y Yu —que todavía flotaba— mostraron cierta molestia. Era un ser de pura luz, desde el tronco, brazos y cabeza humanoides, en apariencia protegidos por un manto sagrado de la misma composición, hasta el resto del cuerpo, que de cintura para abajo se asemejaba al de un caballo.

—¿Por qué mi aura no los paraliza ahora? —dijo el santo de plata—. Alguien tan inteligente como tú debió haberse preguntado eso.

—En eso estaba… —dijo Caronte.

Yu de Auriga gruñó sin disimulo, interrumpiendo al astral.

—Cegaste a dos mil siervos de Atenea para probar tu punto. Son lo más bajo de nuestro ejército, sí, pero la nueva Suma Sacerdotisa dice que siguen siendo parte de nuestra orden, y a nosotros, los santos de plata,  nos toca responder a esa humillación.

—Lo que mi descerebrado compañero quiere decir —intervino Margaret de Lagarto, dedicando a este una sonrisa maliciosa—, es que Joseph de Centauro tiene el poder de ver, interpretar y hacer suyos los sueños de los demás. Como es muy noble, o muy estúpido, se hace cargo de ellos, lucha por ellos, y este es el resultado.

—Un centauro de luz que vengará la suerte de un montón de ciegos —se burló Caronte.

La legión se alzó una vez más tras el astral. Amazonas, aspirantes y guardias sosteniendo las más mortíferas armas estaban listos para retomar la masacre interrumpida, mientras que del otro lado, el batallón ateniense aún no se recuperaba de la presencia de la niña inmortal. ¿Era de verdad Ethel, o solo un truco del enemigo para minar sus espíritus? Margaret volvió a contener el ejército con un aluvión de Agujas Carmesí, pero sabía que no podría hacerlo una tercera vez.

Escuchadme todas —dijo Margaret, dirigiéndose a la mente de cada amazona—. Ninguna vestirá un manto sagrado, sea de oro, de plata o de bronce. Nunca tuvisteis posibilidad de convertiros en santas, pero eso no significa que no podáis servir a Atenea tanto como nosotros tres. Tomad las armas de vuestros compañeros y usadlas para liberar a estos desgraciados del yugo del Hades. Nosotros nos encargaremos de la parte menos complicada.

—Destruir todo lo que se mueva —añadió Yu, sacando una sonrisa a varias amazonas.

—Solo pedimos algo a cambio —intervino Helena, portavoz de sus compañeras—. Ethel… Esa niña… ¡Nosotras nos encargaremos!

Cada mujer en el campo de batalla recuperó sus fuerzas para aquel último momento. Todas, con menor o mayor reparo, tomaron lo primero que se encontraron y cargaron contra la legión de Aqueronte, cuyos soldados ya se habían levantado.

Inmortales y atenienses chocaron por última vez, con la diferencia de que varios de los primeros rompían la barrera del sonido al moverse. Yu y Margaret, quienes ya habían previsto aquello, localizaron a aquellos casos excepcionales. El santo de Lagarto bloqueaba el asedio de una docena de aspirantes mediante un vacío en el aire, creado con rápidos movimientos de las manos, mientras que el más directo Yu se limitaba a golpear a cualquiera que tratara de matarlo.

Aun así, las amazonas se vieron pronto superadas por los soldados inmortales, ahora demasiado rápidos para ellas. Solo hasta que los Toros supervivientes, la mitad, se sumaron a la batalla, la situación se equilibró un poco. Los enormes martillos de guerra eran lo único que podía traspasar la renovada defensa de la legión de Aqueronte. Ya no bastaba un impacto para purgar a un inmortal, debían acertar varios y en partes vulnerables, como en la cabeza, pues solo con la muerte la alma prisionera era liberada.

Lo peor era que a más soldados caían, más poderosos se volvían los demás, al punto que, poco a poco, solo los santos podían destruir sus cuerpos. Las amazonas y los Toros de Rodorio se vieron en la deshonrosa tarea de rematar a los caídos, pasándolos por la espada, la lanza, o el martillo. Y aun aquella misión era de un enorme riesgo, pues a más tiempo pasaba, más y más compañeros caían ante el acero del infierno.

Joseph, ajeno al resto de la batalla, mantenía su objetivo original: la niña. Una y otra vez cabalgó hacia ella, lanzando tantos golpes y a tal velocidad, que ni sus compañeros eran capaces de verlos o contarlos. Pero Caronte los detenía todos sin esfuerzo.

Tiresias, cercano aquellos dos, creyó entender el propósito del centauro de luz: destruir la extraña armadura de Caronte, esas ropas sombrías que lo cubrían como una simple vestimenta, pero que sin duda le ofrecían tanta protección como un manto sagrado.

—Ethel —murmuró en cuanto se libró de su actual rival. ¿A cuántos había salvado? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? No importaba. Ni siquiera le importaba si eran suficientes para hacer lo que debía hacer.

El capitán fue directo hacia la niña inmortal, su más terrible pecado. Pudo verla de un modo que no lo hicieron sus compañeros, y al hacerlo no pudo menos que nombrarla, condenando a compañeros de armas que ni siquiera podía recordar. En ese momento, al sentir la muerte de tantos hermanos, dudó. ¿Veía a Ethel, o solo quería verla? ¿Era esa niña su redención, o una trampa para su débil mente? Estaba a punto de averiguarlo.

Su determinación fue tal, que llegó incluso a ignorar la visión, de modo que dos soldados estuvieron a punto de desmembrarle. Por suerte, Eco y Helena intervinieron a tiempo, purgando a aquel par. Tiresias quería creer que estaban ganando, pero no encontraba fuerzas para mirar atrás; el solo hecho de no ver a Margaret y Yu apoyando al centauro de luz era prueba suficiente de que las cosas no estaban yendo del todo bien.

 

No fueron necesarias palabras. Helena y Tiresias se unieron en aquella última cruzada, mientras Eco dirigía lo que quedaba de las amazonas para proteger la retaguardia. El par, impulsado por las almas que habían salvado, logró pasar a través de dieciséis inmortales, bloqueando espadazos que hacían cimbrar el suelo bajo sus pies, cortando gargantas que poco tenían que envidiarle a la bóveda del más excelso tesoro.

Caronte estaba al tanto de aquel intento, y con un gesto indicó a la niña inmortal que les correspondiera como merecían. Por su parte, Joseph debió convertirse en un rayo de luz para esquivar los Colmillos de Cancerbero, y aprovechó esa forma para impulsarse con todas sus fuerzas sobre el punto que tantas veces había golpeado: las sombras que cubrían a su adversario. El astral, entendiendo su propósito, sonrió.

Los siguientes tres segundos fueron decisivos para el batallón ateniense. A la vez que Yu y Margaret lidiaban con inmortales de fuerza comparable a un santo de bronce —una treintena—, y las amazonas de Eco, junto a veinte Toros de Rodorio, rodeaban a la mitad de la legión de Aqueronte en una fatal lucha de desgaste, Tiresias vio el fin de su viaje en forma de trece lanzas negras. Una tras otra se clavaron en su cuerpo, anclándolo a la tierra que lo vio nacer veintisiete años antes.

Las piernas, las manos, los hombros, el pecho y el estómago, todo ardió un momento, y luego se enfrió rápidamente, hasta que ya no sintió aquellas partes. Tampoco la espalda, los pies, los brazos… En realidad, si se ponía a pensarlo, ya no era consciente de ninguna parte de su cuerpo, fuera de sus propios pensamientos… Y la visión.

—Está bien —dijo, o creyó decir. No estaba seguro de si podía hablar—. Si ese es tu castigo, lo acepto. Yo… te hice tanto daño… Merezco…

Ella había mandado aquellas lanzas mediante el poder de su mente. Ethel. La visión le mostró a la formidable Helena cumpliendo su cometido: certera y sin dudas, atravesó a la inmortal con una de aquellas espadas mágicas, y su alma brilló en la hoja como un tenue fulgor azulado. Después desaparecieron las lanzas que lo mantenían de pie en aquella ridícula postura, llevándose con ellas cada una de las vidas que había salvado del río Aqueronte. ¿También la suya? No podía saberlo. En cuanto cayó al suelo, lo único en lo que podía pensar era en descansar.

No pudo ver a Caronte, artífice de aquella tragedia, atravesando el cuerpo de luz de Joseph, manchándolo de tinieblas. La oscuridad devoró al centauro, encarnación de las esperanzas de la guardia, hasta transformarlo en un ser tan negro como la noche.

—Los sueños de unos cuantos tullidos no se pueden comparar con la desesperación de todos los seres, así como la velocidad de la luz no te da la fuerza de un santo de oro.

Al disiparse las sombras, solo quedaba el santo de plata, tan pálido como los soldados del Aqueronte. Los cabellos se le habían vuelto grises, y el brillo de los ojos amenazaba con apagarse. El brazo de Caronte estaba dentro del manto de Centauro, aunque sin dañarlo siquiera en la superficie. Era más bien como si el astral estuviese agitando las aguas del estanque que era el alma de Joseph, quebrando su espíritu.

—Recordarás esto a través de cien reencarnaciones —afirmó, esbozando una leve sonrisa antes de añadir—: Y todo para salvar a una aspirante muerta hace mil años.

Caronte dejó caer el cuerpo de Joseph, al tiempo que saboreaba la furia con la que la líder las amazonas lo miraba. Ya no podía moverse. Ni ella, ni Eco, ni ninguna de las guerreras que seguían en pie. Hasta los Toros de Rodorio eran estatuas que la legión de Aqueronte ignoró, centrados todos ahora en los santos de Lagarto y Auriga, los únicos que todavía podían luchar. Caronte estaba dispuesto a disfrutar de aquel último espectáculo, pero algo le impedía hacerlo: la sonrisa del derrotado Centauro.

—Por Zeus. ¿Qué otra estratagema habéis preparado?

—¿Es que no te has preguntado por qué nos molestamos en enfrentarte? Pude contrarrestar tu aura, pero seguimos siendo insignificantes a tu lado, ¿cierto?

Joseph cayó al suelo inconsciente antes de que Caronte pudiera sonsacarle más. El astral se fijó en la marea de soldados que sofocaba a Margaret y Yu: iban a morir, no había duda de ello; podían tardar minutos o una hora, pero caerían, y eso atraería a más santos hasta la muerte, hasta que la noble y buena Suma Sacerdotisa se dignara a aparecer. El santo de Centauro había sido derrotado y sus compañeros ni siquiera titubeaban.

—¿Qué falla? —murmuró Caronte, formando de nuevo la esfera oscura. De pronto sentía ganas de poner fin a todo de un solo movimiento.

Con todos sus sentidos despiertos, Caronte lanzó el orbe negro sobre los santos de Lagarto y Auriga. Hasta el final, nada había en los alrededores, ninguna aparición de último momento, ninguna encarnación de los sueños de unos cuantos humanos que pudiera ser siquiera un entretenimiento para el regente de Plutón.

Y sin embargo, el orbe chocó contra algo —alguien— antes de llegar a donde estaban Margaret, Yu y la legión de Aqueronte.

—Ahora los árboles yacen con las estrellas —dijo Caronte al ver cómo cada uno de sus soldados inmortales estallaba, convirtiéndose en líquido amarillento.

La esfera oscura se disipó enseguida, dando paso a una vaharada de vapor que cubrió a todo el batallón ateniense y al propio Caronte. En medio de aquella subida repentina de la temperatura, resaltaba un brillo dorado sucedido por varios pasos metálicos.

—Todos los hombres de este Santuario han sido entrenados por una sola razón —dijo una voz, eco de la misma Tierra—. ¡Matarte a ti, Caronte de Plutón!

Con la celeridad del relámpago, Adremmelech acometió sobre el demonio. El puño, dorado, se enterró en las ropas de Caronte como el primer rayo de luz del amanecer que anuncia el fin de la noche, y así fue. La chaqueta de sombras se agitó con gran violencia al son de ondas sísmicas que sin descanso las recorrían.

—Solo estaban ganando tiempo —musitó Caronte, al borde de una carcajada.

Pero no era el tiempo de reírse. El temblor en las sombras creció hasta volverse un terremoto. Hasta la última hebra de oscuridad fue dispersada por la fuerza del santo de Capricornio, quien ya alzaba su brazo libre cual espada de Damocles.

—¡Tu existencia es inaceptable! ¡Muere, demonio!

Por instinto, Caronte quiso retroceder, pero un santo de oro apareció detrás, sujetándole con dos docenas de brazos. Era Adremmelech. La réplica del original, o quizá el mismo al que enfrentó, con aquel desgastado uniforme militar que no le impedía sacar hasta un centenar de extremidades. No lo protegía un manto de oro, pero su cosmos y su fuerza bastaron para mantenerlo quieto una preciada fracción de segundo. 

El brazo de Adremmelech de Capricornio cayó sobre el enemigo del Santuario, prisionero de su réplica.


Editado por Rexomega, 03 mayo 2021 - 13:37 .

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Publicado 04 mayo 2021 - 13:29

Cap.75 El contador de muertos comienza a funcionar
 
Bien, descubrimos que Adremmelech puede tener un tono de voz más "amable" si así lo quiere; tambien que puede haber 3 de él al mismo tiempo actuando en diferentes lugares si lo quiere; y que es brillante (palabras de Caronte, no mías) Pero pues debe serlo ya que su plan (que no terminó con la derrota de Caronte) logró su objetivo de que no se destruyera el Santuario xD Ni hay que preocuparse por él ya que pues es un golem y no muere, so, volveremos a verlo.
 
Parece que han muerto 30 personajes de escenografía por lo que seguimos con el contador de muertes en CERO. Caronte es muy observador ¿eh? y muy mala leche, mira que aparecérseles a los pobrecitos personajes que por un segundo pensaron que "Ya, nos salvamos", THE HORROR.
Todos bien fieros pese a que Caronte uso a los disque muertos de la FAMOSA Y TAN NOMBRADA "Rebelión de Ethel", pero todo se fue al demonio cuando creen ver a la susodicha Ethel, que es bajita.
Bien, pues el contador de muertos con nombre ha comenzado a funcionar, (+1) brindemos por Tiresias que pues murió persiguiendo el perdón de una "Ethel" que terminó siendo una aspirante de hace mil años que nada tenía que ver con ella XD (o eso entendí) Vaya decepción.
 
Joseph de Centauro que... parece que no murió pero ya lo maldijeron por 100 reencarnaciones, jaja, Caronte es una navaja suiza.
 
El esfuerzo de los santos de plata fue para que Adremmelech volviera a aparecer! Vaya que es tenaz el golem! y esta vez (creo haber entendido, sino pues Upps, entendí mal) con su armadura dorada :O Logrando desvestir momentáneamente a Caronte y dejarnos con un cliffhanger que pues... de nuevo hay que usar la lógica, esto dista de ser una batalla final así que pues seguro algo falla jaja
Pero eso habrá que verlo en el próximo episodio XD
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA: 1
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PD. Buen Cap, sigue así :3

Editado por Seph_girl, 06 mayo 2021 - 11:45 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#235 El Gato Fenix

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Publicado 08 mayo 2021 - 06:43

hola Rexomega, he leído hasta el final de los capítulos del preludio. Tu narrativa es tanto fluida como descriptiva y logra que uno como lector se sumerja en las escenas y de algún modo se olvide de que simplemente está leyendo. Tenés un estilo a lo Edgar Allan Poe en cuanto a los detalles de las cosas y algo de borgeano con el tema de los sueños, cosa que por ahora me mantiene confundido. El planteo de Athena no como gobernanta de la humanidad sino como unicamente protectora es algo que a mí siempre me da vueltas por la cabeza, y por esto me gustó su voluntad de dejar a los humanos a su propia merced sin estar bajo el yugo de algún dios. Jabu es un interesante personaje para exporar (pero no recuerda que Saori lo montaba como caballito!)   ¿llegará a aumentar su nivel de poder?  El testamento de Saori es todo un asunto que me impactó y me intriga su desarrollo. El capítulo especial del prisionero, que fue un one shot, fue genial. Revisá la gramática porque de vez en cuando aparece algún error (si es que tal cosa te importa). A medida que siga leyendo, te sigo comentando. Saludos.


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#236 Rexomega

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Publicado 10 mayo 2021 - 10:08

Saludos

 

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***

 

Capítulo 76. A los brazos del cazador

 

Durante las primeras horas de meditación, el mundo dejó de existir para Akasha de Virgo. No podía ver el imponente Gran Salón, de altas columnas de piedra y alfombra roja sobre el frío y liso suelo. No era capaz de sentir el trono elevado sobre el que se hallaba sentada, ni escuchar los pasos de Lucile cuando, cansada de esperar sin hacer nada, cambiaba el peso de un pie a otro. Los cinco sentidos de la Suma Sacerdotisa estaban dormidos y ni siquiera el sexto le permitía percibir las batallas que se habían iniciado a lo largo del globo. Almagesto ocupaba toda su atención.

Roca a roca, el Santuario era obra de Atenea. Aun si no estaba presente en carne y hueso, aun si sus tesoros habían sido robados, su cosmos divino seguía presente, aunque no era fácil percibirlo mientras cuestiones mundanas te distraían. Akasha debió pasar lo que consideró una eternidad ignorando no solo el mundo, sino también a ella misma, olvidar quién era, qué sentía y a qué aspiraba, hasta poder empezar la búsqueda de una débil luz en medio de una infinita oscuridad, una melodía en el más absoluto de los silencios. Con el tiempo logró encontrar lo que buscaba, y a pesar de que era incapaz de recordar qué uso pensaba darle, siguió ese hilo para cruzar un laberinto sin sendas ni muros en el que en cada paso ponías en juego tu mente. Ya no estaba en el plano físico, donde existe lo que la humanidad conoce como el universo, sino en el fundamento de una parte de aquel. La quintaesencia del Santuario. Akasha pudo ver a Atenea durante un lapso de tiempo tan pequeño que ni siquiera ella, santa de oro, pudo procesarlo.

Fue en ese momento cuando la Suma Sacerdotisa escuchó la voz de Caronte, cuchillos fríos clavándose en su mente y espíritu. Akasha habría podido resistirse al llamado, pero seguía conservando el Ojo de las Greas y este se activó de forma súbita, obligándola a ver. La comunión con el cosmos de la diosa se hizo añicos a la vez que se levantaba, conmocionada y llena de una mezcla de ira y tristeza por la que a punto estuvo de bajar desde la montaña y luchar. Lucile de Leo le paró los pies en la mitad del recorrido.

«Recuerda tu misión.»

Tardó algo de tiempo en entender que no fue Lucile quien lo había dicho, tenía la mente embotada por el intento fallido y no le era fácil recordar que la leona de oro seguía muda, presa de la maldición de Caronte. Una vez entendió eso, decidió que aquellas palabras no fueron más que un pensamiento evocado con la voz de Kanon, el Kanon que fue su maestro, no el Sumo Sacerdote. Era verdad, tenía una misión que cumplir allí, en la cima del Santuario, así como todos los demás. Dio la vuelta, de nuevo hacia el trono. Paso tras paso, hizo grandes esfuerzos por ignorar las palabras del astral.

Pero el Ojo de las Greas no podía ignorar una presencia como la de Caronte, porque aquel era ahora mucho más que el guerrero de ropas sombrías de hacía trece años.

Soy el fuego que alimenta a los monstruos del Flegetonte, míos son el dolor y las lamentaciones de los soldados y guerreros de Cocito y el Aqueronte. Porque solo yo recuerdo a todas estas almas atormentadas, nadie más que yo puede devolverlas al olvido, a ellos y a los Portadores de sus vanas esperanzas.

Ninguna de aquellas palabras era una exageración, habían subestimado a Caronte de Plutón. Él no era un enemigo al que se pudiera contener con las sobras de un ejército que estuviese librando al tiempo una Guerra Santa, él era la Guerra Santa, en su conjunto. Luchaba en todos los frentes, de forma indirecta, a través de la manifestación de todos los ríos del Hades y las innumerables almas que estos traían consigo. También los Campeones del Hades habían recibido parte del poder del regente de Plutón.

Lucho contra Acuario en una fría región de América del Norte, arraso islas a través de los océanos junto a Escorpio, sobrevivo al asedio de la dama Tetis mientras acumulo un secreto poder. Y Libra, tu adalid, sufre la persecución de mi montura, Sleipnir. ¿Qué harás para remediarlo, Suma Sacerdotisa? Cuando caigan el Trono de Hielo y la Torre de los Espectros, cuando las ambiciones de Damon consuman tu mundo y a tu gente, cuando se abran la tierra y los océanos y el mismo Tifón resurja en este planeta. ¿Qué sentimiento descubrirás naciendo en tu pecho? ¿Ira? ¿Dolor? ¿Lamento? 

Que no mencionara el olvido tuvo sentido, porque la forma en la que le hablaba era extraña, como un confesor que tuviera a su diestra, listo para escuchar todos los pecados que todavía no le había contado. Por supuesto, él no estaba en el Gran Salón del templo papal, pero entender eso hizo inútil cualquier esfuerzo por dar marcha atrás, porque el Ojo de las Greas buscó al envoltorio físico de Caronte hasta encontrarlo en un pequeño pliegue del espacio-tiempo conocido como el Reino que pudo haber sido.

Se sucedió un tiempo imposible de medir. Akasha sintió el terror de sus santos de hierro y de plata. Padeció cada muerte a la vez que compartía el dolor que los supervivientes sentían al ver caer a sus camaradas. Toros de Rodorio, amazonas, guardias, santos de plata e incluso el antiguo santo de Capricornio, Adremmelech, todos sufrían, todos luchaban y todos morían o seguían luchando y sufriendo al son de los latidos del corazón de Akasha, presa segura del peor de los demonios. Caronte sabía que ella estaba mirando, que gracias al Ojo de las Greas los entresijos del espacio-tiempo no constituirían barrera a la contemplación de todos y cada uno de los macabros actos que realizó, cegando a sus hombres, enfrentándolos a antiguos compañeros, engañándolos con un retorcido ardid que costó la vida de Tiresias... ¡El capitán de la guardia creía haber muerto por la mano de Ethel, creía haber ayudado a salvar su alma!

Gritó con todas sus fuerzas, sin que ninguna voz saliera de su garganta seca. Desesperada, tanteó el aire, sin poder sentirlo, de nuevo estaba aislada del mundo, aunque no por las razones correctas. El limbo en el que luchaban Caronte y Adremmelech, ardió desde los cimientos cuando conoció la vida; el Reino que pudo haber sido, tumba de miles de esperanzas truncadas, fue incinerado por ese mismo fuego; el pacífico bosque de las ninfas, se convirtió en una extensión más de la guerra en la que el Santuario había prometido no involucrar a aquellas criaturas, quienes empero cuidaban de los heridos con una dedicación impagable. Eso había sido su mundo en todo aquel tiempo, junto a la orilla inferior del lago, donde murieron Tiresias y otros muchos. No era consciente de nada más, ni siquiera sintió el momento en el que Lucile le estrechó una mano en un vano intento de confortarla, de aliviar la suma infinita de emociones que caían sobre su alma unas sobre otras, atándola a un trono cada vez más pesado. Poco a poco se sintió débil, enferma, patética, un despojo humano incapaz de hacer cualquier cosa excepto seguir observando.

Al final, incapaz de reconocer el dolor de tan inmensa que estaba en él, entró en su corazón algo inesperado: miedo. Comprendió que estaba aterrada, no por el enemigo al que Adremmelech había enfrentado y ahora encaraban los santos de Centauro, Auriga y Lagarto, sino por la guerra que libraban. Ver a Caronte era lo mismo que contemplar los acontecimientos que sucedían a lo largo del planeta: caballeros negros muriendo entre las brumas del continente Mu, una desastrosa retirada hacia las montañas de Bluegrad, Azrael ordenando a un santo de plata, nadie menos que Nicole de Altar, la creación de colinas y mesetas a lo largo de Naraka, a salvo del Aqueronte. Creía que la última era una buena visión, pero de pronto el asistente colapsó, siendo socorrido por su compañero de rango, Leda. Diciéndose una y otra vez que solo eran los malestares de siempre, desvió para su vergüenza la mirada, dejó de mirar a Caronte porque tenía miedo, miedo de la victoria de las fuerzas del Hades, miedo de que Shaula, Sneyder e incluso Arthur fracasaran en sus enfrentamientos contra los Campeones del Hades.

En esas circunstancias, cuando el simple acto de andar le parecía una tarea imposible, la razón por la que seguía sentada en el trono papal se le antojó insignificante, un rumor que apenas acariciaba su memoria, nada en comparación a las cadenas frías que la apresaban. Eslabones rotos por la parte de ella que seguía luchando se clavaron en su mente, invocando los pasados frutos de su debilidad. Nombres, muchos nombres de muertos y de las familias que los lloraron. ¿Por qué no era capaz de salvar a nadie?

«Si tan solo tuviera el poder para salvarlos.»

Un pensamiento que tuvo como niña, y que volvió a tener al sentirse como una anciana postrada a una cama, inútil y al borde de la muerte. La oscuridad de la que era prisionera, que negaba todos sus sentidos excepto lo que el Ojo de las Greas, accedió a sus deseos con tanta alegría que era palpable aun sin palabras. La empujó con una suavidad impensable. Las sombras ya no eran cadenas, ni siquiera eran sólidas; solo eran una niebla fría que se dispersaba a su paso. Estaba de pie, captando el mundo con sus cinco sentidos. Al abrir y cerrar las manos para asegurarse de que se había liberado, descubrió a Lucile cerca, prestándole un silencioso apoyo.

—Atenea me ha salvado. Y también tú, amiga mía —dijo la Suma Sacerdotisa, con un tono cercano que no recordaba haber usado en tres años—. No puedo sentir miedo.

La santa de Leo, comprendiendo lo que pensaba, asintió.

—Pretender que yo lo tema solo es el primero de los dos errores que Caronte ha cometido —remarcó la Suma Sacerdotisa—. El segundo es pensar que no hay nadie en el Santuario capaz de hacerle frente.

 

***

 

Margaret y Yu contuvieron el aliento durante el eterno instante en que Adremmelech descargó su brazo sobre el ahora desprotegido Caronte.

Habían apostado todo a ese momento. En el bosque, cuando Joseph los contactó asegurándoles no solo que podía protegerles del aura atemorizante de Caronte, sino que hacer eso solo los convertiría en una distracción para que el mayor desertor del Santuario pudiera dar el golpe de gracia, no se lo podían creer, pero confiaban en el santo de Centauro más que en nadie más y decidieron seguirlo. Esa frágil alianza les había llevado hasta allí. Muchos muertos, Joseph en coma y el traidor Adremmelech a punto de poner fin al mayor enemigo del Santuario. A Yu eso le hacía mucha gracia.

Un resplandor dorado impidió que vieran el final de aquel choque. Todos volvieron a abrir los ojos más o menos al mismo tiempo, temerosos del resultado.

—El manto de oro, templado en el calor de las estrellas, puede soportar las llamas de Flegetonte, el fuego del infierno.

Caronte estaba allí. Vestía una camisa roja, ya no protegida por la chaqueta de sombras, y eso era todo lo que Adremmelech había logrado. Le hablaba a una enorme estatua de hielo: un árbol cristalino sin hojas, con la cabeza de una cabra en la copa. Aquello parecía divertirle, pues no dejaba que su leve sonrisa desapareciera.

—Nunca es tarde para alabar las artes del pueblo de Mu, ¿cierto? —dijo el demonio, apareciéndose a la diestra de Margaret. Con un ademán hizo que Yu, aún flotante, decidiera que lo mejor era pisar el suelo—. Gracias a los dioses, donde la legión de Aqueronte y la Cólera de Flegetonte fallan, triunfa el Lamento de Cocito. Nada está a salvo del cero absoluto, ni siquiera un manto de oro. 

Margaret era plenamente consciente de que no tenía ninguna oportunidad, pero ni eso bastó para hacerle cambiar el gesto. Temer a un enemigo era aceptable para un guerrero, mostrar ese miedo no lo era. Llorar pidiendo clemencia o chillar como un cerdo en el matadero eran el tipo de cosas que ningún santo de Atenea debía llevarse al Hades, donde los hombres eran la burla de una corte de demonios, fantasmas y otras cosas peores. Si no podía caer con una frase memorable en los labios, prefería morir mudo.

—Te propongo algo, diablillo —dijo Yu, como olvidando que había bajado al suelo obedeciendo la voluntad de Caronte—. Tú y yo. Que los demás estorbos vayan a morir a otra parte. Venga, ¿qué me dices?

«Idiota —pensó Margaret—. Tras un viaje al reino de Morfeo, Joseph llegó a ser más poderoso que la misma Hipólita, y a pesar de eso…»

Desvió la mirada hacia el cuerpo inconsciente de Centauro, pero Yu le restó importancia con un ademán. No volvería al miedo irracional de antes, jamás.

—Tentador —dijo Caronte, formando de nuevo una esfera de oscuridad. Margaret sintió que ardía tan solo por tratar de vislumbrar su interior—. El problema es que estoy cansado de decepciones. Después de compartir mi poder con las fuerzas del inframundo y sus generales, en un contexto en el que no puedo combatir como uno de los Astra Planeta, de verdad creí que la técnica de ese gólem me pondría en aprietos —confesó, mirando con sorna la estatua de hielo—. No era para tanto, debí disfrutar más el combate. Bueno, no importa. Los santos de oro sobran en este mundo, ¿verdad?

Caronte avanzó hacia la orilla inferior del lago, dejando atrás al cristalizado Adremmelech, así como a los aterrorizados atenienses.

 

Del batallón ateniense que marchó de Rodorio, después del último enfrentamiento contra la legión de Aqueronte, solo restaban poco más de cien amazonas y veinte Toros de Rodorio, así como los santos de Auriga y Lagarto. Todos ellos miraban, abatidos, el gran árbol de hielo. Cero absoluto, la más baja temperatura. Hasta el más ignorante de los fieles de Atenea, acostumbrado a ver como dioses a los santos de oro, entendía de algún modo que aquello era demasiado para los mortales, por muy dorado que fuera el manto que los protegía. Y Caronte había encerrado a Adremmelech en una enorme prisión con esas características en un solo instante. Todo había sido un juego. Todo.

Ese pensamiento no volvió menos sonoro el primer crujido.

—¿Creaste un campo gravitacional en torno al Caballero sin Rostro? —cuestionó Margaret, a través de la telepatía.  

—Mi maestro podría hacer algo así —gruñó Yu, tan brusco como siempre—. Yo también puedo, pero… Dioses, es un santo de oro, si él no se pudo proteger…

Se oyó un golpe sordo. Caronte había pateado al inconsciente Terra al lago y ahora miraba al árbol de hielo desde el muelle. Pese a la distancia, su voz sonó tan clara como si estuviese hablando al oído a cada uno de los atenienses al oído.

—¿Podríais recibir a vuestro amigo en mi lugar? Temo que ahora que la auténtica presa ha salido a la luz, ya no necesito llenar el bosque de aperitivos.

Caronte desapareció tal y como había aparecido: en un instante imperceptible para los lentos reflejos de los presentes. Todas las amazonas y los Toros recuperaron el movimiento a la vez, dispersándose entre las armas y armaduras de camaradas caídos, y el durmiente Joseph, paladín plateado de la casta de hierro. Solo Helena y Eco se detuvieron ante el cuerpo del único guardia que pudo luchar hasta el final.

—Diablillo cobarde —dijo Yu—. ¿Vamos a ver a Joseph? Seguro que un tirón de orejas basta para que despierte. Sigue con vida, y ese otro… —Señaló a Tiresias, dudando.

—Los muertos murieron, los vivos viven. Eso no me importa. Lo que me inquieta es que… —Quizá los otros no pudieran verlo. La mayoría estaban demasiado conmocionados, y Yu era a la vez milagro e insulto de la naturaleza, demasiado poderoso para lo limitado que era en su sexto sentido. Pero Margaret distinguía con gran nitidez los fuegos fatuos que escapaban de las armas que todavía sostenían los atenienses—. Esto no haya servido para nada —musitó al final, observando cómo cada alma salvada volvía al Hades, si no es que al regazo de Caronte.

 

***

 

El día señalado llegaba al fin, aun si las circunstancias no eran las ideales.

Ya no era una niña desprotegida. Los años habían permitido que creciera su fuerza, y los Hados la bendijeron con una de las doce mejores protecciones que el mundo conocía. Por largo tiempo le fue vedado su uso, y cuando volvió a portarla, todo el dolor, el miedo, y la culpa desaparecieron. Mente y espíritu solo le hablaban del deber. Ni siquiera le importaban las hombreras —su eterna queja sobre el sexto manto del zodíaco—; seguían siendo demasiado largas, pero eran mejores que la falta de calidez de los años de exilio. Meses atrás ni siquiera habría imaginado la vieja sensación que le otorgaba su manto de oro: la piel que le faltaba, que impedía que se sintiera siempre viva y fuerte. Más aún: se creía invencible, capaz de todo.

Sedienta de justicia, Akasha avanzó. El yelmo dorado, adornado con alas angelicales a los costados y dos pares de cuernos en la corona, terminaba de ocultar el lado más humano de la santa al sumarse a la protección de la máscara. Y eso ocurría con la mayor parte de su cuerpo, ahora una fortaleza inexpugnable, consagrada a la diosa Atenea.

Una capa colgaba del principal bloque del manto sagrado, que abarcaba las hombreras y el peto, pasando por el abdomen y la espalda hasta cerrarse en la cintura. No era movida por viento alguno, de modo que solía ocultar los brazos de Akasha, también protegidos desde los puños hasta la mitad de ambos bíceps. Esa era toda su función, aparte de aportar cierta dignidad a aquella figura que apenas lo necesitaba: ¿qué podía aportar la tela blanca a un sol que estaba a punto de atravesar la oscuridad de la noche?

Porque eso era Caronte ahora que avanzaba hacia ella, derribando todos los escudos que había levantado sin siquiera proponérselo, parecía estar dando un paseo.

—Primero peleo con un gólem y ahora con la proyección astral de la Suma Sacerdotisa. ¿Qué pasó con los santos de oro que combatían sus propias batallas, eh?

Puesto que no era posible negarlo, Akasha no dijo nada. Si bien en espíritu y pensamiento estaba allí, en la orilla superior del lago, cerca de la entrada al Santuario, el cuerpo seguía en la cima de la montaña, custodiado por Lucile de Leo. 

—Llevo esperándoos una eternidad, Suma Sacerdotisa —dijo Caronte, señalando su muñeca como si llevara un reloj—. ¿Cuántos creéis que han muerto por vuestra cobardía? —dijo al tiempo que decenas, cientos de almas salían de su reconstruido abrigo de sombras. Todos los que habían muerto en la batalla estaban ahí, Akasha pudo saberlo con solo un vistazo. Hasta pudo reconocer a Tiresias en un mísero fuego fatuo que danzaba entre dos dedos del astral—. ¿Los has contado ya?

—Cobardía —fue lo único que dijo Akasha.

Acababa de entender el juego del astral. Desde un principio quiso hacerle olvidar su misión, convenciéndola de que si no podía salvar a sus compañeros —subordinados—, era porque él se lo impedía. En el momento justo, vestiría el manto zodiacal y tendría una falsa sensación de libertad, cuando lo que de verdad habría pasado sería otra cosa bien distinta: al caer en la trampa, la necesidad de mantenerla enferma desaparecería.

—El cazador novato abate al primer animal que ve y se lo lleva para cenar. El experto, lo deja herido, a la espera de la auténtica presa. ¿Últimas palabras?

«Brahmastra —pensó Akasha, bullendo de ira.»

—Lo que habéis hecho, lo que pretendéis hacer… Suma Sacerdotisa, tenéis que entenderlo, solo os va a llevar a la muerte. Los dioses os dieron una oportunidad, yo os las di, y Zeus es testigo. Quiero que eso quede claro.

—Fuera de mi mundo —dijo por fin.

No más palabras. No más discursos sobre humanos, monstruos y dioses. Caronte formaba una esfera de oscuridad y Akasha invocaba la técnica nacida a partir de las hazañas de sus siete maestros, Brahmastra.

Pero algo llamó la atención de ambos. El sinfín de almas empezó a actuar de forma extraña. El orbe negro, contenedor del río Flegetonte, se achicó hasta quedar reducido a nada. Segundos después, los fuegos fatuos que bailaban entre los dedos de Caronte escaparon del astral, siguiendo una música distinta, y al parecer, mejor para ellos.

—Creo que la señorita ha sido muy clara. No es bienvenido, caballero.

Nimrod de Cáncer, con el manto zodiacal cubierto de nieve recién derritiéndose, estaba ahí, agarrando la manga de Caronte. Akasha no salía de su asombro cuando vio al astral apartar al Pequeño Abuelo con brusquedad.

—¿Qué eres? —cuestionó Caronte. La mirada seria. Ninguna sonrisa.

Todas las almas que Tiresias, los Toros de Rodorio y las amazonas habían salvado estaban libres, así como las de quienes murieron en la última batalla. Tras la máscara, Akasha se permitió un poco de felicidad y a través de esa cálida sensación recordó que no había caído en la trampa de Caronte, no del todo, tenía un as en la manga. 

Como intuyendo sus secretos pensamientos, Seiya de Pegaso cayó desde los cielos como una estrella fugaz. El legendario santo de bronce le sonreía cuando un tercer e inesperado aliado apareció, Adremmelech, vestido con el manto de Capricornio tal y como lo había visto a través del Ojo de las Greas antes de tomar la decisión de proyectarse. No cuestionaba el hecho de que se apareciera como un santo de oro y no uno de los seis líderes de Hybris, pues las decisiones de los dioses no siempre podían ser entendidas por los meros mortales, pero lo último que supo de él fue que había sido congelado y encerrado en un gran árbol de hielo a cero absoluto. ¿Cómo pudo liberarse? Hasta un manto de oro se cristalizaba a esa temperatura y no era probable que Caronte estuviese fanfarroneando. Más aún, no lo necesitaba, él de verdad seguía teniendo la fuerza para matar a un santo de oro de un solo golpe.

—Toda vuestra generación se ha entrenado para destruirme, ¿eh? —murmuró Caronte.

—Así es, insignificante ser —dijo Adremmelech, la voz fuerte e inhumana de siempre. Akasha ni siquiera podía percibir que el Lamento de Cocito hubiese llegado a afectarle.

—Fuera de nuestro mundo —dijo la santo de Virgo—. ¡Ahora!

No tengáis tanta prisa, Suma Sacerdotisa —dijo Nimrod de Cáncer mediante telepatía—. Hay tres santos de oro presentes.

¿La Exclamación de Atenea? Aun si no estuviese prohibida, Caronte nos liquidaría antes de siquiera empezar a ejecutarla, a no ser…

Sin tiempo para dar explicaciones, Akasha se cubrió de un halo dorado, siendo imitada primero por Adremmelech y después por un sorprendido Nimrod. Tal y como estaban posicionados, servían como los áureos vértices de un triángulo invisible, base de una barrera piramidal que recién se estaba formando. Los mantos de Virgo, Capricornio y Cáncer resonaron entre sí, volviendo más y más tangible la frontera que los separaba del mundo entero, fundamentada en los requisitos necesarios para emplear Almagesto.

Fue un cambio de planes tan repentino que Akasha ni siquiera se había dado cuenta de la contradicción hasta que Caronte la miró con cara de circunstancias. Estando sola, frente a él, solo se le ocurrió esperar a que Seiya despertara aquel poder más allá de los sentidos, el misterioso milagro del Elíseo, como se rumoreaba en el Santuario en los primeros años del despertar de los héroes. Pero al verse acompañada no solo de un santo de oro, sino de dos, y con la nada honrosa sugerencia de Nimrod, se le ocurrió una estrategia en la que ella en verdad podría aportar algo a la derrota de aquel ser al que tanto despreciaba. No lucharía, ese papel era de alguien más fuerte de lo que ella sería jamás; el suyo, en cambio, sería facilitar las cosas cortando todo vínculo entre Caronte y el Hades. ¡Él mismo se había condenado! Al revelarle que repartía su poder por todo el ancho mundo le dio sin pretenderlo la clave de la victoria.

No pasó mucho más tiempo hasta que todos entendieron la situación, tanto quienes la ayudaban a sustentar la barrera piramidal cuanto quienes se hallaban en el interior del área aislada, frente a frente.  Caronte miró de reojo a Nimrod y las almas que le había arrebatado, pero antes de poder dar un solo paso hacia el santo de Cáncer, Seiya le encajó un golpe en el estómago, el primero de muchos. Cien millones de puñetazos se desencadenaron sobre Caronte mientras este no apartaba el ojo de su objetivo, llegaba incluso al descaro de seguir dando pasos hacia él, a pesar de que por cada uno que daba terminaba retrocediendo tres. Tal era la fuerza del santo de Pegaso. Por un breve tiempo, Akasha se permitió abrigar esperanzas en que el plan estaba saliendo bien.

—¿Eso es todo? —dijo Caronte, atrapando el puño derecho de Seiya—. ¿Ataques a la velocidad de la luz? ¿No tienes nada más?

—Pruébame —desafió el santo de Pegaso.

Y así inició la pelea.

 

Los tres santos de oro, meros observadores del intercambio, no tuvieron palabras lo bastante importantes como para interrumpir lo que a buen seguro era un enfrentamiento más allá de sus posibilidades. Caronte ejecutaba los Colmillos de Cancerbero de tal forma que solo se veían sombras borrosas chocando con una infinidad de destellos luminosos, los Meteoros. En ocasiones, el regente de Plutón atacaba como una sombra dadora de muerte la espalda del santo de bronce, quien con un rápido giro bloqueaba las garras de su adversario y daba una patada para alejarlo medio metro. Otras, las menos numerosas, era Seiya el que llevaba la delantera, llegando a dar un golpe en pleno rostro que no tenía ningún efecto. Ni una herida, ni una gota de sangre.

Y sin embargo, la fuerza residual del enfrentamiento bastaba para hacer temblar la barrera levantada por tres santos de oro, el equivalente defensivo a una técnica prohibida por la misma diosa de la guerra y la sabiduría. Akasha dudaba que aguantaran en esa situación mucho más tiempo. Tanto la idea de ver a Caronte derrotado antes del fin de la guerra cuanto la táctica en la que pensó al verse apoyada por Nimrod y Adremmelech, de impedir que Caronte se apropiara de una parte del poder que legó a los ejércitos del Hades, aislándolo, parecían ahora una tontería. Solo podían ganar de una forma: atacar todos juntos, sacrificando la vida de ser necesario.

La sola idea le revolvía el estómago, pues no deseaba que nadie muriera. Sintió ganas de abrazar a Nimrod cuando el Pequeño Abuelo sacudió la cabeza, a modo de negativa.

—Si yo me acerco allí, perderé un brazo antes de tomar una bocanada de aire. Vosotros duraríais más —observó, dando explicaciones a la vez que miraba primero a Adremmelech y luego a Akasha—, nuestro amigo el Sin Cara porque puede hacer que le crezca otro brazo y vos, Suma Sacerdotisa, porque contáis con una notable capacidad para defenderos. Aun así, no podríais aportar mucho más a este duelo de monstruos. Sobrevivir no siempre basta, me temo. Debemos dejar que se vaya.

Esta vez fue la ocasión de Akasha de negarse, pero antes de poder hacerlo se derramaron las primeras gotas de sangre del duelo, a sus pies. Como nunca nadie había visto sangrar a Caronte, era imposible saber si aquel líquido rojo podía pertenecerle, tampoco era fácil distinguir una herida en Seiya a la velocidad a la que se movía. Solo mediante el Octavo Sentido podía percibir mejor la situación, a costa de agotarse inútilmente, en parte por el cansancio, en parte porque saber si el enemigo inmortal del Santuario había sangrado no significaba nada. Si eso era todo lo que el héroe legendario podía lograr, no habían avanzado nada en trece años.

—Porque no basta con uno —dijo para sí Akasha, para luego dirigirse a la mente de Seiya, un acto temerario que se asemejó a caminar por un bosque de espinas a nivel psíquico. Nimrod no exageraba: de verdad morirían estando a un metro de donde aquellos dos luchaban—: Seiya, necesitas a tus compañeros. Shiryu, Hyoga, Ikki. ¿Dónde están? ¿Pueden ayudarte a combatirlo? ¿Puedes llevarlo hasta donde sea que estén, donde no pueda hacernos daño? —Ninguna de las preguntas era respondida y en cambio el alma de Akasha temblaba a cada segundo que seguía comunicándose con aquel guerrero entregado. Decidió seguir otra vía, más desagradable—. Si no quieres hacer lo que el Hijo espera que hagas, matándolo, por lo menos dame tiempo. Solo eso necesitamos, tiempo para emplear nuestros propios recursos.  

Ni siquiera eso tuvo en Seiya más efecto que hacerle girar la cabeza hacia ella, pero para Akasha aquel gesto fue suficiente. Veía la duda en el rostro de aquel santo legendario, la clase de duda que no veía en Shun cuando todavía era capaz de cuestionarle por el hecho de que él y sus hermanos se hubiesen apartado de las batallas, conformándose con haber ayudado al levantamiento del Santuario. Seiya quería luchar con Caronte, quería reparar el daño que este había causado mientras él no pudo defender a los suyos. El santo de Pegaso, más que un héroe, era un hombre, un buen hombre.

—Es una orden —dijo la Suma Sacerdotisa, ya no a la mente de Seiya, sino a viva voz. Nimrod, Adremmelech, Seiya y el propio Caronte, quien seguía buscando un punto vulnerable del santo de Pegaso, todos la miraban—. Saca a este demonio de mi mundo.

Se hizo el silencio de pronto. Por un instante, nadie se movió, nada hizo el menor ruido.

—Vaya que has crecido —dijo Seiya.

En los ojos del santo de Pegaso se vio reflejada, no como la Suma Sacerdotisa, sino como la niña que media vida atrás le pedía perdón entre lágrimas. Akasha no supo qué decir ahora. Y ya nunca más tendría oportunidad de enmendarlo.

Un cosmos despertó por la salmodia de Virgo, Cáncer y Capricornio, uno que no era de bronce, de plata o de oro, sino transparente, una luz demasiado pura para el mundo de los mortales. Esta, empero, no cegaba a nadie, no causaba el menor daño e incluso en el momento en que colapsó la áurea pirámide que era la barrera conjurada por los tres santos de oro, pareció que se limitaba a inclinarse ante un poder superior.

La acometida de Seiya sobre Caronte no fue tan pacífica. El santo de Pegaso cargó contra el regente de Plutón y voló de ese modo más allá de la entrada al Santuario. Akasha, tan sorprendida como sus compañeros, se tranquilizó al notar que Seiya no se dirigía al templo papal, donde ella estaba, sino a la montaña más alta de la Tierra.

 

***

 

—¿Querías ir al Santuario, verdad? —dijo Seiya cuando estaban a mitad del ascenso del monte Estrellado—. ¡Espero que estés satisfecho!

Caronte reaccionó solo en ese momento, apartando la mano con la que el santo de Pegaso le agarraba el rostro y tratando de desgarrar el peto con una mano envuelta en las llamas del infierno. Pero del manto de Pegaso habían surgido dos vistosas alas y estas repelieron tanto aquel ataque como un segundo, emisario del mayor frío del Hades, uno capaz de congelar las almas humanas y apartarlas del ciclo de la reencarnación. Una vez repelió el intento del regente de Plutón, Seiya recuperó la ofensiva y obligó a Caronte a seguir el ascenso, él sobrevolando los cielos y su adversario con los pies clavados en la escarpada ladera del monte.

—¿Tanto te motivó la orden de tu ama, siervo del Hijo? —cuestionó Caronte, indemne a pesar de que ya no podía responder ni uno solo de los ataques.

—No soy el mejor acatando órdenes —confesó Seiya, obligando a su adversario a llegar a la cima del monte de una patada alta. Ambos quedaron por encima del templo destinado a observar las estrellas cuando concluyó—: Esto lo decidimos hace tres años.

Juntando toda la fuerza de los Meteoros en un solo golpe, Seiya liberó el Cometa contra el regente de Plutón un instante antes de que terminara de cubrirlo una extraña armadura. La explosión desatada tiñó de un brillante azul los cielos del Santuario.

 

***

 

Akasha fue testigo de aquello, así como sintió la repentina desaparición de Seiya y Caronte. Estaba fuera del templo papal, acompañada de Lucile, quien le impedía dar un paso más. Ella no pensaba hacerlo, claro. Tras dar órdenes a Nimrod y Adremmelech para regresar a su puesto en Bluegrad y Naraka,  deshizo la proyección y encargó a las ninfas del bosque el cuidado del manto de Virgo. Con esa humilde muestra de confianza las compensaba por haberles prohibido de forma expresa llevar a cabo la única tarea que se habían comprometido a realizar, que no era sino evitar por todos los medios posibles la entrada de un enemigo al Santuario, en especial si procedía del inframundo. Caronte la buscaba a ella, para burlarse, provocarla y tal vez hacerle daño, esa fue la suposición de Nimrod de Cáncer, la cual pudo decirle antes de marcharse.

—Sabe del cariño que le tenéis a la guardia, por eso hizo todo esto. No parece estar usando la cabeza y eso es lo que más me preocupa.

Esas palabras todavía la atormentaban, porque era mucho el daño que Caronte podía hacer si se le antojaba. Ahora ni siquiera se había limitado a enviar a la legión de Aqueronte a hacer el trabajo sucio; lo que fuera que se lo impidió trece años atrás, ya no debía afectarle. Por esa razón, no se arrepentía de la orden dada a las ninfas. Pese al gran poder que poseían, no eran criaturas belicosas como los humanos y no necesitaban serlo. Nadie tendría que necesitarlo, mientras existieran los santos de Atenea.

Pensar en sus compañeros la turbó, pero no llegó a dirigir el Ojo de las Greas a ninguno de los frentes, estaba decidida a confiar en que todos podrían salvarse. Sneyder, Shaula y Arthur cumplirían su misión, también Makoto, Azrael y muchos otros, al igual que la Guardia de Acero, los marinos y hasta los caballeros negros, luchando unidos, podían acabar con esa guerra, siempre que ella también cumpliera su papel.

Porque si algo había aprendido a lo largo de su vida, era que cuando se fracasaba una vez —no podía llamar de otra forma a haber perdido la concentración—, solo podía:

—Volver a intentarlo —dijo mientras giraba hacia el templo, seguida por Lucile. 


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Publicado 13 mayo 2021 - 18:56

Cap.76 Don Seiya
 
Descubrimos que Akasha ha estado de mirona todo este tiempo y Caronte bien que lo sabía, de seguro por eso hacia más maldades todavía... Si esto lo leyera más gente o tuviera anime, empezarían a Shipear a estos dos por "el amor apache" que se dan jaja.
 
¡Pff! Xiale, ya imaginaba que Capricornio no iba a matar a Caronte pero ni siquiera le pudo poner un dedo encima, jajaja eso se siente tan mal XD Y al final de todo esto... TODO RESULTÓ EL VANO, geez, jaja y luego dicen que YO SOY CRUEL.
 
Mira, Caronte también quiere llevar la cuenta de los muertos de esta guerra, pero él sí debe de contar a los personajes sin nombre por lo que ha de haber tomado ya varias botellas de Wisky jaja .
 
¡BRAVO! Denle una cerveza a Nimrod que CUANDO MENOS liberó las almas que tanto esfuerzo liberaron los otros personajes (y de paso a los que murieron en el Reino que pudo ser y nunca será).
 
¡Ay ay ay, llegó Don Seiya a escena! ¿Acaso él podrá lograr lo que otros sólo han soñado? ¿Pelear contra Caronte sin que lo humillen? Pues parece que sí, lo hizo bastante bien pese a no tener su armadura divina y esas cosas. Como sea, el Pegaso se lo llevó a dar la vuelta a algún lado fuera del mundo de Akasha  ("Fuera de MI mundo", palabras suyas, no mías XD
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SIGUE SIENDO: 1
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Pd. Buen cap, sigue así

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#238 Rexomega

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Publicado 17 mayo 2021 - 10:19

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 77. No hay dioses en el cielo

 

Al viajar hasta la cima del monte Estrellado, Seiya de Pegaso estaba preparado para encontrarse con el más increíble de todos los reinos, aquel donde moran los dioses. Era ese el destino al que Shiryu se marchó tres años atrás, así como Ikki y Hyoga a lo largo de los dos siguientes, porque alguien tenía que saber qué estaba ocurriendo, alguien tenía que descubrir por qué el Olimpo había enviado a Caronte al Santuario y, si era posible, hacer la paz sin involucrarse en más Guerras Santas. No querían bailar bajo los designios del Hijo ni tampoco ser peones en el tablero de Zeus, anhelaban la paz por la que ellos y Atenea habían luchado contra Hades hasta las últimas consecuencias.

Eso era todo. Todo lo que querían era paz. Que los dioses resolvieran sus problemas y los humanos hicieran otro tanto con los suyos.  Aun así, ninguno de los compañeros de Seiya había regresado de aquella suerte de embajada a la que ahora él se unía, atravesando una miríada de realidades a cual más incomprensible que ni tan siquiera llegaron a convertirse en recuerdo antes de ser olvidadas en el momento en que llegó a su destino. Al llegar, tardó un rato en entenderlo, porque no percibía la presencia de vida alguna. No sentía ningún cosmos en el lugar donde debían hallarse los seres más poderosos del universo. Aun después de plantearse la posibilidad de que los dioses, al emplear sus auténticos cuerpos, gozaran de un poder superior al cosmos —al igual que sus compañeros, Seiya no recordaba bien lo sucedido después de la caída del Muro de los Lamentos—, siguió confundido. Estaba convencido de que, incluso si ese fuera el caso, sentiría algo, una suerte de miedo instintivo al que tuviera que hacer frente.

Al final miró con calma cuanto lo rodeaba. Montañas, enormes montañas elevadas sobre un mar de nubes. Un río discurría entre ellas, brillante como la plata, para descender en el fondo de un amplio valle, donde formaba el lago más limpio que hubiese visto jamás. En la dirección contraria, mirando con detenimiento era posible ver un sendero que serpenteaba más allá de la cordillera, como suspendido en medio del vacío. Aquel camino avanzaba hacia un palacio todavía más grande que cualquiera de las montañas, y de tal anchura que bien podrían reunirse los habitantes de toda una ciudad en su interior y vivir con comodidad. La luz de la luna llena lo bañaba por entero, desde la cima, donde ardían siempre notorias antorchas, hasta donde la robusta piedra se perdía entre las nubes. A Seiya le recordó al Santuario, no era un palacio ni una ciudad, sino un templo consagrado a la diosa de la luna, quien fuera que fuese. Una vez comprendió eso, a buen seguro más tarde de lo razonable, se alejó deprisa, consciente de que su repentina aparición pudo haber sido considerada un acto de ataque incluso sin los largos minutos que se quedó quieto mirando el entorno. Aterrizó cerca del lago, donde un repentino mareo le hizo resbalar y caer de bruces al suelo.

Maldijo entre dientes. Era por la batalla contra Caronte, pero este solo le había hecho un pequeño rasguño en el cuello en alguno de sus intentos de decapitarlo. A pesar de sentir un dolor agudo en esa zona, a pesar del cansancio que le sobrevino y el lento flujo de sus pensamientos, todavía veía la herida reflejada en el lago como algo que no haría llorar ni a su yo de seis años. Se levantó con esa idea en la cabeza, abofeteándose incluso para despertarse, si es que tenía ganas de soñar, y volvió a tratar de buscar signos de que hubiera alguien en las cercanías, fuera enemigo o aliado. Lo único que logró tras un buen rato fue agravar la migraña y empezar a pensar que allí faltaba algo. En lugar de una presencia, notaba una ausencia en ese amplio y cristalino lago.

—¿La pesada de Aqua, tal vez? —preguntó a nadie en particular. El Santuario tenía un lugar parecido. No tan grande, ni mucho menos, pero era un bonito lago también, límpido y hasta agradable si la nereida no se te aparecía para pedirte alguna tontería—. A lo mejor le estoy dando muchas vueltas. ¿Dónde está Caronte?

Otro estaría preguntándose por sus amigos, de los que llevaba separado tantos años. Seiya, empero, conocía demasiado bien a aquellos tres como para dudar de que estuvieran haciendo su trabajo en ese momento. Aparecerían, eso era seguro, solo que lo harían cuando lo estimasen conveniente. Por tanto, él no pensaba interrumpirlos ni siquiera de pensamiento y se enfocaba en lo más urgente: el enemigo que había recibido el Cometa, la suma de todos los Meteoros en un solo punto, a quemarropa un instante antes de que ambos iniciaran el viaje hacia el Olimpo. En opinión de Seiya, un ataque así tendría que haberlo hecho sangrar, pero no le cayó ni una sola gota de sangre, y la posibilidad de que lo hubiese desintegrado era demasiado absurda, así que solo le quedaba pensar que apenas había logrado empujarlo hacia alguna parte.

Se dispuso a bordear el lago y las alas del manto de Pegaso se extinguieron entre brillos de luz. Bastantes discusiones tuvieron los cinco años atrás sobre cómo tenían que actuar en el Olimpo, ya fuera que Caronte estuviera mintiendo o diciendo la verdad. En esa época, no tardaron en ponerse en la peor de las situaciones, la cual por suerte no era lo mismo a tener a todo el panteón, salvo Atenea, en contra, sino más bien tener que escoger entre estar en contra o a favor del enemigo de los dioses. Shiryu insistía mucho en que tendrían que actuar de forma intachable y dejar el combate como el último recurso. Por supuesto, fue él quien terminó proponiéndose para hacer el primer viaje, tras lo cual acordaron que cada año, en la misma fecha, otro le seguiría una vez se asegurara de que podían encomendar la Tierra a los jóvenes santos de Atenea.

—Tardaremos en convencerlos —aseveró Shiryu cuando Seiya, para cortar las dudas de Shun sobre que el santo de Dragón fuera el primero en marcharse, aseguró que en tres días estaría de nuevo probando los platos de Shunrei—. Para un dios, el tiempo humano es como un parpadeo. Yo vendré en son de paz y allanaré el camino para que vosotros os unáis a mí. Es posible que tengamos que quedarnos de por vida en la morada de los dioses —concluyó sin el menor asomo de alegría, aunque con tal determinación que nadie tuvo el valor de hacerle cambiar de opinión.

Así que se prepararon de tal forma que hasta alguien como Seiya podía evitar cualquier insensatez. Sabían que entre pestañeo y pestañeo de los dioses con los que Shiryu hubiese podido hablar, otro de los cinco tendría que unírseles. Él llevaba unos cuantos meses de retraso, con todo el revuelo de Poseidón, los caballeros negros y la nueva Suma Sacerdotisa. No sabía lo que podía haber pasado y eso lo obligaba a ser dos veces más cauto que nunca. Así que caminó a paso ligero, siempre cerca del lago, escaló más de una montaña y atisbó el horizonte solo para darse cuenta de que no había avanzado ni tan siquiera una décima parte del recorrido en un tiempo indeterminado. Arriba siempre estaba la luna, inmensa y expectante; más que preguntarse cuántas horas habían pasado, Seiya empezó a asumir que allá donde estaba las horas no pasaban, nunca.

Contuvo el impulso de gritar a ver si alguien lo oía. Tres segundos después, vio por fin un cambio en el cielo. Una, dos… ¡Tres estrellas fugaces a punto de chocar con él!

 

***

 

—No puede ser. No puede ser. No puede ser —repetía Caronte al observar un nuevo salón vacío. Otra alfombra sin pisadas, otra habitación con no más adorno que el polvo—. ¿Dónde estáis, señora Artemisa? ¿Dónde están tus satélites? ¿Dónde está Calixto, por todos los dioses? ¡Hay un invasor en vuestra morada!

Tan pronto el regente de Plutón cayó en el Cielo Lunar, supo lo que Seiya de Pegaso pretendía. Aquel santo de bronce por fin revelaba la auténtica cara de los santos de Atenea, nada habían aprendido aquellos con el paso de los milenios. ¿Y podría haber sucedido de otro modo, acaso? Atenea y el Hijo compartían la misma sangre, era normal que hubiese similitudes entre sus marionetas. Él tomó, pues, la resolución de actuar en consecuencia. Ya no recurriría a una fracción del poder del Hades, combatiría como uno de los Astra Planeta y cumpliría por fin su cometido.

Pero no le fue posible conjurar el alba de Plutón, y abrir una de las Esferas de Crono en la morada de los dioses sin obtener la aprobación de estos se le antojaba una blasfemia. Pensó entonces que no necesitaba de los dones divinos de Hades para luchar con un mortal más, mataría al santo de Pegaso con su propia fuerza, la del único de los Makhai lo bastante digno como para comandar uno de los nueve ejércitos del Olimpo. Y entonces, comprendió algo que debió haber comprendido desde un principio.

No había ni un solo ser allí. Artemisa no se encontraba en el templo, tampoco las divinidades menores que vivían bajo su luz, ni los ángeles que le servían, ni tan siquiera los satélites comandados por Calixto, las más capaces amazonas de la Antigüedad. Entendió todo eso en un solo instante, y aun así, incapaz de creer lo que suponía, buscó en cada rincón del Templo de la Luna dispuesto a encontrar cualquier prueba de esa verdad imposible. Lo hizo con una mezcla insólita de rapidez, meticulosidad y sigilo, de modo que el santo de Pegaso no lo percibiría ni poniendo en ello todo su empeño. Ni siquiera tenía paciencia para el pequeño juego de infundir miedo y terror en los santos de Atenea, de modo que esa huella, tan visible para cualquier ser con un alma ardiendo en su pecho como la luz de una fogata en plena noche, tampoco estaba a la vista.

Pasó el tiempo sin que nada cambiara bajo aquella noche eterna. Caronte revisó el Templo de la Luna tres veces, más veloz que el relámpago, sin encontrar ni tan siquiera un atisbo de que Artemisa y su séquito hubiesen librado una batalla reciente, lo que descartaba la posibilidad de que en los últimos trece años el Santuario hubiese enviado asesinos a matar a la diosa de la Caza. La sola idea era ridícula, desde luego, pero, ¿qué otra cosa podía pensar Caronte después de ser liberado del Tártaro con el único fin de matar a cinco jóvenes mortales? Se les tenía por hacedores de milagros, en especial el líder, el santo de Pegaso. Él tenía que esperar lo imposible de gente así.

Además, la otra posibilidad era más terrible. Aquella idea, presente en su cabeza desde el principio y tan insidiosa como para parasitar las memorias de Plutón durante el largo recorrido que había hecho desde entonces hasta terminar donde empezó, inclinado ante las escaleras que daban al trono vacío de Artemisa, significaba el fracaso más absoluto. Era, más que un imposible, todo lo contrario de lo que los Astra Planeta creían. No, sabían, porque la victoria de los dioses sobre el Hijo era una certeza, no una creencia. Los Astra Planeta lucharon en la Guerra del Hijo, no se limitaron a orar de rodillas y dejarlo todo en manos de una fe veleidosa, como hicieron los hombres que la olvidaron.

—Yo luché —murmuró Caronte, mirando con ira las llamas de las antorchas. No había a una diosa a la que adorar, pero el fuego seguía ardiendo, eterno, iluminando aquel asiento que esperaba solitario la presencia de una diosa—. Los demás no lo hicieron.

En la Guerra del Hijo cayeron ocho de los nueve Astra Planeta. Todos sus compañeros, desde la sabia Galatea de Mercurio hasta el traidor Oberón de Urano. También el multiforme Proteo y la joven a quien todos debieron proteger mientras crecía sana y fuerte, Tebe de Júpiter. Todos, menos él, murieron para cumplir el mandato del Olimpo, así que el único que podía garantizar la derrota del Hijo era él. Y lo hacía. ¡Mil veces lo haría si lo cuestionaban, si le exigían recordar cómo el más terrible de los enemigos de los dioses caía al Tártaro golpeado por el rayo de Zeus!

—No —gritó Caronte, dudando ahora de sus recuerdos—. El rey de los dioses lleva tiempo desaparecido, por eso existen las Guerras Santas, porque no hay una autoridad incuestionable que delimite cuál es el papel de cada uno de los inmortales.

Tuvo que serenarse antes de que la frustración que sentía le hiciera despedazar el Templo de la Luna hasta sus cimientos. Pudo lograrlo, con tiempo, aunque lo básico no cambiaba: Tritos no estuvo con él en la batalla final, ni el resto de los nuevos generales del ejército olímpico. Ellos solo asumían que el Hijo había sido derrotado porque nunca volvió a manifestarse y porque él les contó su versión de los hechos.

Fue necesario mucho tiempo de reflexión para descartar esa posibilidad, tal fue la razón por la que el astral no fue en busca del santo de Pegaso ni de quienes se reunieron con él. La posibilidad de que la Guerra del Hijo hubiese sido ganada por el dios sin nombre era insólita, pero merecía ser sopesada. Al final, como no podía ser de otro modo, terminó descartándola, porque de ningún modo un ser tan arrogante como para querer derrocar al mismo Zeus se conformaría con reinar sobre todo cuanto existe desde las sombras, mientras una nueva generación de Astra Planeta se formaba y alistaba para perseguir y derrotar a todos sus siervos. Empezó a ver el problema desde otra perspectiva, llegó incluso a pensar que solo el Cielo Lunar estaba vacío, pero por supuesto la verdad no podía ser tan sencilla. Era más bien rebuscada, como solía ocurrir cuando se trataba de asuntos divinos, pero existía.

Y, por ello, Caronte estaba decidido a encontrarla.

 

***

 

Después de años de separación, Seiya se encontró con Shiryu, virtual líder de la embajada de paz, en la vacía morada de los dioses. No había cambiado nada en todo ese tiempo, era el mismo hombre contra el que combatió en las Galaxian Wars hacía un par de décadas, solo que más adulto y todavía más sabio. Más adelante podría avergonzarse de las primeras palabras que le vinieron a la mente en verlo.

—¿Tres años en el Olimpo y conservas la vista, amigo mío?

Shiryu lo miró con seriedad el tiempo suficiente para que Seiya sopesara lo inadecuado de la broma; después de todo, él no se vio inmerso en la ceguera por capricho, sino para ayudar a sus amigos ante el temible Escudo de Medusa, acto que le sirvió de ayuda cuando en la guerra de Poseidón fue desprovisto de la vista por un general marino. Seiya estaba por pedir disculpas cuando el santo de Dragón esbozó una inesperada sonrisa y le golpeó el antebrazo extendido en signo de camaradería.

Ikki y Hyoga se permitieron reír del semblante sorprendido de Seiya, quien tardó un poco más en reconocerlos. Mientras que el santo de Cisne tenía el cabello tan corto que bien podría ser un hijo perdido del rey Piotr, acaso gemelo de Alexer, Ikki se había dejado crecer la barba en ese tiempo, al parecer más por falta de interés en la higiene personal que porque hubiese decidido aquel cambio de estilo. Seiya podía notarlo en cómo la barba apenas cubría una fea cicatriz que nacía en la mejilla, cerca del labio, e iba bajando por el cuello hasta perderse bajo el manto de Fénix. En comparación, el pequeño corte que Caronte le hizo ya no era insignificante, sino invisible.

Eso era preocupante, pero Seiya no habló de ello por el momento. La aparición tan repentina de sus compañeros, cayendo del cielo tal y como habrían podido hacerlo un trío de ángeles, si es que en los cielos regidos por los dioses adorados en la Antigua Grecia había ángeles, lo dejó tan sorprendido que tardó en comprender que sus compañeros también tenían dudas, como héroes y como personas que llevaban mucho tiempo lejos del hogar. Así que cuando salió de su estupor empezó a dar una explicación somera sobre cómo estaban las cosas en la Tierra. No tuvo mucho tacto.

—¿¡Guerra!? —exclamó Shiryu.

—No la que tratamos de impedir, creo —dijo Seiya, tratando de tranquilizarlo. También Hyoga e Ikki lucían preocupados, aunque ellos no tenían una esposa y un hijo—. Shunrei está bien y tu hijo… Bueno, no te puedo decir que no esté involucrado…

—Si lo dijeras, sabría que me estás mintiendo —asintió Shiryu—. Shoryu no escogió el camino de la lucha, pero no pude evitar que heredara mis preocupaciones. Lo eché todo a perder en esos años, después de despertar, y luego me fui.

Ahora fue el turno de Seiya de ponerse serio.

—Si tu señora esposa te oyera, te daría un bastonazo y a mí me daría tres. ¡Es tarde para arrepentimientos, Shiryu! Solo te queda acabar lo que empezaste y volver a casa.

—Sí, sí, perdóname, Seiya. Continúa, por favor.

—Los dioses del Olimpo no están involucrados en esta guerra, solo el Hades. Las legiones del inframundo quieren devolvernos nuestra incursión de hace veinte años invadiendo la Tierra, ¡como si ellos no fuesen los primeros en saltarse su frontera!

—¿Estás seguro de que solo enfrentáis a los espectros del Hades? ¿Ningún ángel ha descendido a la Tierra desde que me fui?

—Enfrentamos a los Campeones del Hades y los ríos del infierno, no a los espectros. Ellos siguen en la torre, sellados, es uno de los puntos que el ejército de Atenea defiende. Pero sí, Shiryu, estoy seguro de que no he visto ningún ángel estos años.

El santo de Dragón se apresuró a describir a los ángeles a los que se refería. Eran muy similares a los guerreros sagrados al servicio de Atenea y Poseidón, hombres poseedores de un poder notable. Solo que en el Olimpo, quienes no habían nacido semidioses antes de ascender a los cielos recibieron de su dios benefactor el néctar y la ambrosía. Ningún ángel desconocía los secretos del Séptimo Sentido, todos habían conocido la muerte y despertado el Octavo Sentido, si bien solo los mejores lo dominaban con suficiente soltura como para recurrir a él en las circunstancias apropiadas. Teseo, Odiseo e Ícaro se lo habían demostrado bien en la primera reyerta, la herida de Ikki era fruto de una lucha frenética con el segundo de los mencionados.

—¿Ikki se enfrentó a…? Siento que debería saber quién es.

El santo de Fénix endureció el gesto y se llevó la mano a la herida. Shiryu, en cambio, negó con la cabeza, aquella era una historia muy larga y primero quería respuestas.

—Creo que empiezo a entender —dijo Seiya—. Habéis tenido un problema con esos ángeles y creéis que por ello vinieron a la Tierra. No lo creo. El enemigo es un grupo de Campeones del Hades, ya sabéis, gente que revivió aprovechando el caos que reina ahora en el inframundo. Y Caronte, claro, me he enfrentado con él.

Sus tres compañeros lo miraron con fijeza.

—¿Lo has traído hasta aquí, verdad? —terminó diciendo Hyoga, el único que hasta ahora no había hablado—. Eres un desastre.

—¡No lo digas muy alto! —pidió Seiya, susurrando después—: Le aseguré de que planeamos esto hace tres años. No tuve elección.

Hyoga aprovechó la ocasión para recordarle sin tapujos que lo que planearon hace más de tres años fue más bien comunicarse con los dioses antes de tener que enfrentarse a su enviado. No era una mera formalidad. Si bien lo que todos buscaban era la paz por la que ellos y Atenea habían luchado, entre los cinco había quienes también querían la verdad y quienes exigían justicia por lo acontecido con tal tenacidad, que no atendrían a razones mientras que el acuerdo al que alcanzaran con los dioses no incluyera que Caronte pagase por todo lo que había hecho al Santuario consagrado a una entre aquellos. En su defensa, Seiya solo pudo decir que actuó tal y como se esperaba de un santo de Atenea, defendiendo y no atacando.

—Shiryu, sé que quieres saber más de Shunrei y tu hijo, pero…

No fue necesario que Hyoga terminara la frase, pues con una sola mirada, los santos de Dragón y Cisne se entendieron. Seiya, un poco perdido al respecto, siguió hablando algo más de la situación en la Tierra. De cómo Shoryu trabajaba como enlace entre el Santuario y el gobierno chino para el transporte de tropas hasta la frontera de Naraka con China. Cuando estaba explicando por qué movilizaban tantos soldados en una guerra contra las legiones del Hades, Ikki le dio el alto.

—Hablaremos de eso más tarde, Seiya. Si has traído a Caronte hasta aquí, no dudo que venga a nosotros en cuanto descubra lo que está ocurriendo, y no queremos que luches contra él sin saber por qué. Créeme, es importante.

—Ya tendremos tiempo de que me cuentes las proezas de mi discípula —añadió Hyoga—. Y de Sneyder y Adremmelech —dijo un par de segundos después.

—Soy consciente de que mi discípulo no es muy apreciado —dijo Ikki, frunciendo el ceño—. Y de que habrías preferido ser tú quien entrenara al siguiente santo de Acuario.

—¡Basta! —exclamó Shiryu—. ¿Vais a empezar otra vez?

Aquel grito iracundo calló a los santos de Cisne y Fénix al mismo tiempo que dejaba boquiabierto a Seiya. Ese fue un buen comienzo para el relato que estaba por oír.

 

***

 

No llegaron a ver a los dioses, a ninguno de ellos. Shiryu no consideraba importante contar ahora todo cuanto aconteció en los primeros años de viaje por tierras a cuál más magnífica, si se descontaba lo vacío que estaba todo. Se adelantó a los últimos acontecimientos, cuando la presencia de tres santos de Atenea en el Olimpo se volvió demasiado notoria como para que nadie hiciera nada. Un mismo número de ángeles se les interpuso: Teseo, rey de Atenas, hábil luchador; Ícaro, un misterioso joven nacido en Oriente, impetuoso como una tormenta, y para terminar un tercero que decía llamarse Odiseo, pero más que dar muestras de la retorcida mente del rey de Ítaca aquel guerrero celestial combatía como Aquiles, tan veloz que daba siempre el primer golpe, uno que tan solo el escudo de Dragón podía bloquear a duras penas.

Lo cierto es que no se enfrentaron desde el principio. El santo de Dragón pudo ver sabiduría en Teseo de Atenas, suficiente para al menos mitigar el ansia de lucha del misterioso Ícaro. Pero este estaba obsesionado con combatirles, tratándolos de siervos del Hijo y asesinos de dioses. Hyoga, por su parte, estaba cansado de errar por los cielos de los inmortales, veía claro que la lucha era inevitable; podía comprender que Shiryu escogiera la vía de la paz, si, pero la completa indiferencia de Ikki ante los acontecimientos le llevó a hacer una comparación con el hombre que ejecutó a tantos durante la Pacificación, la Espada de Hielo que él ayudó a forjar recogiendo a un sucio y desnutrido huérfano perdido en Alaska. Eran iguales, en opinión de Hyoga, Ikki y Sneyder: carentes de alma, despiadados. De algún modo, ese choque terminó desencadenando una batalla de tres contra tres en la que todos corrieron el riesgo de morir. Aun si hubiesen contado con Shun y Seiya habría sido una dura lucha, porque el poder que la sangre de Atenea les otorgó en las profundidades del Hades estaba dormido en la morada de los dioses y no podían despertarlo por mucho que quisieran.

Ikki habló de cómo Teseo se saltaba todas las normas del combate y aprovechaba los ataques de aliados y enemigos para llevar la batalla a su terreno sin tener que gastar energías; era un rival admirable, en su opinión, aunque la forma en que combatía provocó que el santo de Fénix terminara midiendo fuerzas con el rival de Shiryu.

Antes de eso, el santo de Dragón había hecho un notable esfuerzo por alcanzar Odiseo, sin éxito. Aquel ángel no solo era rápido y fuerte, sino que además era cubierto por una barrera capaz de reflejar tanto Excalibur como el Dragón Naciente. Más que una batalla, pareció un juego en que Odiseo estudiaba a su adversario. E hizo otro tanto cuando acabó frente a frente con Ikki, mientras que Shiryu era interceptado por Teseo y ambos desaparecían del campo de batalla un tiempo.

Si Hyoga hubiese podido terminar su particular duelo con Ícaro a tiempo, tal vez, cooperando juntos, los santos de Cisne y Fénix habrían podido superar al en apariencia imbatible Odiseo. No obstante, Ícaro era tenaz, un relámpago viviente al que ni la más baja temperatura podría paralizar. De modo que las dos batallas prosiguieron, descompensadas, hasta que Ikki fue herido de gravedad y debieron retirarse. Pudieron hacerlo porque el propio Teseo, ayudando a Shiryu desde la sombra, les había asegurado una vía de escape y hasta el mejor médico del Olimpo, Asclepio, quien se tomó la molestia de darles algunas explicaciones en el Templo de Apolo.

 

***

 

Puesto que Seiya no hizo preguntas sobre cómo estaba organizado el lugar en el que ahora se encontraban, Shiryu no se detuvo a hablar de ese tema ni tampoco a describir paisaje alguno. El tiempo escaseaba, eso lo sabía bien el santo de Dragón, pero era necesario hacer énfasis sobre la dura contienda con aquellos tres ángeles para que su compañero recién llegado entendiera todo lo que aconteció después.

Descubrieron muchas cosas. La existencia de un grupo de ángeles, un tercio del ejército del Olimpo según los rumores, al servicio del Hijo; la omnipresencia del miedo en los corazones de los ángeles desde que los crueles actos de Fobos durante la Guerra del Hijo, a favor de uno y otro bando, provocaron su expulsión del mundo de los hombres; la verdadera identidad de Odiseo, quien no era otro más que Aquiles, un hombre de pronta ira que en sus peores días llegó a maldecir a los dioses por haber negado al verdadero rey de Ítaca y artífice de la victoria sobre Troya la entrada al Olimpo, tan solo por haber servido como un santo de Atenea y Sumo Sacerdote en el ocaso de su vida. Poco a poco, los santos de bronce y sus oponentes limaron asperezas, siendo Ikki e Ícaro los más reacios. Ambos acabaron batiéndose en duelo y regresaron en medio de un silencio ominoso. De aquello, lo único que Ikki había dicho a los demás era que Ícaro había perdido los recuerdos y deseaba recuperarlos. Por eso luchaba con tanto denuedo, para que los dioses le concedieran esa petición.

Pero ni siquiera los ángeles se habían comunicado con los dioses desde hacía mucho, mucho tiempo. Eso hacía que el clima fuera cada vez más y más tenso, ahora que se tenían noticias de que uno de los Astra Planeta perseguía a un grupo de mortales ayudados por el Hijo. Fuera de Teseo, Aquiles, Ícaro, Asclepio y otros compañeros confiables, el ejército del Olimpo no veía con buenos ojos la presencia de los santos de bronce, por lo que estos debieron viajar con sumo cuidado. Se separaron un tiempo, incluso, aprendiendo cada uno a su manera los secretos que los ángeles conocían sobre el cosmos, y buscando la forma de resolver el misterio: ¿qué había ocurrido con los dioses? ¿Estaba el Hijo involucrado? ¿Qué ángeles le eran fieles y cuáles no?

Al final fue Hyoga quien llegó a una respuesta inesperada, si bien gracias a las tensas visitas que Shiryu, en compañía de Teseo, hacía a los más célebres guerreros del cielo no llegó a darse la invasión a la Tierra que estaba en boca de todos. Ningún ángel servía al Hijo, eso era de hecho lo que aquel dios al que todos temían esperaba que creyesen, para que se destruyeran unos a otros. El santo de Cisne llegó a teorizar, para escándalo de muchos, que tal sino pudo haber acaecido sobre los dioses del Olimpo. La razón estaba en la semilla de discordia plantada justo en el momento en que los santos de Atenea y los ángeles se encontraron por primera vez. Desde ese momento, Hyoga había estado pensando que el miedo no solo habitaba los corazones de los ángeles, sino en los cielos por completo, que lo manipuló a él, a Ikki y acaso también a Shiryu, para que unos actuaran con imprudencia y otros se estancaran sin llegar a ninguna solución.

En eso, el santo de Fénix tuvo que discernir. Él había tenido su propia búsqueda, en parte tratando de ayudar a Ícaro a recordar quién es, en parte buscando a Fobos. Eso les trajo muchos problemas a los demás, porque lo obligó a librar más de un combate imprudente, pero le sirvió para entender que el Hijo no estaba al tanto de lo que le ocurría a él. No era necesario que lo supiera, al menos, porque en verdad el dios del miedo bastaba por sí solo para causar todo ese caos. Cada vez que ejecutaba el Puño Fantasma, lo veía: más que un cuerpo, más que una mente y un espíritu, era una fuerza viva, presente en todos y tal vez en todo. Una fuerza que apuntaba no a la mutua destrucción de los ángeles, sino a la eliminación de todos aquellos que dudaran de que la invasión de la Tierra y la aniquilación de la raza humana era el mandato de los desaparecidos dioses. ¿Por qué el Hijo querría tal cosa? No tenía razón para ello, debiendo ser su prioridad liberarse de la prisión a la que lo confinaron, el Tártaro. En cambio, Fobos sí que podría tener un gran interés en que los cielos de los dioses y el mundo de los hombres se encontrasen, si eso significaba volver a estar en la Tierra.

Sorprendido por las pesquisas de sus compañeros, Shiryu se esforzó en conciliarlas y presentarlas debidamente al líder de los ángeles. Este no era Teseo, ni Aquiles, ni otros que los persiguieron con exacerbado ahínco, como Agamenón y Príamo, sino alguien de mayor poder y altura que cualquier héroe de la Antigüedad, salvo Heracles. Fue muy difícil llegar hasta tal personalidad, incluso después de arrancar rumores aquí y allá sobre su existencia. Debieron convencer hasta cien guerreros del cielo, entre aqueos, troyanos y argonautas, de que no eran enemigos entre sí, como lo fueron cuando vivían entre el resto de mortales, sino que eran todos aliados y debían luchar por la misma causa. Más todavía, tuvieron que mentirles, diciéndoles que solo unidos podían lograr traer a los dioses de vuelta, cosa que ninguno de los santos de Atenea podía saber. Muchos ángeles, entendiéndolo, tacharon a Shiryu de un digno heredero del zorro de Ítaca y hasta le preguntaron si no era el nuevo Sumo Sacerdote.

Pero lo lograron. A veces fue necesaria la paciencia de Shiryu, otras la mente fría de Ikki, en ocasiones solo Hyoga, acostumbrado a la dura situación de enfrentarse a un ser querido, podía comprender a los que más renegaban, a veces hasta aleccionarlos con duras palabras. Pero lo importante fue que dieron fin a la invasión de la Tierra incluso antes de que iniciara, salvando a la humanidad sin que nadie, ni tan siquiera el Santuario, lo supiese. Y estaba bien que así fuese. Shiryu, Hyoga e Ikki, para ese entonces, no pensaban regresar antes de cumplir su misión. Confiaban, de hecho, en que ni Shun ni Seiya les siguieran, porque no consideraban que otro más hubiese cambiado las cosas. Con la seguridad en que nada cambiaría en mucho tiempo, fueron a hablar con el líder de los ángeles del Olimpo, Narciso de Venus.

 

***

 

—Repite eso, santo de Dragón —dijo una voz que tan solo Seiya reconoció.

Shiryu, Hyoga e Ikki miraron en su dirección. Por la velocidad a la que había llegado desde el Templo de la Luna, sin darles tiempo siquiera a sentirlo, solo podía ser una persona. Y el aura que emanaba, de terror puro, lo confirmaba.

Caronte de Plutón estaba allí, frente a ellos.


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Publicado 18 mayo 2021 - 11:23

Cap 77. Y mientras tanto los Bronceados
 
Ok, empezamos con la revelación de que Ikki, Hyoga y Shiryu se habían ido al Olimpo a buscar la paz con los dioses
.
Mientras tanto, Caronte haciendo corajes ya que con sus dones de Caronte Holmes sabe ya cuál fue el plan de los Bronce, y se endesgraciadoó por querer ellos hacer la paz jaja ¿quién lo entiende?
Y no sé si ya lo habian dicho o no pero resalta a mi un detalle "Athena y el Hijo comparten la misma sangre" osease que son hermanos, osease que Zeus es el padre y eso reduce la lista de dioses que podrían dar con la identidad de EL HIJO, dun dun duuuuun.
 
Mira, cuatro de los cinco antiguos protas se han reunido después de 77 episodios, eso es nostálgico. Nos cuentan de manera sencilla todo lo que han hecho y me agrada la forma, ya que si fuera un anime de los 90's hubiera toda una temporada de relleno para contarnos esto jaja 
 
Jaja ay, Hyoga sentido porque él no entrenó a Sneyder (mejor así, conociendo la repetición de la serie, Sneyder podría terminar muerto en manos de Hyoga después de alguna situación y pelea dramática y le robaría su mejor técnica, por lo que bien que Ikki haya sido su maestro jeje)
Aunque digan que Ikki y Sneyder se parecen porque son "carentes de alma y despiadados", Naaah, si Ikki ha demostrado tener su corazoncito, a diferencia de Sneyder quien no ha demostrado tenerlo XD (el discípulo superó al maestro al parecer)
 
En todo caso, bonito cuento con el que salvas la honra de los bronce, pues aunque creímos que no estaban haciendo nada durante el fic, jaja impidieron que los ángeles del Olimpo fueran a la Tierra a matar; y entonces Caronte llegó a interrumpir la narrativa, típico de él.
 
Veremos qué pasa en el siguiente episodio.
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SIGUE SIENDO: 1
 
PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 24 mayo 2021 - 18:13

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph_Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 78. Encuentro predestinado

 

El hombre que encaraba a los santos de Atenea no era el mismo con el que el Santuario había tenido que lidiar hasta entonces. A pecho descubierto desde que el último ataque de Seiya desintegró el habitual traje, Caronte era ahora un guerrero listo para un auténtico combate a muerte. No quedaban rastros de la sonrisa que solía mostrar, sino un semblante severo, preludio de una explosión de ira capaz de arrasarlo todo.

Seiya se alistó para combatir. Sus compañeros, en cambio, esperaron.

—Habla, santo de Dragón —repitió Caronte—. ¿Has dicho que Narciso de Venus es el líder de los ángeles? ¿Conoce la situación?

—He aprendido mucho desde que vine aquí —dijo Shiryu, más prosiguiendo su explicación que respondiendo a Caronte. De hecho, parecía ignorarlo—. Todo cuanto se puede saber sobre las Guerras Santas estaba recopilado en el Templo de Hermes. El diluvio, los primeros santos de Atenea, la Guerra de Troya… Lo que ocurrió en las profundidades del Hades, conocido como el milagro de Elíseos, ya había ocurrido en el pasado. Pude entender, incluso si sigo sin aprobarlo, por qué los dioses han actuado del modo en que lo han hecho hasta ahora.

—Todo eso ya lo sé —espetó Caronte, haciendo un gesto brusco—. No es importante.

—Si quieres respuestas, permite que sea yo el que decida lo que es importante y lo que no —dijo Shiryu, tajante.

Por un momento, pareció que Caronte iba a lanzarse al ataque, pero el santo de Dragón se mantuvo firme y al final el astral se cruzó de brazos. Y escuchó.

—Lo que no pude extraer de los libros se lo pregunté a los ángeles en quienes confiaba. Odiseo… Aquiles —se corrigió Shiryu, conforme Caronte arqueaba las cejas; como hombre de paz, sería sincero—, me contó tu origen, Ilión. Eres la encarnación de los diez años de asedio sufridos por Troya al final de la Edad de los Héroes.

—¿Eso importa? —cuestionó Caronte.

—Podría explicar por qué… —Shiryu sacudió la cabeza—. Hablamos con Narciso de Venus, le expusimos el plan de Fobos y solicitamos una audiencia con los dioses, para asegurar, entre otras cosas, que los ángeles no atacaran la Tierra.

 

***

 

El regente de Venus tenía más de ángel que cualquiera de los guerreros de los cielos. Jamás perdía los estribos y era sabio de un modo que ni el buen rey Teseo habría podido ser. Tan pronto lo conocieron, los santos de Atenea intuyeron de un modo u otro que Fobos no podría influenciarlo. Aun así, Narciso no habría podido detener al dios del miedo sin la mediación de Shiryu, Hyoga e Ikki, por lo que les estuvo lo bastante agradecido como para confiar en ellos y contarles la verdad.

Hubo una guerra, olvidada por los hombres y solo recordada como leyenda por los ángeles, conocida como la Guerra del Hijo. Esta enfrentó a los dioses ordenadores de la Creación contra el primer y último descendiente de Zeus, una divinidad imposible de denominar, pues carecía tanto de nombre como de un papel en el orden de las cosas. Lo que sí poseía el Hijo, empero, era un poder inmenso, por el que buscaba ocupar el trono abandonado por su padre. Que Zeus no estuviera presente fue la razón por la que la guerra duró más de lo esperado, en un empate eterno en el que los mortales caían como las hojas en otoño. Los nueve ejércitos del Olimpo se vieron involucrados, con los ángeles como capitanes y los Astra Planeta como máxima autoridad militar, también el Hijo tenía numerosos seguidores, pero las batallas no solo se libraron en el plano físico. La misma espiritualidad de todos los seres creados por los dioses se vio afectada, porque la aspiración del adversario del Olimpo terminó siendo muy distinta a la inicial. Después de tanta lucha, no buscaba ser un rey como lo fueron Urano, Crono y Zeus.

Quería ser el único dios. La Gran Voluntad encarnada.

¿Cómo llegó a ser derrotado? Narciso de Venus no conocía la respuesta, tan solo que supuso el sacrifico de ocho de los nueve Astra Planeta anteriores a la actual generación. Caronte fue el único que sobrevivió, pasando una eternidad en las profundidades del Tártaro desde entonces, como prisionero y al tiempo carcelero del Hijo. Poco más se sabía, porque aquella victoria tenía un sabor amargo entre las huestes del cielo y los dioses. El daño que el Hijo hizo a la Creación fue tan grande, que aun después de borrar su mera existencia del recuerdo de todos los seres y del mundo mismo, todavía perdura. Dioses, espíritus, héroes y otras criaturas de antaño quedaron reducidas por siempre a ser mitos y leyendas, la noción de una única divinidad, o todavía peor, de la ausencia de un ser divino detrás de la maravilla improbable que era el universo y la vida en él, se propagó con el paso de los siglos. El Olimpo tuvo que replantearse la manera en que guiaría a la Creación desde ese momento en adelante.

Había además otra razón para cambiar de perspectiva. La Guerra del Hijo no solo afectó a la Tierra, sino también a otros mundos, o mejor dicho, otras Tierras, en incontables universos. Los dioses del Olimpo se fueron concentrando en reparar ese daño causado, abandonado por igual el cielo, la tierra y, en tiempos recientes, el infierno.

Para Shiryu, Hyoga e Ikki, esa noticia fue la más inesperada. Hades no había muerto en los Campos Elíseos, no había forma de que hubiese ocurrido así, después de que Hipnos los maldijera con el Sueño Eterno por el mero acto de pisar tal paraíso. En cambio, el rey del inframundo accedió a ir en pos de sus iguales, tal y como se les había solicitado en la llamada era mitológica a él y a Poseidón, a lo que se negaron en rotundo. En opinión de Narciso, la misión de Atenea en los últimos milenios fue convencerlos de lo contrario, incluso pudo haber descendido a las profundidades del reino de los muertos con el fin de hacer entrar en razón a Hades, pero no tenía pruebas al respecto. Nadie sabía qué ocurrió con Atenea tras su marcha. Si ella siguió el mismo camino que Hades, entre los principales dioses del Olimpo solo Poseidón seguía presente en el mundo de los hombres, de modo que la era de de las Guerras Santas había llegado a su fin.  

Aquello parecía demasiado bueno para ser verdad, por lo que los santos de Atenea pronto acusaron que dos de los enemigos del Santuario no habían sido mencionados en esa conversación: Ares y Tifón. El asunto del dios de los gigantes era preocupante, pero todos los intentos de esa raza por romper el sello de Zeus habían demostrado ser inútiles, y en cuanto al dios de la guerra, no era probable que estuviese usando a su hijo, Fobos, para un plan que involucrara una venganza contra el Santuario. Más bien, a lo que el más belicoso entre los descendientes de Zeus debía estar aspirando era que el Hijo fuera liberado y tanto él como sus inmortales familiares vistieran sus excelsas armaduras y enarbolaran las armas más poderosas de la Creación una vez más. Pero no podía verse involucrado en ello de modo directo y los Astra Planeta existían para impedir cualquier intento por liberar al Hijo, de manera que los santos de Atenea no tenían por qué preocuparse de Ares, a menos que…

 

***

 

—… Juremos lealtad al Olimpo —planteó Shiryu.

—Somos santos de Atenea —dijo Hyoga—. No lucharemos por ningún otro dios.

—En especial si estos son tan inconstantes —intervino Ikki, severo—. Entiendo que sea el dios de la guerra, pero esperar la liberación de un enemigo que estuvo a punto de derrotarlo a él y a sus pares es algo propio de un loco.

—Un dios loco —comentó Seiya.

Caronte bufó, cortando una risa que nunca llegó a nacer.

—Hay un pequeño problema en tu relato, santo de Dragón. Dices que no quedan dioses en el Olimpo desde hace tiempo, que incluso Hades se retiró de este universo cuando él y Atenea combatieron. Pero yo fui enviado a mataros años después de eso, seis, si no me falla la memoria. ¿Quién me dio la orden? Ninguno de los Señores del Hades tiene autoridad para abrir las puertas del Abismo. ¿Fue Poseidón, tal vez?

—¿No pudo haber implantado Hades un mecanismo para que fueras enviado si la maldición de Hipnos fuera interrumpida? —aventuró Shiryu.

—Esa es tu teoría, santo de Dragón. ¿Qué te dijo Narciso de Venus?

Se hizo el silencio, un incómodo silencio, en especial para Seiya, quien pese a la información obtenida a retazos no podía entender todo lo que sus compañeros ya sabían. Si era capaz, empero, de intuir que ninguno deseaba responder a Caronte.

—El Hijo pudo haberte liberado —dijo Shiryu al fin, cuando Hyoga estaba por tomar la palabra—. El Hijo te mandó a matarnos.

Los labios de Caronte se curvaron en una leve sonrisa.

—Me liberó a mí para mataros y os liberó a vosotros para que no pueda mataros.

—No nos mataste —aclaró Shiryu—. Propusiste una alianza con el Olimpo y al tiempo nos causaste un gran daño, ¿de verdad crees que alguien en el Santuario siquiera se molestaría en pactar contigo? ¡Te convertiste en nuestro enemigo!

Caronte frunció el ceño un momento, pero se contuvo de decir nada.

—Siempre hay un traidor entre los Astra Planeta —informó Hyoga, tal vez cansado de los rodeos que Shiryu estaba dando—. Sí, sabemos sobre el origen de vuestra orden, por qué existís, de dónde viene vuestro poder… —proseguía el santo de Cisne, ignorando una corta risa cargada de desprecio—. ¿Por qué no ibas a serlo tú, que en tiempos serviste a Ares y a sus hijos, incluyendo a Fobos?

—¿Traicionar a los dioses? —dijo Caronte, atónito—. ¿Yo?

—Tú —intervino Ikki, dispuesto a cerrar el círculo—. Ilión de los Makhai. Naciste de la Guerra de Troya, los dioses ordenaron la aniquilación de esa ciudad. Solo Ares, impulsado por su amante Afrodita, veló por reparar ese daño, guiando al troyano Eneas y su descendencia hasta la fundación de Roma. Pero eso no cambia en nada lo ocurrido en el asedio. Quieres venganza, venganza por lo que los dioses hicieron a tu ciudad.

Caronte se mantuvo en silencio.

Shiryu, aprobando pese a su crudeza las palabras de sus compañeros, añadió:

—Aquiles solo conoció el final del asedio de Troya por boca de los compañeros que murieron mucho después, cazados por un demonio que llevó a la civilización aquea a la ruina. Como en todas las guerras, hubo poco de heroico en la toma de la ciudad. Demasiado dolor. Los dioses abandonaron a aquellos en quienes un día confiaron, a hombres como Agamenón, Áyax y Diomedes se les negó el Elíseo y solo les quedó la opción de convertirse en ángeles del Olimpo, luchando por siempre en nombre de los dioses a los que ofendieron. Odiseo perdió incluso ese derecho por servir a la diosa de su devoción, Atenea. Por ello, los héroes troyanos que ascendieron a los cielos no guardan ya rencor a sus rivales, pero tú eres diferente, Caronte. Tú naciste de una guerra que involucró a soldados e inocentes por igual, es normal que no pienses que se hizo justicia. ¿Cómo uno de los Makhai acabó formando parte de los Astra Planeta?

—Es muy simple, Shiryu de Dragón. Los dioses confían en mí, porque saben que jamás los traicionaría. No por lealtad, ni por una cuestión de fe, ni siquiera por miedo, sino porque me niego a ser lo que se espera que sea. ¿Una bestia nacida en la guerra, ansiando la guerra? ¿Un espíritu nacido de víctimas y derrotas, buscando venganza? No, escogí mi lugar de nacimiento y a mis padres, ¡también escogeré mi destino!

Y en cuanto acabó de hablar, rio sin medida, sin control. Los santos de bronce quedaron enmudecidos por un corto tiempo, incluso Seiya.

—Ha sido una bonita historia, santos de Atenea. Un cuento digno de relatar a los niños antes de irse a la cama. ¡Os habéis equivocado en todo!

—¿De qué hablas? —dijo Seiya, adelantándose. Ninguno de sus compañeros se lo impidió—. ¿No piensas defenderte?

—¿De qué cosa? —preguntó Caronte, mirando arriba—. ¿Quién es el traidor de los Astra Planeta? ¿Qué demonio persiguió a los aqueos hasta su completa destrucción? ¿Quiénes merecen mi sed de venganza, si es que la tengo? O la auténtica pregunta que deberíais haberos hecho desde un principio: ¿esto es el Olimpo?

Seiya miró a Shiryu. En ningún momento había dudado de que fuera cierto lo que se decía, que el monte Estrellado y el Olimpo estaban conectados. Esa era la base de todo cuanto habían hecho en los últimos años.

—¿Dónde podrían estar los templos principales de Artemisa, Hermes y Apolo, si no es en el Olimpo? —cuestionó Shiryu—. Ninguna es una construcción humana.

—En la Esfera de Venus, por supuesto —contestó Caronte, golpeándose el pecho. Allí, en el punto que Seiya había golpeado con el Cometa, había una marca. Lo había herido, incluso si solo fue de modo superficial—. Donde no puedo abrir la Esfera de Plutón, donde estoy bajo reglas que no son las mías mientras no visto el alba de Plutón, donde vosotros no podéis invocar el milagro de Elíseos… Asumisteis que todo eso es normal en el dominio de los dioses, yo mismo lo creí, pero nada más lejos de la verdad. ¡Estamos siguiendo las leyes de Narciso, regente de Venus!

—Eso es una locura —dijo Hyoga—. Los ángeles eran reales.

—Oh, sí, unos auténticos imbéciles —afirmó Caronte—. Ellos fueron los primeros en creerse esta mentira, la mentira de que tras la Guerra del Hijo hubo un cielo al que volver. ¿Cómo fui tan insensato? ¿Cómo olvidé el modo en que todo ardía?

—El Hijo conquistó el cielo —entendió Ikki—. ¿Cómo lo derrotaron, entonces?

—Las nueve Esferas de Crono, combinadas, permitieron a los dioses canalizar todo su poder sin que ni las leyes del universo ni el destino se les interpusiera, esa es la parte que yo puedo entender —afirmó Caronte, encogiéndose de hombros—. Narciso también lo sabe, hablé de esto con todos mis nuevos compañeros. Por esa parte en el relato en el que juraba no saber nada de cómo el Hijo fue derrotado supe hasta qué punto os estaba mintiendo. ¿Y por qué iba él a mentirme? ¿Por qué se negó a decirme que los dioses, en lugar de recrear los cielos, se marcharon a reparar el daño causado por el Hijo? ¿Por qué mantuvo a los ángeles separados de los Astra Planeta? Solo hay una explicación.

Los santos de Dragón, Cisne y Fénix se miraron. No tenían razones para confiar en Caronte, pero a decir verdad, tampoco conocían a Narciso de Venus. Solo haberse encontrado con él y sentido aquella naturaleza tan distinta de la humana, libre de toda duda, les permitía seguir creyendo en el futuro de paz del que les habló.

Seiya, en cambio, nunca lo había visto y pudo expresar con claridad lo que todos los demás bien podían terminar creyendo:

—¿Narciso de Venus podría ser el traidor?

—Nunca ocultó su debilidad por las maravillas del universo. Las conserva en la Esfera de Venus, todas ellas. El Jardín del Edén, la Torre de Babel… Debió tomar los restos del cielo durante la Guerra del Hijo y reconstruirlo. Eso está bien. El problema es que no me dijo… —calló un momento, soltó una carcajada y sacudió la cabeza—. No, el problema es que ese bastardo me acusó a mí de ser el traidor. ¡A mí! ¡Yo luché codo con codo con Galatea de Mercurio cuando él no era más que un vulgar sirviente! ¡Yo busqué alternativas a la completa exterminación del Santuario mientras él trata de revivir a su ama, olvidando sus deberes! Él… Él… Debo matarlo.

Mientras que Seiya ya estaba listo para combatir e Ikki y Hyoga ponían en orden sus ideas, Shiryu hizo el último gesto conciliador, a buen seguro demasiado confundido como para tomar una decisión más drástica. Ni siquiera pudo acercarse un par de metros antes de que Caronte se arrojara sobre él buscando desgarrarle la garganta. El santo de Dragón reaccionó a duras penas, ejecutando Excalibur. La mítica espada, cuyo poder estaba presente en el brazo derecho de Shiryu, chocó de lleno con el antebrazo del astral. Ni siquiera la capa más superficial de la piel fue cortada.

A Seiya no le dio tiempo de explicarle que para causar un daño real tuvo que poner en ello toda su fuerza, porque Caronte enseguida estaba contraatacando de tal forma que Shiryu solo era capaz de defenderse. El santo de Pegaso lanzó los Meteoros sobre el astral al tiempo que se le unían las Alas del Fénix, dándole una abertura a Shiryu para retirarse y que Hyoga podía actuar. Este último, comprendiendo enseguida que el poder bruto no bastaría en esa batalla, descargó la Ejecución de la Aurora sobre Caronte, congelándolo de pies a cabeza bajo la más baja temperatura.

Pero Caronte no se detuvo ni siquiera un instante. Corrió a través de la Ejecución de la Aurora y golpeó el peto de Cisne con un puño cubierto de hielo a cero absoluto, mandándolo a volar. Ikki se le interpuso para que no lo persiguiese, pero por muchos puñetazos que acertaba en Caronte, no bastaban para destruir la capa de hielo. El astral, por el contrario, sí que contaba con una fuerza prodigiosa, lo bastante como para hacer retroceder al santo de Fénix con un manto que poco a poco empezaba a congelarse.

En el momento más crítico, cuando el hielo del puño de Caronte se partió en mil pedazos y las garras del astral estaban por aplastar el cuello del santo de Fénix, un dragón esmeralda chocó contra el poderoso enemigo, impulsado por haces de luz y vientos gélidos. Ikki, lejos de querer aprovechar para apartarse, unió a las técnicas de sus compañeros la suya propia, desatando una gran explosión.

A ninguno le sorprendió que el astral siguiera indemne después de todo. Parecía, pese a la herida en el pecho, lo natural. Era Caronte de Plutón, la razón por la que existía un Santuario tan solo veinte años después de que terminara la Guerra Santa.

—Han pasado trece años —se quejaba Caronte, tronando los puños y el cuello—. ¿Cómo es posible que siga tan débil? Vosotros rompisteis el pacto.

Tales palabras, pronunciadas con tono desafiante, impulsaron a los santos de Atenea a luchar con más cabeza. De poco serviría luchar uno a uno, y tampoco bastaba con juntar las fuerzas de los cuatro en un solo y portentoso ataque, tenían que aprovechar por igual la ventaja numérica y la fuerza que cada uno poseía.

Cada uno entendió eso en un momento, tal era el lazo que les había unido los últimos trece años. Distinto al que los unía cuando todo empezó, porque habían tenido que ser más que guerreros, maestros; debieron ayudar, juntos, a marcar el futuro del Santuario. Confiando en que esa comunidad los guiaría, cargaron los cuatro contra Caronte, quien con violentos movimientos bloqueaba los puñetazos de Seiya e Ikki, rompiendo al tiempo el hielo que todavía tenía adherido al cuerpo. Hyoga actuaba en ese momento, desatando la Ejecución de la Aurora en un rápido impacto y luego cambiando de posición, con el fin de reducir lo más posible la velocidad del enemigo. En un campo de batalla como aquel, la millonésima parte de cada segundo era valiosa como el mejor de los tesoros. Eso lo sabía en especial Shiryu, rememorando el mortal punto débil de su técnica. Por eso mantenía un rol defensivo, extrañando en parte a los demás cada vez que apuntaba a bloquear los contraataques de Caronte y resentía su fuerza en el escudo.

La lucha fue frenética y agotadora. Nadie se tomó un respiro y aun así tan solo tres minutos transcurrieron antes de que Shiryu viera al alcance del canto de su mano el cuello de Caronte. No dudó. Excalibur golpeó de lleno en la nuez de Adán del enemigo, siendo lo previsible que una cascada de sangre se derramara en ese momento.

No pasó. De nuevo, el ataque a quemarropa, en un punto vulnerable, fue por completo inútil. Caronte sonrió, burlándose del intento de Shiryu.

Tensó los músculos y todo el hielo generado por Hyoga fue desintegrado. Ikki quiso dar un certero golpe en la nuca, mientras Shiryu y Seiya daban un salto hacia atrás, pero Caronte fue mucho más rápido al voltear y le acertó una patada en pleno rostro.

El yelmo de Fénix se hizo añicos y la sangre bajó en abundancia de un corte en la frente del temerario santo, pero ese daño era insignificante si se comparaba con lo que hubiese ocurrido de no haber visto venir ese golpe. En el último momento, Ikki pasó de la ofensiva a la defensiva, aguantando el ataque de Caronte para después ejecutar el Puño Fantasma sobre aquel, justo antes de que pudiera apartarse.

 

***

 

Ikki recordaba haber recurrido a esa técnica en numerosas ocasiones, como guerrero y como maestro. Fue parte esencial en el crecimiento de Sneyder, aunque el chico que más adelante se convertiría en el santo de Acuario venía ya siendo una persona extraña desde que lo encontró en Alaska. Las emociones humanas no lo dominaban, no parecía sentir capacidad para odiarle, por duras que fueran las pruebas que le impuso, como hacerle realizar un largo viaje en mar abierto con una barca, sin darle alimento alguno, solo agua. No trató de cambiar eso, porque el Santuario necesitaba a alguien capaz de enfrentarse al frío de Cocito, incluso si en esa época todavía aquel río del infierno no se había manifestado en la Tierra. Más bien, se aseguró de mantenerla, llevarlo hasta los límites de lo posible, el punto en que un alma solo puede romperse o volverse indestructible, todo sin que Sneyder diera una sola queja, todo sin que, cada vez que Ikki ejecutaba el Puño Fantasma sobre su discípulo, viera algo. Un viejo resentimiento, un sueño secreto. La mente y el espíritu de Sneyder no tenían nada de eso.

Lo que vio en Caronte era todo lo contrario. Bullía de pensamientos, emociones y pasiones, pero él no podía acceder a ellos, estaban resguardados por las más altas y sólidas murallas del mundo antiguo. Trató de acceder a ellas, de asaltar Ilión como habría querido hacerlo Aquiles sin los ardides de Odiseo. ¡Y pudo hacerlo, sin que ningún dios le insuflara fuerza alguna! Cayó en la magnífica ciudad de Troya y recorrió sus calles, hallando solo muerte. Niños, decenas de niños de entre seis y nueve años ahogándose en su propia sangre. Un hombre enmascarado con un agujero en el pecho, parecía mirarle, sentado junto a la pared de una montaña que escupía fuego sin descanso. Sin saber bien por qué, Ikki saltó hacia donde las llamas estaban por caer, no muy lejos del enmascarado, pero no pudo llegar a tiempo. La joven ya ardía cuando él estaba protegiéndola, viendo cómo Esmeralda era reducida a cenizas.

Entonces oyó unos pasos y volteó, furioso por aquel ultraje, dolido por tal visión.

—Cree el león que todos son de su condición —aseveró Caronte, divirtiéndole el estado de su oponente—. Pensaste, así sea por un segundo, que yo era como tú, un niño llorando por lo que se perdió hace mucho. Qué ridículo, santo de Atenea.

Sin darle tiempo a hablar siquiera, Caronte tomó la frente de Ikki y rompió así el hechizo del Puño Fantasma, sufrido por él mismo. Volvieron a la realidad.

 

***

 

Hyoga y Shiryu yacían en el suelo, con los mantos sagrados llenos de grietas y la sangre bajando desde sus rostros y brazos golpeados. Seiya seguía de pie, tambaleándose, aunque listo para presentar pelea. Caronte no rio al verle. Por el contrario, miró admirado al santo de Pegaso, omitiendo incluso la cercana presencia de Ikki.

Animados por la férrea voluntad de Seiya, los santos de Cisne y Dragón se alzaron, no sin un gran esfuerzo. También Ikki se recuperó de la conmoción, y cuando los cosmos de todos se elevaron, de pronto las heridas sufridas por ellos y por los mantos sagrados dejaron de importar. Volvían ser los mismos que al inicio de la batalla, sino es que más fuertes y determinados. Así había sido en las pasadas batallas. Así era siempre con esos santos de bronce hacedores de milagros.

Caronte había sido liberado del Abismo, del Tártaro, para asesinar a esos mortales y luchando con ellos podía entender por qué. Con cada segundo que pasaba, sentía que se acercaba más a ser el mismo de antes, el que luchó en la Guerra del Hijo; combatir le resultaba más beneficioso que todo el néctar y la ambrosía que recibió para contrarrestar el mal de Campe, aquella maldición de la guardiana del Tártaro que le impidió matar con sus manos a un solo hombre hacía trece años, durante el transcurso de su misión. El problema era que aquellos santos de bronce crecían también, se iban dando cuenta de lo que el santo de Pegaso no había podido decirles: jamás le harían sombra en un cuerpo a cuerpo mientras rehuyeran emplear el Octavo Sentido, así fuera para evitar los efectos secundarios que sobre los hombres tiene esa sobrenatural percepción. A la velocidad de la luz, un puño humano no podría generar jamás energía suficiente para herirlo.

Tenía que matarlos, era su misión. Destruirlos por completo y después de ello matar al resto de los santos de Atenea. Y Narciso de Venus. Él también tendría que rendirle cuentas, con el tiempo, pero primero estaba su misión. La misión que los dioses le habían dado desde donde fuera que estuviesen, la razón por la que ya no estaba en el Abismo. ¿Qué otro ser en los cielos se habría atrevido a descender al Tártaro por su propia voluntad? ¡Nadie! Y aun así, los necios que tenía enfrente, los insensatos a los que debía matar, se habían atrevido a considerarlo un traidor.

—Desapareced de mi vista —comandó Caronte, arrojando sobre sus oponentes una fuerza invisible que los empujó lejos, muy lejos.

A través de millones de kilómetros, los santos de bronce rasgaron infinidad de nubes y sobrevolaron un bosque más grande que toda la superficie terrestre.

 

***

 

Seiya fue el primero en recuperarse, luego de tres segundos de inconsciencia. De nuevo, dos alas surgían desde su manto de bronce, en cuyo interior la bendición de Atenea debía estar latiendo contra las leyes del cielo. O las leyes de Narciso.

Poco después se unieron todos los demás, por suerte sin daños graves. Tal y como ocurrió cuando iniciaron el viaje desde el Hades hasta los Campos de Elíseos, los mantos de Dragón, Fénix y Cisne también presentaban alas y además se habían restaurado, bebiendo de la bendición de la sangre de Atenea. Seiya esperaba que los tres hubiesen tenido tiempo de aprender combate aéreo en esos años. En la Tierra, él nunca fue capaz de animarlos a probar esa forma de lucha. Si acaso, llegó a transmitirles algunas nociones básicas de la técnica de vuelo que aprendió junto a Marin.

Por un momento, el santo de Pegaso quiso dejar de pensar en un combate inminente. Tenía tantas ganas como los demás de hacer pagar a Caronte por todo el daño que hizo, pero también le asqueaba estar siendo manipulado por alguien a quien ni siquiera conocía. Miró a Shiryu en busca de respuestas y ese movió la cabeza en sentido negativo. Por una vez desde que llegó al cielo, la Esfera de Venus o lo que fuera que fuese aquel insólito lugar, el santo de Dragón sabía tan poco como él. ¿Quién decía la verdad? ¿Quién estaba mintiendo? ¿Por qué mentían? Todo eso tendría que esperar.

—Seiya, esa herida en el pecho… —comentó Hyoga.

—Es importante —confirmó el santo de Pegaso—. Según dijo durante la invasión del Santuario, hace trece años, él es tan inmortal como los soldados del Aqueronte.

—En ese caso —intervino Ikki—, ya tendría que estar curado.

—Él mismo nos dio la pista que necesitamos —sentenció Shiryu—. Aquí no puede recurrir a toda su fuerza, es posible que tampoco pueda regenerarse. Es un hecho que Narciso nos está dando facilidades para derrotarlo.

—No estoy de acuerdo —dijo Hyoga—. A nosotros también nos impide despertar los mantos divinos, ¿no será que quiere que nos exterminemos mutuamente?

Antes de que alguien pudiera decir algo al respecto, Caronte apareció ante ellos.

Para él, la gravedad no era problema. Andaba sobre el aire como si este fuera un suelo más. La expresión, empero, no era de un hombre tranquilo, pese a la sonrisa que mantenía en todo momento. Los ojos permanecían fijos en los santos de Atenea, ignorando cualquier otra cosa. Era claro que él sí había tomado una decisión.

—Si puedes llamar a tus amigos, es un buen momento para hacerlo —sugirió Seiya.

—¿De qué…? —A media frase, Shiryu entendió que Seiya se refería a los ángeles con los que se había comunicado—. Narciso de Venus les permitió marcharse en busca de los dioses. Desaparecieron en un rincón del Olimpo… —calló un momento, acaso temiendo titubear—, de este lugar, conocido como el Empíreo. Yo nunca he llegado tan lejos. Nunca fuimos más allá del Templo de Apolo.

Caronte no decía nada al respecto. Tronaba las manos y movía el cuello, como desentumeciéndose antes de librar una batalla de verdad.

—Con cien ángeles ayudándonos, esto habría sido fácil —dijo Ikki.

—¿Cuándo las cosas han sido fáciles para nosotros? —preguntó Hyoga.

—¿Cuándo habéis enfrentado a alguien como yo? —dijo Caronte, de repente, lanzando de nuevo aquel ataque invisible. Esta vez, los santos de bronce se pusieron en guardia y pudieron mantener el equilibrio, para sorpresa del astral.

Los preliminares habían terminado, la verdadera batalla estaba por comenzar y todos allí, sin importar el bando en que se encontraran, eran guerreros. Sabían lo que debían decir, aun si no hubiese en ese cielo un solo dios que los oyese.

—Seiya de Pegaso.

—Shiryu de Dragón.

—Hyoga de Cisne.

—Ikki de Fénix.

—Caronte de Plutón —se presentó este en último término, cubierto de repente por una profunda oscuridad—. De los Astra Planeta.


Editado por Rexomega, 29 mayo 2021 - 17:49 .

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