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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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473 respuestas a este tema

#181 Kael'Thas

Kael'Thas

    Here's to the ones that we got

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Publicado 21 septiembre 2020 - 20:51

Hola Rexomega, vengo a saludar y veo has avanzado mucho durante este tiempo no he estado, pero bueno tocara ponerse al dia, un saludin. 


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#182 Seph_girl

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    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

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Publicado 25 septiembre 2020 - 13:47

Cap. 43 - ¿Quién $//$% es el Hijo?
 
Parece que lo sucedido con los Power Rangers y el despertar de Akasha sucedieron en tiempos simultáneos o muy cercanos.
 
En la reunión de Hybris nos enteramos que la primer santa de Virgo le gustaban los tríos y.... algo más XD (picarona)
 
Conocemos más sobre Orestes y de Altar Negro, miembros de las Alas del Rey que sirven "al Hijo", pero aun asi Altar Negro es devoto a Atena, tanto que durante la revuelta de Saga ya estaba planeando un contraataque y ser el prota pero pues el anime es Saint Seiya por lo que fue inútil xD
Pero vale, larga explicación y al final de ella a Munin solo le interesa saber quién es el Hijo y no esa historia jajaja.
 
Cap informativo en el que nada más puedo agregar.
Saludos.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#183 Rexomega

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Publicado 28 septiembre 2020 - 15:09

Saludos

 

¡Buen review sigue así!

 

Kael´Thas

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Seph Girl

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***

 

Capítulo 44. Somos legión

 

La pregunta de Munin quedó en el aire durante largos minutos, reinando el silencio hasta que el caballero negro de Cuervo decidió cambiar de tema.

—Hay un detalle que no nos has contado.

Altar Negro se limitó a fruncir el ceño, tratando de recordar.

—¿Por qué atacamos la isla Thalassa mientras vuestro líder estaba pactando con el Santuario? —lanzó Oribarkon—. ¿Quién era el que se hacía pasar por el Segundo Hombre? —Un gruñido de Altar Negro pretendía hacer que el telquín notara el error que cometió, pero no le hizo caso—. Créeme, humano, no quieres saberlo.

—Sí quiero —objetó Munin.

—No quieres —insistió Oribarkon.

Una palmada detuvo la discusión. El líder de Hybris, sabedor de lo largas que podían hacerse las cenas si les daba rienda suelta, decidió que era bueno dar algunas explicaciones. Merecían saberlo, ya que era parte del sino de la organización.

—Como ya he dicho, estaba dentro de mis planes ganar para nuestra orden el favor de Poseidón. Si Julian Solo hubiese accedido a mi propuesta, habría ordenado el ataque a isla Thalassa, donde fue trasladada el ánfora de Atenea, tal y como estaba previsto. No obstante, las cosas sucedieron de otro modo y decidí dar un rodeo, personándome en el Santuario y pactando una alianza con Arthur de Libra. Un personaje peculiar, ese Arthur, no dudo que tarde o temprano vestirá la toga papal —acotó, retomando pronto el punto—. Aprovechando mi ausencia, Tritos de Neptuno, miembro de los Astra Planeta, usurpó mi identidad. Le fue fácil porque llevó a cabo las mismas acciones que yo habría realizado. La razón la desconozco, ya que no creo que a él le interesara que Poseidón fuera liberado. Presumo que estaba atado de pies y manos, que no podía hacer otra cosa que guiar los acontecimientos, por eso hizo ver al Santuario el despertar de Poseidón como algo que los Astra Planeta buscaban.

—Estás especulando, Viejo —bufó Munin.

—¿Qué otra cosa podría hacer? No estaba ahí —se disculpó Altar Negro, alzando las manos. Munin volvió a soltar un bufido, y dándolo por perdido, desvió la atención hacia Ícaro—. No quiero que pienses que el sacrificio de tu madre fue en vano.

En eso estaba siendo sincero, por lo menos; Hipólita, como el resto de caballeros negros involucrados en el ataque a isla Thalassa, solo cumplía las órdenes que sabían que pronto recibirían de él. Sin embargo, no dejaba de ser cierto que habían sido utilizados por Tritos de Neptuno, un psíquico sin parangón capaz de tal suerte de proezas que no podía entenderse que todo hubiese ocurrido del modo en que ocurrió, a menos que en verdad los dioses le hubiesen impedido actuar de forma directa. Que fuera a medias no cambiaba nada si quien debía velar por ellos, el caballero negro de Altar en quien todos confiaban, pasó todo ese tiempo y los meses posteriores pactando con el enemigo.

Estudió a Ícaro por largo rato. No encontraba en él la ira volcánica de Munin, pugnando por escapar, pero tampoco la mortal indiferencia de Adremmelech. Aquel joven que el mundo conoció en Reina Muerte como la sombra de Aioros de Sagitario y que él veía ahora como la única vida que él y Hipólita engendraron trece años atrás, con el largo cabello caído en una trenza dorada y los ojos de un frío azul, relampagueante, estaba enfadado, de eso no cabía duda. La pregunta era hacia quien iba dirigido tal enfado. Mentalmente, se preparó para que le asestara un buen puñetazo. No se defendería.

—Los Astra Planeta son el grupo al que pertenece Caronte de Plutón, el enemigo de la diosa y del Santuario que mancilló, ¿cierto? —preguntó Ícaro, a lo que Altar Negro asintió—. Entonces, lo entiendo. En el despertar de Poseidón estaría involucrado no solo Hybris, manipulado por ese usurpador de identidades, sino también Leteo, uno de los ríos del inframundo, así como el Aqueronte fue parte de la batalla en el Santuario trece años atrás. Para el ejército de Atenea, tales hechos apuntarían a que liberar a Poseidón era algo que debían evitar a toda costa. Un caso de psicología inversa.

—Que fue bastante mal —aprobó Altar Negro, orgulloso de la capacidad de entendimiento de su vástago—. Tritos de Neptuno se dejó llevar por la corriente, no creo que él tuviera nada que ver con los acontecimientos de Reina Muerte, ese fue el último de los trece eventos desafortunados que han ocurrido en el mundo de los vivos desde que el reino de los muertos se quedó sin soberano; tampoco influyó en nuestros planes. No obstante, quiso aprovecharse de la situación, creyó que Akasha de Virgo era un ser racional a quien podría engañar con facilidad. No contaba con su astucia —concluyó, riéndose luego de su propio chiste—. Ni con su ambición.

—Menudo genio —dijo Munin, mirando al henchido de orgullo Ícaro—. No fue nunca al colegio y míralo ahora, desentrañando toda una conspiración para… para…

No pudo terminar la frase, pues no había entendido el punto de todo aquel asunto.

—Es afortunado que no haya que ir al colegio para aprender a matar criminales —soltó Tomomi, distraída, antes de probar un nuevo trozo de pizza.

—Yo tampoco tuve una educación normal —dijo Munin, fingiendo no haberla oído. No la miraba a ella, ni a Altar Negro e Ícaro, sino a Oribarkon—, quizá por eso no entiendo cómo puede alguien entregar toda una vida de recuerdos y luego recordar cosas.

A la vez que Oribarkon carraspeaba, tomado por sorpresa ante tan repentina pregunta, Altar Negro veía con los ojos muy abiertos a su antiguo pupilo. Munin de Cuervo Negro, experto en manipular la memoria, había sido un temerario difícil de controlar desde el día en que se unieron sus caminos, durante la Rebelión de Ethel, pero de vez en cuando tenía atisbos de lucidez que le dejaban atónito. Él estaba dando por sentadas muchas cosas, como la forma en que el mago apareció allí de pronto, luego de pasar mucho tiempo siendo ilocalizable tanto para Hybris como para el Santuario.

—Entregué los recuerdos de mi pasado, desde la caída de la Atlántida hasta…

—La caída de la Atlántida no sucedió hace diez mil años —le interrumpió Altar Negro, entrecruzando los dedos—, no sabía que Leteo fuera tan selectivo a la hora de tomar la memoria de alguien, de alguien que la sacrifica, además.

—Ese mozalbete de Tritos estaba en mi cabeza —se quejó Oribarkon—. Me dejó conservar algunos recuerdos para que lo ayudara a evitar la liberación de mi señor, para que manipulase a la muchacha que se parece… —sacudió la cabeza con violencia, asustado por el lapso de un instante—. ¡Chiquillo arrogante! ¿Por qué iba yo a negar al Señor de esta Tierra el derecho a disfrutar de los rayos del Sol? Huí el tiempo que estimé conveniente, no sabía cómo regresar… ¡No sabía a dónde regresar!

La corrección final llenó de desconfianza el ambiente. Solo Adremmelech y Orestes, el callado siervo del Hijo que permanecía de pie, detrás de Altar Negro, seguían impertérritos ante todo lo que ahora se revelaba.

—No te eché en falta por dos razones. La primera es que mis negociaciones con Arthur de Libra eran una apuesta, dependía del todo del despertar de una muchacha —admitió Altar Negro, temblándole la voz en el mismo sentido y tiempo que había ocurrido con Oribarkon—, de lo que decidiría. Si todo iba mal, al menos tendría la certeza de que solo yo estaría a merced del Santuario, que Hybris podría reorganizarse y actuar en el futuro. La segunda es que tu promesa ya fue realizada, una copia perfecta de un manto dorado, ¡el de Sagitario, nada menos! —Conforme hablaba, Oribarkon pasó de una extasiada alegría al asco más vulgar,  llegando a escupir fuera de la mesa, al vacío interestelar—. Tenía intención de pedirte otro reto, claro, nuevas armaduras negras para mis chicos, que superen la maldición que los reduce a meras sombras de los héroes, pero es solo un capricho, el deseo de un padre por ver a sus hijos brillar con luz propia. No urgía. Dioses, te invoqué para preparar algo mejor que pizza y refresco y nunca pensé en invocarte para que te ocuparas de esa tarea.

—¡Puedo ocuparme de esa tarea! —aseguró Oribarkon—. ¿Niegas que sea capaz?

—Dudo que pueda confiar en alguien que no sabe qué recuerdos perdió —sentenció Altar Negro—. Tritos te permitió mantener recuerdos del sacrificio de tus memorias y Leteo. ¿Y luego? ¿Qué sucedió en estos meses, Oribarkon?

Ella decidió que debía recordar ciertas cosas. Por eso estoy aquí.

Nada más salió de los labios del telquín, tan secos por una angustia que muy pocos allí podían comprender, que se lanzó a tomar un poco de refresco. Altar Negro lo observó, meditabundo, hasta que realizó un gesto de asentimiento. Todo estaba explicado.

 

—¡Eso no explica nada! —gritó Munin, sobresaltando al líder de Hybris—. Por los dioses, Viejo, ¿qué te pasa? ¿Qué os pasa a todos? ¿Quién es ella?

Los ojos del caballero negro de Cuervo iban de la sombra de Altar a Oribarkon, luego a Adremmelech, Ícaro y Tomomi, solo los dos últimos parecían ajenos a lo que allí se había revelado. Hasta el tal Orestes, tan regio y estoico, tuvo un estremecimiento.

Ella es la creadora de este lugar —explicó Altar Negro—. Nuestro refugio, dentro de la oscuridad que subyace al mundo de los vivos, no es tan viejo como el universo, es incluso más joven que el planeta en el que vivimos. Fue creado para ser inaccesible para todos los mortales, no solo los comunes, que sobreviven gracias a la rápida mente que les dieron los dioses, sino también a quienes sirven a los inmortales, como los santos en el Santuario, los marinos en la hundida Atlántida y los espectros en el aún más hondo Hades. Aquí, ni siquiera el Ojo de las Greas y la espía del Sumo Sacerdote, navegante del caos primordial, pueden vernos. Estamos a salvo.

—Tendrías que haberme dicho que nos protegía una diosa, Viejo, pensaba que estábamos solos —dijo Munin, con un alivio que solo duró el tiempo que tardó Altar Negro en sacudir la cabeza—. ¿No es una diosa?

—Para algunos lo fue, pero era tan humana como tú y como yo.

Una vez más, Oribarkon escupió al vacío, lleno de odio y una pizca de miedo. Ese sonido fue lo último que se escuchó en la reunión durante un buen rato.

 

Pasado el tiempo, la curiosidad fue anidando en los corazones de los caballeros negros, no solo sobre esa misteriosa mujer, sino también por el Hijo, Orestes y todo lo que la presencia de aquel caballero implicaba. Altar Negro casi podía olerla, mientras que Oribarkon, ahora un mundo aparte, extrajo el refresco que quedaba en su vaso, manteniéndolo en el aire como hizo con el trozo de pizza. Aunque seguía siendo líquido, la magia de Oribarkon lograba que mantuviera la misma forma que tenía en el vaso, y con calculados roces de cada uno de sus largos dedos, lo hacía temblar como si fuera gelatina. ¿Con qué fin? Con Oribarkon, era difícil saberlo, y más aún era entender el método que estaba siguiendo, así que optó por dejarlo estar, de momento. 

—Así que —dijo Munin, el primero en toda la orden a la hora de cuestionar al líder—, ¿no nos explicarás nada más, no? ¡Tus dos relatos se quedaron a medias!

—A menos que deseéis servir al Hijo por vuestra propia voluntad, no necesitáis saber más de quienes le sirven —aseguró Altar Negro—. La presencia de Orestes no afecta al plan que habéis estado trazando. Y el pasado de un Padre irresponsable, mucho menos.

—¿Y la alianza, Padre? —intervino Ícaro, habiendo adquirido confianza durante la reunión. Ya había terminado su comida, como casi todos—. El Santuario ha exigido el fin de la cacería, como condición para aceptar nuestra colaboración.

—Incluso sin contar el Ojo de las Greas, el líder del Santuario no es ningún estúpido y es muy distinto perseguirnos a lo largo y ancho del mundo, que adivinar que seguimos actuando tal y como antes de la alianza. Poco importa lo cuidadosos que seamos, o si utilizamos medios que cualquier persona de a pie podría utilizar, como armas de fuego; lo sabrían, y eso no solo acabaría con todos mis años de trabajo, sino que pondría en riesgo a toda la humanidad, por cuyo futuro tantos sacrificios habéis hecho.

—Mi consejo es que esperéis —terció Oribarkon, todavía entretenido en su tarea. Con la habilidad del artesano, dividía el líquido en toda clase de figuras, solo para volverlas a unir en una sola masa, que alargaba y contraía sin aparente sentido—. Con la caída de la Atlántida, yo me retiré a las sombras, y aunque no recuerdo cuanto ha ocurrido desde entonces, debe de haberme ido bien, ya que estoy vivo. ¿Esta bebida fue preparada antes o después de la última batalla? —le preguntó de improviso a Altar Negro, cuya atención estaba depositada en otros asuntos.

—Es lo más sensato —admitió Ícaro, adelantándose a la seguramente inoportuna participación de Munin—. Sin embargo, si nos quedamos sin hacer nada, estaremos fallando al mundo, rompiendo nuestro juramento. ¿Está bien eso?

—Muchas personas están muriendo ahora mismo —apuntó Orestes, de nuevo parte de la conversación—. No solo a causa de los criminales que cazáis, sino también por la enfermedad, el hambre, la naturaleza de los hombres y del mundo, un accidente o incluso un suicidio. ¿Está bien eso?

—No somos dioses, lo sabemos —terció Munin—. ¿Crees que eres el primero en darnos lecciones de ética y moral? —Rio, alto y fuerte, llenando el lugar de desprecio y hastío—. Ni eres el primero, ni serás el último. 

—No soy quién para juzgaros en ese sentido, pues tampoco soy un dios, sino el sirviente del Hijo. Tan solo pretendo solucionar vuestro dilema: hagáis algo o no, nada cambiará; no tiene sentido poner en riesgo al mundo entero para salvar a unos pocos mientras miles y miles siguen muriendo, desamparados.

 

—Sí que tiene sentido. —Munin habló en voz baja, casi en susurros, y luego se levantó con tal brusquedad que la silla cayó. Era casi tan alto como Orestes, y si bien no gozaba del inmenso poder del aquel, no titubeó al hablar—. Hay personas sufriendo en el mundo, y si tengo el poder para salvar aunque sea a una sola, ¡me basta con eso, y al infierno con todos los grandes planes que tengan los dioses!

—Tenéis sed de justicia, sed que nunca será saciada —afirmó Orestes—. Los humanos ya clamaban por justicia mucho antes de concebirla; con el paso de los milenios, decidieron que los gobernantes no eran distintos del resto de hombres y dieron por ello muerte a sus propios soberanos. ¿Ni siquiera con eso se sienten satisfechos?

—Lo que los hombres llaman democracia hoy en día es en realidad la misma tiranía de siempre, solo que con una pizca de incompetencia e hipocresía. Es la ilusión de haber logrado algo, un sueño indolente al que debemos poner fin —afirmó Altar Negro, tranquilo pese al cinismo con que pronunciaba tales palabras—. No obstante, están en lo cierto en que un gobernante solo se diferencia de quienes gobierna en la función que cada uno desempeña, así como la responsabilidad que esta conlleva. Todos somos hombres, malolientes sacos de carne, huesos, sangre y otros fluidos, que deambulan por la tierra buscando un sentido a la breve existencia que los dioses nos concedieron.

»En cambio, un dios, ¡no, una diosa! Atenea sí es distinta de mí, de vosotros, y todos los habitantes de esta tierra de locos. La sentaremos en el trono de los hombres, y en su voluntad depositaremos el sueño de un mundo en el que prospere el justo y el malvado reciba su castigo. Acudirá, una vez destruyamos la ilusión que a todos ha engañado. 

Aunque no fue pronunciada pregunta alguna, todos la podían intuir, implícita, y era claro que Altar Negro esperaba una respuesta. Por un corto espacio de tiempo, solo hubo silencio, apenas interrumpido por los suaves movimientos de Oribarkon, que convertía el líquido que amasaba en una especie de corona, y un bolígrafo rozando el papel de un cuadernillo. Tomomi Asamori apenas había participado en la reunión, ya que estaba más interesada en tomar notas sobre lo que escuchaba, y más aún sobre lo que intuía; casi todos sabían que la información estaba destinada a su abuelo, después de lo cual quemaría las hojas, así que nadie trató de impedir que siguiera escribiendo.

—Nadie me responde —se quejó Oribarkon, con la extraña corona oscilando sobre tres de sus dedos—. La bebida y la comida que en este día me has ofrecido, ¿fue creada antes, o después de la batalla? —cuestionó a Altar Negro.

—El refresco, antes. La pizza está recién hecha. —Pese a que respondió como lo haría en una conversación seria, Altar Negro parpadeaba sin control, como sin poder creer lo que estaba ocurriendo, y no era el único.

—Creo… —Una especie de mareo casi envía a Munin al suelo. Nada físico; simplemente, de pronto se sintió descolocado, fuera de lugar allí, de pie y acusando a Orestes al tiempo que la conversación se le escapaba de las manos. Siguió hablando mientras daba vueltas erráticas, tratando de recuperar la compostura—. ¿Qué vas a hacer? ¿Mezclar pizza y refresco como un niño pequeño? ¡Sacarás tu bastón y mezclarás pizza y refresco! —Todo le sonaba ridículo nada más salía de su boca, tanto como lo era la escena—. ¿Se llevaron tus neuronas junto a tus recuerdos? ¡Bébete eso de una maldita vez! ¡Cómete la maldita pizza y haz tu maldito trabajo!

—En realidad, mis manos son instrumento suficiente, ¿por qué utilizar el cetro para tareas tan sencillas? ¡Tranquilízate, humano, tranquilizaos todos! No es la materia lo que deseo tratar, sino lo que fue, lo que es, y lo que será. ¡He olvidado demasiadas cosas! Y aunque no las puedo recuperar, pues yo mismo entregué cada uno de mis recuerdos de los pasados milenios, sí que puedo ver el pasado del mundo que no recuerdo a través de las cosas que en él estuvieron, cuando yo no. Una vez lo consiga, poco importará que regaléis al Santuario todas las armaduras negras que he creado, salvo la joya de la corona, claro —acotó con disgusto, mirando a Ícaro—, pues crearé unas mejores, que rivalizarán con las escamas del mar, los mantos mortuorios del infierno y las sagradas vestiduras de los santos de Atenea.

Rara vez Oribarkon daba explicaciones claras, y para lamento de todos, esa no era una de esas veces. En silencio, cuando parecía a punto de ceñirse la corona sobre la cabeza —cosa que por poco provocó en Munin la risa que trataba de contener—, el telquín cabeceó de un lado a otro, negando. Así, rodeado por un centenar de burbujas de diversos tamaños, desapareció. Lo próximo que supieron de él, fue un suceso de comparable extrañeza: el respaldo de la silla en la que se sentaba estalló, y las astillas bailaron en el aire para formar algunas palabras en una lengua que solo los magos recuerdan, pero todos los seres entienden —«Sigo el Camino del Crepúsculo. El pacto aún no se ha roto»—, antes de caer y volver a formar el respaldo. ¿Una ilusión? ¿Manipulación de los átomos? Nadie lo supo, y a nadie le importó.

 

—Desde que tengo consciencia —dijo el esbelto y recto Ícaro, cansado de la visión de varios de sus mayores mirando la silla vacía, boquiabiertos—, he sabido que mi destino era portar la armadura negra más poderosa que jamás se ha creado. Es mucho lo que le debo, Padre, y también sé que ha depositado sus esperanzas en mí. Sin embargo, de tener que elegir entre la misión de mi madre y mis compañeros, y la suya y la del caballero Orestes, temo que hoy tendría que despedirme de usted, así tuviera por enemigo al Santuario y la Atlántida, pues tan grande es mi compromiso con el mundo de los hombres, como el que me une a esta orden, en la que nací. 

»Soy incapaz de expresar la dicha que siento al no tener que tomar esa decisión, y aunque no creo que esté bien dejar de lado a las gentes del mundo por el bien de una alianza que desconocen, algo sabemos los caballeros negros de anteponer un mal menor antes que uno por mucho peor. ¿Y qué puede ser peor que el fin del mundo? Esperaré a la batalla, y lucharé a su lado, como es mi destino y deseo. Luego…

Altar Negro asintió antes de que Ícaro terminara, conforme con sus palabras. El muchacho era sincero y honesto, lo que era bueno, no solo útil, sino bueno. También era idealista en exceso, y eso podría no serlo tanto. En el discurso que acababa de escuchar, descubría a un niño soñándose como un caballero de brillante armadura, surgido de un cuento de hadas para derrotar dragones y otras criaturas terribles. Claro que, no sería la primera vez que subestimaba a alguien en su larga distancia.

—Yo sólo sigo las órdenes de Ella —clamó la voz de Adrammelech, que por primera vez se hacía escuchar, lejana, como si proviniese desde las profundidades de la tierra, y a la vez cercana, como un temblor que se extiende a través del suelo, poderoso y terrible. Todos, hasta el mismo Orestes, sentían un escalofrío al escuchar esa voz distorsionada, que tan poco tenía de humana—. Más allá, nada tiene importancia.

Solo quedaban Munin y Tomomi por expresarse. El primero, todavía de pie, tenía los brazos alzados, reclamando a dioses en los que apenas creía. Cerró y abrió el puño mientras lo levantaba y bajaba a semejanza del martillo que golpea el yunque con fuerza. Las palabras de Orestes, los disparates de Oribarkon y los misterios que envolvían al hombre que se hacía llamar Padre, se mezclaban en su mente, llena a su vez de los pensamientos de infinidad de hombres a los que había leído en el pasado —monstruos la mayoría—. Estaba a punto de estallar, con ganas de levantar la mesa y golpear con ella a alguien, aunque al final se limitó a poner la silla que había tirado en su sitio. Se sentó en ella, dejando caer sus brazos sin fuerzas. Dejando escapar la ira.

—Seguiré su camino, Viejo, hasta el fin de la guerra, siempre que nos permita cumplir nuestro verdadero objetivo una vez termine.

—Se suponía que ibais a concedernos un ejército leal, vasto y temible; en cambio hoy os veo negociar con vuestro soldado, si es que un niño merece ser llamado así  —terció Orestes mientras caminaba hacia Munin—. Vuestro objetivo y el nuestro son como una gota de agua y el mar, no se pueden comparar.

—Ya, ¡ya! ¡Dije que le apoyaría en la guerra! ¿Es que no te basta con eso?

—Oh, no se dirigía a ti, Munin —dijo Altar Negro, cuya tranquilidad contrastaba con la actitud de Cuervo Negro de tal forma que solo lo enojaba más y más—. Sería una locura moverse luego de la guerra, nuestros caminos no coincidirán para entonces. Si deseáis cumplir la meta que os propusisteis hace años, tendrá que ser durante la guerra, mientras los guerreros sagrados de la Tierra y el Mar están distraídos.

—Eso jamás ocurrirá —dijo Orestes, alzando la voz—. ¿Es que habéis perdido la razón, padre de hombres, guía de héroes y reyes? ¡Sabéis bien que no habrá salvación para este mundo ni ningún otro si fracasamos, y aun así os empeñáis en asegurar que tal cosa ocurra por apoyar una tarea insignificante, estéril! ¿Qué ocurrirá si yo, Orestes de la Corona Boreal, cumplo con la misión que rehuís, y neutralizo a todo aquel que se interponga en el reencuentro de mi señor y Atenea?

Se escuchó el sonido de un objeto cayendo sobre la mesa con fuerza, un cuaderno. Tomomi, tan tranquila como Altar Negro, casi un reflejo femenino del líder Hybris, habló con voz suave y palabras firmes

—Si eso ocurriera, Orestes el matricida, podríais comprobar que así como el hijo venga a su padre, también el padre venga a sus hijos.

Tomomi e Ícaro, en representación del profesor Asamori e Hipólita, junto a Oribarkon, Adremmelech y Munin; Altar Negro contaba con el apoyo de los cinco, lo que a todas luces le satisfacía. El único disgustado en aquel lugar era Orestes, que tras un vistazo en derredor, lanzó un ataque en su contra. Nadie lo vio venir, pues nadie se esperaba aquel gesto. Aun cuando se sucedieron los segundos, y una línea de oro era visible entre la punta del dedo de Orestes y la frente de Altar Negro, ninguno se movió; no sabían qué estaba ocurriendo o qué podían hacer, y su líder no parecía estar sufriendo.

 

«El Hilo de Ariadna me revelará vuestros secretos, Segundo Hombre —pensaba Orestes, concentrado por completo en su tarea—. Aun el más complejo e intrincado de todos los laberintos, la mente, no tiene secretos para esta técnica.»

Se adentró en los pensamientos de Altar Negro sin encontrar resistencia, contrario a toda expectativa que pudiera albergar. En los que conocían las artes de la Raza de Plata, era habitual una fortaleza psíquica virtualmente impenetrable, y si bien el Hilo de Ariadna no tomaba la ruta del cerebro o del espíritu individual, sino la del plano en que se mueven todos los pensamientos, sentimientos y emociones de todos los seres, realmente esperaba que el hombre escogido por el Hijo no estuviese tan indefenso. No tardó en darse cuenta de lo apresuradas que eran sus conclusiones.

Luego de observar un espacio en blanco por lo que pareció una eternidad, se encontró con una tormenta de pensamientos que no podían pertenecer a una sola persona, ni siquiera el Segundo Hombre, pues aunque había una cierta tendencia que los unía, en su mayoría eran demasiado distintos entre sí. Muchos hombres, afamados maestros del Ojo de Plata, habrían acabado abocados a la locura con solo un vistazo, y él tenía que desentrañar el misterio. Decidió que el riesgo era necesario, y poniendo cada uno de sus sentidos en aquella tarea, acabó chocando contra la verdad como el corredor que choca con una pared, o un árbol que no había llegado a ver.

«Esta es la gran ventaja de vuestros caballeros negros —concluyó Orestes, maravillado—. La técnica heredada del pueblo de Mu, capaz de unir dos o más mentes, con un enlace que pueda administrar toda la información que el resto reúne. ¿Cuándo fue la última vez que se conectaron miles de hombres?»

Tuvo una visión más amplia de lo de que Akasha, días atrás, descubrió a través del Ojo de las Greas. En cada gobierno de la Tierra, así como en grupos y organizaciones de gran poder, desde las principales agencias de inteligencia y los ejércitos de las grandes potencias, hasta los medios de comunicación y las más influyentes empresas, había al menos un caballero negro infiltrado, listo para cumplir órdenes; los que se encargaban de cazar criminales y derrumbar el crimen organizado, eran solo una facción de la orden negra. ¿Realmente fracasó la primera etapa de su misión? Él no veía tal cosa, veía un peligro que el Sumo Sacerdote había subestimado a lo largo de los años. Un Santuario que no estaba recluido en una montaña aislada, sino que abarcaba el mundo entero.

«Y ese espacio en blanco —recordó—. ¿Acaso este hombre está conectado a toda la raza humana? ¿Pretende convertirse en el avatar de toda la humanidad?»

Se sintió observado de pronto, por miles y miles de ojos; no todos los caballeros negros, solo quienes estaban despiertos y podían permitirse el lujo de responder a su intrusión. Todos ellos sabían cuanto se había dicho en la reunión, todos ellos sabían quién era él y a qué había venido. Todos ellos le respondieron a la vez:

 

—Salvaremos el mundo del falso orden, y el Santuario lo salvará del caos que sobrevendrá a la limpieza. Los justos prosperan y los malvados son castigados.

Tales fueron las palabras, dichas por nueve mil hombres a la vez, resonando en la mente de Orestes como el grito de un dios temible que lo arrojó de aquel lugar. En el universo físico, apenas había pasado una fracción de segundo..

El Hilo de Ariadna se deshizo al instante. Orestes sudaba copiosamente, y enfrente, Altar Negro sonreía. Los demás no parecían entender lo ocurrido, seguramente eran ajenos a la red que el Segundo Hombre había tejido, por lo menos por esa noche.

—Ninguno volverá a dirigirse al Santuario sin mi consentimiento —dijo al fin, recuperando la compostura y la autoridad. Aun antes de terminar, ya daba la vuelta, marchando hacia las escaleras—. Desde ahora hasta el fin de la guerra, yo estoy al mando. —Lo dijo en un susurro, quizá porque era consciente de que era mentira. Las almas de esos jóvenes estarían en manos del Segundo Hombre hasta el fin de sus días.

 

***

 

Lejos de aquel lugar, y a la vez cerca, Azrael caminaba hacia las montañas cercanas a Atenas, o al menos lo que la mayor parte del mundo creía que eran meras montañas. Iba cubierto con un manto de viaje con capucha, que apenas dejaba entrever las manos, ya que aunque habían dado un rodeo para evitar Rodorio, donde él y la señorita eran bien conocidos, seguía siendo posible que algún aldeano extraviado o un guardia del pueblo los reconociera, celebrando su llegada. El Sumo Sacerdote ya estaría enterado de que venían, desde luego; poco era lo que aquel hombre no sabía de antemano —excepto, pensaba Azrael, la exacta localización de cada caballero negro—. Sin embargo, para el Santuario, Akasha era una traidora, así como todo aquel que tuvo tratos con ella en los años de exilio estaban bajo sospecha. No era conveniente que dos perspectivas tan opuestas chocaran, mucho menos de cara a una negociación.

Miró hacia atrás con el rabillo del ojo, y distinguió la figura de Akasha en la lejanía. Mientras la veía acercarse, se dio cuenta de que no le llegó a preguntar por qué debieron rodear Rodorio por separado, aunque lo podía intuir: movida por el azar, o incluso un presentimiento, Akasha había decidido utilizar el Ojo de las Greas. «¿Ha olvidado que no sirve para observar a ese hombre?»

—Disculpa la tardanza —dijo Akasha una vez llegó, también cubierta por un manto; la máscara y los cabellos quedaban ocultos bajo el embozo—. Ya podemos proseguir.

—¿Ha descubierto algo interesante, señorita? —No vio motivos para ocultar que sabía lo que estaba haciendo, ni a ella pareció molestarle que lo supiera.

—Orestes y Oribarkon han desaparecido —dijo Akasha, ofuscada—. ¿Qué clase de magia posee ese hombre, Azrael? ¡Es el Ojo de las Greas!

No hablaron más de eso en aquel día. Se limitaron a retomar la marcha, tomando una barca para atravesar el enorme lago artificial en que había sido convertido el valle que Geki y Nachi crearon durante la batalla trece años atrás. Día y noche, un centenar de ninfas de los árboles y el agua salada vigilaban la nueva frontera entre la tierra de los comunes y el dominio de la diosa, ya fuera desde el interior del lago o el bosque que habían creado alrededor de él, y un número no menor de guardias patrullaba en las lejanas montañas, que ocultaban el único paso a tierra sagrada. Ni Azrael ni Akasha se molestaron en comprobar que seguía siendo así; sabían que la Fortaleza de Atenea —la división Pegaso— ya debía estar enterada de su llegada, y así querían que fuera.


Editado por Rexomega, 11 octubre 2020 - 15:12 .

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Publicado 03 octubre 2020 - 16:45

Cap 45. Ella.
 
Seguimos con la reunión de los caballeros negros.
Entre la diversidad de temas de la cena de Hybris, nos enteramos que Ícaro de Sagitario Negro es hijo de Hipolita y de Altar Negro (pillines).
 
También entra otra entidad misterioso al vocabulario llamado sólo "Ella", que no es ninguna diosa, sino una humana con mucho poder que incluso en su ausencia varios de allí la veneran y/o le temen XD.
 
Me encantó leer que pese a que los caballeros negros se unirán al Santuario prometiendo que no habrá más cacerías en nombre de Kira, se las ingeniarán para continuar haciéndolo en medio del caos de la guerra xD Qué listos y temerarios.
 
He leído mucho de defensas psíquicas en otras historias, y vaya que la de Altar Negro es una de las más impresionantes pues no es algo que tenga de manera individual sino que es por un enlace de otras miles de mentes XD. Bravo.
 
No hay que fiarse de los caballeros negros pese a que finjan ser buenos tipos al parecer.
 
Y el cap termina con Akasha llegando al Santuario. ¿Cómo es que será recibida?
 
PD. Buen cap, sigue así x3

Editado por Seph_girl, 03 octubre 2020 - 16:46 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 05 octubre 2020 - 20:23

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 45. Una difícil situación

 

Al igual que hace trece años, el león de bronce y el líder del ejército de Atenea se encontraron frente al bosque que resguardaba el mayor tesoro del Santuario. Al ver los grandes árboles entre los que los indignos estaban condenados a perderse, Ban no pudo evitar sentir un pinchazo en el estómago que nada tenía que ver con la paliza que recibieron en Alemania, ni con el estado en que pudieran hallarse Fang de Cerbero y Bianca de Can Mayor, aquella terrible compañera de celda que apenas se había permitido recibir primeros auxilios antes de salir corriendo, como de costumbre. No, el dolor no estaba relacionado con el futuro, sino con el pasado, uno lleno de decisiones ya tomadas, de pérdidas irreparables. Esperando que Su Santidad no ahondara en su atribulada mente, lo encaró de frente, mirando al antaño llamado Kanon de Géminis.

«Y Kanon de Dragón del Mar —añadió para sí.»

El Sumo Sacerdote asintió en ese momento, quizás leyéndole la mente, quizá solo recordando que era un hombre que creía haber vivido más de lo que le tocaba. No podía saberlo con corteza, no con alguien capaz de permanecer cerca de Lucile de Leo, la bruja que señoreaba cualquier emoción humana, sin siquiera inmutarse. Podía verla allí, tan cerca del cuerpo del primero de los santos como lejos estaba de su espíritu devoto, lo que restaba a Lucile la presencia y dominio de la situación que le mostró en la última misión que cumplieron juntos. Ni el manto zodiacal de Leo ni la capa que portaba ahora, como si todavía fuera general del ejército, tenían importancia para ella en ese momento. Porque se le había denegado lo que más preciaba.

—Eres muy viejo como para tener miedo de una mujer —observó Kanon.

—Si vos no la teméis, ¿por qué está obligada a guardar silencio? —repuso Ban, más osado que la mayoría—. Sabéis lo que quiere.

Un brillo fugaz resaltó bajo el casco papal, el ojo del Sumo Sacerdote sorprendiendo a Lucile de Leo antes de que pudiera soltar el comentario mordaz que había preparado.

—Lo que queréis todos. Que perdone a Akasha como si todavía fuera mi pupila y hubiese hecho novillos por Rodorio en un día de entrenamiento. Nunca ocurrió tal cosa, como bien sabes —aclaró—. Hasta hace cinco años, fue la más recta entre los doce.

Con más descaro que el habitual, Lucile se interpuso entre ambos y alzó dos dedos de la mano derecha, tratando de corregir al Sumo Sacerdote. Este negó con la cabeza.

—Que hace dos años se hiciera evidente no significa que entonces empezara todo. Fue el Cisma Negro lo que tornó la sabiduría de una joven idealista en astucia y soberbia. ¡Calla, mujer, si no quieres volver a tu prisión! —exclamó iracundo Kanon, previendo otro intento de Lucile por corregirlo—. No olvido a esa pequeña. Nadie lo hace.

Tras encogerse de hombros, Lucile dio algunos pasos hacia atrás.

 

—¿Y bien, Ban? ¿Cuándo vas a hacerme la petición que otros tantos me han hecho?

—¿Por qué, Su Santidad? ¿Por qué liberó a Orestes?

—Me apetecía que sobrevivieras, verte tan estropeado me hace sentir más joven. —La broma, tan extraña que cambió por completo la seria faz de Ban, no previno carcajada alguna, ni siquiera una sonrisa—. La maldición de Medusa se debilitó durante la batalla del Pacífico. Hace seis meses que Orestes está libre, si se puede llamar libertad a vivir apartado incluso de quienes vivimos aislados, aquí en el Santuario, bajo constante vigilancia e interrogatorios que harían llorar de emoción a Lesath de Orión y Hugin de Cuervo. Me preparo para lo que mi pupila pudo haber provocado, solo eso —aclaró antes de que Ban pudiera hacerle reclamo alguno—. Orestes sabe que nunca serviremos a otro dios que no sea Atenea y yo sé que ese hombre es demasiado honesto para las conspiraciones, al contrario que su compañero, Gestahl.

—¿Gestahl?

—El líder de Hybris. Sí, también tiene que ver con el Hijo, pude averiguarlo ya que ambos estuvieron en el Santuario este tiempo, uno bajo mi cuidado y el otro bajo el de Arthur. Hemos disipado muchas sombras y tenemos un mayor entendimiento de la situación en la que nos encontramos, por eso solté a quien no era un peligro y en cambio podía sernos útil, bajo la atenta vigilancia de la única en quien puedo confiar en estos días, claro —acotó, misterioso, a la vez que Lucile hacía un breve gesto, aludiendo a la demencia del Sumo Sacerdote—. Como ya te he dicho, gracias a eso estás vivo.

—Dejarlo libre para salvarme a mí y una díscola santa de plata —entendió Ban, recordando el duro encuentro con los Campeones del Hades—. ¿Es que ya habéis tachado de herejes a todo el ejército y ahora debemos depender de mercenarios?

Esta vez, Kanon sonrió, tal vez divirtiéndole una crítica tan directa.

—Si fuera el santo que un día fui, pensaría como tú, habría viajado hacia Alemania y arrasado la fortaleza del enemigo, tal vez llevándome algunos conmigo. Mas esta túnica pesa como los doscientos cincuenta inviernos que vivió mi predecesor, me hace lento y me obliga a pensar más las cosas. Tres días —añadió de repente—, ¿ese es el plazo que nos da para decidirnos? Aprecio demasiado ese detalle como para no aprovecharlo.

—Me temo que no os comprendo, Su Santidad.

—Orestes de la Corona Boreal atacó al rey Bolverk, el primer guerrero azul, que no tiene justificación para declararnos la guerra de momento.

—¿Pensáis aliaros con él?

—El día en que la vejez haya terminado de atrofiar tu cerebro, león de bronce, avísame para dar a otro el manto que portas —advirtió Kanon, severo—. Bolverk piensa eliminar al rey de Bluegrad y a toda su estirpe, ¡a Piotr!, quien fue un valioso aliado del Santuario en su momento de mayor necesidad. ¿De qué me acusas, León Menor?

Lo que debería aliviar al santo de bronce, en realidad solo lo confundió más.

—Os pido, Su Santidad, que olvidéis mis afrentas y me habléis con toda claridad. ¿A dónde nos dirigimos, con santos acusados de traidores y un extraño libre de toda vigilancia? ¡El plazo que Caronte nos dio se está agotando!

Por cómo reaccionó el Sumo Sacerdote a aquella declaración, era muy posible que eso era lo que esperaba. Menos osadía, menos rebeldías. Menos sombras.

—Aprovecharé los tres días que el rey Bolverk nos ha concedido, así como hemos aprovechado estos trece años que aquel que insultó todo en lo que creemos nos dio. Ya hay alguien que ha recibido la misión de demostrar a los muertos el coraje de los vivos, el general de la división Pegaso, mas este me pide una condición para actuar antes de que venza el plazo. Quiere que resuelva el asunto de mi pupila ya, sin más rodeos. Son tan orgullosos como yo lo fui, Arthur y Akasha, mis más queridos discípulos —murmuró con añoranza, retomando pronto las explicaciones—: Orestes servirá como un aliado más del Santuario y mantendrá vigilado a Gestahl, de modo que nuestros recursos pueden centrarse en vigilar al rey Bolverk y el circo al que llama corte. No pide nada a cambio, considera que está saldando una deuda de honor.

—Creía que confiabais en que Bolverk cumpliría su palabra —observó Ban.

—Aun si así es, debemos conocer a nuestro enemigo —dijo Kanon—. Que no te confunda lo que viste, Ban de León Menor. Orestes sobrevivió en Alemania porque jamás pretendió ganar la batalla; huyó en cuanto logró asegurar el escape de tres santos de Atenea de un grupo que ni siquiera lo tomaba todo lo serio que debiera. Además, el caballero de la Corona Boreal se encuentra en un lugar inaccesible para cualquier mortal, el mismo que los caballeros negros han utilizado todos estos años.

«También era inaccesible para el Ojo de las Greas —recordó Ban.»

—Arriesgasteis demasiado para sacarnos de ahí, meter a otro en territorio enemigo…

—No hay riesgos. Pues ella no está allí.

Por algún motivo, la respuesta del Sumo Sacerdote sobresaltó a Lucile, en cuya blanca piel creyó ver erizarse el vello. Un fantasma apareció a la diestra de la leona de oro, ataviada con un vestido de finísima tela que ondeaba sin viento. Poco podía decir Ban de aquella aparición, más que era joven y portaba una máscara semejante a la de los santos femeninos, solo que carente de rasgos y tan blanca como el largo y lacio cabello que le caía por la espalda. Cuando Ban quiso ver mejor quién era, esta desapareció de la misma forma que había aparecido, sin dejar el menor rastro.

«No siento su cosmos —observó el santo de bronce—. Ni antes ni ahora.»

—Tampoco estuvo aquí —continuó Kanon, indiferente al malestar en sus subordinados—. Ella está en todas partes y en ningún lugar en concreto. Shizuma Aoi, la única discípula de Shun de Andrómeda, que hoy viste el manto de Piscis.

—Era ella quien permitía a Akasha y Azrael salir y entrar en los mares olvidados.

—Exacto. Solo hay dos barreras infranqueables para Shizuma, el territorio de los dioses y la fortaleza de Gestahl de Altar Negro, sea lo que sea ese lugar.

—Si eso es así, todo nuestro viaje fue…

—… Inútil —completó el Sumo Sacerdote—. Nosotros no necesitamos el Ojo de las Greas, al menos no por los motivos que Akasha puede argumentar. Admito que creí que esa herramienta mítica serviría para sortear el único obstáculo que Shizuma considera insuperable, es por eso que estaba dispuesto a acceder a lo que me pidió a cambio de obtenerlo. Me conmovió, Lucile de Leo habría pedido el fin del exilio, ella pidió misericordia por otra persona. El problema es que los años y la distancia me permiten no verla más como una niña que se preocupa por su atolondrado escudero. Pedí a Shizuma que os vigilara de cerca. Desde que obtuvisteis el Ojo de las Greas.

—Eso significa… ¡Dioses del Olimpo!

Ban gritó al cielo, tratando de tragarse la rabia con la que Lucile debía haber convivido desde que fue llamada al Santuario. Ahora veía sentido en que unos condenados como él y Bianca fueran invitados a la Fuente de Atenea. ¿Se había dado cuenta la santa de Can Mayor de tamaña hipocresía? Seis meses abandonados y de la nada ahora volvían a ser dignos de la bendición de la diosa, solo porque alguien cargaría con todas las culpas.

—Akasha pagará por todos.

—Le enseñé bien —dijo Kanon, expresando orgullo por la joven, en lugar de pena—. Manipular a los dioses supone un alto precio, en especial cuando no se logra nada con ello. Yo lo viví —afirmó, palpándose el pecho donde aún debían estar marcadas las tres puntas del tridente de Poseidón—, ella no habría dado uno solo de los arriesgados pasos que dio si no esperara pasar por lo mismo. La vida de Akasha quedará en manos de Atenea. ¿Qué será de la de los posibles cómplices, me pregunto?

Miró largamente al santo de bronce sabiendo cuál sería la respuesta, porque ni siquiera él tenía algo que decir al respecto. Todo estaba decidido, desde hacía trece años.

—Hasta el último santo de la división Andrómeda preferiría hundirse con ella en el infierno antes que traicionarla.

«Y uno de nosotros, incluso trataría de conquistarlo para sacarla de allí —pensó, evocando a quien sin vestir manto alguno era el más leal de todos ellos.»

—Sea —dijo Kanon—. Entonces aceptad su voluntad y vivid como santos de Atenea, pues ya los pies de mi pupila pisan tierra sagrada. Y no porque alguien la haya obligado.

 

***

 

—En resumen —dijo Bianca, cuyas explicaciones habían acompañado a Makoto en un largo paseo hasta el patio del hospital de Bluegrad—, seis Campeones de Hades le declararán la guerra al mundo dentro de tres días. Si hoy puedo contártelo es porque un apuesto caballero blanco nos rescató a mí, a mi compañero de males y bienes y a mi odioso carcelero, que ahora debe dormir a pierna suelta en la Fuente de Atenea. No creo que Ban esté tan agotado para ser igual de vago.

—Por lo que me dijiste, esos animales le destrozaron la cara —gruñó Makoto—. Está inconsciente, puede que en peligro de muerte. No durmiendo la siesta.

—A mí me abrieron el estómago hace nada y tú ni siquiera me has ofrecido una copa de vino mientras te cuento tantas cosas interesantes. ¡Qué desconsiderados somos!

—¿Y a qué viene ese tono? —exclamó Makoto—. Apuesto caballero blanco, compañero de bienes y males…  ¿Hay algún hombre al que no quisieras seducir?

Más rápida que el sonido, Bianca agarró a Makoto del brazo y lo empujó hacia una columna, luego, posando una mano a la mejilla, le susurró:

—Si ese hombre existe, no eres tú.

El rostro del santo de Mosca enrojeció, aflorando en él la última vez que estuvo tan cerca de una mujer. Ni notó que la caricia se transformó en un tirón de moflete.

«La máscara hace que no veamos una mujer, solo un guerrero capaz. ¿Por qué conmigo no funciona? —lamentó—. ¿¡Qué está mal conmigo!?»

Al final pudo recuperarse y apartar el brazo de Bianca, que rio con descaro.

—No es tiempo para juegos. ¡Estamos en guerra!

—Ya me quedó claro cómo haces la guerra. ¿Qué tal sienta besar a tu enemiga?

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Telepatía?

—¡Bingo!

Un segundo después, la magia de la máscara volvió a funcionar.

«O tal vez siempre ha funcionado —reflexionó Makoto, en un intento por convencerse de que no era él quien estaba mal—. La telepatía tiene muchos usos, no solo leer la mente, es posible que Bianca tenga un don para controlar a los hombres.»

—No soy Mera, claro —proseguía la santa de Can Mayor—. No te leo como un libro abierto, más bien te hojeo, mosca pervertida. ¡Vaya! ¿He hecho yo eso?

Allá donde Makoto había chocado, empujado por Bianca, había un hueco de medio metro bastante vistoso. Haría falta dinero para arreglarlo, pero la enmascarada ya se había alejado de tal forma que cierto chico japonés parecería el responsable.

—¡No huyas!

—Esto no es un juego, Makoto. Estamos en guerra.

—Cuando dije eso, lo decía en serio.

—Sí, es verdad —dijo al fin Bianca, cruzando los brazos tras la cabeza y volteando—. Ya te he contado todo lo que sé. Te toca a ti contárselo a tu jefa. ¡Dioses! Cuando Lucile se entere de que dejé que Akasha cometiera una estupidez…

 

Makoto no tuvo tiempo de preguntar a qué se refería, pues de inmediato estuvieron ambos santos ante una imagen sorprendente. Hugin estaba allí, quejándose a viva voz de que una compañera estuviera bien de salud. Y es que aquello era inaudito: la batalla contra Hipólita había dejado marcas en todos los implicados, pero ni una cara golpeada, ni una mano rota ni un coma de seis meses eran irreparables, una columna rota sí. En todo Bluegrad, solo el médico real, que en un solo día podía reconstruir la piel de un brazo entero, sería capaz de tamaña proeza y a pesar de eso ahí estaba Mera, víctima de los ataques de una Hipólita que ya saboreaba la derrota. De pie.

—Entre enmascaradas os consentís todo. Mira al pobre Icario. ¿A él no podía curarlo esa… esa…? ¡Con un demonio, es culpa de ella que estemos todos aquí!

Mera asentía mecánicamente a las protestas del santo de Cuervo, siendo claro que ni se molestaba en escucharlo. A pesar de que estaba sana, seguía fija en un solo sitio, cerca de donde Icario dormía plácidamente, sobre una silla de ruedas que le acompañaría lo poco que le quedaba de vida. Un tiempo que ella compartiría con su maestro.

«¿Maestro? Parecen más bien padre e hija —decidió Makoto, conmovido.»

En eso, Bianca se acercó a Hugin sin la menor presentación. Y antes de que el santo de Cuervo pudiera decirle el pecado que cometía al poder caminar, dio algunas explicaciones que él mismo tendría que saber ya.

—Pastor de Bueyes no está bajo las mismas sospechas que nosotros. Por muy paranoicos que estén los líderes del Santuario, hay límites.

—¿Paranoicos? —repitió Hugin, airado.

—Es normal —continuó Bianca, ignorándole. Se dirigía a Mera y Makoto, que ya la había alcanzado—, conocieron de primera mano el patriarcado de Saga de Géminis, cualquier signo de que algo esté mal con uno de los doce es preocupante. El problema es que cuando la guerra es inminente, la paranoia suele hacerle el trabajo al enemigo. Evitar una hipotética guerra civil no cambia nada si debilitas a tu propio ejército.

—¿De qué guerra hablan? ¿Alguien me va a explicar qué pasa?

—Es irónico que la Can Mayor de Lesath, Cazador de Santos, diga eso —dijo Makoto, ahogando sin pretenderlo la petición de Hugin—. Yo no sé quién es inocente y quién es culpable, pero no tengo problema en admitir que en todo lo que ha ocurrido hay algo raro y peligroso, en lo que todos podríamos estar implicados, ya sea como cómplices o como peones. ¿Sabes en qué he estado pensando estos seis meses?

—¿Qué fuiste tú quien reveló a Hybris la ubicación del ánfora de Atenea? —se le adelantó Bianca—. No fuiste tú, fue tu mente, tu simple y vulnerable mente de adolescente en cuerpo de hombre, que si a mí me revela tanto, a un titán de la telepatía como el líder de Hybris le pudiste haber mostrado hasta tus días en el vientre materno. Sea como sea, no sirvió de nada, porque el Sumo Sacerdote lo había previsto y por eso cambió la ubicación del ánfora de Atenea antes de que un agente de Hybris entrara en Bluegrad. Y así llegamos hasta la batalla en el Pacífico.

El tercer grito de Hugin ni siquiera llegó a formularse. Bianca, más fuerte de lo que aparentaba, le agarró con el brazo por el gaznate y se lo llevó fuera del patio, donde le pondría al día y tal vez trataría de obligarlo a que la invitara a algo.

Makoto apenas prestó atención a aquellos dos, ensimismado en la red de eventos en que se había envuelto. ¿Podía ser que esa red, que Sneyder y Hugin atribuirían sin duda a Akasha, la Tejedora de Planes, llegara a una oscuridad tan profunda como la que llevó a Saga de Géminis a la locura? No era un asunto que debiera tomarse a la ligera, se trataba de un hombre que llegó a usurpar el trono papal y que además se aseguró la complicidad de tres santos de oro, sentando el precedente de que ni tan siquiera el Santuario estaba libre de la corrupción. Bianca tachaba las decisiones del Sumo Sacerdote como simple paranoia; él, por el contrario, veía en ellas el producto de la sabiduría y la cautela. No debían tropezar dos veces con la misma piedra. Ellos no.

Pero, ¿qué podría haber detrás de tantas sospechas? ¿Los héroes de la pasada Guerra Santa que aún seguían en contacto con el Santuario? No era posible, ellos purificaron la maldad que lo dominaba tantos años atrás. ¿Y el resto? Todos los generales eran personas intachables, aunque no por ello humanos, todos excepto quienes fueron degradadas. Akasha y Lucile, tan distintas y a la vez tan unidas. De ellas sí dudaba, y por extensión, también de las personas más cercanas a ellas. ¿Eso incluía a Ban, Emil y Lesath? Shun apostó por la santa de Virgo cuando era una apestada, ¿eran él y June, su compañera, sospechosos? ¿Y Azrael? ¿Quién es culpable, y quién inocente? Acabó frente a Mera, y se maldijo por ser capaz de sospechar de una víctima como ella.

«No es una víctima —negó una voz en lo profundo de su mente; paradójicamente, era la voz de Mera, usando palabras similares a las que alguna vez escuchó de  la guerrera de Lebreles—, es una guerrera de Atenea.»

Sintió que la cabeza le iba a estallar y forzó una sonrisa.

—Icario despertará —aseguró, ganándose la atención de la santa de Lebreles.

—Por supuesto —dijo esta, firme como un junco—. Los santos no mueren.

 

***

 

Ajenos a las duras conversaciones que surgían en Rusia, así como lo que la máxima autoridad del Santuario revelaba no muy lejos de donde se encontraban, Akasha y Azrael avanzaban hacia el destino que la joven se había marcado. Nada podía detener a la guardiana del sexto templo zodiacal, eso lo sabía bien Azrael, nada excepto media centena de guardias que les esperaban, divididos en dos largas columnas apoyadas en las paredes que hacían de pasaje a tierra sagrada.

Todos eran altos y fornidos, con hierro en el yelmo, bronce en la coraza sobre armaduras de cuero y un metal negro como el ébano en las lanzas y escudos que portaban. Los dirigía un hombre desarmado, de fuertes y cicatrizados brazos, con los ojos vendados y una larga capa pendiendo de los hombros como distintivo de su rango.

—Amiga mía, ¿qué tiempos son estos en los que los campeones de la diosa deben entrar a hurtadillas en su fortaleza, como vulgares ladrones?  

—Es el tiempo después de Ethel, capitán Tiresias —respondió Akasha, más cortante de lo que habría deseado—. Cuando la tierra está empapada de aceite, ¿qué sentido tiene encender la mecha de un conflicto innecesario? No vengo como ladrona, ni tampoco como campeona de Atenea, pero sí como su sierva, una que le ha fallado tantas veces, que ahora sus auténticos campeones están en peligro…

El llamado Tiresias se adelantó, apartando la capucha que ocultaba los cabellos de Akasha, así como su máscara. Posó las manos sobre sus hombros e inclinó la cabeza, como si la estuviera mirando. Sin mediar palabra, la abrazó, y así estuvieron un breve momento, entre el expectante Azrael y la guardia del Santuario.

—No tienes que ser tan formal conmigo. Yo solo soy el capitán, ¡y tú la santa de Virgo! —dijo mientras se separaban—.  Me alegro tanto de volver a verte… ¡Oh, aún uso esa expresión! —Rio, y algunos de los guardias, los más veteranos, rieron con él—. Siento decirte que todas tus precauciones han sido en vano. Las noticias sobre santos desertores, exiliados e incluso prisioneros, se escuchan en cada rincón, y siempre he tenido a algunos de mis hombres esperando tu llegada. ¡La guarnición de Rodorio ya celebra tu regreso por toda la aldea!

—No era algo que debían saber en la aldea, mucho menos celebrarse —se lamentó Akasha, cabeceando de un lado a otro.

—Oh, ¡siempre debe celebrarse una buena noticia, así venga acompañada de otras malas! —Tiresias hablaba a viva voz, como era su costumbre hacerlo, siempre con un optimismo inagotable—. ¿Cómo negar a quienes son salvados, la posibilidad de agradecer a su salvador? Salvadora, en este caso.

Tiresias rio de nuevo, una risa agradable y honesta, del tipo que Akasha siempre agradecía. Sin embargo, ¿estaba bien provocar de ese modo al Sumo Sacerdote, su maestro? Buscó la opinión de Azrael, quien estuvo observando la escena en silencio. No pasó mucho antes de que asintiera.

—Caminaremos juntos hasta el corazón del Santuario, luego iré sola.

—No podía ser de otro modo —dijo Tiresias—. ¡En marcha!

Cada pareja de guardias chocó las lanzas, de tal modo que el camino que Akasha y Tiresias recorrieron entre ellos, seguidos de cerca por Azrael, tenía un improvisado techo de hasta veinticinco triángulos. El paso bajo aquellas armas negras, así como los primeros minutos de viaje, estuvo dominado por un lema que evocaba tiempos pasados. Palabras de aliento para hombres desesperados, sin el menor atisbo de esperanza.

—¡Santos de hierro! ¡Santos de hierro! ¡Santos de hierro!

Así proclamaron, con alegría y orgullo, el título que les fue dado años atrás, al término de la Rebelión de Ethel. Acompañaba a las voces, jóvenes y adultas, el sonido de astas  golpeando el suelo y el escudo. Si alguien en el Santuario no había sido informado de la llegada de Akasha de Virgo hasta ahora, ya no tendría dudas.

 

No fue hasta que las voces se apagaron, que Akasha se decidió a volver a hablar.

—Capitán Tiresias, tengo un favor que pedirte —susurró, aunque sabía que no podía hablar tan bajo como para que Azrael no la escuchara.

—Habla —dijo el capitán entre susurros.

—Hace algunos meses, envié una carta al Sumo Sacerdote. Desde hace cinco años, mi asistente sufre de inexplicables dolores de cabeza, a veces simplemente molestos, y otras mortales, o lo habrían sido sin mi ayuda. Ningún médico puede detectar nada, y sin saber qué le ocurre, no puedo curarlo.

—Akasha, no puedo…

—El Sumo Sacerdote me concedería el permiso una vez obtuviera el Ojo de las Greas: claro que ha cambiado mucho en estas semanas, y ahora ni siquiera los santos tienen derecho a entrar en la Fuente de Atenea. Pero yo no pido cura, solo conocimiento, y el santo de Copa, Minwu, lo tiene.

—Señorita —intervino Azrael, caminando a la altura del par—. Lo que nos espera al final del camino es demasiado duro, ¡déjeme acompañarla, por favor! Ahora me encuentro bien, hace mucho que no padezco esos dolores.

—Ningún hombre común, por grande que sea su lealtad para con la diosa y los santos, puede cruzar las Doce Casas. Puedes ir a la Fuente de Atenea en busca de información, o quedarte al pie de la montaña, o regresar a Rodorio. —A pesar de sentirse sumamente agradecida, Akasha decidió ser cortante, sabiendo lo tozudo que Azrael podía ser. Se le adelantó, dando a entender que no había lugar para la discusión.

—Lo que me pides es muy difícil… —decía Tiresias, en cuya faz era presente el esfuerzo que hacía por encontrar una solución satisfactoria—. Le llevaré al bosque, ¡y que decida Atenea si ese hombre debe encontrarse con Minwu!

El viaje no tuvo más sorpresas, buenas o malas. Fue, de hecho, muy tranquilo y ameno, lleno de historias de la guardia y del Santuario en los últimos dos años.

La calma antes de la tempestad.


Editado por Rexomega, 11 octubre 2020 - 15:14 .

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Publicado 11 octubre 2020 - 00:04

Cap 45. Con varias dudas...
 
¿Por qué rayos Lucile no puede hablar? La respuesta a eso se me escapó, jajaja...
So, ¿la maldición de Medusa tiene fecha de caducidad? XD Qué conveniente, vaya suerte la de Orestes.
¿El que Akasha fuera por el ojo de las Greas fue para que ayudaran a Azrael con sus jaquecas? ;_; cuanto amor...
 
Conocemos a Shizuma Aoi, la actual santo de Piscis que es como el gato de Schrödinger (odio esa confusa paradoja... ¡maldigo a Hellsing! jaja)
la cual pues es la super espía de Kanon al parecer.
 
Sigo sin comprender por qué todos pudieron ser curados menos Icario o.ó ¿vejez? ¿simple plot? XD
 
Pues Akasha es muy querida en el Santuario por los llamados "santos de hierro" XD, a ver cómo le va en su juicio con el Papa.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 12 octubre 2020 - 07:45

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 46. La aventura de Makoto

 

Bianca y Hugin regresaron al patio del hospital más tarde de lo previsto, habiéndose permitido un almuerzo frugal en medio de las explicaciones, por lo que no les sorprendió descubrir que Makoto no los esperaba.

—¿Todas las enmascaradas pueden comer a esa velocidad? —preguntó el santo de Cuervo, con sincera admiración.

—Es cuestión de técnica —explicó Bianca—. Parece que estamos solos.

Ni Icario ni Mera seguían por ahí. Alguna enfermera debía haber llevado al antiguo capitán de la guardia a su habitación, que en ese momento estaría custodiada por un lebrel de rojos cabellos. Eso significaba que ambos podían hablar con total libertad.

Algo malo para ella.

—¿Qué hacía usted en isla Thalassa? —cuestionó Hugin.

—Veranear. Y molestar a la división Cisne.

—Je, a otro con esos cuentos, perra.

—¿Qué tienes tú que decirme a mí, cuervo?

—Nada bueno, nada bueno —aseguró Hugin, con las manos en la espalda y una odiosa sonrisa de autosuficiencia—. Sé que Lucile y Akasha son cómplices, también sé que las dos fueron en busca del ánfora de Atenea. Antes y después de que la robaran.

—Eres todo un detective…

—El sarcasmo es inútil conmigo —cortó Hugin.

—¿Qué tal la verdad? Pretendía poner en un lugar seguro el ánfora de Atenea. Es decir, en cualquier lugar donde no estén Shaula y su tropa de incompetentes.

—La deslealtad no es mejor que la incompetencia.

—Yo soy muy leal —dijo Bianca.

—¿A quién? —inquirió Hugin—. Te hieren de gravedad en Alemania, eres testigo de un suceso que podría cambiarlo todo y hasta te permiten acceder a la Fuente de Atenea en estos tiempos, cuando en el Santuario deciden acordarse de que un buen hombre como yo es el hermano de un miembro notable de Hybris, donde a Makoto se la acusa de ser un espía en una organización donde la telepatía es la asignatura básica y hasta alguien como Mera resulta sospechosa por respirar el mismo aire que la culpable de todo. ¿Y qué haces? Te escapas en cuanto te cierran la herida, desesperada por salvar a esa persona del destino que merece, el destino que ella misma persigue.

—¿Soy leal y bondadosa? —dijo Bianca a modo de explicación, cayendo enseguida en un detalle de la perorata de Hugin. Palpándose el estómago con ambas manos, añadió con una débil voz unas palabras—: ¿Te preocupas por mí? ¿Es que acaso es cierta la leyenda de que eres un humano y no un cuervo humanoide?

—Lo soy —afirmó Hugin, rotundo—. Las otras divisiones pueden mirarnos con recelo a los de la Lanza de Atenea, pero somos tan humanos como ellos. Solo que más cautelosos, y más inteligentes, si se me permite decirlo. ¿Eso me debe volver inmune a saber que una compañera de armas pudo haber muerto? Claro que no.

—Trato de imaginar al Pacificador sintiendo pena por alguien…

—Podrías morirte tratando —la interrumpió—. Si existe un santo en el Santuario del que se pueda negar su condición de ser humano, ese es el señor Sneyder.

—Y sin embargo, él es necesario, así como lo es la señora Lucile —apuntó Bianca—. Si viviéramos en un cuento de hadas, los héroes, servidores de la justicia, podrían permitirse ser amables y compasivos a la vez que justos y sabios, todo lo que harían sería recto y claro como el agua cristalina. Por desgracia no es así en este mundo, en este mundo un hombre usurpó el trono de una diosa para lograr sus propios fines. Es por eso que se necesita que alguien dude donde nadie duda, que alguien cuestione a los que nadie quiere cuestionar. Y que alguien trabaje donde nadie quiere trabajarar.

—Pensamos igual —dijo Hugin—. Pero eso no te salvará del juicio divino, Bianca, como tampoco me salvará a mí. A veces, solo a veces, me gustaría ser un idiota como Makoto, capaz de marchar al Santuario para salvar a alguien en quien ni siquiera confía del todo. Sí, no me mires con esa cara, tú también sabes a dónde fue.

Bianca rio, acariciándose la máscara mientras se contenía de decirle que él no podía saber con qué cara le miraba. La telepatía no bastaba para esa barrera.

—¿No será que pasó demasiado tiempo viviendo con los caballeros negros?

Ya alejándose, el santo de Cuervo miró a Bianca por encima del hombro.

—Confío en todos los que lucharon bajo el ala del Fénix, con algunas excepciones que sabes muy bien. No cometas ninguna estupidez, Bianca, no puedes salvarla.

Así se internó entre las columnas, que franqueaban el patio. No entraba aún en el edificio cuando la santa de Can Mayor se atrevió a comentar algo.

—¿Te alegró que Mera estuviera bien, verdad? No es Makoto el tipo de persona que quisieras ser, Hugin, sino Akasha. La que vela por los santos, por encima de las reglas.

Ninguna respuesta salió de los labios del santo de Cuervo.

 

***

 

«¿Qué estoy haciendo? Esto es una locura. ¡Una locura!»

Ese pensamiento se había repetido en la mente de Makoto de Mosca al menos un centenar de veces. Incluso en el hospital de Bluegrad, con la mano aún vendada y vistiéndose con lo primero que encontró, ya sabía que andaba directo hacia una condenación cierta; en esencia, desde el primer paso hasta los que daba ahora, se estaba oponiendo a la decisión del mismísimo líder del Santuario. No tenía excusa.

Pese a ser consciente de eso, llegó pronto a Rodorio, al no tener problema en que lo reconocieran, a diferencia de Akasha y Azrael. Conociendo a aquel par, estaba seguro de que no querían causar problemas en la villa, donde tenían muchos simpatizantes. Y de eso dependía todo, de que los conociera bien y no fuera un engañado más. De otro modo, pretender llegar a un lugar más rápido que una santa de oro sería ridículo.

—Si Azrael puede seguirle el paso, yo también —murmuró, ya en la plaza principal de Rodorio. Alrededor del área, circular, se disponían comercios, albergues y un par de bares. En el centro, una fuente decorada con motivos marinos, conmemorativa del antiguo intento por Poseidón por ganarse el favor de la ciudad vecina de Atenas, despedía constantemente el agua más clara y limpia que conocía—. Estoy cerca.

Siguió corriendo entre casas cerradas y abiertas, siendo un borrón para alegres tenderos e irritados guardias hasta que llegó al lugar que cinco años atrás fue el más bullicioso de toda la villa: el mercado, trasladado desde entonces a la plaza que había dejado atrás, carecía ahora de puesto alguno; ni el más rebelde comerciante quería vender ahí, tampoco los niños más traviesos se atrevían a jugar en las pocas casas abandonadas que no acabaron derribadas por un mal movimiento en el duelo legendario que puso fin al Cisma Negro, o le dio comienzo, según cómo se mirara. Fuera como fuese, en aquella batalla se derramaron las últimas gotas de sangre de una noche de matanza, sangre que había alimentado las semillas del guardián ante el que Makoto ahora rendía respetos.

Llevaba dos años sin verlo y seguía siendo tan increíble como siempre. Nació en un tocón de hielo, lleno de sangre seca, y creció hasta engullirlo, convirtiéndose en una sola noche en un árbol todavía más imponente que cualquiera de los gigantes arbóreos del bosque en que se hallaba la Fuente de Atenea. Las ramas, que parecían arañar las nubes, daban sombra al lugar entero, y no era eso lo más increíble de ese prodigio de la naturaleza, ese lugar quedaba reservado para las hojas, de un imposible azul hielo.

Ahí dormía Kushumai, líder de las ninfas de Dodona y madre de Shaula de Escorpio. Ese era el único lugar en el que era seguro encontrar a la inquieta santa de oro.

«Si quiero hacer algo, necesito el apoyo de un general —se recordó Makoto, tratando de infundirse valor. Mientras se ocultaba en la casa más cercana, vacía de todo mobiliario o ser humano, repasó el resto de opciones—. Garland de Tauro, comandante de la división Dragón. No lo conozco, nadie lo conoce en realidad. Además, da miedo. ¿Sneyder? —Por primera y única vez en su vida, pensar en el comandante de la división Fénix le hizo reír—, si Akasha va a ser ejecutada, él estará encantado de ser el ejecutor, si es que ese hombre puede estar encantado con algo. Solo me queda Shaula.»

La comandante de la división Cisne era, al fin y al cabo, hija de Ban, eso la relacionaba más a Akasha que los otros dos generales. Además, aunque no se lo diría a la cara, la juventud de la ninfa era una razón de peso para pensar en ella como una aliada en tamaña locura; a esa edad, no sería tan dura como el resto de santos de oro.

—Como si yo fuera un muchacho… —soltó sin querer en ese silencioso lugar.

 

Después de un rato, cuando ya había dado por perdida esa posibilidad, Shaula y sus eternos acompañantes aparecieron. Subaru y Mithos, una leyenda entre los santos de plata que incluso un apestado como él podía admirar y hasta envidiar, escoltaban a la ninfa vistiendo los mantos de Reloj y Escudo. También ella estaba protegida por el manto de Escorpio, de cuyas hombreras pendía la capa que la distinguía como una de los cuatro generales del ejército de Atenea, que solo respondían ante el Sumo Sacerdote; no era raro en ella, desde la batalla del Pacífico parecía querer reunir méritos ante el Santuario a toda costa. Cuando no estaba peleando con un enemigo, lo buscaba por lo todo lo ancho y largo del mundo, hasta que toda pista desaparecía y volvía a Rodorio.

Volvía para velar el sueño milenario de su madre.

—Buenas tardes, mamá —saludó Shaula, con la mano acariciando el árbol de hojas azules—. Sigo intentándolo, con todas mis fuerzas.

Makoto aguzó el oído, queriendo saber a qué se refería, pero la conversación pronto tomó un rumbo inesperado. E incómodo.

—Oye, Mithos —dijo Shaula, girándose hacia el decimotercer Campeón de Hades, que desde hacía seis meses todos conocían como el santo de Escudo—. ¿Conociste a mi madre? Quiero decir, antes de morirte.

—¡Eso es una falta de respeto, señorita Shaula! —exclamó Subaru—. Sería mejor que habláramos de temas más halagüeños, como el tiempo que hará mañana…

Nadie prestó atención al extraño intento del santo de Reloj por cambiar de tema.

—Mi madre la conoció. Era una mujer muy bella, como usted, l-lady Shaula.

Con la celeridad del relámpago, la dorada mano de Escorpio apuntó a la frente de Mithos, acariciando la uña del dedo extendido el casco de Escudo.

—No seas zalamero, Mithos, no me incomoda que mi madre fuera más bella que yo.

—Eh, sí —dijo el santo de Escudo, pese a que había sido sincero—. A mi madre tampoco le importaba que Kushumai fuera más bella que ella, la consideraba la más hermosa mujer que había conocido. No sé cómo pudo enamorarse de alguien como Ban.

Mithos se tapó la boca con ambas manos, seguro de que había dicho algo indebido, mientras Subaru se golpeaba la frente y lamentaba el aciago futuro que no pudo evitar.

—Prepárate para vomitar —dijo Subaru, tapándose los oídos.

Shaula, ignorando lo que consideraba una payasada más de su compañero, infló el pecho, llena de orgullo, para empezar el corto y apasionante relato de su concepción.

—Mi papá, como uno de los pocos santos de Atenea que quedaban, fue enviado al bosque de Dodona para firmar una alianza. Pero las ninfas del lugar lo confundieron con un sátiro —apuntó con cierto malestar—, así que estaban bien escondidas, no era posible encontrarlas. Luego de peinar el bosque entero, mi papá decidió descansar en un claro, con tan mala pata que ahí se estaba bañando una mujer, de piel morena y cabellos rubios. Él, osado como los héroes de la Antigüedad, quiso cerciorarse de si era una ninfa, por lo que se acercó, ¡se acercó demasiado! Ella volteó y se vieron por largo rato, hasta que los ojos de la líder de las ninfas de Dodona relampaguearon. Por su atrevimiento, Ban de León Menor se convirtió en un auténtico león por una noche, nueve meses después de la cual nací yo, ¡Shaula de Escorpio!

—Ay, dioses, no sirve de nada que me tape los oídos si ya sabía qué diría —se quejó Subaru—. Y lo peor es que ya sabía que no vomitarías.

Mithos de Escudo estaba lejos del desagrado que mostraba el santo de Reloj. Los ojos le brillaban de emoción, como un niño al que le hubiesen contado un cuento fantástico.

—Convertido en un animal después de verla desnuda —dijo Mithos, enrojecido al recordar el día en que él y lady Shaula se conocieron—, es increíble, como en las historias de la Antigüedad. ¡Una aventura digna de…!

—¡No blasfemes! —gritó Subaru con una gruesa y extraña voz, antes de darle un buen golpe en la cabeza—. ¡Que te parta un rayo si completas esa frase!

—¿Desde cuándo eres tan quisquilloso? —dijo Shaula—. ¿Tienes envidia?

Entre las quejas de Mithos y la risa de Shaula, Subaru se hizo escuchar una vez más.

—¿¡Cómo voy a tener envidia de una historia tan desagradable!? ¡La sola imagen me da dolor de estómago! ¡Hoy no podré dormir bien y mañana el Sumo Sacerdote no te hará ni caso porque a alguien que cuenta esas cosas no se le puede tomar en serio!

—Sí, es envidia de la mala —dijo Shaula, sintiéndose apoyada por Mithos, que asentía.

Las palabras de Subaru, proféticas, no alcanzaron ese día a la santa de Escorpio, acaso por ser demasiado sensatas para lo que aquel japonés tan particular solía ser. Sin embargo, debían ser pronunciadas para que alguien ajeno al futuro que Subaru podía ver, siempre relacionado con Shaula, tomara una decisión.

Ni siquiera Subaru lo sabía, pero Makoto, habiendo presenciado esa bochornosa escena, entendió que necesitaba un apoyo más sólido si quería cumplir su cometido. A hurtadillas, se alejó de la zona sin que nadie notara que siquiera estuvo allí.

—¿Ves, mamá? —dijo Shaula, de nuevo viendo la leyenda viva de Rodorio, el Árbol de la Tregua—. He conocido bueno amigos.

 

***

 

Makoto sabía lo suficiente de Subaru de Reloj como para confiar en sus predicciones, Shaula no podía ayudarlo, Sneyder no querría y Garland era un misterio. Llegar a ese punto muerto le hizo pensar en aquel en quien no quiso pensar, el responsable del exilio de Akasha y el encierro de Lucile dos años atrás. Y también el hombre que había sucedido a la santa de Virgo como general de la división Pegaso. General de nombre, al menos, ya que Marin de Águila era quien más estaba al pendiente de los santos de bronce y de plata que vivían en el Santuario, la Fortaleza de Atenea. Él tenía otras ocupaciones, tan implacables como podía serlo Sneyder.

«El Juez. Dioses, ahora sí que esto es una locura.»

Tratándose del comandante de la división Pegaso, solo había dos posibilidades, si es que no estaba dictando sentencia, estaría resguardando el séptimo templo del zodiaco o conversando con las únicas personas a las que se dirigía como un ser humano. La primera lo colocaba fuera de su alcance, ya que a pesar del caso excepcional de Bianca, Ban y el santo de Cerbero, la entrada al Santuario debía seguir vedada para todos los sospechosos, de modo que solo le quedaba esperar que fuera la segunda. El Sumo Sacerdote no podía negar a un santo la entrada a Rodorio, eso solo causaría desconcierto en la buena gente de la villa, a menos que estuviera condenado a muerte.

«De momento, no lo estoy.»

Cuando al fin lo distinguió, sentado junto a una tienda, estuvo a punto a dar gracias a los dioses a gritos; claro que eso habría llamado la atención de los aldeanos, que ya tenían suficiente con ver a un hombre con una mano vendada corriendo de un lado a otro solo para volver al sitio de partida. Era gracioso, pero cierto, se encontraba de nuevo en la plaza principal de Rodorio. Tratando, no obstante, de no reír, caminó hacia él con tanta naturalidad como podía hacerlo un santo bajo sospecha cuando se dirigía al Juez.

Mientras avanzaba, sin prisas, se iba dando cuenta de las pocas veces que lo había visto. No recordaba, por ejemplo, lo particular que era, con un pelo demasiado alborotado para lo corto que era, y una chaqueta marrón mucho más grande de lo que debería, distinta al ya habitual uniforme de los santos. Cuando estuvo a pocos pasos, el hombre se levantó, fuera porque recién se daba cuenta de que venía o por mera cortesía, irguiéndose en sus 1.90 metros. De complexión fuerte y toscos rasgos, fruto del más duro de los entrenamientos que un hombre —aun un santo— podía ejercitar, él era Arthur, el Juez.

—Makoto de Mosca, ¿cierto?

—Así es. He venido en busca de ayuda, o de consejo, si lo primero no es posible.

Fue un saludo tranquilo, traducido en un sencillo apretón de manos; todo lo contrario a lo que Makoto esperaba. Arthur le indicó que se sentara en una silla cercana. Antes de hacerlo debió retirar un vaso y un par de platos de plástico que había encima, uno de ellos con algunos restos de ensalada; los puso en el suelo, a falta de un lugar mejor. «¿Ves? Él come. Es humano, como tú, sólo que puede condenarte a muerte si dices algo indebido… ¿Cómo no lo vi cuando pasé por aquí? ¿Estuve tanto tiempo vigilando a aquellos tres? ¡Maldita sea, Makoto, tranquilízate!».    

—Bueno —dijo Arthur, ya sentado—, ¿en qué cuestión necesitas mi ayuda?

—Pues… Es sobre… Hace unos días… Y ella, nosotros… —Empezó mil frases y no terminó ninguna. Arthur lo miraba, cercano y lejano a un mismo tiempo, dejándole la impresión de que lo supo todo con un simple vistazo. No sentía que le leyeran la mente; el Juez no trabajaba así. Más bien, él la estaba exponiendo sin siquiera darse cuenta; él era débil, como le había demostrado Bianca—. ¡Salve a Akasha, por favor!

—Quieres que salve a Akasha —repitió Arthur, tratando de confirmarlo. Makoto asintió torpemente—. ¿Por qué?

—Porque no es culpable —contestó de inmediato, sin creérselo—. ¡Ninguno de nosotros es culpable! Es solo que circunstancias desesperadas requieren…

—Sé perfectamente por qué debo salvar a Akasha. Lo que pregunto es por qué quieres que la salve —apuntilló el Juez.

—Ella… —Tenía mucho que decir: «es buena», «es justa», «me ayudó a convertirme en santo», etc. Sin embargo, nada de eso convencería a Arthur, el Juez solo podía estar satisfecho con la verdad—. Ella va a sacrificarse por nosotros.

—Ocho santos de bronce y plata por una santa de oro, lo sé. He estado aquí un buen rato esperando que viniera a hacerme ese ofrecimiento. No creí que siguiera odiándome.

—Entonces, ¿la va a ayudar? —Si podía convencer al Juez de intervenir antes de que Akasha se reuniera con el Sumo Sacerdote, aumentaría las posibilidades de todos.

—Si no lo hiciera, la muerte de Akasha os liberaría de toda culpa. Flecha, Orión, Mosca, Lebreles, Can Mayor, Can Menor, Cuervo y León Menor. Todos volveríais a ser santos de pleno derecho. Por no hablar de los problemas que se ahorrarían Leo, Andrómeda, Camaleón y Erídano. ¿Por qué quieres que la salve?

—La muerte de uno no lava las culpas de otros. —«Es lo que ella diría», pensó—. Desde hace tiempo, algo no está bien en el Santuario. La Rebelión de Ethel, el Cisma Negro, la Cacería, todo lo que hemos hecho para conservar el Ojo de las Greas… Problemas que hemos ido arrastrando a lo largo de los años, implantando soluciones a corto plazo que no terminan de resolver nada. ¿Somos culpables? ¡Bien! ¡Digan de qué somos culpables! Así podremos responsabilizarnos, todos y cada uno, no una persona en el nombre de los demás.

Discernir lo que Arthur pensaba era aún más complicado que adivinar el gesto de una santa de Atenea detrás de la máscara. El Juez prácticamente no cambiaba de expresión, no sonreía ni fruncía el ceño, ni daba muestras de interés o de aburrimiento. Solo observaba, sin parpadear. Makoto no tardó en agachar la cabeza, debiendo apretar las manos contra las rodillas para evitar salir huyendo.  

—Es una declaración de motivos como cualquier otra, supongo. —Arthur se levantó sin previo aviso—. Bueno, ya que has venido aquí, ¿me acompañas? A Akasha le ayudará ver una cara amiga.

—Va a ayudarla —musitó Makoto, incrédulo. No creía haberlo convencido.

Arthur hizo un gesto de asentimiento, y girando levemente hacia la tienda, llamó a su propietario:

—¡Sixto, ¡Sixto!

—Ya voy, ya voy —decía una voz desde el interior, marcada por la edad, aunque todavía firme y no falta de fuerza—. ¡Estos jóvenes!

Llegó a toda prisa, adelantándose demasiados pasos antes de percatarse de que Arthur seguía al lado de la entrada. Dio media vuelta, primero serio, casi enfadado, aunque no tardó en suavizar el rostro. Era un hombre ya anciano, calvo y con el rostro surcado de arrugas, especialmente en torno a la comisura de sus labios. Llevaba puestas gafas de ver de cerca, y en una mano, una serie de folios con crucigramas impresos.

—Arthur, ¿qué quieres? ¿Por qué me gritas si sabes que no estoy sordo? Ya te dije que no puedo contarte más aventuras hasta que mi nieta regrese. Aunque —sonrió sin reparo, demostrando que todavía conservaba todos los dientes— sí que puedo volver a contarte uno de mis anteriores relatos. ¿Qué tal si te hablo el día en que conocí a Iskandar? A ese muchacho podría interesarle.     

—Me encantaría, Sixto. Sabes que es mi historia preferida. —Fue sincero. Makoto pudo ver al fin un rostro diferente en Arthur, más humano, menos… Arthur—. Lamentablemente, alguien necesita mi ayuda.

—Oh, ¡entonces debes ir presto a ofrecérsela! Eres como el noble Iskandar, salvando a la dama Selina de las garras de la muerte —alabó, arrancando en Arthur una leve sonrisa. Makoto se quedó pensando en cómo podía saber que quien necesitaba la ayuda del Juez era una mujer—. Por cierto: «musa de la astronomía, seis letras».

—Urania, me parece. ¿Le avisarás de que estuve aquí?

—¿A mi nieta? Claro que sí, cuando venga. La alcaldía la tiene muy ocupada, ya lo sabes. ¡Esta muchacha! Se exige demasiado, siempre se lo digo y no me hace caso.

Con una palmada en la espalda, Arthur le dio las gracias a Sixto, para luego partir rumbo al Santuario. Makoto, por momentos ensimismado, se desperezó por un coscorrón del tendero, quien con ademanes lo instaba a levantarse. Así lo hizo, poniéndose a la altura de Arthur con algunas torpes zancadas.

—La alcaldía —repitió Makoto, aún confundido—. ¿Acaso ese hombre es abuelo de…?

 

—Abuelo adoptivo —corrigió Arthur sin detener la marcha—. Seika apenas conoció a sus padres, mucho menos a sus abuelos.    


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Publicado 18 octubre 2020 - 01:30

Cap 46. Makoto quiere su propio cap.
 
Eso de que Hugin y Bianca se fueron a "comer" podría servirle a una "malpensadora" como yo que es una forma de decir que tuvieron sus revolcón jaja considerando lo sepsosa que se ha dejado ver Bianca XD
 
Pasamos a Makoto, que eligió a Shaula como elección A para su plan. Una escena en la que Mithos realiza la misma pregunta que yo me hecho desde que lo supe: No sé cómo Kushumai pudo enamorarse de alguien como Ban.
Seguido de un relato en el que Ban fue convertido en un león  y así fue como Shaula fue concebida... ¡Diablos, Señorita!
 
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Jajaja pero no hay que espantarse si Zeus y varios dioses antiguos tenían sepso rarofilo, por lo que una líder ninfa tan antigua no podía ser menos... Pero si así fue lo de Shaula, cómo habrá sucedido lo del hermano menor ¿algún día lo sabremos también? XD
 
Y conocemos a Arthur, santo de Libra, la Opción B de Makoto, el santo del que no paran decir que es requete fuerte y temible... Y que parece tiene algún interés en Seika, hermana se Seiya XD
 
¿Arthur podrá salvar a Akasha? Supongo lo veremos en los próximos capítulos.
 
PD. Buen cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#189 Rexomega

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Publicado 19 octubre 2020 - 14:21

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 47. Santa mártir

 

Cinco años atrás, en una noche de verano, la Rebelión de Ethel había terminado con la muerte de su líder, quedando en el aire el destino de todos los involucrados. En aquel momento, solo había un santo de oro presente, con autorización expresa para solucionar el problema, algo que hizo de la única forma que sabía: sin piedad.

El recién ascendido Sneyder de Acuario levantó un tocón de hielo e hizo desfilar a los responsables, sin distinguir entre aprendiz, santo, guardia y aldeano. Muchos perdieron la vida entonces, jóvenes a los que habían llenado la cabeza con sueños imposibles, veteranos de la invasión de Caronte al Santuario, como Rudra y Spica. No hubo resistencia. ¿De qué serviría? El hombre que les esperaba al fin de un camino de muerte vestía uno de los mantos del zodiaco, nadie podía huir de él, mucho menos hacerle frente. Los que dieron unas últimas palabras de desafío perdían la cabeza de la misma forma que quienes callaban, bajo el gélido relámpago que era la Espada de Cristal, una hoja corta a cero absoluto saliendo del brazal derecho de Acuario.

Los hombres que murieron no eran menos valiosos que el primero de los miles que fueron salvados, siendo un simple aspirante a santo, demasiado confundido como para sentir todo el miedo que debería, quien vio detenerse la Espada de Cristal frente a una barrera de luz prístina, Brahmastra. Sneyder no vio con odio a la responsable, Akasha, quien había llegado desde Jamir al término de la rebelión. Tampoco recibió con hastío las duras palabras que la aspirante a Virgo le lanzó, sino que las devolvió una a una con el mismo tono indiferente; Sneyder estaba allí cumpliendo órdenes, pero no se sentía incómodo con ellas, las sabía su deber. La justicia del santo de Acuario hizo hervir la sangre de Akasha, cuyo cuerpo fue por primera vez cubierto por el sexto manto del zodiaco. Tal fue el comienzo de la primera Batalla de los Mil días en mucho tiempo, tan larga que las estrellas en el cielo nocturno no pudieron atestiguar el final, tan intensa que el ejército de Atenea se fracturaba hora tras hora sin que quienes debían evitarlo pudieran ser siquiera conscientes de ello. Una estaba demasiado concentrada en defender todas las vidas que la rodeaban, el otro buscaba la muerte de todos los malvados, acaso incluyendo también a la joven de manto dorado.

El duelo bien pudo ser eterno, pues solo la sangre de uno de los contendientes podía detenerlo. Solo la muerte de uno o de otro impediría que el ejército de Atenea se hiciese añicos en tan crucial momento, cuando el resto de santos de oro terminaba el más duro de los entrenamientos muy lejos de aquella tierra. Eso lo entendió muy bien una invitada del Santuario, la líder de las ninfas de Dodona, Kushumai.

Sí, en verdad el joven al que Akasha había salvado a la vida no era mejor que Rudra, Spica o cualquiera de las víctimas del severo juicio de Sneyder, pero el pequeño Soma podía volver egoísta a una reina milenaria. Después de todo, Kushumai era su madre. Fue porque Akasha había actuado en ese momento que la sabia ninfa fue capaz de seguir observando en silencio, sin tomar una decisión temeraria que pusiera en peligro a toda su gente. Y también fue por esa noble intervención que Kushumai decidió ayudarla, interponiéndose en el último golpe que Sneyder lanzó contra Akasha. La Espada de Cristal atravesó frente a todos la carne inmortal, conmoviendo los corazones de hombres y ninfas, hermosas criaturas que aparecieron de la nada, como nacidas del viento. Brahmastra, la técnica de Akasha, se extinguió al mismo tiempo que esta cargaba el cuerpo de la ninfa, que nada pudo decir: había muerto en el acto.

Todos los que vivieron aquella larga noche hasta el final recordaban que Sneyder, aún sin el menor temblor en los ojos que juzgaban inclementes a los supervivientes, hizo un gesto de asentimiento, aceptando ese final. Convirtió la Espada de Cristal en polvo diamantino y se retiró, sin importarle lo que se dijera o hiciera después.

El cuerpo de Kushumai falleció, pero el espíritu se unió a aquella tierra. Entre edificios derruidos por la dura contienda y miles de hombres atemorizados, nació el Árbol de la Tregua. Un símbolo de la paz que ha de suceder a la guerra, del mismo modo que la alegría apareció para sustituir la tristeza que las ninfas habían sentido hacía tan solo un momento, pues estas, de vidas largas, confiaban en ver renacida a su líder en un futuro distante. Dentro de un siglo, tal vez un milenio, ellas podían esperar.

Soma no podía. Él, al igual que su padre, era un simple hombre y no podría vivir tanto tiempo. Más que orgullo por tan noble sacrificio y alegría por el seguro reencuentro, el joven sintió dolor, uno tan profundo como para hacerle abandonar la tierra que lo recibió como un futuro héroe y terminó tratándolo como un monstruo. El hijo de Ban y Kushumai se convirtió así en el último de los frutos del Cisma Negro, jóvenes aprendices que huyeron del Santuario para convertirse en el brazo ejecutor de Hybris.

Ban y Shaula llegaron al lugar tiempo después, demasiado tarde para poder solucionar nada, sin nadie que pudiera consolarlos. La joven tocó por vez primera el árbol que sabía era su madre y así sintió una honda tristeza. El sueño milenario de Kushumai no sería apacible, ya que había un mal blasfemo en el hielo de Sneyder que alcanzaba incluso el alma, desposeyéndola de toda fuerza y cristalizándola. Solo ella podía entender aquello entre las ninfas del Santuario, pues solo ella había cultivado el cosmos hasta el paroxismo; del mismo modo, solo ella podía ayudar a su madre a romper un día esa maldición. Dentro de mucho, mucho tiempo. En cuanto lo comprendió, abrazó a su padre y derramó todas las lágrimas le quedaban para el resto de sus días.

Ya que sus padres jamás podrían reencontrarse, ya que incluso Soma los había abandonado, ella cuidaría de él. Sería fuerte.

 

—La más fuerte —susurró Shaula, acariciando aquel tronco inmenso. Una de las hojas, del azul del hielo, cayó sobre su cuello, provocándole un estremecimiento.

—¿Lady Shaula? —dijo Mithos—. ¿Ocurre algo malo?

Ella sacudió la cabeza.

—Solo he recordado una deuda pendiente.

En la noche del Cisma Negro, creyó haber perdido para siempre a su familia. Ahora había tenido tiempo para reflexionar sobre ello, entender que seguía teniendo un hermano vivo, así hubiera errado el camino, gracias a que Akasha tuvo el valor de oponerse a las leyes del Santuario. Ella no podía ser menos.

¿Se atrevería a arrastrar incluso a Subaru y Mithos, aquellos atolondrados que la seguían a todas partes? ¿Podía volver a luchar sin ellos?

—No odio a Sneyder —dijo de repente, todavía con la vista fija en el Árbol de la Tregua—. Hacerlo sería insultar el sacrificio de mi madre, sin embargo…

—Si cayera en la boca de un volcán, ella no lo sacaría de allí.

Aquella frase, pronunciada por Subaru con aire profético, recibió un duro castigo. Shaula disparó un veloz proyectil escarlata que lo mandó a volar hasta una pared cercana, que se derrumbó al momento.

—Me alegro que vuelvas a ser el mismo de siempre, ya me estabas preocupando —dijo Shaula. Una mano se elevó entre el polvo y las piedras, con el pulgar arriba; por supuesto, el santo de Reloj estaba en perfectas condiciones—. La próxima vez…

—¿Lo mandará a dar la vuelta al mundo en ochenta segundos? —completó Mithos, que enrojeció al sentirse observado por Shaula—. ¡Siempre le dice lo mismo!

—Gracias a tu Rho Aias no lo tenemos que experimentar, pero un golpe a la velocidad de la luz duele. Duele mucho —aclaró Shaula—. Por eso me tengo que contener. Hasta cuando me enfado. No me hagan enfadar.

Pese a que dio aquella advertencia con total tranquilidad, como una broma para romper el hielo, el rostro de Mithos se empapó de sudor. Se quedó así, paralizado, hasta que Subaru le dio una palmada en el hombro que le hizo pegar un buen salto. ¡Qué miedoso podía ser aquel muchacho, al que ni siquiera Garland de Tauro podía derrotar! Cuando todo acabara, tendría que curarlo del susto. Era un santo de plata, después de todo, no podía ir por ahí tartamudeando delante de los más jóvenes.

Sí, después podría pensar en esas cosas. Ahora debía recoger los frutos de los últimos seis meses de actos temerarios. Pedir audiencia al Sumo Sacerdote y…

—¡Ese cosmos! —exclamó de pronto, interrumpiendo sus pensamientos.

—¡Mira, Mithos, tu cuñado viene a presentarse!

—¡C-cállate, Subaru!

Shaula ni siquiera se molestó en darles un escarmiento. Un muchacho había llegado desde el Santuario, rodeando el árbol con la agilidad de un lince. Varias figuras de fuego, semejantes a los colmillos de una fiera, le iluminaban en aquella hora tardía, revelando un cuerpo acostumbrado al sol en las partes que no eran cubiertas por una sucia túnica de prisionero. Un segundo después, los hermanos estuvieron frente a frente por primera vez en muchos años. Ella a salvo detrás de una máscara dorada, él mostrando una amplia sonrisa, llena de confianza, que quizás escondiera mucho más.

—Hola, hermana —preguntó Soma—. ¿Qué tal todo?

—¿Qué…? ¿Cuándo…? ¿Cómo…?

—Calma, calma. Te va a dar un infarto y solo has visto quince primaveras —dijo Soma, sacudiendo amistoso los hombros de la ninfa, que miraba a Subaru en busca de una muy necesaria predicción—. El viejo lo hizo. Me rescató.

—Secuestró —corrigió Subaru.

—Uno no dice esas palabras delante de su hermana —cortó Soma, muy serio, aunque pronto recuperó el buen humor—. Bueno, eso pasó hace seis meses, así que es agua evaporada —aseguró, convirtiendo las decenas de colmillos de fuego en una esfera que brillaba sobre su pulgar levantado—. Lo que cuenta es que ahora estoy aquí.

—Nadie me había dicho nada.

Hasta un reencuentro tan alegre estaba manchado por esa sensación de eterna subvaloración. ¿Cómo una santa de oro no podía ser informada de que su hermano estaba encerrado en el Santuario? ¿Tan poco confiaban en ella?

Para sacarla del ensimismamiento en que sabía que estaba, Soma le sopló en la cara, convirtiendo la bola de fuego en un montón de cenizas.

—¡Diablos! ¿No estornudas?

—La máscara no es un adorno, Soma, filtra esas cosas.

—Cada día se aprende algo nuevo. Pero estoy divagando, ¿verdad? —dijo el joven acariciándose la nuca. En sus ojos quedaban reflejados los compañeros de su hermana, que asentían enérgicos—. Fui capturado como un caballero negro y no acepté renunciar a mis ideales solo porque estuviéramos en una mala situación, por eso apenas ahora me dejan salir. Ya sabes, somos aliados ahora.

—¿Qué? ¿¡No has abandonado Hybris!?

Incapaz de entender cómo su hermano decía semejante cosa en presencia de su madre, Shaula se preparó para hacerle entrar en razón. Una Aguja Escarlata sería suficiente.

—Oye, oye, deja las uñas para mi cuñado, ¿quieres? —Quiso bajar la mano dorada de Shaula, pero cuando la tocó, el proyectil escarlata salió disparado, dándole de refilón en el hombro—. ¡Ay, por los dioses del Olimpo! ¡Tú y tu maldita virilidad de mujer!

—Abandona Hybris y el dolor desaparecerá —dijo Shaula, aterradoramente tranquila. Hasta ella empezaba a temerse a sí misma—. Te doy cinco segundos.

—¡Basta! ¡Tiempo muerto! ¡Escúchame!

La expresión de Soma, pese al dolor, fue más seria de lo que Shaula hubiese visto jamás. Por lo que bajó la mano dadora de dolor, y al mismo tiempo, sin proponérselo, anuló el sufrimiento que el caballero negro de León Menor padecía.

—Ahora los caballeros negros y los santos somos aliados, así que ahorrémonos los discursos moralistas y trabajemos juntos, ¿quieres? Alemania —señaló Soma, consiguiendo la atención de los tres—. El viejo estaba allí encerrado por no sé qué cosa y hace un rato hubo una pelea allí. No me digas que no la has sentido porque mi interrogador personal me dijo que ningún santo de oro podía no sentir algo así. Quiero que investiguemos, que repartamos algunos puñetazos y patadas voladoras. Por primera vez, tú y yo y mi cuñado y ese que me mira con cara de que nos vamos a morir…

—Es Subaru —explicó Shaula, enternecida al ver a Soma dando puñetazos al aire, como cuando eran niños—. Y si te mira con esa cara es que moriremos en Alemania.

—Oh, vamos. Eres una leyenda por aquí. Y yo estoy al nivel de un oficial de Hybris.

—Subaru ve el futuro —dijo Shaula—. Mi futuro. Te prohíbo preguntar.

—Vale… Pero el futuro no está decidido…

—En este caso, lo está —insistió Shaula—. Además, antes tengo que pagar una vieja deuda. No he hecho todo lo que he hecho estos meses para ser una leyenda en el Santuario, sino para conseguir que el Sumo Sacerdote oiga lo que tengo que decir.

—¿Crees que debes compensar a Akasha porque me salvó? ¡Dioses! ¡Eres igual que toda nuestra gente! Por lo que a mí respecta, ella esperó a que fuera yo el que estuviera en peligro para que nuestra madre tuviera que ayudarle. Y para ganarse el favor de la tierra del mismo modo que ahora se ha puesto en el bolsillo a la gente del mar. Es una manipuladora, la Tejedora de Planes, no es como nuestra madre.

Soma hablaba con honestidad. Detrás de lo que decía había algo más que la suma de una rabieta infantil y cinco años de adoctrinamiento que aparentaba. De verdad pensaba todo eso de su salvadora. ¿Era esa la razón por la que huyó?

—Tú puedes ser malagradecido. Yo no.

—Oh, estoy muy agradecido a esa hija de… de… —Se entrecortó al intuir hostilidad en el ambiente—. Hija de Kiki. Me gusta estar vivo, solo que no pienso vivir besando el suelo por donde pisa, como mi viejo. ¡Que me parta un rayo si acabo como él!

—Hecho.

—¡Dioses del Olimpo!

 

La hostilidad que Soma había sentido no procedía de Shaula, que ocultaba bien las ganas que tenía de abrazar a su hermanito, mucho menos de Mithos y Subaru, lo bastante sensatos como para no intervenir en el encuentro.

Ya fuera que su presencia estuviera oculta como un favor de Kushumai —en cuyo nuevo cuerpo, el Árbol de la Tregua, se apoyaba—, ya se debiera a que su hija no había aprendido a detectar a quienes no querían ser descubiertos, el santo de León Menor pudo ver de lejos la reunión por la que había vivido cada día de los últimos cinco años. No quiso intervenir en ella, eso solo lo estropearía, tanto como podía estropearse un momento en el que el hermano ausente recibía a manera de bienvenida una Aguja Escarlata en el costado y gritaba a viva voz algunos blandos insultos.

«En mis tiempos, esa técnica se usaba para causar un dolor que solo puede desembocar en la muerte y locura —bromeó para sí—. Es algo más que fuerza nuestra hija, Kushumai, tiene lo que a mí siempre me faltó. Autocontrol. Flexibilidad.»

Los gritos se intensificaron. Shaula agarró las mejillas de Soma, estirándolas, a vez que este pedía clemencia con repetidos golpecitos en las hombreras doradas.

—¿Que mi padre hizo qué con quién en Alemania? ¡Repite eso! —exclamó Shaula.

—¡Nada que no hayas hecho con Mr. Shield!

Al decir eso, Soma guiñó al ojo a Mithos, que entró en liza.

—¡Tú no eres hijo de un león! ¡A buen seguro que eres hijo de un gatito!

—¡Esa fue buena! —dijo Shaula—. Aunque no me imagino a papá como un minino.

—¿Sigues con esos cuentos infantiles? —Rio Soma—. ¡Madura de una vez!

Una frase fácil, mil veces repetida, que en Ban evocó una época lejana, de un padre estricto, incapaz de disfrutar de la infancia de sus pequeños por haber sentido la muerte de tantos compañeros. Él quería que crecieran, que entrenaran hasta ser más fuertes que él; ellos, jovencísimos y con la suerte de tener dos papás, querían jugar, incluso la mayor, de un potencial ilimitado que asombraba a todos.

Entonces, como de costumbre, vino de la nada la más brava de las ninfas, con el dorado cabello recogido tras las orejas puntiagudas. Lo miró como la primera vez que se vieron y al igual que en esa ocasión, dejó claro lo que quería, alzando a aquel viejo cascarrabias que era el padre de Shaula y Soma junto a las copas de los árboles. Atado por lianas más fuertes que el acero, el león de bronce vio con severidad a Kushumai diciéndoles a los pequeños que hoy tenían el día libre para hacer lo que quisieran. ¿Cómo podía ser así? ¿No entendía que el tiempo ya no abundaba, que no todos podían permitirse vivir por milenios en un bosque sin que la guerra los alcanzara jamás? ¡Cuando bajara…! Si es que bajaba, hablaría con ella muy seriamente.

—¿Mamá es más fuerte que papá? —dijo Soma entonces, mirando hacia arriba.

—Sí. Y yo soy más fuerte que tú, hermanito —le respondió la pequeña Shaula con los brazos en jarras—. ¡Por siempre jamás!

 

—Ya no queda nada que me ate a esta tierra —susurró Ban, despejando aquel recuerdo. Frente a él, Soma y Shaula reían de las tonterías que acababan de decirse, invitando a Mithos y Subaru a unirse a una charla sin pretensiones—. Lo que me queda de vida, lo usaré para cumplir vuestra voluntad. Geki, Nachi, Ichi. Esperadme un poco más.

Se alejó del lugar sin dejarse ver por nadie, excepto Kushumai. Hasta que estuvo lejos, no apartó la mirada de quien siempre le dio tantas cosas, a cambio de tan poco.

Ojalá nunca hubiese tenido que bajar.

 

***

 

Cerca de la frontera entre el Santuario y el resto del mundo, Makoto y Arthur esperaban pacientemente el regreso de Akasha, al menos durante las primeras horas. El entrenamiento había corregido muchos de los defectos del santo de Mosca, pero la impaciencia que ya lo caracterizaba desde los años en el orfanato seguía ahí. Sin un rumbo fijo, iba de un lado a otro porque era la mejor manera de no volverse loco.  

Nunca creyó que esa actitud fuera un defecto del que la mayoría de las personas pudiera desprenderse, menos en situaciones como la que ahora vivía, de vida o muerte. Más raro le era ver a Arthur de pie, inmóvil y con la mirada perdida; el único movimiento que llegó a hacer en un buen rato fue meterse las manos en los bolsillos. En ningún momento siguió la irregular caminata de Makoto.

—Podríamos ir a ver al Sumo Sacerdote —sugirió una vez encontró fuerzas para ello. Se quedó enfrente del pensativo juez, esperando una respuesta.

—Si nuestro objetivo fuera la muerte de Akasha… Sí, podríamos.

—Es que está tardando mucho —se quiso explicar—. ¿Qué tanto tiene que confesar?

—Conociéndola, es posible que cuente hasta los días en los que no se cepilló los dientes tres veces al día —bromeó Arthur, cosa que parecía extraña en él, aunque Makoto no tenía forma de saberlo—. Ha superado los límites que el Santuario podía tolerar: reglas incumplidas, tentativa de robo de tesoros sagrados, manipulación de santos con fines nada claros... Ya no tienen sentido las mentiras ni las medias verdades, y ella lo sabe.

—¿Manipulación? ¿Es que acaso tienen algo concreto?

—Aerys de Erídano. ¿No te acuerdas de él?

—La verdad es que no pensaba en él, hasta ahora. ¿La ha denunciado?

—Prefiere pasar desapercibido. Todos lo prefieren, menos ella. 

—No está bien —dijo Makoto.

—¿El qué? ¿Tener valor? —cuestionó Arthur.

El santo de Mosca sacudió la cabeza.

—Si el precio de la salvación es que alguien se culpe por mis errores, no la quiero. Lo correcto es que cada quien se responsabilice de sus errores. Dices que no tiene sentido que Akasha mienta, pero culparse por los fallos de otros también es una mentira.

—Una mentira piadosa, podría decirse. ¡E innecesaria! Si tan sólo hubiese hablado conmigo primero, las cosas serían más fáciles.

 

La tarde empezaba a dar paso a la noche cuando pudieron vislumbrar a Akasha en el horizonte, escoltada por dos guardias de no muy buen humor.

—Ese Azrael no está aquí —decía el de más altura, tan inclinado hacia adelante que la lanza que llevaba parecía el bastón de un anciano más que el arma de un guerrero—. ¿Ves? ¡Hasta él tuvo el sentido común de dejarte a tu suerte!

—Déjala, Faetón —soltó el otro entre sonrisas burlonas. El rostro redondeado e imberbe carecía de las cicatrices de los veteranos; no conocía el combate—. Hace falta valor para llegar hasta aquí siendo… ya sabes… una… —En lugar de seguir hablando, escupió a un lado a la vez que su compañero soltaba una risotada.

—¿Qué miráis? —gritó el llamado Faetón, frente a Makoto y Arthur, que nada habían dicho—. Escoltamos a una prisionera al cabo Sunion. Si queréis despediros, hacedlo rápido. El tiempo apremia.

—¿No me reconoces, Faetón? —dijo Makoto, esperando que aquello bastara para amedrentar al dúo. Lo único que obtuvo fueron muecas de desprecio.

—Mi vista no es lo que era. Demasiados años vigilando a vagos como tú, japonés. A ver, ¿cómo era? ¿Makoto, no? ¡La mosca de plata, Makoto!

—Eres el único que se ríe de eso, Faetón —dijo el interpelado, que ya apenas podía recordar los tiempos que trataba de señor al jefe de los vigías—. Sea como sea, sigo siendo un santo, como quien me acompaña. ¡Arthur de Libra!

Esperaba que el nombre del Juez helara las almas de los guardias como paralizaría a cualquier santo, y así fue al inicio. Los dos enmudecieron por un corto tiempo, en especial Faetón, que parpadeaba de forma incontrolable. Sí que tenía mal la vista. 

—¿He oído bien, Claudio? ¿Dice que es Arthur de Libra?

—Eso espero, ¡porque si no es así los dos estamos sordos como tapias! —rio a carcajadas un par de segundos, deteniéndose abruptamente al ver que Faetón ni siquiera sonreía—. Oh, vamos. ¿Ves el manto de Libra por algún lado? Yo creo que se trata de Azrael disfrazado. Ropa descuidada, maquillaje, tinte para el pelo… Y zapatos para parecer más alto —añadió el tal Claudio, cohibido por la altura del recién llegado—. Makoto y Azrael fueron uña y carne en el pasado y ahora sirven a la misma división.

—En primer lugar, no estamos tan unidos —aclaró Makoto, irritado—. En segundo lugar, lo que más quisiera en el mundo es decir que eso es una estupidez, pero Azrael es muy capaz de hacer algo así —concluyó hundiendo los hombros.

En circunstancias normales, la idea de ver a Azrael disfrazado de santo de oro, y no uno cualquiera, sino Arthur de Libra, le haría reír. El problema es que no estaba en una situación corriente, sino que caminaba por la delgada línea que separaba el cuestionamiento de la ley de una abierta rebelión. ¡Y solo pensar en juzgar tradiciones milenarias por razones que no acababa de entender hacía que la cabeza le diera mil vueltas! No quería imaginar cómo acabaría si acababa teniendo que llegar a las manos con su antiguo superior, que ya empezaba a creer en los argumentos de Claudio. Enojado, sintió que una curiosidad morbosa y, hasta cierto punto, sádica, nacía en su interior: ¿de qué manera respondería Arthur, afamado por ser capaz de causar tanto daño con las palabras como con el vasto cosmos que le precedía?

Fue pensarlo y ver tal idea realizada, aunque él no tuvo nada que ver.

—¿Telequinesis, Makoto? —gritaba Faetón, ascendiendo junto a Claudio en el aire. Las lanzas de ambos habían caído al suelo—. ¿¡Usas telequinesis conmigo!?

La mirada del viejo jefe de los vigías pasó del confundido santo de Mosca a su compañero, irreconocible cuando vestía de civil y no como el Juez, de dorado manto y nívea capa. Pidió clemencia a gritos, sin que se le hiciera el menor caso. Claudio, por su parte, movía los brazos y las piernas como si estuviera en medio del mar y le fuera posible volver a la superficie con un poco de voluntad.

Lo cierto era que Makoto no sintió el menor arrepentimiento. Y eso le asustó.

—Nota mental —dijo en voz alta—: Pasar menos tiempos con Azrael. Urgente.

—El tiempo apremia —musitó Arthur, siendo esa toda la explicación que quiso dar sobre el suceso. Se dirigió entonces a Akasha, hasta ahora silenciosa, y Makoto creyó ver en el Juez el mismo rostro que mostró al hablar con el tendero—. Bueno, hermanita. ¿me permites que te salve la vida, por favor?


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Publicado 21 octubre 2020 - 23:32

Cap 47. Cachorros de león
 
Comenzamos con la narración de un evento al final de la tan nombrada REBELIÓN DE ETHEL de la que seguimos sin saber qué diablos pasó y por qué, pero al caso, Sneyder cortó varias cabezas, seguro se divirtió hasta que la aguafiestas de Akasha llegó para hacerse la buena porque que "casualidad" que apareció a salvar al hijo de la Reina Ninfa, al diablo el barrendero del pueblo XD
¿Cuánta experiencia ganaría Sneyder por haber matado a una reina ninfa? XD
 
Tenemos un reencuentro entre hermanos, en el que Soma expone lo que acabo de poner sobre Akasha y sus coincidencias jajaja
 
Y todo termina con Arthur pidiéndole a Akasha que le permita salvarle la vida... Falta que diga que no XD jaja
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#191 Rexomega

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Publicado 26 octubre 2020 - 14:31

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 48.  Bosque de vida y muerte

 

Azrael ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en el bosque, pues la luz del sol se perdía entre el sinfín de ramas y hojas de los árboles, tan incontables como inmensos. Tampoco tenía muy claro cuán cerca estaba de la Fuente de Atenea. Antes de dejarle entrar, Tiresias fue claro en que no debía hacer marcas de ninguna clase.

«Eso no te va a ayudar —dijo entonces, muy serio—. Más bien te va a perjudicar. El bosque fue creado por la voluntad divina, y está tan vivo como tú y como yo.»

Si le hubiesen dado esa advertencia veinte años atrás, a buen seguro habría sacado el cuchillo nada más lo perdieran de vista, no por rebeldía, sino por un entendimiento siempre práctico sobre lo que lo rodeaba: ¿debía atravesar un laberinto, que además lo confundiría con toda suerte de ilusiones? Pues antes de pensar en entrar o en salir, debía asegurarse una forma de no quedarse dando vueltas en círculos, y marcar árboles sería una de las primeras opciones, así mil hombres le aseguraran que estaban vivos. Sin embargo, ya no era aquella persona, la experiencia había construido en el otrora niño soldado un gran respeto por lo sobrenatural, y si bien no bastaba para impedirle buscar formas de defenderse ante esas fuerzas, sí que lo había vuelto prudente. Ahora era, podía decirse, un hombre de fe, y esa fe lo aplastaba por minutos.

No tenía que pensar en el camino o los obstáculos, ya que si podía o no llegar a la Fuente de Atenea, si era digno de ser tratado en ese lugar, estaba en manos de la diosa. Y siendo honesto consigo mismo, no creía que lo fuera, él no era un santo. Se tocó el galón del uniforme, el símbolo de Niké color gris férreo sobre un espacio negro punteado de estrellas; santos de hierro, fue lo que había clamado la señorita cinco años atrás; santos de hierro, la cuarta casta, la promesa del éxito después del fracaso. Él no necesitaba aferrarse a vanas esperanzas, la tenía a ella. 

«Velocidad supersónica, destrucción de átomos, creación y dominio sobre los desastres naturales… —enumeraba sin dejar de caminar; al no tener que preocuparse demasiado por los alrededores, podía concentrarse en ello.»

No era la primera vez que lo hacía, siempre dominado por un temor reverencial hacia las fuerzas del Santuario: un ejército compuesto por menos de cien soldados —la guardia tenía un valor más que nada simbólico para cuando llegó a estas tierras—, y aun así por mucho superior a todo el poder militar de cualquier nación en la Historia; no, del mundo entero. Sin embargo, ahora había una variable más.

«Velocidad de la luz, ¿qué puedo hacer para superar esa barrera?»

Akasha jamás estaría de acuerdo en involucrar a otros santos, por mucho que hubiese algunos dispuestos a ayudarles. Eso, contando o no a la Guardia de Acero y los recursos de la Fundación, anulaba por completo un ataque frontal de cualquier tipo, fuera el plan principal o una distracción. Estaba solo, él y sus somníferos que jamás podrían superar el sistema inmunológico de los santos de oro, mejorado no solo con la explotación, el crecimiento y el dominio del cosmos, sino sobre todo con el despertar del Séptimo Sentido, aquel que les permitía manipular en todo su potencial la energía cósmica.

«Sandman ni siquiera funcionó del todo bien con Hipólita —se recordó, frustrado. Armas de destrucción masiva estaban fuera de toda discusión, claro, y sobre las experimentales… ¿Cuál podría servir? ¿Hojas de alta frecuencia? ¿Un ataque sónico contra un grupo en el que hasta el más débil se mueve más rápido que el sonido? ¿Siquiera podría servir si tomaba a alguno desprevenido? Lo dudaba.»

Las ideas venían y se iban, desechadas. Al final, el propio Azrael tuvo que admitir que cualquier ofensiva contra un santo de oro era un suicidio garantizado, peor todavía si se trataba de diez; ni siquiera podía jurar que los aliados y simpatizantes de antaño seguirían siéndolo si Akasha era condenada por la máxima autoridad del Santuario. Si eso ocurría, si la peor situación imaginable se daba, ¿se quedaría mirando, sin poder hacer nada? ¿Estaba tan indefenso?

«Camuflaje óptico —escuchó dentro de sí tras largo rato de tener la mente en blanco. Ese pensamiento fue como si le dieran una bofetada estando adormilado; lo despertó de un sueño del que ahora se avergonzaba. ¿Por qué estaba pensando en términos de ataque y defensa? Si las cosas se torcían, bastaba con que desaparecieran por un tiempo, y para eso quizá solo necesitaban volverse invisibles; después de todo, incluso los santos que conocía no parecían poder detectar a June de Camaleón. Tendría que actuar en el momento justo, de tal modo que cualquier orden de captura se diera cuando ya estuvieran muy lejos, listos para poder recurrir a los métodos de Hybris—. Le deben esta alianza a la señorita, y lo saben. Será más difícil convencerla a ella…»

—Deja de pensar estupideces —dijo una voz de niño a su espalda—. La decisión ya está tomada, nada puedes hacer. Resígnate.

Por lo general, Azrael daba un giro rápido en situaciones como aquella, pistola mano en recuerdo de años lejanos. Sin embargo, en esta ocasión lo hizo con mucha lentitud, pues la voz que escuchó le era demasiado familiar. Mientras, notó que la zona en la que se encontraba era idéntica hasta el más mínimo detalle a la última que podía recordar.

—Sabías que esto pasaría, y ella también. Estaba dentro del plan que fuera juzgada.

El chiquillo que tenía enfrente era él mismo, no le cabía duda. La misma mirada celeste, espejo hacia un vacío carente de toda emoción, o así debía parecer, tal y como le habían enseñado. No tenía la pistola en la mano, ni tampoco lo necesitaba; pocos desenfundaban tan rápido como Azrael, hijo de los muertos.

—Debo asistirla hasta el final —le gritó sin fuerzas—. Ese es el plan.

—No te mientas. No hay nada más inútil que un asistente estúpido —afirmó el niño Azrael—. El final puede llegar hoy o un poco más tarde; eso está más allá de nuestras manos. Resígnate —repitió, desapasionado.

La imagen del niño se disolvió por un soplo de aire frío que le heló los huesos. Se dio cuenta de que sostenía la pistola que siempre llevaba encima, aunque no habría podido determinar cuándo la desenfundó. Empezó un rápido giro de 360 grados, y en el segundo tercio se encontró con otra figura, quizás real, quizás un delirio más.

—A mi padre le fascinan  —dijo el hombre, un anciano sacerdote envuelto en una larga y negra sotana; señalaba el arma—. Los adultos y los niños, los soldados y los civiles, los sabios y los ignorantes… ¡Todos pueden matar con una!

Azrael retrocedió, aún apuntándole. No necesitaba ser un santo para entender que aquel hombre era peligroso, lo sentía a un nivel más allá de lo físico y lo mental. «Mi alma reacciona ante él —reflexionó, recordando el fallido entrenamiento que realizó en el monte Lu, tantos años atrás—. Es igual que Caronte.»

—Soy Marte, no Plutón —corrigió; la boca curva esbozando una cruel sonrisa—. Al menos, por ahora. Tranquilo, tu mente no es libro abierto que cualquiera con buenos Ojos de Plata puede leer. Yo soy un capítulo del libro, presente tanto cuando lo abres, como cuando lo cierras.

—Estamos en tierra sagrada, no puedes estar aquí —declaró, un desafío endeble dada su posición. Aunque él no dejaba de dar pasos hacia atrás mientras el sacerdote, Marte, se quedaba quieto, la distancia que los separaba siempre era la misma—. Nadie puede tele-portarse en el Santuario.

—Nadie por debajo de Atenea —corrigió de nuevo, divertido ante la actitud del asistente—. Pero yo no me he «tele-portado» a este lugar, ni a ningún otro en realidad. Estoy aquí, así como me encuentro en el otro extremo del mundo y en los rincones más recónditos de otros tantos más allá de las estrellas, que esperan pacientemente a ser descubiertos por tu raza. He estado aquí desde antes de que la hija de Zeus decidiera que esta tierra le pertenecía, así que si alguien ha roto alguna regla, no he sido yo.

«Una bala, una vida.»

Disparó con ese rezo en mente. No impulsado por la más mínima esperanza de triunfo, sino por el agotado e imperecedero empirismo de otros tiempos. Comprobar la verdad de las cosas era parte de quién era, y lo sería mientras estuviera vivo.

—Estamos en tierra sagrada, no puedes estar aquí —repitió. Curiosamente, ver la bala aplastada sobre la amplia y arrugada frente, entre algunos mechones grises, lo motivó a dejar de temer y empezar a actuar.

«El final puede llegar hoy o un poco más tarde; eso está más allá de mis manos.»

—Balas de gammanium —comentó  el viejo sacerdote una vez el proyectil cayó al suelo—. Humanamente creativo. Eso también le fascina. —Instantáneamente, el extraño sujeto apareció a dos pasos de Azrael, con su pistola en la mano izquierda—. Has demostrado ser digno de mi regalo.

Otro disparo resonó a través del bosque, aunque esta vez no fue Azrael quien apretó el gatillo, sino el sacerdote. La bala le atravesó una pierna limpiamente, provocando que cayera al suelo. Al segundo, con un ardor que se extendía a partir de la herida, lo primero que pudo pensar es que no tenía sentido que aquel ser usara una pistola.

—Nunca es lo mismo cuando soy yo el que utiliza el arma. Demasiado directo. Se pierden demasiados matices.

Durante el discurso, la figura del anciano se distorsionaba a ojos de Azrael, ampliándose y empequeñeciéndose de formas a cuál más grotesca, hasta que a la mitad de una transformación volvía a tener enfrente a su yo de hace veinte años.

«Azrael, hijo de los muertos, ha desenfundado y disparado, y Azrael el asistente no ha podido impedírselo. —Rio, herido y delirante al pie de uno de los árboles, que debía estar riéndose con más ganas—. Está vivo, ¿no, Tiresias?»

—En esto me he convertido —espetó el niño, con todo el desprecio que una máquina carente de emociones podría expresar—. Te has vuelto el adulto arrogante que no querías ser. Es por esto que al final ha llegado, por tu incompetencia, por nuestra incompetencia. Hemos fracasado. Resignémonos.

Le disparó otra vez, y la bala atravesó su cuerpo y el grueso tronco que lo respaldaba. Un latigazo de dolor convirtió al niño de nuevo en sacerdote. El anciano Marte se inclinó ante él, de tal modo que la cabeza le quedaba a la altura de la suya. Lo apuntó con la pistola que no tendría que estar usando —seguía con esa idea, terco y obsesivo—, exponiendo el cuello. En su mano sintió el conocido peso de una daga, y no dudó.

—Ese es el espíritu —rio el sacerdote, con la voz clara y coherente que un hombre al que le habían cortado la yugular no debía poseer—. Me alegra que te guste mi regalo. A fin de cuentas, lo vas a necesitar.

De la herida en el cuello manaba una cascada carmesí, manchando sin término aparente la sotana. Por un momento, fugaz, vio en al anciano el rostro de Akasha, ondulado y largo cabello castaño enmarcando una máscara de oro. La vio sangrar, sangraba por su culpa. Gritó al tiempo que apuñalaba al sacerdote, preso de una locura más animal que humana, que convertía el dolor que ardía en su interior en pura furia y fuerza sin límites. Todos los intentos fallaron. El sacerdote ya se retiraba, dándole la espalda, y él solo logró caer al suelo de costado, escupiendo sangre.

A cada paso del sacerdote, su figura era sustituida por la de Akasha y el niño Azrael. En tal estado, él no podía discernir si aquello era fruto de algún poder sobrenatural, o del delirio fruto del dolor. Lo único que sabía ahora era la angustia que le oprimía el corazón, al punto que casi lo aplastaba, cada vez que tenía que ver a Akasha donde al instante estaba el manifiesto enemigo. Y es que había una constante en aquella película de tres imágenes intercambiables: el reguero sanguinolento que dejaba con su avance, lento e insultante. Y en medio de ese río carmesí, una sombra lo observaba con dos ojos de brillante violeta. ¿O miraba al arma que ahora sostenía?

«El arma que esa cosa me dio —entendió a Azrael—. ¿Qué quieren de mí?»

—Esto no es maldad o bondad, solo realidad —afirmaron tres voces a la vez, ahogando por igual los pensamientos y dolorosos gemidos de Azrael—. Simplemente eres débil, debiste aceptarlo desde un principio. La señorita nos habría salvado.

La última frase fue pronunciada por el niño, el tono temblante debido al llanto. El Azrael de hace veinte años le daba la espalda, caminando muy lejos de su alcance. No podría llegar a él arrastrándose, y aun si pudiera, no podía moverse. En cuanto aceptó aquello, se entregó a la noche de la inconsciencia.

Lo último que percibió fue el zumbido de una mosca.

 

***

 

Convencer a Akasha fue en verdad  complicado, aun contando con la labia e inteligencia del Juez. La santa de Virgo, ahora prisionera del Santuario, estaba empecinada en cerciorarse de que Azrael saliera sano y salvo de aquellas tierras. Lo había enviado a la Fuente de Atenea en compañía del capitán de la guardia y llevaba horas sin regresar. Eso debía significar que fue digno de ser atendido, ya que aquel lugar era tan seguro como el monte Estrellado, o incluso la montaña principal. Así lo expresaron Makoto y Arthur, y sin embargo, Akasha no cambiaba de opinión.

La solución, curiosamente, no vino de los santos, sino del par de guardias que flotaban en el aire. Propusieron, a la vez, que alguien fuera al límite del bosque que rodeaba la Fuente de Atenea: si Azrael fue rechazado, debía encontrarse allí. Lo hicieron más porque los dejaran bajar a tierra firme que por verdadera preocupación, claro, pero todos —hasta Akasha— estuvieron de acuerdo; Faetón y Claudio tenían razones teóricas y prácticas suficientes como para no retractarse luego. En cuanto cayeron al suelo de bruces —arrancando una maliciosa sonrisa a Makoto, que Arthur no compartió—, se pusieron en marcha a toda velocidad.

—Vamos —exclamó Arthur, dando media vuelta—, nuestro destino es Rodorio, ¡y hace horas que debíamos estar allí!

—No creo que la mejor forma de ayudar a Akasha sea ir a ver a su novia —masculló Makoto entre dientes.

Nadie le replicó, un inicio adecuado para un viaje en esencia mudo. Akasha los seguía de lejos, todavía preocupada por la situación de Azrael. Cada paso que daba le parecía una traición, y ese sentimiento quedaba reforzado por el hecho de estar atravesando el último camino que recorrieron juntos —y quizás el último que recorrerían—, solo que sin las entusiastas exclamaciones de Tiresias y la guardia.

«Santos de hierro —gritó hacía demasiado tiempo—, vosotros sois los santos de hierro, auténticos guerreros de Atenea.»

Pronto, Akasha notó otra diferencia entre la actual caminata. En las alturas, los vigías se inclinaban cerca del borde, dos hileras de hombres muy distintos al regimiento de Tiresias: de armadura ligera, con un cuchillo curvo atado al cinto y un arco largo a la espalda que jamás podrían utilizar, pues estaban ciegos; todos y cada uno carecían de ojos, se los habían arrancado.

—Es verdad que le odia —comentó Makoto en voz baja.

—No odio a ningún santo —dijo Akasha, poniéndose al fin a la altura del par. Makoto, arrebolado, empezó a disculparse a base de balbuceos; los ignoró—. Es solo que… lo que antes admiraba de Arthur… ahora lo temo —admitió, cabizbaja.

—Mi hermanita sigue siendo la lista de los doce, con el perdón de nuestra querida Leona de Oro —dijo Arthur, de nuevo más cálido de lo que acostumbraba a ser. En un gesto inesperado, revolvió el cabello de Akasha—. La mayoría teme a quienes se muestran siempre temibles, como Sneyder y Triela, ¡par de matones! Solo unos pocos ven la amenaza donde no aparenta estar, en el hombre de trato amable y sonrisa fácil.

—Sin ánimo de ofenderle, Juez —terció Makoto—. Su fama es tan conocida como la del Pacificador y la Silente. De hecho, fue usted quien les dio un nombre: ordenó, o al menos aprobó la Pacificación, y cuando la Leona de Oro usó sus poderes en Oriente Medio, dirigió la partida para capturarla junta a Akasha, acompañado por Acuario y Sagitario. Usted es temido por muchos, si no es que por todos.

—También odiado —lamentó Arthur—. Está bien así, no me quejo.

—Yo no te odio.

—Y te lo agradezco, hermanita. —Le volvió a revolver el cabello, superando los intentos de Akasha por evitarlo.

La caminata continuó sin incidentes. Akasha volvió a quedarse atrás, observando los vigías cegados que les seguían la pista desde lo alto, sin tratar que no les vieran. Los otros dos iban hacia delante, con la vista puesta en el frente y no hacia arriba, aunque a buen seguro Arthur era consciente de aquellas presencias desde un principio.

—Antes de que lleguemos, hay algo que debo preguntarte —dijo Arthur.

—¿Un interrogatorio? —preguntó Akasha, prudente.

—En la batalla del Pacífico, ¿es cierto que despertaste el Octavo Sentido?

—Sí.

—Bien, ahora los cinco generales podemos apuntar al noveno.

Makoto no pudo evitar reír, nervioso, ante aquella broma, hasta Akasha lo hizo, pero más allá de eso, se sintió agradecida. Los cinco generales. ¿Arthur todavía la consideraba como tal, después de tantas decepciones?

En verdad no podía odiarlo.

 

***

 

En cierta parte del camino, tomaron un desvío, adentrándose en una grieta que solo permitía el paso de una persona a la vez. El primer par de minutos fue bastante incómodo; ascendían, avanzando en fila casi de lado, partiendo esquirlas de roca a cual más afilada. Cuando el sendero empezó a ensancharse, Makoto suspiró de puro alivio.

—Creía que íbamos a Rodorio.

—Y así es —dijo Arthur, quien encabezaba la marcha—. Hace miles de años, los santos de Atenea eran cazados a lo largo y ancho del mundo por un siervo de Ares, por lo que debieron buscar un refugio. ¿Y qué mejor lugar para vivir que la ciudad de Atenas, donde todos rendían culto a la diosa por la que aquellos jóvenes vivían y morían? El problema era que Atenas estaría demasiado involucrada en los asuntos mundanos. El hombre que en esa época estaba a cargo de los santos de Atenea, podríamos decir que el primer Sumo Sacerdote, encontró la solución en una villa vecina, de extensas tierras destinadas al cultivo y el ganado. O más bien la solución lo encontró a él, ya que la buena gente de ese lugar recibió al Sumo Sacerdote y al resto de visitantes con los brazos abiertos y, según se dice, cedieron gustosos sus riquezas y el lugar que ocupaban en la historia de los hombres sin que nadie, dios u hombre, se lo pidiese. 

—Tiempo después, Atenea encarnó en esa tierra y, con el permiso de cada hombre, mujer y niño de la villa, Atenea levantó el Santuario aquí, inmensos muros de roca rodeando un valle que ha protegido a los santos hasta nuestros días —completó Akasha—. ¿Sixto sigue contando esas historias?

—Ayer fue la centena, si llevo bien la cuenta.

—Un momento —dijo Makoto, algo confundido—. Si esa historia es cierta, ¿esa villa no sería Rodorio? ¿El Santuario perteneció a la gente de Rodorio?

—El Santuario no existe en el mismo espacio-tiempo que nuestro mundo, esa fue una de las primeras lecciones de mi maestro. Debería ser lo mismo para cualquier santo.

—Es porque también me explicaron eso que vuestra historia me confunde.

—Existen montañas cerca de Atenas —intervino Akasha—. Todo hombre puede verlas, los satélites las graban y fotografían; ocupan el espacio que un día perteneció a los habitantes de Rodorio. Este sendero fue construido por las gentes de Rodorio, para las gentes de Rodorio hace mucho tiempo. En principio no debería poderse acceder desde dentro del Santuario, a menos que puedas moldear a tu capricho el espacio-tiempo.

—Consideraré eso un halago, hermanita —dijo Arthur, inclinando la cabeza.

Makoto sacudió la cabeza, quizás sin hallar todavía el sentido a todo aquello.

Al salir del camino, terminaron en una zona circular, bastante amplia. Todavía estaban rodeados de paredes rocosas, pero la distancia entre su posición y la cima de las pequeñas montañas era muchísimo menor. Inserta en la roca, al lado de una especie de montacargas, había una casa de dos pisos, única fuente de luz y sonido en aquel lugar, ahora que había caído la noche. Hasta los hombres que hacían guardia en el exterior, de la misma casta que los vigías que Akasha vio minutos antes, permanecían en el más absoluto silencio, de palabra y de acto.

—Arqueros Ciegos —musitó Makoto—. La Silente está en el Santuario.

—Se llama Triela —dijo Arthur—. ¡Y claro que está aquí! La taberna se construyó para la guardia, y los Arqueros Ciegos son parte de ella.

—¿Se supone que ese camino tan estrecho, que podría desgarrar a una persona como un cochino, sirve para que la guardia vaya a tomarse unas copas?

—La dificultad es parte de su encanto —terció Akasha.

Makoto resopló, e inclinado, dejó caer ambos brazos. No sabía cómo debía sentirse con que Akasha supiera más de la taberna secreta de la guardia que él, que un día sirvió a Atenea como tal, años antes de convertirse en el santo de Mosca. 

En la entrada del local, dos Arqueros Ciegos les impidieron el paso. Los dos eran altos, y serían apuestos de no ser porque donde deberían estar los ojos, solo había un vacío.

—Creo que es mejor que dejes tu chaqueta aquí. Vistes demasiado formal para este sitio. —Akasha, con nulas ganas de discutir, le hizo caso, entregando a uno de los guardias la chaqueta y la corbata. Aun así, los dos arqueros ciegos permanecieron en la misma posición—. ¿Tendríais algo para Makoto? ¿Ropas de guardia, al menos?

Los guardias asintieron a la vez, permitiendo que Akasha y Arthur entraran en la taberna. Makoto trató de seguirlos, pero ya para entonces los Arqueros Ciegos le habían agarrado por ambos brazos. Demasiado extrañado para reaccionar, pensó en lo que diría Azrael al respecto: «¿Dónde queda la velocidad supersónica y la fuerza sobrehumana?»

—Ya estoy bajo sospecha sin causar problemas —gritó mientras lo arrastraban, como si el asistente de Akasha pudiera escucharlo.

 

***

 

Azrael se despertó a las pocas horas, pero viendo cómo había cambiado el bosque, cualquiera diría que estuvo dormido años. No había hojas en los árboles, ni tampoco en el suelo. Las ramas, desnudas y retorcidas, lucían ahora terribles y lamentables a la vez, pues dibujaban sombras bestiales en el suelo sin que ningún sol les diera luz —no había sol, ni luna; no era de día, ni de noche—, y estaban rodeadas por un aura de muerte inconfundible. No quedaba vida en ellas, ni en nada que estuviera a la vista.

Desde luego, no podía calificar como «vida» el zumbido que escuchaba: eran simples máquinas con forma de mosca, que prudentemente había traído consigo desde el hospital de Bluegrad. Alzó la vista, ignorando el dolor que sentía en la pierna y la costilla, y se tranquilizó al ver que su yo infante estaba inconsciente.

«¿Él puede estar vivo o muerto? —se preguntó—. Es una ilusión, y sin embargo, Sandman le afectó. ¡Demonios! No tiene sentido.»

Quiso incorporarse, usando el tronco que tenía detrás de apoyo. Lo mismo hubiese dado apoyarse en un ventisquero. El árbol se inclinó hacia atrás hasta casi partirse, y él acabó sentado, con las ropas de viaje empapadas de sangre. Lo habían herido de verdad.

«Estoy hecho un desastre. La señorita no puede verme así, se preocupará. —Entonces se fijó en un brillo dorado, apenas perceptible entre las manchas oscuras—. Es demasiado buena conmigo, demasiado.»

—Me vendría bien una inyección de adrenalina —susurró, teniendo la vaga idea de que los moscas cibernéticas debían poder interpretar el habla humana. Debía ser así, pues una de las cinco se le acercó, pinchándole en el cuello.

Aprovechó el impulso para levantarse, ignorando el dolor —y el frío, de especial intensidad en las heridas—. Falló una vez, y otra, y a la tercera estaba de pie, cojeando. No estaba seguro de qué hacer: ¿seguir adelante, o retroceder? Si tenía alguna esperanza de ser recibido en la Fuente de Atenea, ya la había perdido, y las heridas que le habían provocado debían ser atendidas. Iba a dar media vuelta, esperando que salir del laberinto fuera más fácil que atravesarlo, cuando una corazonada lo detuvo.

—Él es yo —afirmó, mirando al niño tendido en la tierra. Se acercó a él, y cada paso le costaba una oleada de dolor desde la pierna hasta la cabeza. Llegó hasta el pequeño, y se  arrodilló para asegurarse de que estuviera dormido—. Si lo dejo aquí, ¿qué sería de mí? Sin un pasado, un hombre no es nada. —Lo colgó sobre sus hombros, consciente del riesgo que estaba corriendo.

De nuevo en pie, ya habituado al dolor, Azrael giró hacia atrás, teniendo el tronco doblado como referencia. Entonces, antes de que diera un paso, un soplo de aire frío lo golpeó. Desenfundó sin demora, creyendo que el sacerdote aparecería en cualquier momento, pero en lugar de un individuo con forma humana, se encontró con un millar de árboles doblándose, y más de diez mil ramas retorciéndose como los dedos de mil hombres. Por tales movimientos, bruscos y antinaturales, se produjeron grietas y cortes, de los que no tardaron en fluir cascadas carmesís.

Y él estaba apuntando a aquel fenómeno, no con la pistola que había tenido a mano durante más de una década, sino con una daga. Era dorada como los mantos de los santos de oro, con alas a los lados del mango, y una esmeralda en el centro. La sorpresa y el temor de tener esa arma —el «regalo» de la sombra— lo convencían de tirarla al suelo y olvidarla para siempre, y sin embargo, no lo hizo. De algún modo, tenerla en las manos le otorgaba tanta protección como el cosmos de Akasha en sus heridas.

Clavado al suelo como estaba, sintió que una fina capa de líquido sanguinolento le mojaba las botas, y escuchó sonidos que jamás había escuchado. Las copas de los árboles, antes diversas, eran ahora iguales: manos de madera muerta con las palmas abiertas, preparadas para recibir algo que venía del cielo.

En el horizonte se alzaba el coliseo del Santuario, cosa que no debía ser posible. Por encima, partiendo de un cielo sin color, descendió una mano inmensa, no de madera, sino de carne. Más allá del tamaño, Azrael estaba convencido de que era idéntica a la de un hombre viejo, llena de arrugas. Una mancha en la base de lo que sería el pulgar le hizo pensar en el sacerdote. Cuando lo vio antes apenas se había fijado —demasiado ocupado con la maldad que encontraba en el rostro de aquel sujeto—, pero contaba con una muy buena memoria: tenía la misma forma y color que la de la mano de Marte, excepto que era muchísimo más grande que un hombre; solo en ese espacio escurecido podrían construirse barrios enteros.

Tres de los titánicos dedos se juntaron, y entre ellos, a pesar de la enorme distancia, Azrael distinguió algo: la imagen de una persona —hormiga rodeada de descomunales muros de carne— apareció en su mente. Antes de que pudiera determinar quién era, la mano llegó al interior del coliseo, a buen seguro ensombreciéndolo por completo. Fuera quien fuese aquel desdichado —o desdichada—, lo pusieron en la tierra de la misma forma que un ajedrecista coloca una pieza en el tablero.

Con la fuerza sobrehumana que jamás tuvo, y el valor del que carecía en ese momento, Azrael caminó hacia adelante, movido por lo que creía un misterio —«¿Quién es?»—, y por la respuesta que rehuía —«¡Solo puede ser una persona!»—. Anduvo y anduvo, siempre hacia adelante, procurando dar los más amplios saltos, y sin embargo, cada vez cubriendo menos distancia. Sus pasos eran los de un niño aterrorizado, lleno de desesperación. Algo cayó al suelo dando tumbos, y a él no le importó. La vista se le nublaba, desbordada por las lágrimas, pero no se detuvo. Lloró y gritó, presa del frío, y los árboles rieron mientras caían, primero uno a uno, y luego por docenas.

Al final, tropezó, como era de esperar. En el suelo mancillado por la sangre, Azrael trató de incorporarse con unas cortas —aunque capaces— extremidades de niño. Seguía herido, así que volvió a caerse de espaldas. Arriba, donde debería haber un cielo, la nada devoraba la titánica mano, al tiempo que el último árbol caía.

Se quedó quieto y en silencio, pues ya no quedaban razones para hacer nada. Solo el chapoteo en el río sanguinolento, producido por el reconocible paso de unas botas militares, lo motivó a echar un último vistazo al mundo.

—Has fracasado, asistente —dijo con voz terrible, dolorosa de escuchar, al menos para él—. Has fracasado —repitió una vez estuvo al lado de Azrael, ahora envuelto en un cuerpo de niño. Era un hombre alto, de uniforme militar, y algo inhumano.

«No… tiene…»

Lo último que vio, fue que le arrebataban la daga dorada. 


Editado por Rexomega, 02 noviembre 2020 - 19:01 .

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#192 Seph_girl

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Publicado 01 noviembre 2020 - 15:03

Cap 48. El bosque del terror
 
Ah, sé que lo he dicho varias veces pero en serio me encantan los apodos que tienen tus santos de oro "El Juez", "El Pacificador", "La Silente", pequeños detalles que son geniales de leer.
Tenemos una breve descripción de como se creó el Santuario y cómo es que en el Rexoverso todo el lugar está situado en un lugar alterno y separado del mundo XD, cuanto detalle.
 
Capítulo dedicado mayormente a Azrael, que pasa por su aventura psicotrópica en la que el fantasma de su pasado o voz interior le anticipa un futuro triste y oscuro.
Encima, le toca la peor de las suertes de toparse con ¿Marte? WTF? jajaja ¿Alguna manifestación o esbirro de Ares que siempre lo han culpado de todo lo que sucede en SS? ¿O es alguna cosa loca del bosque?
Recibió dos balazos como un campeón, pero ey, le regalaron una arma, una daga misteriosa, dorada, con alas y una joya verde en el centro... wait... ¿no será... O__O?
 
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WTF?! Pero encima se la quitan jajaja... ¿Qué diablos acaba de pasar? XD
Supongo que algún día todo tendrá sentido... pero por hoy terminó.
 
PD. Excelente cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 02 noviembre 2020 - 18:53

Saludos

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 49. Canto a Ethel

 

Entrar en la taberna fue como llegar a un nuevo mundo. Mientras desde fuera todo parecía tranquilo, dentro decenas de guardias peleaban entre sí, unos con los puños y otros con el canto de la lanza. Un tercer grupo permanecía en el centro de la estancia, todos sentados, con jarras llenas en las manos y apoyando a gritos a Tiresias, quien combatía con un nutrido escuadrón de espadachines sobre una tarima destinada al baile. Los oponentes que le habían tocado eran hábiles, pese a que solo se ocupaban de tareas de vigilancia, pero cometieron un error fatal: querer sorprender por la espalda a quien no se guiaba por el sentido de la vista. El capitán de la guardia, a una milésima de segundo de ser alcanzado por seis espadas de buen acero, se transformó en un remolino de plata que mandó a volar a los atacantes y los más prudentes que se quedaron atrás.

—¡Tiresias! ¡Tiresias! ¡Tiresias! —gritaban los espectadores con las jarras en alto, al tiempo que más de una mesa era partida por  un cuerpo que caía después de cruzar media taberna. Era claro que aquella lucha había tenido un ganador—. ¡Capitán!

El resto de duelos prosiguieron, siendo grande la obstinación de los vigías. Tiresias, victorioso sobre la tarima, dio un paso al frente, decidido a expulsarlos uno a uno.

—Basta —ordenó el Juez.

Fue el susurro más terrible que los presentes habían escuchado, por largas que fueran sus vidas. Hasta el más dolorido se puso de pie, mientras que Tiresias hincó la rodilla nada más bajó de la tarima, con el puño en el corazón.

—Explicad.

—Lo de siempre, Juez. Guardianes que consideran cobardes a los vigías, que solo miran; vigías que tachan de cobardes a los guardianes, que solo se pavonean con sus lanzas por una villa en la que nunca pasa nada. Al final, yo he de interceder por mis hombres y Faetón por los suyos, acordamos encontrarnos en este lugar hoy para zanjar nuestro asunto y no ha venido. Eso sí que es cobardía y así lo expresó mi gente, tal vez con demasiado entusiasmo, pero solo fueron palabras que los vigilantes respondieron con acero e infamias. ¡Insultaron a mi predecesor, el héroe Icario!

Pese a que Tiresias quiso guardar las formas ante su superior, al final la ira lo impulsó a dar un grito que fue apoyado por la mayor parte de los presentes. La minoría, con las manos acariciando el pomo de la espada, terminó por agachar la cabeza.

—¿Qué pueden decir de un santo quienes no portan un manto sagrado? —lanzó el Juez, a sabiendas de aquello encendería a vigías y guardianes por igual.

—Que todo es culpa suya. La Rebelión de Ethel, el Cisma Negro, la deserción de los miembros fundadores del batallón de Heraclidas… ¿Cómo se atreven? ¿Cómo osan…?

—¿Tengo que repetir la pregunta? —insistió el Juez, caminando hacia Tiresias—. ¿Qué sabéis vosotros de quienes nacieron con un destino que cumplir, como para atreveros a insultar y defender la honra de un santo de Atenea con palabras vanas?

El silencio se hizo. Ni siquiera Tiresias, antiguo aspirante a santo de plata, se atrevió a replicarle a Arthur de Libra, quien lejos de posicionarse en un bando u otro, los veía con algo peor que la condenación: indiferencia; no eran nada para él.

—Se avecina una guerra, actitudes divisorias como las vuestras no nos ayudan —dijo el Juez, preparado para dictar sentencia—. Todos los participantes de esta reyerta deberán personarse en los calabozos a la mayor brevedad, en especial tú, Tiresias, pues tú eras el responsable de toda esta gente en ausencia de Faetón, quien realizaba un encargo por orden mía. En cuanto a quienes solo miraron, los considero igual de culpables, pues los hombres que celebran la violencia gratuita no pueden servir a Atenea.

Cada guardia en el primer piso mostró el terror que aquella sentencia les provocaba. Solo Tiresias mezclaba tan primaria emoción con infinita vergüenza y resignación. Se incorporó sin queja, él que tan alto había gritado; tal era el poder del Juez.

—Eso es lo que os diría si fuerais santos, no obstante, no lo sois. Estáis fuera de lo que considero mi jurisdicción, por lo que dejaré esto en manos más capaces que las mías —sin dejar de hablar, apuntó a Akasha, que veía todo en un misterioso silenció—, confío en que todos la recordareis como quien luchó por vuestros derechos hace cinco años.

 

Al unísono, en un gesto inaudito, todos asintieron; ella estuvo allí, en la Pacificación, ella los salvó de Sneyder y su Espada de Cristal, sedienta de la sangre del culpable. Akasha, centro de atención luego de un rato como mera observadora, dio un paso al frente sin estar muy segura de lo que debía decir.

«¿Cuál es tu juego, Arthur?»

—Coincido con la sentencia del Juez, porque eso es lo que merecen los hombres que veo ahora. Desperdician las vidas de valiosos siervos de Atenea, y celebran ese desperdicio con griteríos propios de borrachos. ¿A dónde fueron los hombres que dejé atrás cuando partí? ¿Dónde está la cuarta casta del más poderoso y valiente ejército de este planeta? ¿A quiénes estoy viendo? ¿Quiénes sois?

—Santos de hierro —gritó alguien en el fondo, una voz solitaria en el mudo lugar.

—No lo creo. —Akasha caminó hasta Tiresias—. Amigo mío, que siempre te has responsabilizado por tus actos. ¿Qué significa para ti tu posición de capitán?

La respuesta de Tiresias fue lo único que podía dar.

—Servir de guía a mis hombres, responsabilizarme de lo que hacen y no hacen, ayudarles a ser el apoyo que los santos, sean de bronce, de plata y de oro, necesitan. ¡Pero no puedo quedarme callado si insultan a un gran hombre como Icario!

De nuevo la ira controló al capitán de la guardia, que se calmó al ver que Akasha cabeceaba, con una calma muy distinta a la que Arthur exhibía siempre.

—Un líder debe dejar ser algo más que un hombre, pensar qué es lo mejor para toda la gente a la que dirige. En tu caso, amigo mío, eso incluye a los guardianes y vigías. Defender y observar son los papeles que Atenea legó a la guardia desde que fue fundada, debes velar porque puedan coexistir y entenderse quienes cumplen ambas tareas. Y para eso no basta con arrancarse el corazón y obedecer las leyes sin cuestionarlas —acotó, con la intensidad de quienes hablaban por experiencia—, sino que debes encontrar un equilibrio entre quién eres y qué eres, entre el hombre Tiresias, amigo de sus amigos, y el capitán de la guardia, símbolo de la unidad del ejército. Solo entonces serás reconocido como el primero entre los santos de hierro. 

—Si Faetón te oyera decir eso… —dijo Tiresias, quien enseguida bajó la cabeza, lleno de vergüenza—. Dioses, he sido un tonto. Un tonto orgulloso.

De nuevo, Akasha hizo un gesto de negación, para luego alzar con una mano el rostro de aquel hombre valeroso, quien pudo ser uno de los 88 héroes del mundo.

—No, te equivocas, Arthur —dijo, mirando al santo de Libra por un momento—. Lo que hace grande a un soldado de Atenea no es la armadura que lleva puesta, ni siquiera el destino que se les ha impuesto desde el día en que nacen, sino su fe en la diosa y su valor para defender sus ideales. ¿No es así? —preguntó, abarcando a los expectantes guardias, vigilantes y defensores por igual—. Desde este día y hasta el fin de la guerra que se avecina, cada uno de vosotros, portador de la lanza, mirará a su igual portador de la espada y compartiréis el mismo sino sirviendo a la diosa como ningún otro hombre podría hacerlo. ¡Que la diligencia del mañana limpie la barbarie del hoy!

—¡Santos de hierro! —gritaron decenas de voces. Todo guardia estuvo de pie al segundo, brindando por la sentencia de Akasha, de nuevo su salvadora. Repitieron aquel mantra una y otra vez, así como algunos lo hicieron mientras la escoltaban.

 

El primer santo femenino de oro en nuestra larga historia y resultar ser una blanda —susurró Arthur, comunicándose telepáticamente con Akasha—. Claudio y Faetón lo celebrarían de estar aquí.

La primera santa de oro fue Lucile.

Bueno, la segunda.

Akasha se despidió de Arthur con un ademán. No tenía muy claro por qué la trajo hasta aquel lugar, pero ya que estaba ahí sentía que debía ayudar a aquel hombre torturado a no perderse por el camino. Estaba por hablarle cuando algo, una estela de luz para la mayor parte de los presentes, pasó a su lado y salió de la taberna. Creyó distinguir dos líneas amarillas bailando al son del viento, y ropas oscuras del cuello a los pies.   

—Triela —murmuró Akasha, paralizada. Matona o no, ese era el estado que Triela de Sagitario le provocaba con su sola presencia.

 

***

 

Rodorio siempre le pareció un pueblo extraño, sobre todo al principio. Un fragmento del mundo para el que el tiempo no avanzaba al mismo ritmo que en el exterior.

Tardaría más de lo que había imaginado en encontrar una forma de comunicarse con su superior. Lo supo cuando la vio sentada en el borde de la fuente: una niña de ondulado cabello castaño, mirando con tristeza infinita el helado que había en el suelo.

Aquel fue el día más duro de su vida.

—¿Qué ocurrió?

La pequeña lo miró con aquella cara enmascarada le impedía discernir lo que estaba pensando. Temblaba, tal vez por tristeza, tal vez por miedo.

—Olía mal y… Lo siento…

«Olía mal.» Sintió un nudo en la garganta, avergonzado por primera vez en tantos años de muerte indiscriminada. Lo normal habría sido abrazarla, consolarla con palabras bonitas —mentiras—. Él se limitó a pisar el helado con saña, inspirando en la niña un grito ahogado de pura estupefacción.

—Helado estúpido —clamó, llamando la atención de cuantas personas había en el mercado. Muchos rieron la ocurrencia; a su edad seguía pareciendo un muchacho, después de todo. El chico de la Fundación—. ¡Vamos! Todavía tengo para cien más. ¡Oleremos todos los helados de este pueblo alejado de la mano de Dios!

Con tal exclamación, y las botas manchadas de rosa fresa, escoltó a la niña enmudecida al local más cercano. Ella, sin más elección que seguir a aquel loco, rio como en los días pasados, en los que hablaron de tantísimas cosas, y él sintió orgullo del último de sus fracasos. Había abortado la misión.

Después de todo, Gestahl siempre le dijo que podría irse cuando quisiera, ¿no?

 

***

 

Se despertó rodando en un terreno llano; alguien lo había pateado. Antes de que pudiera distinguir quien fue, recibió otra patada, demasiado débil como para causarle verdadero daño, demasiado fuerte como para que solo fuera una forma de desperezarle.

—Ya, ya estoy —se quejó Azrael, escupiendo algo de tierra. Quiso incorporarse, y de nuevo lo patearon. Salió volando.

Tan pronto cayó al suelo, vio el bosque que rodeaba la Fuente de Atenea. Y enfrente a una mujer vestida casi por completo de negro, con un gris bastante oscuro reservado para la camisa y los calcetines. La monotonía en las ropas solo era interrumpida por el rubio cabello, recogido en dos largas coletas, y la máscara, dorada a excepción del dibujo en blanco de una punta de flecha, a la altura de los ojos.

—Triela —murmuró, aunque ya había imaginado que era ella. Solo la Silente podría hacer tantos movimientos sin hacer el más mínimo ruido—.  ¡No, espera, no lo hagas!

Inútil. La mujer de negro caminó implacable hacia él y le clavó la punta del pie con suficiente fuerza como para mandarlo a volar de nuevo; atravesó diez metros en el aire y luego rodó otros tantos a ras de suelo. Conociéndola, debía estar experimentando cuánto podría resistir. Entonces, un tercero apareció, ayudándole a levantarse.

—Sabe camina…

Las palabras del recién aparecido fueron interrumpidas por una patada que lo envió hasta las nubes. Cuando Kiki apareció allí de nuevo, tenía la marca del zapato hundida en el pecho. Azrael, quien había visto pasar la pierna a milímetros de su nariz, palideció. ¿De qué se pensaba aquella que estaba hecho? Él no era un santo.

—Yo me ocupo, ¿vale? —dijo Kiki aparentando firmeza. Triela trazó en la máscara dos líneas onduladas, que debían parecer lágrimas—. Sí, sí, Faetón y Claudio me informaron de la situación. Estaban asustados de mi hija, ¡par de miedicas! Mejor ve a decirle a Akasha que nuestro chico de la Fundación está bien.

Pasaron lentos e incómodos segundos antes de que Triela cabeceara afirmativamente. Desapareció en un instante, rápida como eran todos los santos de oro..

«La velocidad de la luz —pensó Azrael, asaltándole un fuerte dolor de cabeza.»

—La señorita está preocupada por mí —murmuró mientras se levantaba. Notó que, a pesar de la sangre manchando sus ropas, ya no sentía el dolor. Alguien lo había tratado, y vendado—. ¿De qué está hecho ese bosque? ¿Algún material para alucinógenos divinos? ¿Y qué tiene que ver Faetón en todo esto?

—A mi hija se le ocurrió que Faetón podría ser un buen recadero. Mejor olvídate de él. En cuanto al bosque —dijo Kiki, con una gran sonrisa—, Sería una buena explicación para el hecho de que Caronte no nos matara a todos. ¡No es que hubiera un gran plan, es que estaba…! ¿Cómo lo expresa la gente? ¿Drogado? ¿Colocado?

—Tardaste mucho —apuntó Azrael, agitando la ropa para quitarse toda la tierra de encima—. Un minuto más y me habría partido en dos.

—Tengo trabajo en Jamir. ¿Crees que es fácil reparar un manto de oro muerto, del que tendría que haberme ocupado hace seis meses? —se quejó, golpeando repetidamente el suelo con el bastón. Nunca Kiki se había parecido tanto a un viejo cascarrabias—. ¡Y ni se te ocurra decirme que Fjalar y Nenya pueden ocuparse de todo sin problemas! ¡No son mejores que yo, todavía tienen mucho que aprender! 

—Pues llévame con la señorita y podrás volver al trabajo.

Azrael era consciente de que si no lo interrumpía Kiki podía estar contándole sus penas un buen rato. No a todos los maestros les sentaba bien el día en que eran superados, así fuera sólo en una de sus artes.

—Si Akasha te ve con esas pintas se preocupará, y tendré que consolarla, ¡y mis aprendices se quedarían solos todo el día! No, primero te vestirás apropiadamente.

Antes de que Azrael pudiera decir algo, se tele-portaron, directos a alguna tienda de ropa de Rodorio, quizás.

 

***

 

—¿Cómo está?

En cuanto Triela regresó a la taberna, fue interceptada por una preocupada Akasha. La Silente se limitó a colocar su mano enguantada sobre el corazón, y luego extenderla en dirección a la guerrera de Virgo; puño cerrado y pulgar arriba. 

—Vive. ¿Está herido? ¿Qué ocurrió?

Triela, luego de repetir el gesto que  debía indicar que Azrael estaba a salvo, se encogió de hombros y evitó a Akasha, subiendo al segundo piso como un reflejo de luz. Allí la esperaba una docena de arqueros ciegos, altos y de hombros lo bastante anchos como para alejar su mesa de ojos indiscretos. 

—Deberíamos informar al Sumo Sacerdote.

—No puedes regresar al Santuario —le recordó Arthur—. Técnicamente, en tu situación, nunca podrás volver.

—Patrañas —espetó Tiresias, sentado en una mesa cercana. Dejó vacía la jarra de cerveza antes de continuar—. El Santuario necesita a sus santos de oro, sobre todo desde el día en que Adremmelech desertó.

—En la actualidad, el Séptimo Sentido no solo es dominado por los santos de oro, sino también por dos santos de bronce en activo. Aun sin Akasha y Adremmelech, el Santuario seguiría contando con doce santos de oro, a efectos prácticos —argumentó Arthur, interesado en lo que Tiresias tenía que decir.

—¿De qué sirvieron los santos de bronce hace cinco años? —cuestionó Tiresias, levantándose. Aunque inferior al Juez en rango, poder y altura, había dignidad en el capitán de la guardia, y una repentina serenidad a pesar del claro desafío que lanzaba—. ¿Qué nos dieron? A los jóvenes santos de oro, la mejor formación que podrían imaginar. ¿Y qué hay del resto? Muerte, nada más. Muerte para Ethel, muerte para muchos de nuestros compañeros, muerte para jóvenes que pudieron ser santos…

—Y Akasha fue el parche de vuestra negligencia e incompetencia —dijo Arthur.

—Así es —admitió el capitán de la guardia, sorprendiendo a buena parte de la clientela—. Fue nuestra culpa. Olvidamos a Hipólita y Jaki, aspirantes al manto de Hércules. Olvidamos los días en los que no había un Sumo Sacerdote en la cima del Santuario. Nunca más olvidamos, gracias a ella. —Señaló a Akasha, y los guardianes y vigías brindaron a la salud de la santa de Virgo. Luego, quienes estaban sentados se levantaron—. Que cuanto has visto en este vergonzoso día no te confunda, amiga mía. ¡Nosotros nunca hemos olvidado!

 

Un lento tamborileo llenó el salón. Manos y jarras golpeando las mesas. Decenas de hombres elevaron un sonido lento, cargado de tristeza. El dolor era visible en la faz de Tiresias y otros muchos en la estancia, subordinados suyos y de Faetón.

 

«Ella era joven.»

 

Akasha vio una imagen sobre la tarima, justo donde hacía tan poco hubo un enfrentamiento. Cabello trenzado y máscara de metal, piernas cortas y ágiles, capaces de elevarla por encima de los cielos, y un cuerpo que ya había conocido once primaveras. Se recordó a sí misma hacía cinco años, bajo la tutela de Kiki y en compañía de sus dos discípulas: Lucile y la niña a la que ahora veía, Ethel.

 

«Ellos mayores.»

 

Dos hombres aparecieron al lado de Ethel. Uno era Tiresias, con los dos ojos intactos, de un verde hipnótico. El otro era Lesath de Orión, ya entonces santo de renombre. 

Los días anteriores a aquel terrible suceso no estaban en la canción. Ninguno de los presentes, más allá de la propia Akasha, había pisado Jamir, mucho menos en la breve época de paz posterior a la derrota de los primeros caballeros negros. Y aun si no fuera así, ¿por qué habrían de inmortalizarse esos días, tan normales y cotidianos? De cuanto Ethel hizo y fue, tan solo pervivió la tragedia.

El canto siguió, para Akasha un lamento ininteligible, capaz de despertar los recuerdos que tenía de esa época, lo que le contaron entonces. De nuevo había dos aspirantes al manto de Hércules, un hombre y una mujer. El mismo conflicto que marcó a Hipólita, con similar resultado. La máscara, rota, cayó al suelo, y el rostro de Ethel quedó al descubierto, para el joven Tiresias y el cínico Lesath, observador accidental.

 

«O lo mata, o lo ama.»

 

La regla era clara, siempre lo fue. Y sin embargo, Akasha creía saber que Tiresias, como a buen seguro pasó más de una vez en el pasado, habría olvidado lo que vio. Él era un buen hombre, no la bestia inhumana que fue Jaki. Entonces, ¿qué provocó que todo acabara tan mal? ¿Las bromas de Lesath, acaso? Contempló las tres imágenes fantasmales: Ethel huía, tapándose los oídos y derramando sendas lágrimas. Tiresias trató de seguirla, pero el santo de Orión lo detuvo; Akasha no podía imaginar cómo, o por qué, tal vez nunca fue consciente de lo que pudo desencadenarse.

Akasha caminó, hipnotizada por las imágenes que veía, anhelando poder sumergirse en aquel delirio suyo e impedir lo que estaba por ocurrir. Aun ahora, cinco años después del desastre, cuando la ira y el rencor se habían diluido hasta quedar reducidos a nada, era incapaz de entender cómo debió sentirse Ethel durante el tiempo que duró su rebelión. Tenía el poder de leer la mente de las personas, ¿lo habría utilizado con Lesath y Tiresias? ¿Qué abominables ideas encontró en la mente de Orión sobre las consecuencias de ver el rostro de una santa de Atenea? Y Tiresias, ¿era tan noble de pensamiento como solía serlo de palabra?

Tropezó con una mesa cercana a la tarima, y dejó caer ambas manos sobre ellas. Enfrente tenía la imagen de Ethel, con el rostro cubierto por una máscara de madera con agujeros para los ojos, sujeta a la cabeza con un elástico. No podía entender lo que los guardias cantaban, pero sabía qué momento estaba observando.

El evento que el Santuario conocía como Rebelión de Ethel, no se caracterizó por ninguna forma de violencia física hasta su final. Durante varios días —nadie se ponía de acuerdo en cuántos— un poder psíquico se fue adueñando de todos y cada uno de los habitantes de Rodorio, incrementándose con cada mente que sometía. Pronto empezaron a caer los guardias encargados de la vigilancia de la villa, y no mucho después, los aspirantes, santos de bronce y escuderos. Todos estaban siendo dominados por una única fuerza, el poder mental de Ethel, heredera del pueblo de Mu. Una nueva orden se estaba formando en el nombre de Atenea, con la paz, la justicia y el altruismo por estandarte, y el uso de una máscara de madera por norma, para hombres y mujeres. 

«Hay que poner fin a esto.» Muchos lo decían, a veces en voz baja, otras de frente y en alto. Los habitantes de Rodorio, que a lo largo de incontables generaciones habían probado su lealtad a Atenea, estaban en peligro. Esa era la razón oficial, que a parecer de Akasha, ocultaba la verdadera: miedo, miedo a que Ethel se volviera tan poderosa como para controlar a los santos de oro; si eso ocurría, el Santuario tendría un enemigo por mucho superior a los caballeros negros. «Hay que poner fin a esto», decían todos; puede que incluso ella terminara diciéndolo, tal vez por eso abandonó Jamir

 

«Ella era joven, y buena. Ellos mayores, malvados.»

 

Durante una fracción de segundo, Ethel estuvo tan cerca que podrían tocarse. En ese lapso de tiempo, olvidó que cuanto veía era fruto de su mente, de los remordimientos que la habían atormentado a lo largo de los años. Creyó que era la verdadera Ethel; pensó, toda ingenuidad, que estaba en posición de salvarla.

—¿Por qué no acudiste a mí? —le preguntó, sollozando—. ¿Por qué no volviste a Jamir? Yo te habría... —Akasha partió la mesa con la presión de sus dedos, sin ser consciente de eso, sin ser consciente de nada más que las visiones, en realidad.

Algo golpeó la imagen de Ethel. Lesath de Orión, el causante primero de aquella locura, acaso fiel instrumento mediante el cual el Santuario resolvió la Rebelión de Ethel. Todavía podía recordar el cuerpecillo sin vida junto a la fuente, la mano ensangrentada de Lesath y a Tiresias desangrándose entre medio millar de confundidos guardias. El entonces aspirante al manto de Hércules, se había arrancado las dos razones de aquella tragedia, cegándose de por vida.

Aquel fue el fin de la rebelión, pero no del sufrimiento. Ella, siete veces aspirante, siete veces fracasando bajo la tutela de los más grandes maestros, se limitó a ordenar que encarcelaran a Lesath. La imagen del santo de Orión le habló, con la misma arrogancia con la que lo hizo en el pasado, y ante sus febriles ojos, cayó al suelo, con sangre manando por ambas piernas. Fue un milagro que sobreviviera.

El lamento que cantaba la guardia se convirtió en furia. La muerte de Ethel motivó la Pacificación de Sneyder de Acuario; el paso de cinco mil hombres, todos fieles a Atenea y víctimas de las terribles circunstancias, por un tocón de hielo y la Espada de Cristal. Muchos murieron frente a la impotente Akasha, hasta que no pudo más.

 

«¡Y tú nos salvaste! ¡Y tú nos salvaste!»

 

¿Cómo olvidar la primera vez que vistió el manto de Virgo? ¿Cómo dejar de recordar, temerosa ante su propio poder, la inigualable técnica que había creado a lo largo de siete años? ¡Brahmastra, el triunfo más allá de los siete fracasos de Akasha de Virgo!

Ese día, bajo el negro firmamento, bloqueó con su espada de luz el frío sobrenatural de Sneyder, de un filo mortal aun para los santos de oro. Chocaron dos de las armas más poderosas del mundo, se enfrentaron la novata de Virgo con el más capaz Acuario, todo en el nombre de quienes no lograron convertirse en santos.

—Guardias y escuderos —dijo Sneyder aquella noche, con la fuerza e impiedad de una tormenta en invierno—. El lastre del ejército de Atenea, que ha dejado de servir a la justicia, que debe desaparecer.

—Te equivocas —negó Akasha un millar de veces. Brahmastra era espada y escudo a la vez, supliendo su falta de experiencia—. Ellos son como tú y como yo, como nuestros hermanos de plata y de bronce.

La lucha se prolongó hasta al amanecer sin que recibiera herida alguna. Cualquier otro se habría desesperado al tener a una novata intacta tras tantos intentos, pero Sneyder no debía ser comparado con ningún otro hombre. Seguía buscando la manera de superar aquella combinación de ataque y defensa, aún despreciando la debilidad de los hombres, así como los motivos que impulsaban a Akasha.

—Oro, Plata y Bronce —decía Acuario mientras detenía cada intento de Akasha por atacar—. Los primeros hombres, de quienes los santos somos herederos. El poder y la sabiduría de antaño que utilizamos para proteger a la raza de hierro, débil esclava de la injusticia. ¿Por qué impides que cumpla con nuestro deber? No hay perdón para quienes traicionan a la diosa. No hay perdón para quienes se apartan de la justicia.

—¿Cómo osas tratar de débiles a estos hombres? —Akasha incrementó la cadencia de sus golpes. La espada era a ratos lanza, cadena, daga o martillo. Cada arma blanca inventada por el hombre era una forma que Brahmastra podía adoptar—. Ellos también sirven a Atenea. ¡No son meros hombres de la raza de hierro!

 

«¡Santos de hierro! ¡Santos de hierro! ¡Santos de hierro!»

 

Las voces se elevaron de pronto, ya no mensajeras de tristeza o ira, sino de orgullo. Akasha, despertada por la repentina alegría que invocaban, vio que Tiresias estaba donde creía ver el cadáver de Ethel. Le tendía la mano, invitándola a bailar.

—Yo no sé…

—Patrañas. ¡Hasta los más capaces guerreros bailan de vez en cuando!

La alzó a la primera oportunidad, y enseguida Akasha se vio rodeada por todos los guardias que había en el local, henchidos de optimismo. Evocaban, cada vez más alto, el título que les fue concedido aquel aciago día, y la responsabilidad que llevaba consigo.

 

«Nosotros nunca olvidamos.»

 

De lejos, Arthur veía y escuchaba con interés. La canción, el ímpetu de la guardia, y Akasha, al principio inclinada bajo el peso del pasado, y ahora inmersa en la esperanza de un futuro. Los primeros pasos fueron tan torpes como cabría esperar de quien nunca había bailado, y el resto… ¡Fue todavía peor! Akasha recurría por instinto a sus reflejos de santa de oro para imitar el paso de Tiresias, procediendo de una forma demasiado similar a como combatía. Lo peor era que su punto referencia era un terrible bailarín, y así era el caso con todos los demás, que danzaban por todo el salón sin tener muy claro qué estaban haciendo, o dónde se encontraban. De ese modo transcurría el tiempo, tan rápido que parecía imposible, bajo un árbol de hojas azuladas que todos allí creían ver. Un tesoro nacido de la última sangre que se derramó aquella noche aciaga.

—Está contenta — dijo Azrael, aseado y vestido con tanto cuidado, que era necesario fijarse bien para notar que lo habían herido no hacía mucho. No era el caso de Arthur, desde luego, y no tardaría en llegar el día en que el Juez tendría que interrogar a aquel curioso personaje, fiel asistente de Akasha de Virgo. Sin embargo, no era el momento, hoy era otra la protagonista.

—¿Lo está? Confieso que lo desconozco, ¡y en verdad me molesta! Que la felicidad, la tristeza y todas las emociones de un ser humano estén enterradas bajo una máscara.

—Basta fijarse en el modo en que toma la mano de cada guardia, y en cómo baila, viva e intensa. Hacía mucho que no la veía así.

Era un espectáculo inusitadamente cómico, en comparación a la triste música que lo precedió. Ningún hombre en el salón duraba más de un minuto siguiendo el sobrehumano ritmo de Akasha, cayendo al suelo sin remedio; unos pocos capaces llegaban a sentarse en la mesa antes, y Tiresias, el único que se mantuvo tres minutos en su momento, bebía un último trago mientras se reía de cada víctima.

—No creo que esté contenta —insistió Arthur. Al principio, Akasha cambiaba de pareja de baile tan pronto como la anterior se rendía. Ahora había un lapso de tiempo más o menos grande para ese cambio, quedando la santa de Virgo en una posición llena de gracioso estoicismo—. En realidad, dudo que pueda estarlo. Hace mucho tiempo que dejó de ser una mujer para convertirse en santa de Atenea. Desde la Rebelión de Ethel, detrás de esa máscara solo ha habido muerte para nuestros enemigos y vida para quienes protegemos. Nada más, nada menos —aseveró.

—Un guerrero sigue siendo humano —replicó Azrael.

—Veo que es cierto lo que dicen de ti: no has comprendido nada sobre nosotros luego de catorce años de convivencia; eres un idiota. —Arthur rio de tal forma, que quienes se dieron cuenta lo miraron como si la misma Atenea se hubiese manifestado ante ellos—. ¡Me caes bien! Los idiotas son los últimos en creerse inteligentes.

—A mí me pasa lo contrario: siempre me has parecido un dolor de estómago, Arthur. 

—Excelente. Yo que nunca he sido querido y tú que no eres capaz de ver más allá de los defectos de tus semejantes. Ninguno serviría como Sumo Sacerdote.

—Solo un santo de oro puede convertirse en Sumo Sacerdote.

—O una santa de oro —apuntó Arthur, con la mirada fija en la inesperada bailarina. Azrael no dijo nada, mudo y pálido ante semejante sugerencia.

 

***

 

Desconociendo aquella conversación, aislada por una vez del mundo que la rodeaba, Akasha contempló a uno de los pocos que quedaban en pie. Esta vez fue ella la que tomó su mano y marcó el ritmo. En cierto sentido, era divertido ver a aquel gigante, más alto que Sneyder, Lucile y Arthur, palideciendo al poco tiempo. ¡Parecía que en cualquier momento iba a vomitar!

«Ahora lo entiendo. Este dolor… Está bien tenerlo… Ethel, no te hemos olvidado, yo no te he olvidado. Por ti, por todas las buenas personas que han vivido en esta tierra de crueldad e injusticia, yo lucharé. ¡Salvaré este mundo, te lo prometo!»  


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Publicado 09 noviembre 2020 - 16:33

Saludos

 

Capítulo 50. Poder absoluto

 

Caída la medianoche, todos los guardias se habían marchado. Guardianes y vigías bromeaban sobre lo que momentos atrás parecía la lucha entre enemigos irreconciliables. El último en salir, por supuesto, fue el líder.

—No olvides —fueron los últimas palabras de Tiresias para Akasha de Virgo.

Los Arqueros Ciegos bajaron entonces del segundo piso y se dispusieron limpiar la suciedad y a apartar mesas y alguna que otra silla que había quedado rota en la trifulca, todo bajo la silenciosa mirada de Triela, quien estaba sentada al pie de la escalera. Azrael, intrigado por la habilidad de aquellos hombres a pesar de su discapacidad, optó por ayudarles en su labor. Nadie que lo viera diría que acababan de dispararle.

—Te preocupas demasiado —dijo Arthur, notando que Akasha no le quitaba el ojo de encima al asistente—. Minwu lo trató.

—Todavía no me lo creo, Minwu…

—¿Solo trata a los santos de Atenea? —interrumpió Arthur—. No es un desalmado, hermanita, si ve a un animalito herido, al menos le dará primeros auxilios.

Ya que Akasha no había hablado mucho con el santo de Copa, no tenía argumentos para refutar aquello. Y había asuntos más importantes de qué hablar.

—Primero Plutón, luego Neptuno y ahora Marte.

—Le encargué a Kiki que diera la voz de alarma tan pronto Azrael nos dio el informe —aseguró Arthur, tocándose la sien. De ese modo indicaba que había usado telepatía—. Ahora mismo, nuestro maestro debe de estar haciendo planes mientras Marin moviliza a la división Pegaso por todo el Santuario. En cuanto al bosque, es terreno de Minwu de Copa, en parte —acotó Arthur, misterioso.

—Nada se te escapa en tierra sagrada, recuerdo que me lo dijiste una vez, hace muchos años. Eres consciente de todo, desde la más diminuta partícula hasta el Santuario entero.

Pese a la máscara, que ocultaba la mirada que Akasha debía estar dirigiendo al santo de Libra, este entendió al punto el tono acusatorio detrás de todas esas palabras.

—No nos visitas a menudo —se excusó Arthur—, tenía que aprovechar la ocasión para resolver este aburrido drama entre tus santos de hierro.

—Eres el Juez.

—Y como tal hago cumplir la ley —insistió Arthur—. Yo no inspiro lealtad en la gente. Cuando entro en una taberna, solo, la gente calla, no me dedica una canción.

Akasha sacudió la cabeza.

—No estaba dedicada a mí.

—Detalles —dijo Arthur—. Resolviste la mitad de mis problemas en una sola noche y te doy las gracias. Hoy has demostrado las cualidades de todo un Sumo Sacerdote.

—No es propio de ti tomarte estos asuntos en broma.

—Y no lo hago —dijo Arthur, muy serio—. No solo bastan la inteligencia y el poder que he cultivado estos años, sino también compasión, humildad y capacidad de liderazgo. Todo lo que me falta, tú lo tienes.

Akasha alzó una mano enguantada.

—El representante de Atenea en la Tierra es elegido por la diosa, no por los hombres.

—Shion de Aries murió sin comunicar a nadie el secreto detrás del manto divino de Atenea; Saga de Géminis fue incapaz de sobreponerse a sus propios demonios y llevó a la muerte a muchos santos de plata y de oro durante la guerra civil; Dohko de Libra impidió a los santos de oro intervenir en la Guerra Santa contra Poseidón… —enumeraba Arthur, tan implacable que Akasha temió escuchar en cualquier momento el nombre que la última encarnación de Atenea había utilizado—. Los hombres que son elegidos por los dioses siguen siendo hombres, falibles, como Su Santidad. No niego que fuera un factor clave en el renacimiento de un ejército hecho trizas y apruebo la decisión de reestructurarlo en honor a los héroes de la pasada Guerra Santa, sin atender a la diferencia entre el oro y el bronce. No obstante, la última buena decisión que tuvo fue negarnos el manto zodiacal hasta que superáramos las más altas expectativas. Desde que todos los santos de oro completamos el entrenamiento, delega siempre en Nicole de Altar mientras vigila a cierta pupila díscola.

—Es de nuestro maestro de quien hablas.

—En efecto —dijo Arthur—. Más guerrero que líder, Kanon de Géminis necesita un sucesor, alguien que le permita hacer lo que en verdad desea.

—¿Y eso es?

—Cargar contra Alemania y reducir el castillo de los Heinstein y a quienes lo habitan a una nube de partículas subatómicas. ¿Estás enterada de la batalla que allí se dio, no? —preguntó Arthur, a lo que Akasha hizo un gesto de asentimiento—. Me dijo que me ocupara, iniciar una guerra mientras está en duda el destino de una de los doce.

—La guerra es inevitable.

—Un hombre sabio no es el que elige cuándo hay guerra —convino Arthur—, sino cómo quiere empezar. Que el ejército esté unido es la diferencia entre victoria y derrota, así que dime, hermanita. ¿Quién podría suceder a Su Santidad?

 

Pese a que Azrael y los Arqueros Ciegos se mantenían lejos del par, Arthur y Akasha buscaron una mesa apartada. Había en ella una botella de vino, llena hasta la mitad, y un par de copas que los santos ignoraron por el momento.

—Lucile —lanzó Akasha.

—¿Perdón?

—Hoy en día hay mujeres de hierro, bronce,  plata y oro en el ejército. ¿Por qué no una Suma Sacerdotisa? Una Papisa —dijo Akasha, divertida.

—No se trata de género, hermanita. Lucile es Lucile.

—Tiene el don de apaciguar a los hombres —explicó Akasha—. Lo que yo he hecho hoy, ella podría replicarlo con solo una nota. ¿No quieres un ejército unido?

Como entendiendo por fin el punto de la joven, Arthur se golpeó la frente.

—Por todos los dioses del Olimpo, hermanita. ¡Esto es serio!

—Es una pérdida de tiempo, eso es —dijo Akasha, abandonando el tono jocoso—. Una distracción tuya para el juicio que me espera. Lo entiendo, Arthur, pero créeme, no lo necesito. Sé cuáles son mis errores y sé que debo pagar por ellos. En tu posición no deberías estar consolándome, sino ayudando a Su Santidad para la guerra que se avecina. ¡Dioses! Pese a que obligaste a Azrael a recordar todas esas visiones, no haces nada al respecto. Me dejaste ahí… bailando… ¿Y ahora me hablas de elecciones?

Una vez pudo desahogarse, se recostó en la silla, agotada. Era como si los seis meses de inactividad y el viaje hasta la cima del Santuario le hubiesen sobrevenido de golpe.

—En primer lugar, no me preocupa el bienestar de Azrael más de lo que me preocupa el de cualquier otro hombre del Santuario. En segundo lugar, llevo un buen rato tratando de buscar un significado detrás de esas visiones, que bien podrían ser un engaño del enemigo. Y en tercero —dijo, bajando el último de los tres dedos que había alzado—, la leona de oro no aceptaría esa posición. Quiere ser parte del Santuario, no dirigirlo.

Esta vez fue Akasha la que se llevó las manos a la cabeza.

—Sí, tienes razón, Lucile no es la Papisa que hará al Santuario grande otra vez.

—Pasas demasiado tiempo con Azrael —observó Arthur—. Entonces, estamos de acuerdo en descartar a Leo, y te haré el favor de descartar de forma unilateral a Shaula, Triela y Sneyder. A esos matones se les da bien recibir órdenes, no darlas.

—¿Qué te ha hecho Shaula?

—¿Perseguir a Adremmelech por todo el mundo mientras Hybris y el Santuario forjaban una provechosa alianza? —contestó Arthur—. No es muy lista.

—¿Qué hay de la humildad y la compasión?

—Basta de sarcasmos, hermanita —dijo Arthur—, se supone que eres la optimista.

Akasha quería responder al santo de Libra de mil formas distintas, como que ya no era la niña con la que entrenó trece años atrás, o que algo se había removido en ella cuando lo escuchó criticar al Sumo Sacerdote, el primero de sus maestros. No le gustaba esa conversación porque sentía que lo estaba traicionando, pero era tan grande el respeto que sentía por el líder del Santuario como profunda la admiración que siempre había tenido por la afamada inteligencia de Arthur. Solo eso la animaba a seguirle el juego.

—¿Garland?

—No confío en los viejos —confesó Arthur—. Vinieron de ninguna parte, sin un maestro, sin ser parte de un entrenamiento del que tengamos constancia. Y antes de que lo menciones, que Tauro y Cáncer les reconocieran solo hace todo más sospechoso.

—¿Tú?

Quedando fuera Garland, Nimrod, Lucile, Shaula, Triela y Sneyder, dudaba que el autodidacta Aries y la misteriosa Piscis estuvieran en mente de Arthur. Además, Géminis no tenía más portador que el Sumo Sacerdote, el propio Arthur entrenó para sustituirlo y resultó ser escogido por Libra, mientras que Adremmelech de Capricornio desertó hace cinco años. Solo quedaba una opción, la más obvia.

—¿Me querrías a mí, Arthur de Libra, en el trono papal? Yo no habría exculpado a Tiresias esta noche, tampoco perdonaría las fechorías de los caballeros negros y ni se me pasaría por la cabeza una alianza con Poseidón.

—Sea quien sea el Sumo Sacerdote, lo hecho, hecho está. No puede deshacerse —afirmó Akasha, con un orgullo empañado de tristeza—. Fui consciente de eso mientras daba cada paso, jugué a ser un dios que maneja los destinos de mis iguales.

—¿Y no preferirías a un líder que pueda perdonarte?

—El bien del mundo es más importante que el mío —sentenció Akasha.

—Hasta nuestros días, los santos de Libra han existido para apoyar al Sumo Sacerdote, como jueces imparciales que solo responden a Atenea. Esa imparcialidad a veces juega a nuestro favor y otras en contra, no puedo jurar que la inamovilidad impuesta por el Viejo Maestro del Monte Lu, mi antecesor, fuera una decisión que yo no tomaría.

—En ese caso, dejemos que nuestro maestro siga ocupando el puesto que le corresponde, tal y como Atenea quería —cortó Akasha, levantándose con brusquedad.

Por el contrario, Arthur estaba más relajado que nunca. Con toda tranquilidad, abrió la botella y llenó a las copas, para luego lanzar una pregunta al aire.

—Triela, ¿crees que yo sería un buen Sumo Sacerdote?

En el mismo instante en que su nombre empezó a ser pronunciado, Triela apareció cabecean de lado a lado, como si ya previera lo que le iba a decir.

—¿Es por haberte llamado matona? ¿Preferirías un líder mentiroso?

Triela, siempre particular, trató de darle un coscorrón. Si Arthur no lo hubiese esquivado, Akasha intuía que ni siquiera él habría salido ileso.

—¿Y Akasha? ¿Apoyarías su nombramiento? —preguntó Arthur, escondiéndose detrás de la santa de Virgo, algo más bien cómico considerando la diferencia de altura entre ambos. Akasha, demasiado sorprendida como para reír, estaba muda del todo.

«¿A qué estás jugando, Arthur?»

No tuvo tiempo de convertir ese pensamiento en palabras, pues Triela había hecho lo impensable: asintió, a tal velocidad que resultaba un movimiento hilarante, encantador y hasta temible. Aprobaba de esa forma la broma pesada de Arthur, a pesar de que apenas habían hablado una vez, si es que por hablar se entendía dar explicaciones a un verdugo tan silencioso que se había ganado el sobrenombre de la Silente. En eso podía resumirse la relación entre ambas, en el encuentro de Akasha y Lucile con la implacable trinidad que formaron dos años atrás Arthur, Sneyder y Triela. Más allá de ese evento, el inicio de su exilio, lo único que compartían era la condición de santo femenino de oro que alguna vez entrenó bajo la tutela de Kanon de Géminis.

Aceptó la copa que Arthur le ofrecía por pura inercia, apenas notando en ese momento que se había levantado. En los ojos del santo de Libra veía la seguridad en la victoria y ella ni siquiera sabía que estaba en una pelea. ¿Cómo saberlo, si ya había aceptado el destino que le había tocado? Las copas chocaron y Arthur bebió un sorbo. Ella, bajo la máscara de oro, dejó la suya intacta.

—Maldita sea la generación que no supera a la anterior —sentenció, firme—. Es posible beber líquido en pequeños sorbos, ¿no? Me aseguraré de que nada se derrame.

—No —susurró Akasha—. Ya he tomado demasiado esta mañana.

Segura de que Arthur insistiría mientras tuviera la copa en la mano, la fue a dejar en la mesa, sorprendiéndole no encontrar la botella. Dio un giro, mirando a todos lados sin hallar otra cosa que a Azrael y los Arqueros Ciegos terminando de limpiar.

Al final, de reojo, pudo ver a Triela subiendo las escaleras con una mano sosteniendo la máscara, y la otra frente a su cabeza, agarrando la botella. El sonido del líquido bajando por la garganta, sin descanso alguno, era tan claro y descarado que Akasha no pudo aguantar la risa. La copa se le escurrió de los dedos, aunque pudo volver a recogerla antes de que cayera al suelo siquiera una gota.

—Lo siento, lo siento —se disculpaba una y otra vez, tratando de dejar de reír. Colocó al fin la copa sobre la mesa.

«Quizá Triela se quede con sed.»

—Estaba sobria cuando te confirmó como una candidata al trono papal.

—Creía que este era un tema serio —dijo Akasha—. Pretendía liberar a Poseidón y aprovechar el poder de un dios para eliminar a Caronte, si eso no sucedió fue por una cuestión de mero azar. Esta no es una falta que el Santuario pueda perdonar.

—Es cierto, para un ser humano, las decisiones que has tomado son inexcusables y la pena mínima es el encierro de por vida. No obstante, como representante de Atenea, lo que a todos parece una locura puede ser en realidad una decisión sabia.

—¿Incluso liberar al némesis de la diosa a la que pretendes representar? —insistió Akasha—. Es absurdo.

—Estoy seguro de que eso pensó nuestro maestro, Kanon de Dragón del Mar, general del Atlántico Norte, cuando Atenea lo escogió como Sumo Sacerdote.

 

***

 

Lejos del Santuario y de lo que allí se fraguaba, Garland de Tauro veía el océano como lo hizo hacía tanto tiempo. En esa era en la que historia antigua y las leyendas se entrelazaban, un hombre recibió la más dolorosa noticia que podía imaginar, y ni tan siquiera le quedaron fuerzas para corroborarlo y descubrir que todo había sido un simple malentendido. Un gran rey, padre de un héroe de comparable grandeza, se lanzó a las aguas creyendo a su hijo muerto, y de ese modo dio nombre a aquellas aguas: el Egeo fue bautizado con la sangre y el error del hombre. La voluntad de los dioses, así como la del mundo que crearon, era en verdad cruel.

Caminó hacia el borde del promontorio, cuestionándose si él no se había vuelto tan cruel como los inmortales, por todo el tiempo que había vivido. Pensando en ello, se quitó el casco para rascarse con la otra mano el blanco cabello; siempre le picaba en momentos como aquel, en que tomaba una decisión impulsiva. Hacer algo así era normal para los mortales de breves vivas, no para él, no para su vieja mente

«Verdaderamente vieja. No —se corrigió—, antinaturalmente vieja.»

Sostuvo el yelmo con ambas manos. Estaba tan limpio que podía verse reflejado en él, compartiendo con el dorado metal todas sus preocupaciones.

«Dioses. A veces es tan difícil hacer lo correcto. Quisiera volver a ser lo que era.»

Notó la presencia de Sneyder desde antes de que llegara al cabo, entre él y las ruinas del templo de Poseidón. Aun así, fingió sorpresa al girar y verlo vistiendo el manto de Acuario y la capa blanca que lo distinguía como general de la división Fénix. Contra todo pronóstico, el Pacificador había aceptado su desafío.

—Veo que entre tus defectos no está la cobardía —aprobó Garland, acercándosele con cortos y sonoros pasos. Una vez estuvo a un metro de él, se colocó el casco y adoptó una posición ofensiva—. ¿Quieres dar el primer golpe?

—Todavía estás a tiempo de retirarte.

—¿De qué hablas? ¿Es lo que te ha dicho Arthur? —cuestionó Garland—. Ah, ya veo, solo estás seguro cuando tu enemigo es más débil que tú.

—Dices cosas extrañas. Nunca he enfrentado a alguien más débil.

—Hace cinco años… —empezó Garland.

—Akasha es mi igual, como lo sois tú y Shaula. Los cuatro somos generales.

Garland apretó los dientes y cerró los puños, tratando de contenerse. Fue inútil, pues antes de poder hablar, ya había dirigido un manotazo hacia la cabeza de Sneyder y este había reaccionado formando la Espada de Cristal, que bloqueó el envite.

—¡Hablo de la Pacificación!

—Quienes servimos a la justicia no enfrentamos el mal, solo lo destruimos.

Así habló Sneyder, sin el más mínimo remordimiento. Furioso, Garland lanzó una andanada de golpes brutales que el santo de Acuario detuvo a duras penas, retrocediendo ante aquella montaña de hercúleo peto y amplias hombreras picudas. En comparación, si bien Acuario se veía como la noble vestidura de un héroe de leyenda, Tauro era una fortaleza inexpugnable que la Espada Cristal no podía atravesar. No de un solo golpe. En eso confiaba Garland al atacar abandonando toda idea de defenderse.

Solo en el último momento, el santo de Tauro entendió el error que había cometido. La fuerza bruta no era suficiente para alguien como Sneyder.

—¡Mis puños…!

Desde los dedos dorados hasta el codo, los brazos y manos de Garland estaban cubiertos del más sólido hielo, dejándole a merced de Sneyder. Este, lejos de ser misericordioso, apuntó al vientre del hombre.

La Espada de Cristal llegó hasta el dorado metal un instante antes de que Garland lo atrapara con las manos, ya libres de la congelación y cubiertos de un aura vibrante, precedente de su Tabla Rasa. Habiendo aprendido la lección de no tocar demasiado el hielo de Sneyder, todo un incordio hasta para un santo de oro, Garland desvió la espada y descargó un puñetazo en el rostro del santo de Acuario. ¡La fuerza capaz de distorsionar el tiempo y el espacio tenía que hacerle cambiar de expresión!

El mundo entero pareció temblar en el momento en que el golpe fue ejecutado, incluso el cabo de Sunion, mítica prisión que el Santuario utilizara en tiempos remotos, siguió remeciéndose un rato después, mientras Garland se preguntaba qué había pasado.

Su puño, detenido en el aire, no había alcanzado a Sneyder, quien miraba indiferente hacia abajo, al corte que la Espada de Cristal dejó en el brazal derecho de Tauro en ese instante fugaz. Garland se maldijo por su temeridad; incluso si aquella hoja helada no alcanzó la piel, sí que la había dejado al descubierto desde el codo hasta la muñeca. Y no solo eso: a diferencia de la congelación superficial de antes, el filo de la Espada de Cristal era una manifestación pura del Cero Absoluto; desde el momento en que rasgó el metal dorado, le había dado muerte. Solo Kiki podía repararlo.

—Buen golpe —tuvo que admitir Garland—. No pensé que elegirías atacar en vez de esquivarlo. Si hubieses fallado, quizás no conservarías esa cabeza tuya.

—Dices cosas muy extrañas. No he sido yo quien te ha detenido.

Sneyder balanceó la Espada de Cristal mientras hablaba. Frente a los ojos muy abiertos de Garland, que de un momento a otro se sentía más ligero, la hoja de hielo que apenas había podido mellar se partió en dos, deshaciéndose en polvo diamantino antes de caer al suelo. Solo entonces, el santo de Tauro entendió que no había sido él quien había estremecido los cimientos del espacio-tiempo, sino un tercero. Un entrometido.  

—Hace mucho tiempo que no conocía a un monstruo como tú, Arthur de Libra.

—Tomaré eso como un cumplido, ya que es de tu parte, Garland de Tauro.

La voz vino de todas direcciones, precediendo la aparición del afamado Juez del Santuario. Vistiendo el séptimo manto zodiacal, con las doce armas de Libra a la vista, Arthur era muy distinto al sujeto de descuidada vestimenta que pasaba las tardes en Rodorio hablando con el viejo Sixto y su nieta. No era raro que en la guardia los confundieran como dos personas del todo distintas, al menos en una primera impresión. Bastaba profundizar para darse cuenta que solo había uno como él, severo, inflexible, la clase de líder del que hombres como Sneyder aceptarían órdenes.

—Contigo ya somos tres generales aquí —dijo Garland—. ¿Shaula viene contigo?

—Me temo que cada general conspira a solas. Me alegra verte por aquí, Sneyder, eso me facilitará el trabajo, siempre que no pretendáis seguir este duelo. Más allá del resultado, es evidente quién perderá: Atenea, el Santuario, el mundo. En ese orden.

Mientras que Sneyder se limitó a asentir, Garland bufó, mostrando una amplia sonrisa.

—Solo pensaba partirle algunos huesos.

—Es por eso que perderías —dijo Arthur—. El único escenario en el que podrías vencer a Sneyder es en una lucha a muerte en la que no le subestimes. Tu Tabla Rasa, que eliminó a la Abominación del Pacífico, no es la clase de técnica con la que un santo de oro puede lidiar en condiciones normales. Si no recurres a ella, da igual que seas más fuerte, Sneyder te dará al menos un golpe y eso le basta para incapacitarte.

La sonrisa desapareció del rostro de Garland ante aquella predicción, por cierta. Bastaba ver la grieta en el brazal dorado. Un poco más y le habría atravesado la piel y el hueso.

Lamento de Cocito, la maldición que utilizó con una compañera de armas.

—No tenía autorización para ejecutarla —fue la única defensa que dio Sneyder.

—Sé lo que haces cuando tienes autorización, Pacificador.

Mientras hablaba, Garland hizo amago de acercarse a Sneyder, pero solo pudo dar un paso. La presión gravitatoria se elevó de repente en torno a él, haciendo vibrar el manto de Tauro sin causar la más mínima perturbación en el cabo.

—Dejemos la compasión por los desvalidos guardias y aprendices a la única general que es buena de corazón. Entre los tres, podemos admitir que la Pacificación, de haberse completado, habría dejado a Hybris sin fuerza ejecutora estos cinco años.

—Así que es cierto. Tú lo ordenaste —acusó Garland.

—Eso carece de importancia —dijo Sneyder—. No es por eso que está aquí.

—Estoy aquí porque se avecina una guerra, compañeros, el ejército de los vivos contra las huestes de Hades, tal vez comandadas por Caronte y otros más como él. Podemos ganarla, siempre que contemos con todos los santos en activo, de bronce, plata y oro.

—¡Díselo a este asesino!

—Soy una herramienta de la justicia, no de los intereses del Santuario.

 

Arthur negó con la cabeza. ¡Qué tercos podían ser aquellos dos! De un lado estaba Sneyder, de rostro pétreo que rara vez variaba; del otro Garland, un hombre tan anciano como sabio, que empero se caracterizaba por unas emociones que afloraban vivas e intensas, en las no muy frecuentes ocasiones en que esto ocurría. Tal vez debió haber permitido que aquellos dos limaran asperezas con la lucha, así como dejó que Akasha lidiara con el problema de la taberna. Empero, por mucho que su hermana de entrenamiento dijera lo contrario, había una diferencia fundamental entre el papel que jugaba un guardia, cualquiera, y el que estaba reservado a un santo de oro. No podía permitir que se enfrentaran entre ellos, no serían iguales que sus predecesores.

—Escuchadme —pidió el santo de Libra—, la justicia es perfecta, los humanos no. Para que la una y los otros coincidan, a veces se necesitan puentes. El perdón es uno.

Ni Garland ni Sneyder respondieron a esa declaración. El santo de Tauro, incluso, dio la espalda a ambos y dirigió la vista al horizonte, hablando entre susurros.

—La naturaleza está tan tranquila… Sería una lástima molestarla con los asuntos de un par de soldados glorificados. Pero expondré el caso al Sumo Sacerdote.

—Es lo adecuado —dijo Arthur, percibiendo en el silencio de Sneyder que hasta él estaba de acuerdo—. Sobre todo en estos tiempos, en el que un nuevo líder ha de surgir.

—Ah, no debí decirte eso. Venía de saber que mientras nuestros enemigos campaban a sus anchas un general del ejército se dedicaba a maldecir a nuestros compañeros. Lo único que mantengo de esa charla es que no tengas en cuenta a Nimrod. Ese viejo sádico pasa demasiado tiempo en la Colina del Yomi.

—En realidad, pensaba en… —quiso decir Arthur.

—Y no a mí, por todos los dioses, no pretendas que yo me siente en el trono papal —interrumpió Garland, dando un violento giro—. Ni siquiera cuando era rey me gustaba gobernar, menos ahora. Serviré al Santuario como general y nada más.

—Nadie inteligente querría dirigir a siete mil millones de idiotas —dijo Arthur—. No obstante, alguien tiene que hacerlo.

—Ya lo hace alguien. Déjalo estar. Y si no, siempre tienes a esos jóvenes que pusieron fin a las Guerras Santas. Seiya de Pegaso y Shun de Andrómeda siguen en activo.

—La guerra que nos espera es resultado de la anterior. Si tus pretensiones de Matusalén son ciertas, deberías diferenciarte de los chiquillos del Santuario que sobreestiman las proezas de esos cinco, por formidables que sean. Además —añadió Arthur—, tienen tendencia a desaparecer cuando menos lo esperas.

—¿Mis pretensiones de Matusalén? ¡Vuelve a decir eso y compartirás lecho con el rey Egeo, monstruito! No nací ayer, te lo digo a ti como se lo digo a cada guardia, aprendiz y santo que duda de mi edad, del mundo que he visto y de las eras que he vivido. Por eso sé que los que son listos como tú no dan tantas vueltas para llegar a ninguna parte. Nadie te parece un sucesor idóneo para el Sumo Sacerdote más que tú, ¿verdad? Si a eso querías llegar, adelante, propónselo, no creo que lo hagas peor que Su Santidad.

Tras tan airado discurso, emprendió camino hacia al borde del promontorio, bajo el cual sin duda pensaba encerrar a Sneyder una vez lo derrotara. Eso era lo que imaginaba Arthur, por lo menos, sin por ello entender cómo el destino de Akasha podía preocuparle tanto a quien decía haber vivido más que el Viejo Maestro del monte Lu. Era todo un misterio, uno que quizás jamás dilucidaría.

Por suerte, él mismo no era tan difícil de leer.

—Te equivocas Garland —dijo Sneyder, hasta ahora un observador más de la escena—. El candidato de Arthur para el trono papal no es él. 

Cuando el santo de Acuario nombró a quien habría de suceder al Sumo Sacerdote, el destino del mundo dio un brusco giro. Todos allí pudieron sentirlo, de un modo u otro.


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Rexomega

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Publicado 16 noviembre 2020 - 16:12

Saludos

 

Capítulo 51. Guardia de Acero

 

Más de treinta años atrás, Aioros de Sagitario confió la vida de Atenea al magnate japonés Mitsumasa Kido. Tal evento era conocido por todos en el Santuario e incluso el rumor se había propagado por Rodorio gracias a las indiscreciones de la guardia, algo que había venido bien a la primera y más antigua posada de la villa, donde según se decía el propio Mitsumasa Kido se había alojado aquel día.

A ese local, El Arca, había teleportado a Makoto el maestro herrero de Jamir, Kiki, luego de encontrárselo inconsciente por la zona de la taberna secreta de la guardia, vestido como un soldado raso y apestando a alcohol. Todo quedó explicado más adelante, cuando se lo llevó antes de que lo viera alguno de los guardias que estaban saliendo de la taberna a la vez que transmitía las instrucciones de Arthur de Libra a la división Pegaso y el Sumo Sacerdote. Al parecer, los Arqueros Ciegos le habían dado a Makoto las ropas de un vigía con muy mal beber, de lo que este se quejó a viva voz de tal forma que Triela, quien iba en busca de Azrael, lo mandó a dormir.

—¿Qué le hecho yo a la Silente? —preguntó Makoto una vez escuchó las deducciones de Kiki, pues para él el golpe había sido de un ser invisible.

—Puede que pensara que te ibas a comer a sus chicos. Te enojas con demasiada facilidad —aventuró Kiki, y alzando el dedo para detener la réplica de Makoto, añadió—: Tengo muchos problemas ahora mismo: mis pupilos, la vigilancia del Santuario, la reunión con el grupo Asamori…

—¿Qué es el grupo Asamori? —preguntó Makoto, confundido.

—Ah, ya sabes. Los encargados del proyecto Edad de Hierro —explicó Kiki.

—No, no sé qué es eso.

—De lo que nos hemos estado encargando yo, Spartan, el profesor Asamori y su nieta, con el apoyo financiero de la Fundación y algunos empresarios acaudalados de Europa, entre ellos Julian Solo. Se suponía que teníamos que ver los resultados hace seis meses, pero pasó la batalla en el Pacífico, Akasha acabó en coma, despertó y se fue al Santuario sin avisarme… ¿Sabes lo que cuesta concertar una reunión inesperada en un solo día? Solo la medianoche la tenían libre. ¡Algunos! Por todos los dioses del Olimpo, me había acostumbrado a Jamir estos últimos meses. Tengo tanto que enseñarles…

Conforme las palabras de Kiki salían sin reparo, Makoto se iba mostrando más y más confundido. Era evidente que no entendía nada de nada.

—¿Por qué se exige tanto, señor Kiki?

—¡Exacto! No tengo por qué exigirme tanto. Vigilar el Santuario ya es tarea suficiente por esta noche. ¿Podrías hacerme un favor, Makoto?

El santo disfrazado de soldado tardó en contestar, dudando de él. No lo culpaba.

—Siempre que me explique qué está pasando.

—En resumen, Akasha y Azrael vendrán aquí en cuanto acaben esa charla con Arthur de Libra a la que yo no estoy invitado —comentó Kiki con una pizca de enojo—. También un par de personas, una a la que conoces y otra que te caerá bien, seguro. Esperan ver el resultado de un proyecto que va a revolucionar la cuarta casta del ejército de Atenea. ¡Y tú se lo vas a mostrar en la mejor calidad posible!

De un momento a otro, la cautela de Makoto se transformó en recelo.

—Esto no me está gustando, creo que…

—Es simple —prosiguió Kiki, sin hacerle caso. Golpeó el suelo con el bastón un par de veces, generando trece burbujas en las que aparecían imágenes de varios rincones del mundo—, me servirás como enlace, compartiendo mis sentidos y mi poder. Solo tendrás que estar presente cuando Akasha se reúna con el grupo Asamori y haré que vean los resultados del proyecto a través de ti, así esté a un mundo de distancia.

—¿Mostrárselo? ¿Con esas burbujas? No entiendo nada, señor Kiki. ¿Por qué Akasha y Azrael se tienen que reunir ahora con un empresario? ¿Qué están tramando?

—Sí, estas burbujas, Esferas de Cristal —fue lo único que respondió Kiki antes de enviar cada una de las esferas al cuerpo de Makoto, quien cayó inconsciente una vez la última desapareció en su turbado rostro—. Lo siento, chico, este proyecto debe finalizar antes de que Akasha sea juzgada. Podría ser la diferencia entre condena y salvación.

Tras ese susurro, que nadie oyó, Kiki desapareció del lugar.

 

Despertó tiempo después presa de una gran confusión. Estaba vestido como un guardia, al igual que hacía media vida. Makoto, el niño que había renunciado a una vida cómoda bajo el ala de la Fundación por una austera, dura y riesgosa en el Santuario; Makoto, el incrédulo que capeó la tormenta de información orquestada por la Fundación a través de todos los noticieros del mundo, que tachaban las Galaxian Wars de una mezcla de efectos especiales y excepcionales casos de fuerza sobrehumana; Makoto, quien soñó con convertirse en santo incluso después de que Seiya, preso de una maldición divina, dejara de visitarlos. Aquel huérfano de Japón acabó siendo un simple soldado armado con una lanza, envuelto en una vida que arriesgaba a diario, cada vez más cerca de una muerte sin importancia. No había logrado ser un santo, no estaba destinado a serlo.

Por suerte, pronto pudo hacer memoria, recordando la peor petición de ayuda imaginable; que seguía siendo el santo de Mosca, solo que disfrazado de guardia, y que lo era gracias a Akasha, aquella persona hoy caída en desgracia, que tiempo atrás le dio la oportunidad de probarse a sí mismo. Gracias a ella, pudo tomar por segunda vez la decisión más importante de su vida, y lo hizo con tanta seguridad entonces como cuando era un crío. Era un hijo de las estrellas, después de todo.

Lo que no era tan digno eran los rugidos que su estómago estaba desatando. Los que servían a la diosa tenían un poder mayor al de los ejércitos del mundo porque lo habían cultivado a conciencia, lejos de una vida ociosa, banal, que minase su espíritu de lucha. Él creía en esa verdad como pocos, él creía en las reglas que habían convertido a los santos de Atenea en una orden invicta, por encima de los placeres terrenales.

—Incluso así, es duro —susurraba—. Demasiado duro.

Estaba recostado al lado de una sala que no se atrevía a mirar, tentándole ya los olores de jugosos platos que se preparaban allá. El contraste con la comida del hospital era tan brutal que se le hacía la boca agua. Avergonzado, se golpeó las mejillas con fuerza y se levantó. Tenía que escapar de allí, del increíble y tentador olor.

—Cuidado, soldado —le dijo un hombre con el que acababa de chocar—. Oh, yo te conozco… ¿Makoto?

Todavía desorientado, el santo de Mosca tardó en distinguir al sujeto: alto, de rostro sereno y abundantes patillas, vestía un largo abrigo color verde claro, destacando un águila dorada en el cuello, de la que partía la cremallera. Se quedó demasiado tiempo mirando aquel símbolo, como constató al notar la incomodidad en aquel viejo conocido.

—Señor von Seisser —saludó, haciendo una ligera reverencia. Hacía un año que aquel hombre había dejado la política, pero seguía siendo parte de la aristocracia.

—Señor Seisser, en realidad —le corrigió, relajando la situación con una sonrisa—. O puedes llamarme Ludwig directamente. ¡Te debo nada menos que la vida de mi esposa!

—Su esposa, sí. ¿La señora Mischa se encuentra…?

—Demonios, Makoto. ¿Cuándo te convertiste en un borracho?

Podía excusarse de no recordar a Ludwig, una misión en medio de dos años de espionaje en la que la casualidad quiso que el ahora emprendedor los viera a él y a Geist sin la armadura negra, pero ¿cómo no había reconocido a Tatsumi? Siempre correcto en el vestir, sin excesos, y rematando el rostro más severo del mundo con aquel espeso bigote que se había dejado crecer a lo largo de la última década.

«El Santuario tiene toda la razón en alejarnos de los lujos —reflexionó Makoto—, ¡me estoy comportando como un verdadero inútil!»

—¿También te quedaste sordo?

—¿Eh? No, claro. ¿Borracho? Señor Tatsumi, yo no bebo.

—Pues apestas a alcohol, muchacho. Entre eso y que te veo acostado en el suelo… En fin, da igual. No sabía que le conociera, señor Seisser.

—Ludwig —insistió el hombre, al parecer, más humilde de lo que uno podría esperar de tan importante personalidad.

Mientras aquel par seguía una charla pendiente, Makoto cayó en la cuenta de que Tatsumi y Ludwig debían ser los hombres de los que Kiki le habló, benefactores de aquel proyecto que revolucionaría a la guardia del Santuario. Se suponía que debía acompañarlos hasta que se reunieran con Akasha y Azrael. Entonces…

«Pasará algo —pensó Makoto, sin saber bien qué—. ¿Me convertiré en una cámara de vídeo?¡Debió ser más preciso en las explicaciones! ¡Maldito duende pelirrojo!»

—Quizá no sea un buen momento, señor Noah. No parece estar de humor…

La boca alzada, el ceño fruncido y el puño apretado, daban a Makoto una apariencia entre cómica y preocupante, según quién lo viera. Estaba demasiado ensimismado para darse cuenta de la imagen que estaba dando al público.

—Yo tampoco lo estaría con la mano vendada —dijo el señor Noah, con una voz que Makoto conocía, a pesar de solo haberla escuchado una vez.

—Oh, cierto, ¿todavía no te has curado de esa minucia? Estos jóvenes de hoy en día solo saben emborracharse y perder el tiempo. Como sea, Makoto, ya que conoces al señor Ludwig von Seisser, solo me resta presentarte a uno de nuestros principales colaboradores. Noah, Gestahl Noah.

Makoto enmudeció, del todo paralizado de la impresión. El hombre que Tatsumi le señalaba, quien ahora le extendía la mano, era Altar Negro, el principal líder de Hybris.

—Akasha tampoco le devolvió el saludo —comentó Ludwig luego de un rato—. ¿Acaso el señor Noah se ha ganado la enemistad del Santuario mismo?

Es un placer volver a verte, Makoto, Unicornio Negro. —Gestahl se dirigía a su mente, como un filoso cuchillo paseándose por la superficie de su cerebro—. Si sigues comportándote de un modo tan extraño, Seisser y Tatsumi sospecharán.   

Así que, después de todo, usted también nos espía —respondió Makoto por el mismo medio. Para tranquilizar al par de empresarios, se permitió un sencillo apretón de manos—. ¿De dónde procede el dinero que ha estado ofreciendo? 

Estafa, terrorismo, tráfico ilegal de todo tipo… Hay tantas actividades criminales como trabajos honestos, y por supuesto, muchas de ellas reúnen sumas astronómicas de dinero mal habido. Hemos arrebatado esa riqueza, fruto de la injusticia, a los malvados para ayudar a construir un mundo en el que los justos prosperen.

Puede ahorrárselo —dijo Makoto, apartándose—. ¿Qué pretende relacionándose con la Fundación? ¿No habría tenido más sentido infiltrarse en el Santuario?

Sería lo lógico, en un mundo en el que Saga de Géminis no hubiese tomado ese camino. Por culpa de ese miserable —añadió, con una leve sonrisa—, controlar el Santuario desde dentro se ha convertido en un cliché.

Lo diré, todos sabrán de esto, yo… —A cada par de palabras, Gestahl asentía, dejando claro que daba por sentado que así sería, y no le importaba.

Yo no tengo tantas preguntas como tú, solo una. Dime, Unicornio Negro, ¿Agrius, Theon y Geist, sufrieron antes de morir?

Si la conversación había sido la promesa de una tortura inimaginable, la pregunta de Gestahl era la confirmación de toda expectativa. A lo largo de una eternidad, la voluntad de Makoto se anuló por completo, al tiempo que toda sensación quedaba empequeñecida por un dolor inexplicable, como oleajes que removían todo el interior de su cuerpo, revolviéndolo de maneras imposibles. Cuando al fin volvió a ser consciente de sí mismo, abrió la boca para gritar, y vomitó. Una y otra vez, escupió un líquido de aspecto y olor nauseabundo sobre el traje de Gestahl Noah, quien lo sostenía.

—Es mejor que vayas a un hospital —comentó Altar Negro, todo cinismo.

—No, estoy bien. —Makoto se apartó con brusquedad, todavía mareado. Tenía los ojos enrojecidos, y de los orificios de la nariz bajaban líneas de sangre que, en sus labios, se mezclaban con el amargo sabor del vómito—. Gracias, y… Lo siento.

—No es nada. La ropa es fácil de sustituir, a diferencia de la salud. —Gestahl miró a Tatsumi y Ludwig, quienes por educación evitaban decir nada—. Señores, no parece que sea del agrado de la señorita Akasha, pero como inversor no creo que sea descabellado pedir un informe sobre nuestro proyecto en común.

Estuvieron de acuerdo, claro. Tatsumi no debía saber nada sobre la verdadera identidad de Gestahl Noah, y aun si Ludwig la conocía, ¿qué iba a cambiar? No fue el Santuario quien salvó a su esposa, sino Hybris. Makoto no aportó nada más, temeroso a su pesar del poder que aquel hombre había exhibido.

«Estuvo a punto de apagarme, me iba a matar. —Recordando lo que pudo percibir de aquel suceso, entre la pérdida y el regreso de su consciencia, visualizó a Altar Negro mirando a una dirección en la que no debía haber nadie—. Alguien me salvó, pero ¿quién? Un hilo, un hilo dorado vino hasta mi cerebro…»

Por instinto, Makoto se tapó la boca con la mano sana, sintiendo que estaba por vomitar de nuevo. Cuando la apartó, solo vio sangre. Ludwig insistía en que lo mejor era que lo viera un médico, incluso habló de un conocido en Atenas.

—¿Qué ha pasado con los santos de Atenea? —espetó Tatsumi, de intención radicalmente opuesta a la de Ludwig—. En otro tiempo, hasta los aspirantes aguantaban cien latigazos sin abrir la boca, ¡y eran niños! Anda, ve a que te vea un médico.

Makoto parpadeó, anonadado. Nunca antes esa petición le había sonado tan despectiva. ¡Lo mismo hubiera dado que le dijera una y otra vez llorón, entre otras palabras por el estilo! Más por el deseo de contradecir a aquel estricto anciano que por otra cosa, esbozó la más forzada de las sonrisas.

—Estoy bien, en serio —aseguró, manteniendo la expresión un minuto largo, pese al gesto burlón de Tatsumi.

Cerca de la salida, Gestahl hablaba con el posadero, acompañado por lo que parecía ser su guardaespaldas, un joven uniformado que no le sonaba de nada. Tras unos segundos, miró a Makoto por encima del hombro: un joven imberbe y de facciones afiladas que no parecía tenerle mucho aprecio; al contrario, le daba la impresión de que quería matarlo. «¿También conocía al grupo de Geist?»

—Si has venido hasta aquí, asumo que quieres ver a Akasha —apuntó Tatsumi, certero—. Nosotros también venimos a verla, podría decirse.

—¿De verdad puedes? —preguntó Ludwig con franca preocupación—. La prudencia no te hace menos hombre, por mucho que te haya dicho este viejo granuja. —Palmeó a Tatsumi con fuerza, a lo que el responsable de la Fundación Graad se limitó a reír.

—¿Qué puedo decirle, señor Ludwig? La fortuna favorece a los audaces —citó Makoto—. Y hoy me siento de lo más audaz.

—¡Es porque estás borracho! —insistió Tatsumi. 

 

***

 

Seis meses atrás, en una ciudad como cualquier otra, un oficinista era emboscado en un callejón. No tenía mucho dinero, solo la paga recién cobrada, pero eso era suficiente para los maleantes que mandaban en el barrio, un quinteto armado con navajas, puños de hierro y una pistola automática, el as en la manga del líder.

—Por favor, por favor, no. Es todo lo que tengo.

El ruego de aquel hombre no iba dirigido a los delincuentes, no eran pronunciadas para que alguien las escuchara, ya que sabía que cuando esas cosas sucedían, no había nada que hacer. Si sobrevivía, no iría a la policía, no tenía valor para eso. Así era el día a día en aquel barrio, como lo era en muchos otros: a veces, uno tenía suerte; otras, no.

Ese desequilibrio era lo que Hybris enfrentaba en verdad, de más de una forma. La limpieza, ejecutada por los Cazadores como Soma de León Negro, era una de ellas.

—¿Me puedo unir a la fiesta? —dijo el hijo Ban, quien en ese momento, cubierto por la armadura negra, era la viva imagen de su padre.

Todos lo vieron con miedo, hasta el pobre desgraciado al que ya le habían dado unos cuantos golpes. Era lo normal; después de cinco años de asesinatos en el bajo mundo de toda ciudad que pudiera marcarse en un mapa, ni siquiera el Santuario había logrado impedir que los caballeros negros fueran al menos un rumor.

Tres de los delincuentes saltaron sobre él rajando el aire como locos, en un vano intento de amedrentar al recién llegado. Desde su punto de vista, debían ser muy rápidos; para Soma, eran hormigas en ámbar haciendo el tonto. Se compadeció de ellos, tanto como un soldado de Hybris podía: en un parpadeo, golpeó con fuerza el estómago de esos tres, dejándolos inconscientes en el acto, para luego apartar de un empujón al que seguía atrapando al oficinista, que salió corriendo con el preciado sueldo en la mano.

—¡Escóndelo, pedazo de animal! —le gritó Soma entre risas, al tiempo que el líder desenfundaba la pistola—. No debiste hacer eso.

Llevaba demasiados años en el oficio como para dedicar frases geniales a pobres diablos como aquel, así que sin añadir nada más, le dio un puñetazo en la cara que le aplanó la nariz y le reventó la boca. Los dientes perdidos volaron al cielo junto a la bala, que el ladrón llegó a disparar mientras caía al suelo, inconsciente.

—¿Me lo he cargado? —dijo Soma, con esa odiosa preocupación que de vez en cuando le daba—. Si le he pegado flojito… Y los demás…

Todos seguían inconscientes, aunque intactos. Como mucho, tres tendrían algunos huesos rotos por haber calculado mal los golpes, en especial al que dio un empujón. Este último, el del puño de hierro, yacía apoyado en una pared agrietada que podía caerse de un momento a otro. Como de costumbre, se había pasado.

—¿Y qué más da? El mundo estaría mejor sin ellos —soltó Soma, desplegando seis bolas de brillante fuego esmeralda—. Sin siquiera recordarlos.

Podría hacerlo. Matarlos, desaparecerlos. Para borrar del mapa a las organizaciones criminales dedicadas a la trata de blancas, había tenido que reducir a cenizas más de un edificio frente a la atenta mirada de la oficial Geist, la que fue su superiora. Pero las acciones de tales grupos se le antojaban lo bastante perversas como para aliviar sus remordimientos, no era capaz de medir a todo aquel que delinquiera con la misma vara, a diferencia de muchos de sus compañeros. En especial cuando los veía desamparados, malheridos. Matarlos en ese estado era hacer lo mismo que esa clase de gente hacía, convertirse en un criminal que debía ser cazado hasta el mismo día de su muerte.

—Una chispa mía y desapareceríais. Mucha gente aquí me daría las gracias.

Así habría pasado, y sin embargo, Soma se limitó a verificar el pulso del jefe de los ladrones y el del puño de hierro, antes de salir.

No podía imaginar que ese acto le había salvado la vida.

 

Siguió recorriendo las calles de la ciudad un buen rato después, acabando en el lugar donde debía reunirse con sus nuevos subordinados. Debían preparar un buen golpe a la mafia local, un espectáculo que obligara a las ratas a esconderse en las alcantarillas, pero no había nadie ahí. Ni un alma. Si podía fiarse de sus sentidos, y lo hacía, todos los edificios en derredor estaban vacíos tanto de civiles como de caballeros negros.

—No, todos no. Allí hay…

El resto de la frase fue ahogado por el disparo más sonoro que recordaba haber escuchado, el cual esquivó por reflejo. Era un caballero negro; mientras estuviera despierto, no tenía nada que temer de las armas de fuego, sin importar el calibre.

—¿Quieres vengar a algún compañero asesino al que hemos dado su merecido, eh? —preguntó Soma a aquel francotirador, posicionado en la azotea de un edificio lejano—. Bien, te espero, dame todo lo que tienes, antes de que te baje de las nubes.

Tal bravuconada fue lanzada al aire sin ser escuchada, por supuesto, pero si los siguientes tiros fallaron no fue porque Soma se molestara en evadirlos. Se quedó de pie, listo para recibir aquellos proyectiles que rasgaban ardientes el aire y atravesaban el asfalto, las farolas, los coches y las paredes sin perder fuerza; ninguno le acertaba, ni siquiera de refilón. El francotirador, en todo momento posicionado sobre el edificio más alto del lugar, lo estaba probando. Soma, molesto, decidió demostrarle lo inútil que era jugar con un león: adivinó la trayectoria de la última bala y saltó hacia donde caería, extendiendo la mano para atraparla y aplastarla en un solo movimiento.

—¿Qué demonios…? —gritó Soma al ver que la bala se le escurría entre los dedos. ¡Era demasiado rápida hasta para él!—. Tendré que…

De pronto, todo el lugar se cubrió de un humo blancuzco en el que la vista dejaba de ser un sentido fiable. Antes de que pudiera recurrir al resto de sentidos, una presencia se le acercó por detrás, dándole un latigazo. Giró, tragando para sí el dolor que le suponían los miles de voltios que le recorrían el cuerpo, y de ese modo pudo ver al atacante y el arma que portaba: la primera impresión era correcta solo en parte; hasta ese momento, nunca había visto un látigo que fuera una corriente eléctrica uniendo piezas de metal.

Uno de los subordinados de Soma, caballero negro de Fénix, se interpuso entre ambos, encarando al extraño enemigo con un valor encomiable.

—¡Señor Soma, nosotros nos ocuparemos de…!

La hombrera estalló al son de un nuevo disparo, esta vez certero. Fragmentos de metal cayeron al suelo, ensangrentados, mientras el Fénix Negro caminaba hacia atrás entre tambaleos. El enemigo al que pensaba enfrentar le rodeó el cuello con su látigo, y el voltaje lo puso de rodillas de inmediato, pero para entonces Soma ya se había ido.

Batallas semejantes se sucedían por todo el lugar. De una parte, los rasos de los caballeros negros, sombras de Fénix cuya fuerza recaía no en la habilidad, sino en el número. Quienes ahora enfrentaban, parecían hombres comunes, desconocedores de los secretos del cosmos, aunque no faltos de capacidad sobrehumana. Unos disparaban desde lejos balas de increíble velocidad, mientras que otros se amparaban en el humo que habían levantado, atacando con armas de lo más extrañas.

Las sombras respondían con ímpetu, lanzando golpes que ningún hombre común podría dar. La mayoría de veces, fallaban, ya que no solo debían cuidarse de los francotiradores que vigilaban en el campo de batalla —llegados a ese punto, Soma había deducido que había más de uno—, sino que el humo los cegaba. ¡Era tan injusto que aquel misterioso enemigo pudiera ver a través de aquella argucia! Pues para ninguno pasó desapercibido que en las máscaras que cubrían por completo las cabezas y rostros de aquellos soldados, brillaba la luz de una especie de visor.

Dos de cada tres golpeaban el humo, y en su frustración, caían presos bien del látigo eléctrico, bien de un sueño tan profundo como repentino. Algunos más audaces llegaban a dar un puñetazo contra la armadura de un soldado, solo para ver que su fuerza ni siquiera abollaba el peto, que tan frágil parecía a la vista. Los francotiradores no les daban tiempo a replantear su estrategia: enseguida disparaban precisamente contra el mismo brazo que utilizaron para dar el golpe, inutilizándolo de por vida. Muchos caían en ese momento, derrotados; a la única excepción le reventaron la rodilla mediante un segundo tiro, terrible pago por su valentía.

Luego estaba el loco, el uno de entre un millar que acudía al pensamiento más sencillo, siempre ignorado por quienes piensan demasiado. Simplemente saltó tan alto como pudo, hasta superar la ventana de humo que los había dejado en desventaja desde un principio, y se preparó para caer sobre el campo de batalla como un meteorito. Para él, sombra de otro hombre, era aceptable perder la vida si con ello ayudaba a sus compañeros, y dichoso si su sacrificio los llevaba al cumplimiento de su misión. Sin embargo, las intenciones se quedaron en eso, pues mientras descendía una bala le atravesó la cabeza de mejilla a mejilla.

Al final, quedaban los capaces, torturados por los alaridos de dolor de quienes, más débiles que ellos, habían sucumbido. Combinando años de experiencia y reflejos entrenados hasta el límite, un par de sombras esquivaban los disparos de los francotiradores y rehuían a quienes los perseguían. Rezaban por un muro que los pudiera proteger de aquellas balas endemoniadas, anhelaban la fuerza que pudiera atravesar aquel metal, o la oportunidad de golpear alguna parte de los cuerpos de aquellos hombres que no estuviera protegida. ¡Alguno debía caer, al menos!

Todos los ruegos fueron el vano. La esperanza quedó reducida a sobreesfuerzos innecesarios, y el agotamiento que un cuarteto de soldados supo aprovechar. Esgrimieron largas espadas que, vibrantes, atravesaron el metal negro de las sombras como el cuchillo caliente atraviesa la mantequilla. La sangre manó como saliendo de una fuente, y los dos caballeros de Fénix Negro cayeron.

El humo se disipó minutos después, dejando al descubierto a una docena de soldados. Cada uno vestía el mismo uniforme negro de las pies a la cabeza, visor y máscara antigás incluida. Por encima, algunas piezas metálicas protegían sus áreas vitales, destacando un peto triangular que cubría la mayor parte del tronco. Apenas se diferenciaban entre sí por las armas: un tercio usaba espada, aunque el tipo y tamaño variaba de uno a otro; del resto, tres portaban el látigo eléctrico, dos estaban rodeados por minúsculas criaturas semejantes a moscas, y uno se limitaba a escudo —adherido al brazal— y lanza, ambos de extraño brillo y, a primera vista, la misma composición que las armaduras. Completaban el grupo dos hombres que salían de un par de altos edificios, cada uno en un extremo del campo de batalla; los francotiradores.

«Doce hombres bien armados bastaron para neutralizar a diez sombras del Fénix —pensó Soma, sorprendido. Notó que los espadachines enfundaron sus armas, palpándose luego una especie de collar—. Sí que hemos enfadado a alguien esta vez.»

Empezó la tortura, sin esperar a que Soma diera un solo paso. Vía ondas sónicas, aquel cuarteto planeaba neutralizarlo, quizá sabiendo que no pensaba dejarlos marchar. Enseguida surgió un creciente malestar, taladrándole el cerebro como un desagradable ruido que, en teoría, debía impedirle escuchar cualquier cosa. Se tapó un oído sin parar de andar hacia a ellos, y soltó algún que otro grito, predispuesto a convencer a aquellos sujetos de que cuanto le hacían iba más allá de una simple jaqueca.

Después de una eternidad, llegó hasta uno de los espadachines. Lo hizo con los ojos cerrados y los puños listos para descabezarlos uno a uno, aprovechando que debían creer que estaba en las últimas, pero cuando los abrió no había nadie delante. El comando había desaparecido como por arte de magia, dejando tras de sí a las derrotadas sombras de Fénix. Ellos y otra persona que caminaba hacia él, siguiendo el mismo camino que lo había llevado hasta esa desastrosa batalla. Soma no necesitó girarse para saber a quién correspondía el cosmos que estaba sintiendo.

Ban de León Menor, envestido en su manto de bronce, recorrió los diez metros que lo separaban de su hijo más rápido de lo que este pudo alzar la guardia.

—Un perro que mueve la cola cada vez que su amo le lanza un hueso, no debería fingir ser el más fiero de los felinos, Soma.

El cosmos del santo de bronce se liberó como una onda de choque, empujando a Soma lejos a la vez que extinguía las seis bolas de fuego que este había generado.

—¿Esa es tu forma de saludar a tu hijito, viejo? —dijo Soma mientras se incorporaba, un segundo antes de cambiar del todo la expresión—. ¡No, idiotas!

Dos caballeros negros se interpusieron entre él y su padre: uno intacto, si se descontaba la pérdida del casco; el otro debería estar muerto.

Los justos prosperan, y los malvados son castigados —recitó el Fénix Negro a través de la telepatía. De sus mejillas, agujereadas y ennegrecidas, fluían minúsculas cascadas de sangre, manchándole el mentón.

El otro, silencioso, atacó sin previo aviso. Ban esquivó la embestida fácilmente, y le bastó un dedo directo al estómago para eliminarlo. Entre los fragmentos del metal negro que protegía al ahora muerto, el Fénix Negro de boca ensangrentada lo atacó con mayor fuerza; una llama humanoide que seguía en pie con el único propósito de inmolarse. La temperatura se elevó sin control, acompañando el último aliento de aquel guerrero. Ban respetó tal entrega, descargando el Bombardeo de León Menor como un gancho elevado que mandó a aquellos dos al cielo, donde una atronadora explosión los consumió.

—Esos soldados no querían matarnos —entendió Soma.

—Uno iba a morir de todos modos —dijo Ban a modo de excusa, antes de cerciorarse de que nadie más se levantaba—. También será tu caso, si no vienes conmigo.

—¿Ahora te gustan los perros? —objetó Soma.

—Puede que a tu hermana sí. Nunca se lo he preguntado.

—Nunca me has preguntado si quiero ir contigo.

Lo dijo con una calma que le impidió decir nada más. Cinco años atrás, le estaría reprochando la muerte de sus hombres y hasta la traición de Makoto que acabó con la muerte de Geist y los demás. Ahora entendía más que entonces, había vivido la dureza de la guerra como un ejecutor, no como una víctima, perdiendo con ello el derecho a quejarse. Y tal vez la capacidad para odiar como solo un niño dolido podría.

Ajeno a tales reflexiones, como siempre, Ban habló con la dureza habitual.

—Te vi en el callejón. Eres demasiado blando para Hybris y el Santuario. Por suerte para ti, hay alguien a quien le gustan las personas compasivas.

—Ajá —dijo Soma—. Es tu jefa a la que le gustan los perros, ¿verdad?

—En adelante, será también la tuya —dijo Ban—. Puedes recibir esa noticia con la sonrisa de un felino o con los aullidos lastimeros de un perro abandonado. Tú decides.


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Publicado 23 noviembre 2020 - 05:45

Saludos

 

Capítulo 52. Proyecto Edad de Hierro

 

En un cuarto apartado de la posada El Arca, un selecto grupo de personas observaba el evento en el que Ban de León Menor y Soma de León Negro se vieron envueltos. Las imágenes se sucedían, sin sonido, en el centro de la habitación, maravillando a Ludwig von Seisser, y sorprendiendo a Tokumaru Tatsumi, Akasha y Makoto, de cuyo cuerpo había salido la esfera que proyectaba las imágenes en el centro de la estancia.

El único que permanecía de pie, por supuesto, era Azrael. A la diestra de Akasha, enumeraba las cualidades del curioso armamento que estaban viendo.

Lupus, un cañón de riel capaz de disparar balas de gammanium a velocidades supersónicas, entre siete y veinte veces la velocidad del sonido; Andrómeda, piezas de gammanium unidas entre sí por corrientes electromagnéticas, un arma de extensión variable que despide un voltaje de entre diez mil y un millón de voltios, más que suficiente para un caballero negro; Musca, máquinas con forma de mosquito que contienen el Sandman, un somnífero desarrollado para adaptarse incluso al sistema inmunológico de quienes dominan el cosmos; Draco, lanza y escudo de gammanium; y finalmente Leo Minor, el collar de los espadachines, un arma sónica complementaria.

—¿Complementaria? —intervino Ludwig, interesado.

—Les aburriría explicando los efectos —dijo Azrael—. Sirve para causar malestar y confusión en el enemigo, convirtiéndolos en un blanco, en teoría, fácil. El gas que utilizamos en esta ocasión, junto a los visores Corvus, nos dio una victoria rápida, pero con quienes han desarrollado mejor sus sentidos y el manejo del cosmos ese tipo de estrategia sería inútil, ya que no dependen de la vista.

—Yo no veo ningún gas —se quejó Makoto, la cara larga descansando entre las manos.

—Eso es porque Kiki limpió la imagen antes de reproducirla. ¡Photoshop psíquico! —dijo Azrael, sin que nadie le riera la broma—. Bueno, ¿qué os parece? Este es el resultado del primer único proyecto militar de la Fundación, la Guardia de Acero.

—Esperaba más que un buen equipo, si he de ser sincero —declaró Tatsumi—. Los tres primeros miembros podían absorber la energía cósmica y reutilizarla de inmediato, capturar cualquier tipo de onda e incluso utilizar las ondas gravitacionales como protección. Dos bastaban para producir un huracán, ¿y el resultado final de este proyecto son balas, lanzas, látigos y mosquitos?

—Es cierto —aportó Ludwig—. ¿No había encontrado el profesor Asamori una fuente de energía virtualmente ilimitada, capaz de deformar el espacio?

—Un micro agujero negro creado artificialmente, contenido en un campo electromagnético —aclaró Azrael—. Se lo digo porque usted, señor Seisser, es parte de este proyecto, pero como comprenderá, no es algo que podamos permitir que apliquen otras naciones u empresas.

—Es por eso que los principales colaboradores del Centro de Investigación, pertenecientes a los Estados Unidos, abandonaron el proyecto en su fase final, cuando la Fundación era solo una empresa extranjera y no aliada del Santuario. ¿Cierto?

—Así es, Akasha —aceptó Tatsumi—. Sin embargo, y aun cuando entiendo que las riquezas del Santuario no pueden destinarse a este proyecto, esperaba que esa vieja relación se restableciera. Se avecina una guerra y a menor cantidad de hombres capaces, más partes del mundo quedarán desprotegidas.

—Precisamente —dijo Azrael, de nuevo invocando toda la atención del lugar—. Lo que podemos deducir de la invasión que sufrimos hace trece años, es que en esta Guerra Santa el Santuario no solo va a enfrentar a un pequeño grupo de guerreros con un inmenso poder, sino un ejército que viene del reino donde descansan todos los hombres que han muerto. ¿Cuántos enfrentaremos? ¿Millones?

—Dices que, al menos en este caso, cantidad prevalece sobre calidad —dedujo Ludwig.

—En promedio, el nivel alcanzado por los miembros de la Guardia de Acero debería bastar para la legión de Aqueronte. Esta es de hecho una innovación que debemos agradecer a la nieta del profesor Asamori. Con nuestra tecnología y recursos, era imposible reproducir los tres primeros casos exitosos, por lo que Tomomi Asamori decidió enfocar la investigación en herramientas de apoyo, defensa y ataque, antes que en la creación en masa de Santos de Acero que se esperaba al principio.

—Los santos no usamos pistolas —se quejó Makoto, mirando a Azrael con los ojos entornados—. Esos no eran santos.

—Aunque no lo sean, Makoto, no deben ser subestimados. Un disparo de Lupus puede perforar a través de cualquier material existente gracias a la velocidad y composición del proyectil. Roca, concreto, acero… Nada lo detiene.

—Prueba a dispararme con eso y veremos —masculló Makoto entre dientes.

—¿Dices que las balas están hechas de gammanium, no? —terció Tatsumi—. ¿No estás desperdiciando material valioso, asistente?

—Es desagradable decirlo —dijo Azrael, mirando de reojo a Akasha—, pero la lucha contra los caballeros negros nos ha dado acceso a grandes cantidades de gammanium. Y hemos podido reproducirlo.

—Eso es imposible —declaró Makoto, esta a vez a viva voz—. ¡Imposible!

—Lo llamamos gammanium artificial —continuó Azrael, sin hacerle caso—, a falta de un nombre mejor. En realidad, ya se habían hecho avances décadas atrás, con la investigación que el profesor Asamori realizó sobre el manto de Sagitario, partiendo de esa base y con el apoyo y consejo del maestro herrero de Jamir, Kiki, hemos podido emplear tecnología existente para reproducir el material del que están hechas las armaduras negras. De estas reproducciones proviene la mayor parte de las armas, armaduras y herramientas de la Guardia de Acero.

Aquella última explicación colmó la paciencia de Makoto por números enteros. Más que sorprenderse de que se levantara, alzando los puños, lo que extrañó a más de uno en la estancia es que no se abalanzara sobre Azrael en ese preciso instante.

—¿¡Os habéis atrevido a copiar los mantos sagrados, otorgados por Atenea!?

—Copia de la copia. En la actualidad es imposible reproducir un manto sagrado, sea de bronce, de plata o de oro. Solo contamos con el gammanium, y si a los santos les ha hecho tanto bien, es porque se combinó con el oricalco, el polvo de estrellas y la sangre de quienes han cultivado el cosmos. Tiene excelentes propiedades, claro. Mejor que el mejor acero y todo eso. Sin embargo, no es comparable con vuestras protecciones, en lo absoluto. Puedes estar tranquilo a ese respecto.

—Azrael —dijo Tatsumi—. La idea es que me convenzas de que la Guardia de Acero podrá proteger este mundo, no de que tranquilices al borracho de tu amigo.

—¿Por qué no lo detuviste? —cuestionó Makoto—. ¡Estamos repitiendo el pecado de los renegados de Reina Muerte!

—Te equivocas —dijo Akasha—. Quienes renegaron del pueblo Mu, dieron poder a quienes no lo merecían con el único fin de satisfacer sus sueños egoístas de poder, gloria y riqueza. Crearon falsos santos, contrarios a los ideales que nuestra orden ha perseguido todos estos milenios.

»Los miembros de la Guardia de Acero no son santos, ni caballeros; no poseen cosmos ni portan un manto sagrado, maldito o no. Son hombres con armas humanas, con el deseo de proteger el mundo en el que nacieron, el mundo en que morirán. Son nuestros herederos, Makoto, porque bien sabes que un día, la humanidad no podrá seguir contando con la protección del Santuario y la diosa. Un día, el bebé al que llamamos raza humana, deberá aprender a caminar por sí solo.   

 

***

 

Cada intervención de la Guardia de Acero que Azrael mostraba al resto, gracias al poder de Kiki, era mejor que la anterior. Nuevas herramientas aparecían al son de las descripciones del asistente, y enseguida probaban su eficiencia contra toda sombra del Fénix que se les pusiera enfrente. Cuando un caballero negro estaba en el campo de batalla, la unidad en turno respondía con mayor número, y en palabras de Makoto, juego sucio. Era tal la coordinación entre todos los miembros, que ni siquiera enfrentando a dos caballeros negros llegaba a haber muertos, aunque sí heridos.

Una de las últimas representaciones recogió a quien parecía ser un miembro de élite de la Guardia. Su armadura y uniforme no tenían ningún adorno que los diferenciaran de los del resto, aparte de un nada práctico abrigo, pero cuando cinco caballeros negros atacaron al unísono contra su grupo, él se limitó a absorber la energía con algún aparato que guardaba bajo la manga, del que Azrael no dio detalles. Con el apoyo de una veintena de hombres, aquel sujeto sometió al enemigo sin tener que matar a nadie. Aquella batalla no se había dado hacía seis meses, sino en tiempos más recientes, cuando la alianza de Hybris y el Santuario era ya una certeza.

La razón por la que podían darse el lujo de derrotar caballeros negros sin matarlos era porque tenían el poder para destruir armaduras negras. O siendo más específicos, cortarlas con espadas con una facilidad pasmosa.

—Sumado a lo que ya he explicado sobre el material que compone las armaduras negras —dijo Azrael, percibiendo la duda en el público—, las hojas de esas armas resuenan a frecuencias altas en extremo. Al mero contacto con el filo o la punta, debilitan los enlaces moleculares de cualquier cosa, mejorando la capacidad de corte.

—Suena a idea de Kojima —dijo Tatsumi—. ¡Vaya! No creí que siguiera trabajando para los Asamori. Como suelen estar en desacuerdo.

La última imagen se deshizo poco después. Trece batallas, trece victorias. ¿Eficiencia total, o solo una buena selección? Tanto Makoto como Akasha eran conscientes de que no había en esos combates ni un solo oficial de Hybris, ni hablar de Hipólita y líderes como Adremmelech y Munin de Cuervo Negro. De no haber estado Gestahl Noah en el Santuario, negociando, la respuesta de los caballeros negros habría sido descomunal. Una matanza. Y estaba fuera de toda duda que no podían pactar nada con las fuerzas del Hades, el próximo enemigo con el que tendrían que lidiar.

—Hubiese preferido tener esos combates en vídeo —soltó Ludwig, alzando enseguida las manos a modo de disculpa—. ¡No es que crea que todo esto es falso!

—Es imposible grabar a un caballero negro. El gammanium interfiere con cualquier medio de captura de imágenes o sonido conocido por el hombre. Esto ha podido a ocurrir gracias a las habilidades sobrenaturales de uno de nuestros compañeros.

—¿Cuántos hombres tenéis? —preguntó Tatsumi, todavía receloso de todo aquello—. ¿Serán suficientes?

—Gracias al gammanium artificial, la producción en masa es posible. Sin embargo, debo ser sincero: no podemos crear soldados sobrehumanos de la nada; en realidad, solo hemos ampliado un poco el número de hombres capaces de proteger este mundo. Con el permiso del Sumo Pontífice, la Fundación podría armar a todo aquel que haya recibido entrenamiento como santo, como mínimo.

Azrael esbozó una sonrisa cómplice que nadie, a excepción de Akasha, pudo entender. Los siguientes minutos se gastaron en formalismos de despedida, pues Ludwig y Tatsumi estaban en Atenas por otros asuntos, más pacíficos. En un par de días se daría la reunión anual entre la Fundación y sus colaboradores, una alianza económico-social destinada a reparar los daños que las Guerras Santas provocaron en el mundo a finales del siglo XX. Si Kiki no les hubiese dicho que Akasha había despertado, estarían durmiendo a esas horas, para estar lúcidos en lo que sería una semana muy dura.

—Es un granuja, ese Kiki —se quejaba Tatsumi—. ¿Tantas prisas había?

—Existe la posibilidad de que esta sea la última vez que nos reunamos —contestó Akasha, causando preocupación en el japonés y su compañero, Ludwig, que mantenía una charla sobre armas con Azrael—. Si eso fuera así, deberás ocuparte tú de vender el proyecto al Sumo Sacerdote. Te recibirá. Estoy seguro de ello.

—No me asustes —dijo Tatsumi—. En el poco tiempo en que me cuidaste las espaldas te tomé aprecio, incluso si solo era para guardar las apariencias ante el Santuario mientras poníamos en marcha el proyecto. Si necesitas ayuda, me lo puedes decir.

—Más bien, quiero darte un consejo, mi buen amigo.

 

Fuera lo que fuese lo que iba a decirle, Makoto no quiso oírlo. Salió de la habitación con prisa, solo para terminar paralizado en el pasillo del último piso de la posada, desocupado hasta donde sabía. En esa posición vio cómo Ludwig se marchaba, no sin darle otra vez las gracias, y luego también despidió a Tatsumi, que estaba muy serio.

Contó hasta sesenta, escuchando los pasos de aquellos dos a través de las escaleras. Ya tenían bastante con la escenita con Gestahl Noah como para tragar con otra rencilla que no les concernía. Una vez estuvo seguro de que estaban lejos, llamó a Azrael.

—¿Qué ocurre?

—Cierra la puerta —pidió Makoto.

Sin hacer preguntas, Azrael obedeció, levantando una barrera entre él y Akasha, que sin duda acudiría en su ayuda si lo viera en aprietos. Makoto no podía lidiar con los dos, no en el estado en el que estaba desde luego. Los problemas, mejor que fueran uno a uno.

—Arriesgo mi cuello para salvarla, ¿y a ti solo se te ocurre crear a los caballeros negros Made in China? ¿Con el permiso del Sumo Sacerdote, dices? ¡El Santuario no tolerará esto! ¡No lo hará porque sabrán que es otra de tus locuras!

—Baja la voz —dijo Azrael, con el conocido gesto del silencio—. Incluso si el posadero es un buen amigo de la Fundación, no es sensato correr riesgos. Ya es suficiente con que Ludwig von Seisser y Gestahl Noah sean parte del proyecto.

—Conoces a Gestahl Noah…

—Sí, lo vimos poco antes de tu llegada. Escúchame, Makoto, hazlo y no me respondas hoy, piensa en ello antes, consúltalo con la almohada si quieres. —Azrael esperó confirmación antes de seguir—. Ni la señorita ni yo ideamos este proyecto. Solo continuamos algo que inició hace más de treinta años.

—Cuando Sa… —Makoto se tapó la boca a tiempo, sabedor de que iba a hablar de más, como siempre—. Entiendo. Aun así, no puedo aprobarlo, ni ahora, ni mañana; esto va contra todo en lo que creo, y sé que no va a acabar bien. Yo… No puedo ayudaros más si seguís por este camino… Que Su Santidad decida.

De nuevo Azrael sonrió, cómplice. Aunque la sonrisa, apenas perceptible, duró menos de un segundo, Makoto pudo captar tan sugerente gesto.

«¿Por qué está tan confiado? —se preguntó, extrañado—. Debería estar triste, o furioso… ¿Acaso el Juez pudo salvar a Akasha?»

Iba a preguntárselo, sin rodeos, cuando se encontró con algo de similar rareza.

—¿Qué haces? —Azrael tenía la llave de la habitación en la mano.

—Es tarde y ha sido un día agotador. La señorita querrá descansar.

—Sí, los santos también dormimos —dijo Makoto, sarcástico—. En nuestra propia cama, siempre que nos sea posible.

—Así es.

—No sé si me explico —insistió Makoto—. Por lo que vi, esa habitación es individual. Solo tiene una cama. Y un cuarto de baño, con una única bañera. —Azrael asentía frente a cada frase sin entender el punto, para desesperación del santo—. ¿Se supone que Akasha y tú…? Dioses, ¿no podrías escoger  otra habitación?

—¿Y quién asistiría a la señorita mientras tanto? —dijo Azrael, a las claras reacio a semejante idea—. No puedo hacerlo, sobre todo ahora.

—Entiendo que eres su asistente y todo eso, pero Akasha es una… y tiene… Necesita algo de intimidad… ¿Cierto? ¿O acaso duermen juntos?

—Yo no duermo. Como asistente, pruebo los alimentos y bebidas que comerá y beberá; vigilo su sueño, preparo su baño, la protejo. Y para hacer todo eso, vivimos bajo el mismo techo, siempre.

—¿Y se bañan… juntos?

De solo hablar de tales cosas, a Makoto se le subían los colores. No tenía que preguntar, no había necesidad, y sin embargo lo hacía.

—Claro que no. ¿Cómo iba a vigilar si hiciera a eso?

—Tú… —Makoto casi tenía que morderse la lengua para no gritar, y lo único que le impedía golpear a Azrael, era la posibilidad de que sus respuestas fueran fruto de una improbable ingenuidad, y no de que le estuviera tomando el pelo—. Tú… deberías… buscarte una novia… ¡O casarte, o algo!

—Si la señorita creyera que necesito casarme, seguro que me lo habría dicho. ¿Sabes por qué, Makoto? Porque ella es buena. Aprecia a sus compañeros, incluso cuando no es recíproco. Sería una gran… Olvídalo. ¡Buenas noches!

Y así, fuera porque Azrael entró a la habitación de inmediato, fuera porque Makoto se quedó un largo rato sin poder hablar, boquiabierto, terminó la conversación. El santo de Mosca estaba rojo como un tomate, en parte por la vergüenza, en parte por el enojo creciente. Sin pretenderlo, se vio rodeado de un aura cósmica.

—Eso… fue… ¡A propósito!

La tensión de lo ocurrido en el hospital, la preocupación por el destino de Akasha, la confusa aventura en la que le metió Kiki, el miedo por lo que hacía y la irritación que le producía toda aquella herejía de la Guardia de Acero y, en general, las locuras de Azrael, se mezclaron en un estallido de emociones. No pudo controlarse, pateó la puerta con la fuerza de un santo de Atenea, volándola en pedazos.

—Lo siento. De verdad, lo siento. ¡Lo siento mucho!

No solo la habitación se había quedado sin puerta, sino que el marco y parte del modesto mobiliario era ahora un montón de astillas. De milagro el ataque no alcanzó a Azrael, quien de nuevo estaba cerca de Akasha.

La santa de Virgo miraba a Makoto con la cabeza ladeada y la reacción oculta bajo la máscara de oro. ¿Estaba perpleja? ¿Molesta? ¿Tal vez le divertía ver a Makoto comportándose como un niño? Era imposible saberlo. Por el contrario, Azrael era un libro abierto: atónito, parecía haber olvidado que podía parpadear y cerrar la boca.

—¡Cásate de una vez! —gritó Makoto antes de salir de ese pasillo en el que tantas cosas molestas habían sucedido.


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Publicado 30 noviembre 2020 - 10:57

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Capítulo 53. Oda a la alegría

 

Una vez a salvo del desastre, la vergüenza y el loco de Azrael, siempre un mundo aparte del sentido común, Makoto se permitió volver a respirar. Estaba solo en la salida de la posada a excepción del dueño, un buen hombre de amplio vientre y afable sonrisa al que tendría que dar una mala noticia.

«Eh, ¿señor? Acabo de destrozar una de las habitaciones. No tengo dinero, no puedo trabajar por mi religión, y el Santuario no va a ocuparse del producto de una pataleta. A parte, no tengo bienes de ningún tipo. ¿Cómo lo arreglamos?»

—¡Oh, has venido! —dijo el posadero—. Te estaba esperando.

—¿Me estaba…? Ah, sí… bueno… ¿Es sobre la habitación?

—Los señores quieren compartir mesa con usted esta noche. Parece que el cocinero preparó comida para toda esa gente importante que se reunió arriba, pero la mayoría se han marchado —explicaba el posadero, ajeno a las preocupaciones de Makoto.

Era tal la confusión del santo de Mosca, que no pudo tomarlo como que le estaban dando las sobras. Al contrario, los olores que salían de la estancia del pecado volvieron a adormecerle los sentidos, empezando por la nariz.

—No entiendo nada. ¿Quiénes querrían que comiera con ellos?

—El señor Shun de Andrómeda y la señorita June de Camaleón, naturalmente —dijo el posadero—. Si me permite la franqueza, señor, no empezarán a comer hasta que venga.

—¡Claro que se la permito! —exclamó Makoto—. ¡Lléveme con ellos!

De repente había dejado de importar si una comida de lujo calzaba con la vida de un santo, no porque dos santos destacados se estuvieran dando ese capricho, sino porque en comparación al proyecto Edad de Hierro no era nada, una bocanada de aire frente al cielo entero. Además, intuía que la invitación de Shun se debía a que lo vio dormido en el suelo antes de que despertara, con ese estómago suyo tan mundano y ruidoso.

«Claro que es mundano, porque soy un hombre, como ellos —reflexionó Makoto—. Akasha, si de algo puedo estar de acuerdo con Azrael, es que has sido buena con nosotros. Me diste una segunda oportunidad, y he tratado de hacer lo mismo. Solo espero que seas juzgada con justicia, general.»

 

***

 

Como un favor al posadero, Gestahl Noah había permanecido en la entrada, observando con curiosidad la fotografía de Mitsumasa Kido que estaba siempre a la vista, sobre la mesa en la que el dueño de El Arca recibía a cada cliente. En tal situación lo halló Tatsumi, quien se acercó al compañero de negocios todo lo que su joven guardaespaldas, de nombre Ícaro, le permitió.

—¿Ya lo sabes todo, eh? No te recomiendo que me des un puñetazo, podrías quedarte sin la mano buena y tienes muchos papeles que firmar en lo que te queda de vida.

—Aparta, mocoso —gruñó Tatsumi, empujando a un sorprendido Ícaro, que en absoluto esperaba tal reacción—. Soy el encargado de proteger el legado de Saori Kido, no un delincuente. Sé guardar las formas.

—Siempre lo has sabido, Tokumaru.

—Parece que usted no —increpó Tatsumi—. No se tome confianzas conmigo.

—Perdona, Tokumaru. Creía que ya lo sabías todo.

—Sé más de lo que cree —dijo Tatsumi—. Hace trece años, tuve una conversación muy acalorada con el jefe de los vigías, Faetón. Habló de dos sujetos, un hombre y una mujer, que robaron la máscara de Rangda del barco de la Fundación en el que estaba bien protegida. También me dio un carnet de identidad que siempre llevo conmigo —añadió, mostrándoselo—. Mei Kido, hijo legítimo de Mitsumasa Kido, muerto durante el entrenamiento en la isla de Sicilia bajo la tutela de Deathmask de Cáncer.

Si eso había sorprendido a Gestahl Noah, no dio la menor muestra de ello. Parecía más bien divertido ante las pesquisas de Tatsumi.

—La muerte solo es un paso hacia la reencarnación. A veces, un hombre malvado muere y renace como un gusano, arrastrándose por la Tierra; otras, el joven Mei Kido muere trágicamente para renacer en el exitoso empresario Gestahl Noah.

—Conocí a Mei Kido —dijo Tatsumi—. Usted no lo es.

—¿Por qué llevaría el carnet de identidad de un muerto, si no es por eso? —preguntó teatral Gestahl Noah, tomando con osadía la fotografía de Mitsumasa Kido en su primer día en la posada, el mismo en que su vida cambió para siempre—. ¿Será el arrepentimiento por haber mandado a mi hijo legítimo a la muerte? ¿Será que soy Mitsumasa Kido, el mayor benefactor de Atenea entre los hombres comunes?

Tan descabellada sugerencia dejó pálido a Tatsumi, quien como mucho había asumido que el hombre era un bastardo más de su señor, que había sobrevivido de milagro. ¿Reencarnar, conservando memorias de vidas pasadas? Eso se lo dejaba a los dioses.

—Está más cerca de los treinta que de los veinte.

—Tal vez los dioses me tienen aprecio —sugirió Gestahl Noah, devolviendo la fotografía a su sitio—. Tal vez soy un alma que ha transmigrado de cuerpo en cuerpo a través de miles y miles de años, con el único fin de apoyar siempre a Atenea y el Santuario en lo que necesiten. Tal vez en esta época mi ayuda urgía más que nunca.

—¿Y por eso se saltó diez años de vida? Ve demasiadas películas, señor Noah —dijo Tatsumi con una mueca—. No rompo nuestro trato porque la señorita Akasha me lo ha pedido de forma expresa, pero no volveremos a hacer negocios juntos.

—¿Y si fuera de verdad tu señor, Tokumaru? ¿Qué harías si pudiera probártelo?

—Lo que ya le he dicho, señor Noah. La última petición que recibí de mi señor fue velar por los intereses de su nieta, la señorita Saori Kido. En lo que me queda de vida, no pienso hacer nada más que eso.

 

***

 

El ataque de Makoto había dejado la habitación sin puerta, sin una mesilla de noche con lámpara incluida, y con una ventana nueva. Desde el agujero en la pared podía verse buena parte de Rodorio, el más puro vestigio de la Antigüedad que quedaba en el mundo. A Azrael, quien no acababa de entender la reacción del santo de Mosca, se le ocurrió describir aquello como un balcón improvisado.

Por fortuna, el cuarto de baño estaba intacto, desde los armarios, sales y demás utilidades, hasta las paredes y el suelo, remodelados no hacía mucho. Una tina cubría buena parte del lugar, y de ella ascendía el vapor del agua caliente, tan confortable durante el invierno. Tras las cortinas, de motivos atenienses, Akasha cavilaba sobre los tiempos que vendrían. Una guerra se avecinaba, quizá la peor de todas las que los santos de Atenea habían librado. Quien dirigiera la orden en los próximos días, tendría que tomar decisiones difíciles, acaso inhumanas; no estaba al alcance de hombre alguno evitar el derramamiento de sangre, el dolor que muchos —muchísimos— iban a padecer. Y le habían ofrecido esa carga a ella, de entre todas las posibilidades.

Azrael creía entender por lo que estaba pasando. A poca distancia, como siempre, pretendía dar una sensación de seguridad. Era fácil escuchar el sonido de tres Musca, máquinas atentas a cualquier intromisión en la habitación, dada la entrada abierta. Y por encima del leve zumbido, resaltaba el chapoteo del juego en el agua.

—¿Qué opinas, Azrael? —preguntó Akasha con su voz natural, sin la distorsión que la máscara generaba—. ¿Me imaginas sentada en el trono papal?

—Es la única salida —dijo Azrael, sin titubeos—. Tiene un mundo que salvar; una guerra que ganar. No puedo permitir que muera. Y si para cumplir con nuestro deber debemos convertirnos en las marionetas de Arthur, está bien para mí.

—Tienes un mal concepto de Arthur.

—Desde siempre, señorita. No puedo evitarlo.

—Quedas disculpado —dijo Akasha—. Es irónico, siento que esto es lo que aspiraba ser. Suma Sacerdotisa, con autoridad sobre las cuatro castas del ejército. El Muro de Hierro, el Escudo de Bronce, la Espada de Plata y… —guardó silencio un momento, apenas creyendo lo que iba a decir—… la Corona del Zodiaco

—Los santos de oro, que  son más rápidos que ningún otro ser, cosa, o fenómeno en este mundo —dijo Azrael, reverente—. Doce signos del zodíaco, doce constelaciones, doce guerreros. ¿Con cuántos podríamos contar?

—Sé poco de Aries y Piscis, incluso si Shizuma ha estado con nosotros desde que nos hicimos con el Argo Navis, ¡valiente Suma Sacerdotisa sería! —Akasha rio, divertida de su propia ignorancia—. Ningún hombre de nuestra generación se ha mostrado digno del manto de Géminis. Adremmelech es ahora el Caballero sin Rostro, un líder más de los caballeros negros. Y yo no cuento, claro.

—Restan siete. Aunque supongo que ser Sumo Sacerdote no es algo que se consiga por mayoría simple.

—Solo Atenea puede nombrar al Sumo Sacerdote del Santuario. Después de todo, es el representante de la diosa en la Tierra. Creo que Arthur solo pretende saber si mis hermanos de oro me aceptarían como líder.

—Es decir, que la decisión no está en manos de Arthur ni del resto de santos de oro, ni siquiera de los héroes de bronce. El actual Sumo Sacerdote, su primer maestro, es el único que puede decidir quién le sucederá.

—Así es. Aunque estoy de acuerdo con la estrategia de Arthur. De no ser por ella, no habría imaginado que Triela de Sagitario me apoyaría, ¡jamás!

—Con ella y Arthur tiene el apoyo de dos santos de oro. Shaula es la hija de Ban, quizás también la apruebe. Nimrod nos ayudó en el mar de los olvidados y no tenemos malas relaciones con Garland, hasta donde puedo recordar.

—Eso suma  un hipotético cinco contra seis —resumió Akasha—. ¿Sneyder?

Al mismo tiempo, los dos estallaron en una sonora carcajada. Era mejor la risa que el llanto, como rezaba el dicho: el santo de Acuario jamás había tolerado la personalidad compasiva de Akasha, mucho menos los planes que tejía. No podían concebir que aquel hombre de corazón gélido deseara ser dirigido por Akasha en cualquier sentido.

La risa murió pronto, pues ambos eran conscientes de cuanto estaba en juego. Minutos de silencio precedieron a una melodía. Akasha, impulsada por aquel arranque de felicidad, tarareaba una canción que Azrael no oía desde hacía mucho.

—¿Qué es?

—El cuarto movimiento de la novena sinfonía de Ludwig von Beethoven, basado en el poema An die Freude de Friedrich von Schiller —contestó Akasha. Reía al recordar las veces que Lucile trataba de explicar, a ella y Ethel, los títulos y autores detrás del arte que la inspiraba. Tales explicaciones, al revés de cualquier otro tipo de conversación, las daba con una paciencia inimaginable—. Ella me apoyaría, estoy segura. Por el bien de este mundo, lo haría —aseguró alzando las manos, como buscando las estrellas.

Siguió tarareando, despreocupada. Azrael, aunque disfrutando de aquellos intentos, enseguida decidió guiarla. No por el bien del mundo, sino por el del oído.

 

¡Oh, amigos, no esa tonada!

Entonemos otros más agradables y

llenos de alegría.

¡Alegría, alegría!

 

—No —interrumpió Akasha, cabeceando negativamente—. Lucile solo me la enseñó en alemán. «En ningún otro idioma merece ser cantado.»

 

***

 

O Freunde, nicht diese Töne!
Sondern laßt uns angenehmere anstimmen,
und freudenvollere.
Freude! Freude!

 

No era una composición creada para voces casuales que, aprovechando la intimidad de la habitación de una posada, decidían dar un privado homenaje a Alegría, antaño espíritu oculto en la Caja de Pandora, y ahora música.

No, ciertamente, Akasha y Azrael no podían estar a la altura, pero ¿cómo podría reprochárselo Gestahl Noah? Sobre el techo de El Arca de Rodorio, con la mirada puesta entre la maravilla natural del cielo nocturno, y la maravilla humana de aquella aldea única, Altar Negro escuchaba el privado cantar de la santa de Virgo. Y lo hacía sometido a tal embelesamiento que para sus oídos, viejos como la raza humana, aquello era la Oda a la Alegría que en tantísimas ocasiones había escuchado.

—El alemán no nació para esa vocecilla insegura, Akasha.

Allí estaba Lucile de Leo, con el dorado manto brillando cual estrella caída, alejando toda oscuridad. Se mantenía en una de las esquinas de la parte frontal del techo, mientras que en la otra estaba Kiki, avisando de su presencia con sendos bastonazos. 

—¿Llegaré a vivir algún día de esta alianza sin una amenaza de muerte? —lanzó al aire el líder de los caballero negros.

—Cuando acabe la guerra, ya no tendremos tiempo para la parte de la amenaza, si eso te consuela —respondió Kiki, apareciendo a espaldas de Gestahl.

—¡Silencio! —ordenó Lucile, quien había adoptado una postura de lo más particular; parecía la directora de una orquesta invisible—. ¡Es mi deber poner fin a la tortura que mi alumna os inflige, público mío!

 

Freude, schöner Götterfunken,
Tochter aus Elysium,
Wir betreten feuertrunken,

Himmlische, dein Heiligtum.
Deine Zauber binden wieder,
Was die Mode streng geteilt;
Alle Menschen werden Brüder,
Wo dein sanfter Flügel weilt.

Wem der große Wurf gelungen,
Eines Freundes Freund zu sein,
Wer ein holdes Weib errungen,
Mische seinen Jubel ein!
Ja, wer auch nur eine Seele
Sein nennt auf dem Erdenrund!
Und wer´s nie gekonnt, der stehle
Weinend sich aus diesem Bund!

Freude trinken alle Wesen
An den Brüsten der Natur,
Alle Guten, alle Bösen
Folgen ihrer Rosenspur.
Küsse gab sie uns und Reben,
Einen Freund, geprüft im Tod.
Wollust ward dem Wurm gegeben,
Und der Cherub steht vor Gott.

 

Las voces, divinas, provenían de todas partes. Gestahl Noah era incapaz de encontrar fuente alguna, y no tardó en concluir que, de existir, sería el mismo cosmos de Lucile. Pero, si era así, ¿por qué no lo sentía?

Arriba, más allá de toda nube, la débil luz de las estrellas se agrandaba a un ritmo imposible, creciendo en Altar Negro el absurdo temor de que estaban aproximándose a la Tierra. ¡Serían calcinados por los fuegos celestiales! Esclavo de aquel terror clavó la mirada en la villa; toda vivienda, y todo comercio, independientemente de la antigüedad, se había transformado en fuente de luz blanquísima, infinita y cegadora. La tentación superó todo miedo, y a través de la belleza de una destrucción inminente, aquel fenómeno buscó conquistar el corazón del Padre.  

El mundo se extinguió ante los ojos de Gestahl, ventanas blancas ahora demasiado abiertas. La luz llenó todos sus huecos, morada de Erebo, y elevó a los tres por caminos desconocidos a la belicosa humanidad. La noche, hacía tan poco negra y fría, había muerto en un instante demasiado pequeño, y el cadáver se fragmentó como una cúpula de cristal infinito. Y los trozos de aquel firmamento cayeron al suelo antes de que nadie pudiera verlos, y al hacerlo, nació el prado infinito, atravesado por un sendero de rosas.

¿Y la luz? ¿A dónde había ido? Aquellas construcciones de incuestionable divinidad, aquellos soles andantes que rasgaban las tinieblas del espacio. Todo aquel blanco puro era ahora un mundo nuevo, creado únicamente para Gestahl, Kiki, y Lucile, la mujer, acaso diosa, que había creado aquel Elíseo. Los cielos habían vuelto al azul añil del día, y alrededor de ellos, quizá herederas de la luz creadora, se extendían nubes inmensas.

 

Froh, wie seine Sonnen fliegen
Durch des Himmels prächtgen Plan,
Laufet, Brüder, eure Bahn,

Freudig wie ein Held zum Siegen.

 

¡Por fin era claro el origen de aquel canto! La orquesta invisible había tomado la forma de una sinfonía titánica. Eran innumerables e inmensos los miembros del coro, cuyas voces llegaban a todo rincón del paraíso infinito. Gestahl no podía comprender cuán enormes eran aquellos gigantes gaseosos, nubes de forma humana que, bajo la dirección de Lucile, entonaban la Oda a la Alegría de un modo que no creía posible. Kiki, al lado suyo, estaba vacío de toda emoción negra, ¡el cosmos imperceptible de Lucile lo había limpiado, convirtiéndolo en el más dichoso de los prisioneros!

 

Seid umschlungen, Millionen!
Diesen Kuss der ganzen Welt!
Brüder - überm Sternenzelt

Muss ein lieber Vater wohnen.

Ihr stürzt nieder, Millionen?
Ahnest du den Schöpfer, Welt?
Such ihn überm Sternenzelt,
Über Sternen muss er wohnen.

 

Un coro de titanes le cantaba un mundo de infinita alegría. Y él, Segundo Hombre, guardador del ego humano, se hacía preguntas sin respuesta: ¿a dónde fue la guerra, padre y madre de toda sociedad? ¿En qué abismo quedaron encerradas la enfermedad y el hambre, que ya no podían salir para degradar aquel mundo perfecto, como hicieron con tantos otros? ¿Tenía sentido hablar de riqueza o pobreza? 

Siguió así un tiempo que no podía medir, acaso la eternidad. Y a través de las dudas comprendió que cuantos espíritus maléficos un día salieron de la caja de Pandora, habían abandonado el mundo tal y como profetizó su padre hacía tanto, tanto tiempo. Momo, Oizys, Apate, Geras, Hybris, Polemos, Anaidea, Adikia, Pertinacia… ¡Todos se habían ido, y la cáscara vacía de maldad que hoy él habitaba era el Elíseo prometido! Sueño de sus hijos a través de las generaciones, y sueño de él y la diosa. ¡Cuán inmensa debía ser la misericordia de Atenea, salvadora de la despreciable raza humana, si reservaba para los hombres tamaña felicidad!

Percibió entonces el final, inevitable como lo es la muerte para el común de los mortales. Lo vio venir en el momento de mayor dicha, y por ello sintió un dolor imposible. Durante ese instante fue el niño inocente que descubre, merced de la realidad, que a diferencia de los pájaros que surcan los cielos, él no puede volar. Deseó, tanto como alguna vez había deseado algo, poder alcanzar a aquel coro celestial, sinfonía olímpica, pero ninguna montaña podría rozar a aquellos seres, y él, liberado de todo impulso destructivo, era demasiado pequeño. ¿Tan frágil era el ego de la humanidad, que era anulado por la voluntad de una entre millones?

 

Freude, schöner Götterfunken,
Tochter aus Elysium,
Wir betreten feuertrunken,

Himmlische, dein Heiligtum.

Deine Zauber binden wieder,
Was die Mode streng geteilt;
Alle Menschen werden Brüder,
Wo dein sanfter Flügel weilt.

 

La bondad fue vertida sobre el Padre, hechizándolo. Era la misericordia, la piedad y la compasión de Eleos, la confianza de Pistis, la amistad y el afecto de Filotes, la esperanza de Elpis… ¡Todo el bien del mundo se había derramado de pronto! Y él, aferrado a las últimas hebras de una voluntad conflictiva y oscura, trató de tomar aunque sea una parte del regalo de los dioses. Tan poca razón había en aquel impulso, que al ver sus dedos atravesar el inmaterial don, rio loco y cayó al suelo.

Estaba ella en las alturas, tenor, alto o soprano, lo mismo le daba. Hermosa, a pesar de la enormidad incomprensible, pues la proporción, la anatomía y los rasgos eran enteramente humanos, como era el caso de su infinidad de compañeros. Aquella mujer, hecha de nubes, destacaba entre todos los demás por poseer seis alas de oro prístino, la luz del pequeño y terrenal sol del mundo que había abandonado.

Cierto, ¿qué había ocurrido con aquella tierra impía, atestada de dolor en la misma medida que cubierta de tinieblas? El Padre hechizado solo podía intuir que el mundo, prisionero del infierno que los hombres habían construido —engendrado—, no era más que la cama verde sobre la que ahora se acostaba. ¡Así de grande se sentía, y así de inmenso era el coro y la doncella, su adorada esposa! Le llamaba con voz celeste, y él anhelaba acudir. Debía acudir. Ya era hora.

 

Freude, schöner Götterfunken,
Tochter aus Elysium,
Freude, schöner Götterfunken!

 

En el tramo final, bajo la dirección de Lucile de Leo, directora del Elíseo, Gestahl Noah ascendía para reunirse con el ángel de su devoción. Mas se detuvo en la última frase, cantada por una voz extraña.

Seis alas de oro fueron arrancadas de la piel de nubes, y a su caída larga e irrefrenable las acompañaron cascadas carmesís, sin duda inicio de un mar de muerte. Pero los ojos del Padre, de nuevo parte de la oscuridad del mundo, solo podían ver la mancha en la que se ahogaba la primera mujer a la que había amado. Su asfixia fue algo del todo ajeno a la belleza que hasta ahora había presenciado, más allá de la fuerza con la que sus gritos escapaban de aquella sombra.    

El dolor concluyó con la muerte. De las tinieblas bajó un río de sangre hasta donde Gestahl y Lucile se encontraban, dibujando los peldaños de una escalera. El camino para que el regente de Plutón pudiera bajar, una vez más, al reino de los hombres.

—Una hermosa canción —declaró Caronte, y todos los titanes de nubes, aún cantando, murieron decapitados. La sangre divina manchó el Elíseo, y así renació el mundo.  


Editado por Rexomega, 14 diciembre 2020 - 23:05 .

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Publicado 07 diciembre 2020 - 19:45

Saludos

 

Capítulo 54. Declaración de guerra

 

Los años posteriores al Cisma Negro habían sido pacíficos en la sagrada tierra de Atenea. La guerra de guerrillas entre los caballeros negros y los santos de Atenea se sucedía a lo largo y ancho del mundo de los hombres, mientras que el Santuario estuvo siempre a salvo gracias a la división Pegaso, conocida por tanto como la Fortaleza de Atenea. En especial, el general Arthur de Libra, que la lideraba, empleaba a diario el dominio que tenía sobre el espacio-tiempo para impedir toda intromisión no deseada, recogiendo información de cada rincón y manteniendo a salvo incluso a los habitantes de Rodorio. Nada que ocurriera en el Santuario escapaba al saber del Juez, excepto los alrededores del monte Estrellado y la Fuente de Atenea.

Si los soldados rasos del ejército estuvieran al tanto de aquello, de que no seguían amparados por la voluntad divina, sino por el criterio de un hombre tan mortal como ellos, quizá tendrían una razón más para temer al Juez, quizá odiarlo. Claudio, fiel seguidor del jefe de vigías, sin duda escogería el odio.

—Basta, basta, ¡basta!, basta… —El hombre había repetido aquello por largos minutos, a la vez que corría sin parar. Susurraba y gritaba, apenas consciente del tono que utilizaba, y si llegaba a quedarse mudo, seguiría diciéndolo—. Basta, basta, basta…

Sudaba a mares, y el sudor se unía a las lágrimas que jamás imaginó derramar. El esfuerzo que estaba realizando escapaba por completo a sus capacidades, y aunque entendía que eso lo agotaría pronto, no podía frenar ni ir más lento.

—Tal vez —dijo Claudio, mirando atrás mientras corría. Vio a la Silente, de ropas oscuras y máscara dorada, siguiéndole, ¡caminando!—. Basta, basta…

Triela esperó al inevitable tropiezo. Se notaba que tenía experiencia con hombres como él, audaces a la hora infringir las normas, cobardes cuando debían responsabilizarse.

Claudio, por su parte, creyó ver la salvación en un visitante inesperado. Se aferró a las doradas rodilleras de Arthur como si aquel fuera la única vía posible hacia la salvación, pues así lo creía en su infinita ignorancia.

—Juez, por favor, yo no vi nada. ¡No vi nada! —rogó entre temblores. Triela estaba quieta a un paso de donde se encontraba.

—¿Estás seguro de que no viste nada? —cuestionó Arthur, deseando dar al menos una oportunidad a aquel desgraciado.

—Juez, yo… ¡Esto es inhumano! ¡La diosa no…!

El dolor le impidió seguir hablando. Claudio se retorció en el suelo, tapándose la cara con ambas manos; a gritos pedía ayuda a los cielos, ya que ni el más justo de los hombres de la Tierra se la había dado. Indiferente al sufrimiento del guardia, Triela observaba el ojo que le había arrancado antes de dejarlo caer en el bolsillo de la chaqueta. Un gesto desagradable hasta para Arthur, que hizo una mueca.

—Quien ve el rostro de una mujer al servicio de Atenea, muere. Esa es la ley, con una sola excepción que debes conocer bien. ¿Quieres que aplique la ley, la misma que tú y Faetón sentisteis hace unas horas? —Al escuchar tal sugerencia, Claudio elevó los gritos, quizá a propósito—. Compórtate, Arquero Ciego, pues se dice que la Silente arranca la lengua a quienes muestran su dolor al mundo.

—Tú… —gruñó Claudio, alejándose de ambos sin siquiera levantarse—. ¡Tú disfrutas esto! ¡Porque ofendí a tu… a tu…!

—Te equivocas.

Arthur no añadió nada más, ya que consideraba que Claudio se había equivocado en demasiadas cosas. No era clemente con la guardia del Santuario, al contrario, debía ser más duro con quienes servían el ejército llamado a defender el mundo. E incluso si pudiera compadecerse de alguien, no sería el caso del que había buscado problemas con las amazonas y ahora salía escarmentado. Claudio era un mal elemento del ejército que había incumplido la ley, mientras que él era quien la impartía, no quien la cuestionaba. Era así de simple, como la mayoría de las cosas.

Decidido aquello, la atención de Arthur se centró en Triela, desoyendo del todo los gemidos lastimeros del soldado tuerto. Y es que no podía dejar de sentir curiosidad por la Silente, que al contrario que el resto de santos de oro, realizaba hasta los más cotidianos actos a la velocidad de la luz, desde las tres comidas diarias hasta la redacción de una carta. No era fácil estar al tanto de lo que hacía mientras se vigilaba la totalidad de la tierra sagrada, los detalles se perdían por la falta de costumbre, al punto que esa era la primera vez que Arthur sería un fiable testigo del nacimiento de un Arquero Ciego en todos y cada uno de sus matices. Para él, que disfrutaba cada descubrimiento que alcanzaba sobre el funcionamiento del mundo, adelantándose a los científicos del mañana, eso era todo un espectáculo.

Un nanosegundo, eso era todo lo que necesitaba. Con precisión quirúrgica, Triela arrancaba los ojos del infractor de la Ley de las Máscaras y lo transformaba en un servil Arquero Ciego, símbolo de que tragedias como las de Hipólita y Ethel no ocurrirían jamás. Y también prueba de que la vida en el Santuario no era fácil.

«No seríamos el ejército más poderoso del mundo si lo fuera.»

Esa reflexión pasó por la mente de Arthur justo antes de que los dedos de Triela alcanzaran la pupila de Claudio. Luego, el tiempo pareció detenerse.

Una presencia descomunal se hizo notar en Rodorio. En una famosa posada.

 

***

 

Terrible, cruel, macabra… Ningún adjetivo que Gestahl conociera bastaba para describir lo que sus sentidos habían percibido. De hecho, la mente de Altar Negro, más bien trataba de borrar aquella imagen, aquel sonido, aquel olor…

Poco importaban tan fútiles intentos, pues la fuente de toda oscuridad estaba allí, ante ellos. Caronte de Plutón, con la noche y la sangre del Elíseo por manto, bajaba desde el cadáver del paraíso, allá en lo alto. Con cada palabra, un viejo mal caía sobre el mundo de los hombres, completándolo una vez más. 

—Buenas noches, papá —saludó Lucile, improvisada capitana del grupo—. ¿Puedes creerlo? Tengo tres padres y ninguno tiene buena voz.  

—Si fueras consciente de lo poderoso que soy, cuidarías tu lengua —aseguró, voz mortífera que escupía saetas en forma de palabras. Los corazones de Lucile, Altar Negro y Kiki, latieron de pronto a la misma velocidad, demasiado rápido.

—Sé que eres tan decepcionante hablando como cantando —dijo Lucile, desafiante. Se sabía frente al enemigo del Santuario; la falsa cortesía sobraba—. Al menos Alexander, mi padre biológico, es tolerable cuando se limita a hablar.

—Oh, ya entiendo. Recibiste el don del muchacho pelirrojo al que maldije. —Caronte miró a Kiki, sonriendo al ver las hebras blancas del cabello y el cosmos minúsculo del que había nacido para merecer el manto de Aries—. Otros fracasaron antes y después de ti, mientras que tú no solo triunfaste, sino que hiciste tuyo el pedazo de la Esfera de Plutón que quedó en ese Mu. Sí, eres mi hija, en cierta forma.

—¿Esto es la Esfera de Plutón?

Con un gesto amplio, Lucile abarcó la oscuridad que los rodeaba. Tinieblas infinitas en las que no se distinguía forma o luz alguna. El Arca navegaba en aquel mar de oscuridad pura, como suspendido en el vacío. Mas no había la misma monotonía en sonidos: incontables voces, caóticas en todo sentido imaginable, provenían del espacio negro, mensajeras todas de los males negados para el Elíseo. 

Advenimiento de Erebus —dijo Caronte en sutil negación—. Un atisbo de los dolores que han padecido, padecen y padecerán los hombres. Pequeño, pues no deseo quebrar vuestras jóvenes mentes. —Señaló a Lucile. La leona de oro seguía teniendo la vara con la que dirigió la orquesta titánica, pieza hecha de la luz sobrenatural del Elíseo—. Ese es el único respaldo para tu impertinencia, y proviene de este lugar.

—Dame oscuridad y buscaré la luz oculta en sus profundidades. Dirígeme hacia el más grande de todos los soles y recogeré su sombra. Una lástima que Akasha no esté con nosotros, ¡con lo que ama esta clase de clichés! —Al tiempo que hablaba, Lucile oteó aquel espacio, buscando cualquier rastro de la santa de Virgo; no estaba allí—. La imitación, es la más patética muestra de admiración. Aunque si considero cómo desaprovechas tus infinitos recursos…

—¿Sí? —Caronte ya estaba a un paso de Lucile. Atrás, las sombras engullían la escalera ensangrentada—. ¿Y qué harás tú, mi hija, con esa luz? ¿Qué uso le darás al dunamis que robaste de mis dominios, donde reside toda la oscuridad de la Creación? 

Große Messer —recitó, en respuesta.

La vara soberana se convirtió en la Daga Magnánima, buscando atravesar el negro y el rojo con el que Caronte se vestía. La técnica, avisada con toda intención, desató un haz de blancura sin parangón, iluminando durante un largo minuto el lugar.

Abajo, a una distancia inconcebible si se encontraran en la Tierra, se extendía un desierto de polvo y ceniza. La tumba última de toda materia, desde los cuerpos de las criaturas vivientes, hasta los planetas y estrellas de un sinfín de galaxias. Semejante lugar anunciaba la cercanía al Tártaro, si las leyendas eran ciertas, y como Lucile había aprendido desde muy joven, las leyendas tenían la mala costumbre de serlo.

Caronte, tal y como previó, estaba fijo en el lugar al que había ido luego de esquivar su ataque. Miraba el muro de luz que atravesaba sus dominios, desde el desierto hasta el firmamento flamígero, y más allá del horizonte. En ella, si es que Caronte era similar a un ser humano, debía estar observando el más profundo de sus anhelos realizado. No algo tan banal como una ilusión, sino la felicidad cierta que tantos hombres —aun aquellos que vivieron y murieron como los más perversos especímenes de la raza humana— habían buscado a lo largo de incontables generaciones. El resto de emociones, pensamientos y deseos, quedarían depurados por acción de su propio ego.

«Solo es un fragmento —se recordó Lucile. Cabeceó hacia ambos lados, buscando apoyo. En Kiki encontró confianza, mientras que Gestahl Noah le ofreció lo que necesitaba: franco terror—. ¿Una victoria improbable, o la huida imposible?»

El poder psíquico de Kiki y Altar Negro se dirigió hacia la Große Messer de Lucile, sustentando su brillo una vez más. De un salto, Lucile se lanzó hacia Caronte, esgrimiendo la Daga Magnánima y ocultando los mil y un secretos que reservaba para trampas tan evidentes. El arma de luz, al contacto con el regente de Plutón, estalló hasta cubrir toda aquella oscuridad.

 

El resultado del choque fue el más esperado por el ahora realista Gestahl Noah, libre ya del hechizo del Elíseo, la sinfonía celestial de la santa de Leo.

Lucile yacía a los pies del triunfante Caronte, señor de las tinieblas del mundo, perdición de toda luz. Hasta el manto de oro lucía opaco ahora, vistiendo a una mujer que se retorcía en el suelo, sin armas ni fuerzas. Debería estar gritando, eso lo intuían tanto Gestahl como Kiki, pero ningún sonido escapaba de ella; los restos de aquella voz angelical que por varios años señoreó los corazones de miles de hombres no eran ahora sino un débil resplandor entre los dedos de Caronte. 

—Es una habilidad demasiado peligrosa para una mortal —explicó el recién llegado, deshaciendo los destellos que quedaron de la Daga Magnánima—. Enorgullécete, tú que te consideras hija mía. No es habitual que los Astra Planeta halaguen a nadie.

La misma mano que había herido el espíritu de Lucile, acaso de forma irreversible, ahora se preparaba para rasgar el cuello de la leona de oro y darle muerte.

—¿Quién te has creído que eres? —dijo Kiki, dando un paso al frente—. Robándole las hijas a la gente… ¡Tendré que darte una lección! ¡Esfera de Cristal!

Varios orbes aparecieron entre Caronte y Lucile, separando al ejecutor de la sentenciada, quien no hacía más que palparse el cuello con desesperación. Del otro lado, Caronte no lució impresionado, sino que avanzó con paso tranquilo y el brazo alzado; los dedos, doblados como las fauces de una bestia, estaban listos para desgarrar todo en ese mundo. Y así habría sido si una nueva fuerza no hubiese intervenido.

 

Proveniente desde el Santuario como un meteoro de luz, Arthur atravesó todo obstáculo hasta caer sobre Caronte con un poder demoledor.

Protégelos —ordenó el santo de Libra a Kiki mediante telepatía.

No tuvo que especificar. El maestro herrero de Jamir ya había modificado hasta la última Esfera de Cristal en una construcción insólita que cubría la posada por entero, así como a él mismo, la paralizada Lucile y Gestahl Noah, que parecía preparar algo.

En ese mismo instante, una eternidad para un santo de oro, Arthur había golpeado los hombros de Caronte con sendos golpes de espada. ¡El santo de Libra blandía nada menos que dos de las armas míticas que solo él como guardián del séptimo templo podía autorizar! Y las usaba con maestría, de eso no cabía duda. En lugar de atemorizarse por la falta de daños visibles tras semejante golpe, Arthur alejó las hojas doradas del contraataque de Caronte para golpear en otras partes del invulnerable enemigo. Los costados, los codos, detrás de las piernas, el cuello… Cualquier punto que pudiera servirle para desestabilizarlo se convertía en objetivo del santo de Libra, cuyos brazos parecían remolinos solares que podrían atacar en cualquier dirección.

La consistencia de la barrera levantada por Kiki —Castillo de Cristal—, empezó a debilitarse a los treinta segundos de combate, cuando el oro y la oscuridad se mezclaban de tal forma que no podía distinguirse al santo del astral. De alguna forma, Arthur lograba que los golpes del enemigo fallasen a la vez que seguía el ataque sin descanso, volviendo menos precisos los siguientes ataques. Y eso hacía que los daños colaterales se intensificaran más y más a cada segundo que pasaba.

—No podremos aguantar más —gritó Kiki, alzando la voz por sobre el de un millar de estallidos. La barrera, como un verdadero castillo de cristal, se estaba agrietando. Y a pesar de esos angustiosos sonidos, el maestro herrero de Jamir pudo detectar que algo más en ese lugar rodeado de sombras se quebraba. Metal.

Las espadas de Libra impactaron al mismo tiempo contra la espalda y las piernas de Caronte, cuyos pies quedaron separados del suelo por primera vez en todo el enfrentamiento. En ese mismo instante, una luz chocó contra el estómago de aquel ser invulnerable, revelándose como una flecha al momento.

—¡La flecha de Sagitario! —gritó Kiki—. ¿Entonces…?

Triela estaba a la diestra del sorprendido pelirrojo, vestida con aquel uniforme negro que la caracterizaba y armada con un arco del mismo brillo que las espadas portadas por Arthur. Sobre la cuerda de este se manifestó una nueva flecha que la santa disparó contra Caronte, muy cerca de donde estaba la anterior, a la vez que Arthur descargaba nuevos ataques para romper cualquier intento de defensa del enemigo.

La combinación fue brutal, incluso si Caronte seguía sin mostrar daños. El cuerpo de quien hacía tan solo un momento parecía listo para matarlos a todos, voló hacia las lejanas tinieblas, que de inmediato fueron sustituidas por una imagen inesperada. Desde el fuego de los cielos hasta las ocultas arenas de un desierto de perdición, todo el espacio fue desgarrado, dando paso a la entrada de la Otra Dimensión, donde pudieron verse toda clase de cuerpos celestes en el corto tiempo que estuvo abierta, el mismo que tardó Caronte, impulsado por el doble tiro de Triela, en atravesar el portal.

Kiki creyó ver una portentosa explosión en ese último momento, como una nova destructora de mundos para el que su barrera, ya hecha añicos, no habría servido de defensa. No había duda de quién había sido el responsable.

—Combinar la Otra Dimensión con la Explosión de Galaxias, ahorrándose cualquier clase de limitación. Su Santidad es un genio —halagó Kiki.

Para ese momento, ya había visto aparecer al Sumo Sacerdote.

—Alguien tiene que serlo en este Santuario —lanzó Kanon, cuyos ojos juzgaban severos a Lucile, desesperada tras una derrota fruto de la soberbia, y Arthur, quien no se veía mucho más juicioso con las dos espadas de Libra hechas una ruina—. Te dije que tu poder ya había excedido el de tus armas.

—He superado todas las expectativas de mi maestro —convino Arthur sin una pizca de pudor—. No obstante, hay seres capaces de recordarme lo que es el miedo de un niño en medio del fin del mundo. Y el miedo, como bien sabe mi maestro, hace que los hombres cometamos locuras —concluyó, alzando de nuevo las armas hacia el horizonte.

Fue visible para todos, en especial para Triela, que ya tenía una tercera flecha lista para ser disparada. La oscuridad del lugar se movió hacia ese pequeño faro desprotegido a una velocidad endiablada, ni siquiera la aparición de nuevas grietas en el tejido dimensional detuvo a Caronte de llegar hasta el techo de la posada a tiempo de frenar con un solo dedo el dorado proyectil. Este, estático y con la punta rozando la uña del regente de Plutón, se partió en cuatro pedazos que se proyectaron de vuelta contra la dueña, como dardos asesinos capaces de lisiarla.

 

Pero los dardos no la alcanzaron. No por Kiki, a cuyos reflejos escapaba esa batalla sin cuartel, tampoco por Arthur y el Sumo Sacerdote, quienes ya habiendo iniciado el ataque, eran incapaces de cambiar el rumbo sin ponerse por ello a merced del enemigo.

Quien había intervenido era Gestahl Noah. El líder de Hybris sorprendió a todos con un descomunal despliegue de fuerzas, a la vez que los símbolos de Cáncer y Virgo brillaban con especial intensidad entre los doce que aparecieron en su frente, bajo los cabellos alzados. Quienes tuvieron tiempo de verlo, así fuera de reojo, comprobaron cómo la forma de Gestahl Noah era sustituida por el humano más viejo que hubiese pisado la tierra, acaso un esqueleto viviente al que le hubiesen pegado piel muerta y una larga barba gris; con tan extraña apariencia, arrancó del Advenimiento de Erebo los cuerpos de Kiki, Lucile, Arthur, Triela y el Sumo Sacerdote, así como las de todos los que habitaban la posada. ¡Hasta El Arca misma acabó en el interior del aro de fuegos fatuos invocado por Gestahl Noah en esa viejísima apariencia! Al final, los dardos que Caronte había movido con telequinesis golpearon una imagen fantasmal de Triela.

—Zemus de Cáncer —dijo Caronte con los ojos muy abiertos—. Es todo un honor. ¿Cuál será tu siguiente truco, Segundo Hombre?

—Nada violento —contestó Gestahl Noah con voz cascada—. No debo pecar.

La piel apergaminada de aquel anciano que sustituyó al líder de los caballeros negros se licuó, tornándose junto a la túnica de hechicero que vestía en una sombra más en el lugar, volando lejos hasta perderse en el infinito. Y debajo de todo atavío y toda carne, se manifestó un espíritu, una criatura que muchos calificarían de divina.

Caronte no era de estaba entre ellos.

—¿Cuántas veces debo matarla delante de ti, Segundo Hombre?

—Por lo que sé —empezó a hablar Gestahl Noah, con una voz que era al tiempo de hombre y mujer—, no pudiste matar a un santo de bronce con tus propias manos.

Una luz llenó las tinieblas del inframundo por espacio de un instante, impidiendo que la forma de aquel ser pudiera ser vista. Pese a ello, Caronte mantuvo la mirada en la nueva apariencia adoptada por el Segundo Hombre, notando las seis alas que le nacían de la espalda. Así, pretendió escapar de los hilos que surgieron de estas. Un gesto vano.

—Es mejor que hablemos en mi casa —bromeó Gestahl Noah antes de que ambos desaparecieran—. Creo que tengo pizza.

 

***

 

—¿Qué demonios ha pasado?

Con las manos en la cabeza, Kiki observaba el nuevo espacio por el que ahora navegaba El Arca: tan negro como el inframundo de antes, pero repleto de lo que parecían ser cuerpos celestes y nebulosas, así como unas líneas violáceas en absoluto naturales que lo acotaban, formando infinidad de rectángulos. La Otra Dimensión.

Ya no se encontraba en el techo de la posada, sino en la habitación en que Akasha y Azrael estaban descansando. Al fondo, sentado sobre una silla, estaba el Sumo Sacerdote, cubierto por sus inconfundibles ropas, el rostro oculto bajo la sombra del yelmo dorado. No parecía tener intención de levantarse.

—¿Puedes hablar ahora, Leo? —cuestionó, voz fuerte y tono firme, aunque humanos. Nada que pudiera impresionar a quienes habían enfrentado a Caronte.

Lucile trató de responder, eso fue claro para todos los presentes, pero no pudo pronunciar ni una sílaba, incluso si por lo demás ahora era capaz de mantenerse en pie.

—En ese caso, ve a la Fuente de Atenea —ordenó el Sumo Sacerdote, llegando tal exigencia al mismo espacio-tiempo. El aire en torno a Lucile giró sobre sí mismo como si fuera un remolino, hasta que esta desapareció del lugar, con la mano buscando auxilio en una puerta cerrada—. Akasha no puede salvarte esta vez.

Esas últimas palabras fueron dichas en una voz tan baja que nadie les prestó atención. Y no era para menos. Todos los que allí habían aparecido —Kiki, Arthur, Triela y el propio Kanon— acababan de presenciar el inicio del momento para el que se habían preparado todo este tiempo, un inicio que se había dado cuando menos lo esperaban. Era tal la tensión, que hasta un inofensivo zumbido de mosca colmó la paciencia del Sumo Sacerdote; cuando el insecto cibernético se posó sobre la estola, lo aplastó con toda la fuerza que tenía, desintegrando hasta los átomos que lo componían.

 

Azrael tardó apenas un par de segundos en abrir la puerta, buscar cobertura y apuntar a todos con la pistola que siempre llevaba. La escena fue tan fuera de lugar que Kiki rio con ganas. ¡Azrael era sin duda único, por muchos años que pasaran!

El resto no hizo el menor gesto.

—Su Santidad —susurró el asistente, enfundando el arma—. Creí que era un intruso.

—Apágalos y olvidaré esto —le interrumpió Kanon—. Entra tú también, Virgo.

—Maestro, quiero decir, Su Santidad —dijo Akasha, ya vestida, aunque con el pelo aún mojado, mientras aparecía tras Azrael, quien ordenaba a las máquinas restantes que se ocultaran—. ¿Qué ocurrió? ¿Qué fue de Caronte y ese hombre?

—Los santos de oro en los que puse toda mi confianza han resultado ser de lo más imprudentes, solo tú has tenido el atino de anteponer la seguridad de los inocentes que aquí descansan antes que un ataque suicida. En cuanto a esos dos, lo desconozco, necesitaré tu ayuda para averiguarlo —dijo Kanon, señalando el rostro enmascarado de su joven pupila—. Creo que esta vez funcionará.

 

***

 

El regente de Plutón y el líder de los caballeros negros habían ido a parar a la base de operaciones del segundo, sobre una plataforma consagrada a las constelaciones. Oro, plata y bronce, un círculo dentro del otro hasta llegar al centro, donde en relieve podía verse la efigie de Atenea, diosa de la guerra y la sabiduría.

—Veo que estás recuperando tu auténtica personalidad —dijo Gestahl, ya con la apariencia de siempre—. Eso es bueno. El embajador simpático de hace trece años fue algo decepcionante, si lo comparo con el asesino del que he oído hablar

—Sabía que había algo extraño contigo, Segundo Hombre. Sabía que tenía que haber una razón para que el Hijo escogiera a un pusilánime como tú como representante después de haber liderado el mayor ejército jamás visto.

—Los grandes ejércitos y las grandes derrotas —dijo Gestahl Noah—. Un clásico.

—¿Qué podrías saber tú de grandes ejércitos y grandes derrotas? No eres más que un niño con pretensiones, Segundo Hombre, igual que todos los mortales.

—¿Niño? —susurró Gestahl Noah, riendo primero entre dientes y luego a pleno pulmón—. ¿Me has llamado niño? ¿Tú? ¡Qué divertido! —Lejos, las estrellas que formaban Tauro brillaban con especial intensidad, lo que no pasó inadvertido para Caronte—. Quizá tu estancia en el Tártaro ha distorsionado tu percepción de las cosas: yo ya era viejo cuando tú solo eras un proyecto entre las bondades y los males que los dioses de la guerra reservan para el mundo, Ilión.

—Yo no lo veo así. Los makhai somos tan viejos como lo es Ares. Lo que los hombres percibís como nuestro nacimiento, es tan solo el momento en que adoptamos una forma acorde con alguno de vuestros insignificantes conflictos.

—Y yo estuve en aquel que te vio nacer. Troya. Los diez años de asedio, estuve allí, a la diestra de Atenea, y te vi nacer. Oh, dioses, ¿en verdad estamos discutiendo quién es el más viejo de los dos? ¿Cuándo ser joven dejó de ser algo de lo que enorgullecerse?

—Nada significa la juventud para quienes somos siempre jóvenes. —Con ambas manos tras la espalda, Caronte empezó a andar mientras hablaba. Lo hacía en círculos, tomando a Gestahl como referencia—. Pero tu inmortalidad no la incluye, ¿cierto? Tu don no te protege de la muerte natural, sino que asegura una reencarnación inmediata. Una nueva vida cada vez, sin recuerdos de la anterior, hasta que el Hijo te escogió y te dio un par de bendiciones que has sabido aprovechar hasta ahora.

—Los dioses guían tus palabras, sin duda. Es cierto, he nacido y muerto innumerables veces. He sido maestro y aprendiz, mendigo y magnate, esclavo en África y hombre de gran poder y riquezas en Oriente. Cien veces fui un hombre común y una luché como el primer santo de Escorpio, para tu fortuna, pues de esa vida proviene tu cosmos.

—Así lo decidí —dijo Caronte, todo cinismo—. Lo que me pregunto es de dónde viene el tuyo. Puedo sentir tu conexión con los caballeros negros desde la Esfera de Marte, en especial cuando les niegas información, como ahora; la tuya es una proeza digna del pueblo de Mu. Del que proviene… Ah, claro, ya entiendo.

Listo para confirmar las pesquisas de Caronte, Gestahl Noah desplegó el poder que había exhibido en la anterior batalla. Los cabellos se alzaron, revelando en la frente los doce signos del zodiaco. Esta vez era Aries el que brillaba más que el resto.

—El Hijo solo me dio herramientas para completar mi trabajo, no golosinas —dijo Gestahl, algo molesto por las vueltas interminables de Caronte. Y por la falta de daños visibles en aquel ser de malévola sonrisa y sombrías ropas; como todos los Astra Planeta, Ilión era difícil de herir, mucho más si se pretendía matarlo—. Mi fuerza proviene del mismo lugar que siempre: la humanidad; existo para protegerla, como cualquier padre haría, sobre todo si así contenta el corazón de la madre. Sí, he vivido de muchas maneras, pero siempre como el hombre que fui hace tanto, el santo de Escorpio que juró servir a Atenea en cuerpo y alma. Lo sigo haciendo, incluso cuando aparezco como enemigo del Santuario; no, sobre todo en esas ocasiones soy el más leal entre las filas de Atenea. De ahí viene mi cosmos, de mi fe en ella. 

—¿También eras el siervo más leal de Atenea el día en que iniciaste la estirpe de los Solo? Bueno, considerando los últimos acontecimientos, es bastante probable.

—Déjate de rodeos —pidió Gestahl Noah—. En todos los sentidos.

Caronte hizo caso omiso.

—¿Qué viste en el canto de mi decepcionante cachorrillo, Segundo Hombre?

—Lucile de Leo tiene un poder sin parangón en el Santuario, tales son las consecuencias de tus actos —aseveró Gestahl Noah, que bien sabía lo que supuso para el destino de Kiki lo que supuso la batalla que sostuvo con Caronte—. En esa luz no vi humo y espejos, sin todo lo que quien la mira puede desear, el reflejo mismo de lo que soy estaba ahí, como lo estaría el de cualquiera que la viese. No pude negarlo, a pesar de que podría renunciar a cualquier deseo con tal de lograr el bien común; sin ánimo de parecer presuntuoso, no creo que sea algo que héroes y mártires puedan rechazar sin negar al mismo tiempo el mismo hecho de que existen. ¿Qué viste tú?

—Lo que pasará dentro de tres días.

—Después de lo de hoy, nadie se fiará de tus plazos, Ilión —dijo Gestahl Noah.

—En tres días tendréis tiempo suficiente. Para rezar a vuestra diosa. Para convivir con vuestros amigos, familia y amantes. Concebir un niño sería tiempo perdido, pero asumo que el procedimiento  será satisfactorio para quienes tengan con quién. —Fue en ese momento cuando Caronte dejó de caminar. Cara a cara con Gestahl Noah, dictó sentencia—: Voy a matarlos. A todos. Los santos de oro, de plata y de bronce; sus escuderos, discípulos y sirvientes; la antigua guardia que vigila tierra sagrada y protege a los aldeanos; la nueva escondida detrás de la ridícula ciencia de este planeta. También los caballeros negros caerán, y Rodorio y Bluegrad y las ninfas de Dodona. Y luego, cuando no quede ningún fiel vivo sobre esta Tierra, te enterraré bajo los escombros del Santuario. Ningún hombre volverá a luchar por Atenea, jamás.


Editado por Rexomega, 14 diciembre 2020 - 23:05 .

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Publicado 14 diciembre 2020 - 16:02

Saludos

 

 

Capítulo 55. Tiempo de actuar

 

Gracias al Ojo de las Greas, Akasha pudo ser testigo la reunión de Altar Negro y Caronte gracias a un espía inesperado: Shun de Andrómeda, quien se hospedaba en El Arca durante el ataque, no se había quedado ocioso, sino que apoyándose en las míticas cadenas que pendían de sus brazos logró seguir al par hasta nada menos que la fortaleza de Hybris. Aun si no podía entrar, debido a una última e infranqueable barrera, sí que podía ver y oír lo que acontecía allí. Para Akasha era inconcebible el auto-control con el que el legendario santo de bronce cumplía su misión, sin dar siquiera muestras de que desease intervenir allí donde se hallaba el mayor enemigo del Santuario.

Oyó con especial claridad la amenaza de Caronte. La posibilidad de formar una alianza había sido anulada por completo, aunque eso poco importaba. «Solo a una servimos de entre los inmortales.» Así habló el Sumo Sacerdote trece años atrás y así debía seguir pensando; si entonces hubiese tenido algún atisbo de duda, no habría permitido la muerte de tantos fieles a Atenea. Si de algo estaba segura Akasha, era de eso, de que quien fue escogido como líder por la diosa de la guerra y la sabiduría nunca tomaría decisiones precipitadas, incluso si eso lo mantuvo alejado del Santuario y tan elevado puesto durante los primeros años, la caótica era de Jaki e Hipólita.

Las reflexiones de Akasha se vieron interrumpidas por un nuevo sonido, tras el largo minuto que sucedió a la desaparición de Caronte.

—Eso es lo que viste, ¿eh? Siento diferir, pero es que nunca he visto a los santos de Atenea perder una guerra. No puedo tomar en serio tu amenaza, Ilión. ¿Tú qué opinas, Andrómeda? —preguntó Gestahl, mirando al lugar en el que se hallaba Shun.

El santo de bronce hizo un intento de atravesar el velo que lo separaba de la plataforma, sin éxito. El líder de Hybris movió la cabeza en señal de negación.

—Pienso que usted nos ha ocultado información.

—Sabéis que trabajo para el mismo dios que Orestes de la Corona Boreal, el resto lo ha deducido vuestro Sumo Sacerdote, si es la mitad de inteligente de lo que cree —aseguró Gestahl—. ¿Qué podría haber ocultado a los héroes que salvaron el mundo?

Shun no se dejó provocar por el tono irónico de Altar Negro.

—¿De qué conoce a Caronte de Plutón, es decir, Ilión?

—Es una historia larga —contestó Gestahl, extendiendo la última palabra y con las manos extendidas a los lados—. Y vosotros, héroes de leyenda, tenéis una guerra que ganar. Quédate con la idea de que el enemigo de tu enemigo, es tu amigo, porque eso somos Caronte y yo, enemigos, desde el mismo día en que nació.

—¿Quién eres tú?

La respuesta a la última pregunta de Shun fue una simple sonrisa. Por un instante fugaz, la suave curva de un ángel de seis alas que sustituyó a Gestahl Noah, para luego convertirse en una boca muy abierta que enseñaba todos los dientes. Ya no estaba frente a él Altar Negro, sino la mujer más extraña que Shun hubiese visto: de pelo blanco como la nieve, ojos ambarinos, orejas puntiagudas y una insólita piel azul, se veía como un cruce entre telquín y ninfa propio de los antiguos mitos, lo que hacía todavía más extraño que vistiera las ropas de empresario de Gestahl Noah.

—Si quiere concertar una reunión, tenemos un hueco después del fin del mundo —dijo la chica con voz animosa—. ¡En este viaje le atenderá Sephiria de Libra!

El grito se elevó más allá de los límites tolerables, obligando a Shun a alzar una barrera con la cadena rodante para bloquear el sonido. De nada sirvió. Había poder en las palabras de la criatura, un poder semejante al del Sumo Sacerdote, ante el que el espacio-tiempo no podía hacer otra cosa que rendirse.

De un momento para otro, Shun acabó cayendo en medio del mar Egeo.

 

***

 

—¿Qué es lo que he visto, Su Santidad? —dijo Akasha.

—Lo mismo que yo —contestó el Sumo Sacerdote, quien por primera vez compartió el don del Ojo de las Greas gracias a la telepatía—. Se ha hablado de muchas cosas estos meses, en especial del verdadero objetivo de Gestahl Noah.

La santa de Virgo, comprendiendo la gravedad de tales hechos, tuvo que hacer esfuerzos para no dejarse caer.

—¡He sido una estúpida!

—No más que yo. Llegué tarde y ahora hemos perdido el arma más poderosa que teníamos para acabar con esta guerra.

Aun estando presente Arthur de Libra, quien había cargado en solitario contra Caronte de Plutón, nadie en la estancia se atrevió a dudar de las palabras del Sumo Sacerdote. En particular Kiki, testigo de la breve discusión entre su hija y el enemigo.

—Es irónico —habló el maestro herrero de Jamir—, por fin sabemos por qué la voz de Lucile era tan especial. No podía ser cosa mía, ¿cierto? Cuando empleé mis poderes psíquicos para expandir la mente de Akasha, no tuve resultados tan increíbles —recordó, dirigiendo a la santa de Virgo una mirada llena de culpa; que la joven negara con la cabeza, restándole importancia, no bastó para aliviarla—. Tampoco Nenya y Fjalar, mis discípulos, escaparon de mis expectativas. Ni Ethel… —La culpa se intensificó, convirtiéndose en una mueca de dolor que solo podía compartir con una en aquella sala; esta vez, Akasha se acercó a él, poniéndole la mano en el hombro—. Gracias, hija. Disculpadme el resto, quiero decir algo importante. No sé si Lucile no me lo dijo por orgullo o porque es hasta este momento que lo entendió, pero hoy he descubierto que la voz de Lucile proviene de la misma fuente que el poder de los Astra Planeta. Por eso puede someter a cualquier mortal, aun a quienes son más poderosos que ella, del modo que desee. El día en que fui a visitarla y le abrí las puertas hacia ese poder llevó la corrupción que había en mi mente desde que contacté la Esfera de Plutón, en mi lucha contra Caronte hace trece años. ¡Heredó, de forma indirecta, el poder de un Astra Planeta! Un poder que supera al de un santo de oro, como hoy hemos visto.

Terminó la explicación dejando caer los hombros, acaso buscando el perdón de quien ahora estaba en manos de Minwu de Copa. Sentía haberle fallado.

—Si se me permite decirlo —terció Arthur de Libra—, Lucile no es la clase de persona que obtiene poder por una cuestión de azar, es demasiado lista para eso.

—No comprendo —dijo Kiki, extrañado.

—¿Crees que le echaste una maldición a una joven talentosa? ¿Una maldición que Caronte ha liberado esta noche? Olvídalo —ordenó Arthur—. Si Lucile ha podido usar ese poder estos años es porque solo ella podría. Cualquier otro, incluso el discípulo de Mu de Aries, entrenado para sucederle, habría colapsado bajo esa presión. Lucile convirtió tu condena en música y dio con ello paz a su maestro y a los futuros hijos que tendría. Demasiados, pienso yo.

La última pulla iluminó el rostro alicaído del maestro herrero de Jamir. Porque era algo más que un discurso para animarlo, era algo que podía creerse. Lucile era así.

—Siempre fue demasiado lista —dijo Akasha de repente.

—La tercera persona más lista del Santuario —concedió Arthur—. No obstante, hoy fue imprudente, pienso que para protegerte, hermanita. Así que solo nos queda sacar algo bueno de la situación: si Caronte se apuró en dejarla sin voz, saltándose la tregua que nos concedió, es porque teme ese poder. Podría ser nuestra carta del triunfo, no para devolver las huestes de Hades al descanso eterno, sino para dejar a Caronte, probable general de las mismas, a merced de nuestro poder combinado.

 

Una vez aclarado la cuestión de Lucile, Akasha escuchó de boca de Arthur y el Sumo Sacerdote todo lo que sabían de la relación de Gestahl Noah y Orestes. Hasta Kiki dijo algunas cosas interesantes, revelando que el líder de los caballeros negros ya se había acercado a él antes de la invasión de Caronte, siendo quien les proveyó de gammanium para la guardia esa dura noche. Fue claro para todos que cada uno había buscado la alianza de los ejércitos de Atenea y Poseidón con las de aquel dios sin nombre, ajeno a la mitología conocida, que llamaban sin más como el Hijo. Uno mediante la manipulación, el otro a través de un abierto ofrecimiento de ayuda.

La ira que Akasha sintió hacia ese hombre, y más aún hacia sí misma, se fue diluyendo. La amenaza de Caronte era inminente, al punto que atacaría después de que acabara el plazo dado por los Campeones de Hades en Alemania. El Sumo Sacerdote no tuvo problema en revelar también aquel asunto, así como acusar sin sutilezas a Arthur de negligencia, por negarse a tomar acción hasta que tomara una decisión respecto al destino de Akasha. Con todos los datos a la vista de los reunidos, el curso de la conversación pronto retomó el primer y más valioso aporte del Ojo de las Greas: la trascripción de una conversación entre el Barquero y la fallecida Geist, en la que el primero exponía parte de los planes que el Hades tenía para la Tierra.

—Si todo esto está relacionado, los Campeones del Hades serán los generales del ejército del inframundo, con Caronte de Plutón como máximo dirigente.

Tal fue la conclusión del Sumo Sacerdote, a la que Arthur solo añadió una opinión.

—Si no puede tener al Santuario como aliado, ¿por qué no el inframundo, a donde todos los hombres iremos tarde o temprano? Muy astuto.

—Siempre fue previsor —recordó el Sumo Sacerdote—. Por eso debemos prepararnos lo antes posible, no sea que también desee romper esta nueva tregua que nos dio.

Los santos de oro presentes —Akasha, Arthur y Triela—, se acercaron al líder esperando órdenes, pero fue a Kiki y Azrael a quienes se dirigió.

—En primer lugar, quiero que mandes un mensaje a todos los santos de Atenea para que se reúnan en el Santuario este mismo día. Los de bronce y de plata tendrán hasta el mediodía para personarse a los pies de la montaña junto a cualquier guardia que no esté destinado a Rodorio; los de oro, deben presentarse ante mí de inmediato, en la Torre del Reloj. Solo el guardián del primer templo queda liberado de esta exigencia.

—¿Por qué el Ermitaño puede saltarse una norma que es para todos? —cuestionó Kiki.

—No tengo tiempo para esto —dijo el Sumo Sacerdote con impaciencia. A la vez que hablaba, el maestro herrero de Jamir se vio envuelto en la misma distorsión espacio-temporal que transportó a Lucile fuera del recinto, al inicio de la reunión. No había terminado de desaparecer cuando dirigió la atención a Azrael—. ¿Tus dolores…?

—No han vuelto —informó Azrael—. Mi cabeza está operativa.

—Mis pupilos tienen algo que contarme sobre esto —dijo el Sumo Sacerdote, mirándolos—, pero tendrá que esperar. Quiero que movilices la Guardia de Acero a Bluegrad en no más de tres días. No pienso dar el gusto al rey Bolverk de ser yo quien inicie las hostilidades, como no se lo di a Caronte, sin embargo, tampoco deseo que un viejo amigo y aliado se vea desprotegido. ¿Tienes algún problema?

Bajo la mirada del Sumo Sacerdote y el Juez, Azrael solo pudo evitar que Akasha fuera implicada en lo que ambos ya parecían saber. Los nervios, por otra parte, se le notaban demasiado. Habían pasado demasiadas cosas esa noche.

—Conocéis el proyecto Edad de Hierro.

—Si crees que puedes rascarte la nariz en Grecia sin que yo lo sepa, eres un ingenuo, Azrael —contestó el Sumo Sacerdote, a sabiendas de que no era una pregunta—. Estaba al tanto, Akasha se limitó a confirmármelo hace unas horas.

—Comprendo —dijo Azrael—. Se hará como usted ordene, Su Santidad, pero si me lo permite, hay otra zona que la señorita y yo creemos que debe ser vigilada. —El Sumo Sacerdote asintió, permitiéndole continuar—- Se trata de la torre que se eleva en tierra de nadie, a mil kilómetros del monte Lu —dijo Azrael—. Si las fuerzas del Hades rompen ese sello, la guerra que se avecina sería aun peor.

—Comprendo. Arréglalo como puedas —ordenó el Sumo Sacerdote, transportando en ese mismo momento a Azrael al Centro de Investigación del profesor Asamori. El pobre asistente no tuvo tiempo ni de despedirse de Akasha.

 

De ese modo, la movilización de los santos y la Guardia de Acero se ponía en marcha, siendo claro que Bluegrad y la frontera occidental de China serían campos de batalla en unos días, junto a Alemania. Por mucho que el Sumo Sacerdote quisiera esperar hasta el último minuto, era claro para Akasha que en el momento en que el rey Bolverk pusiera un pie fuera del castillo Heinstein se encontraría con un grupo de asalto dirigido por Arthur, con el objetivo de cortar la cabeza del ejército antes de que iniciara la guerra.

—Tres frentes suena más simple que siete pilares, ¿no lo crees? —preguntó el Sumo Sacerdote, en un impensable tono de ironía—. Espero que sean solo tres…

De inmediato, la excepción que suponía el santo de Aries a la llamada general de todo el ejército de Atenea cobró importancia. ¿Podía ser que estuviese investigando algo?

—Aqueronte se manifestó aquí, Cocito en Bluegrad y Flegetonte en Alemania.

—No, Reina Muerte no ha reaparecido, hermanita.

—Dejemos el asunto de Leteo al Ermitaño —cortó el Sumo Sacerdote—. Ahora me interesan dos cosas: la inmediata recuperación de Lucile y tu destino, Akasha. Como comprenderás, ya no puedo enviarte al cabo de Sunion… —aclaró, ladeando la cabeza hacia Arthur—. Necesito a todos los santos de oro para la operación que he diseñado.

—Al respecto de mi destino, solo puedo confiar en Su Santidad, el maestro a quien admiro y respeto —dijo Akasha de inmediato, con una templanza que debía ser inesperada para aquellos dos, considerando la manera en que Azrael fue empujado a realizar sus deberes. Tal había sido la forma en que había sido educada, para ser algo más que la joven que velaba por la seguridad de su asistente, para ser Akasha de Virgo, defensora de la Tierra y la humanidad—. Pero sobre Lucile, creo que hay una alternativa a la Fuente de Atenea, si esta no pudiera reparar el daño.

—¿Qué alternativa? —dijeron al tiempo Arthur y el Sumo Sacerdote, extrañados.

Akasha no los culpaba. La sola idea le parecería absurda en otras circunstancias.

—El mismo que me libró del Lamento de Cocito, el mago Oribarkon, podría ayudar a Lucile —afirmó, dirigiéndose luego hacia Triela, la veloz y eficiente santa de Sagitario—. ¿Podrías dar un mensaje a Orestes de la Corona Boreal?

 

***

 

Los empleados y huéspedes de El Arca habían caído en un mágico y conveniente sueño a la vez que el edificio era arrancado de su natural posición, primero por el Advenimiento de Erebus y luego por la Otra Dimensión. Los hombres del exterior estaban bajo otra clase de hechizo, pues una ilusión indistinguible de la realidad había ocupado el lugar del edificio mientras el original terminaba de estabilizarse. Aun tratándose del Sumo Sacerdote, antaño Kanon de Géminis, las prisas no eran aconsejables cuando se estaba restaurando una posada llena de gente.

De la zona, solo los santos se mantuvieron conscientes. Mientras paseaba de un lado a otro, Makoto se preguntaba si el Sumo Sacerdote también habría dormido a Azrael.

«Eso le enseñaría a no jugar con cosas que no entiende.»

June de Camaleón permanecía de pie frente al posadero, que descansaba en el recibidor. Armada para la batalla, con la máscara siempre cubriéndole el rostro, nadie diría que acababa de salir de una cena con su amado.

—No entiendo por qué la sigue llevando —se atrevió a decir Makoto—. ¿No es un hecho que usted y el señor Shun son pareja?

«De nuevo hablando de más —pensó enseguida, sonrojado—. No, no es propio de mí. El que cuestiona las tradiciones sin parar es Azrael.»

—Para Shun, soy una mujer que ama y desea ser amada —dijo June de pronto, sobresaltándole—. Para el resto, sigo siendo una santa de Atenea, dispuesta a luchar por la salvación de este mundo como todos mis compañeros.

—Pero no debía ser así esta noche. Tenían una mesa para ustedes solos, apartados del mundo. Quizá la última cena que podrán compartir. No debí molestarles.

—¿Eso crees? —June se le acercó con pasos lentos y tranquilos—. No es posible que tengas tan poca fe en nosotros. ¿No fue Seiya quién te inspiró?

—Desde que me infiltré en Hybris han pasado demasiadas cosas, la mayoría malas. Estamos enfrentados unos con otros, compitiendo división contra división. El Sumo Sacerdote nos ha convertido en exiliados y Akasha es ahora una condenada a muerte. El Santuario no está bien, simplemente no está bien. ¿Cómo tener fe en estas circunstancias? ¿Dónde están los héroes como Seiya, que solo seguían adelante? Sé que siempre digo lo mismo, pero es que nada cambia. Lo que atacó la posada…. ¿Es Caronte, verdad? Es… demasiado… Sentí que mi alma… Caronte, cuando lo enfrentamos, éramos un ejército unido contra una sola legión y acabamos diezmados. ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Nos destruiremos los unos a los otros mientras él mira?

Solo paró de hablar cuando se dio cuenta de qué voz estaba escuchando, la de un chico asustado que se limpiaba unas tímidas lágrimas con la mano vendada. Era ridículo.

—¿Todavía te parece gracioso? —dijo June de repente.

Makoto no entendía nada de nada, salvo que no podía estar burlándose de él.

—¿A qué se refiere, señorita June?

—A mi forma de comer con la máscara puesta. Creías que te íbamos a poner una venda, hasta bromeaste con que Azrael te echaría pimienta en los ojos. No hizo falta, porque puedo comer sin que me vean el rostro.

—Es que usted es una santa de bronce y yo… ¡Ay, dioses! —exclamó Makoto, tapándose la boca—. Juro que no pretendía ofender.

—¿Cómo podría ofenderme con la verdad? —dijo June—. Eres un santo de plata, uno muy fuerte. No dudo que seas más rápido que yo. Luchaste con Hipólita.

—Y usted luchó contra la legión de Leteo —apuntó Makoto, rememorando la única conversación que pudieron tener antes de que iniciara el ataque. De cómo Shun había tratado a la santa de Camaleón en persona, sin siquiera consultarlo con el Santuario—. Los dos somos santos de Atenea.

—Cada uno con habilidades únicas. ¿Qué te parece si tú me ayudas a mejorar mis reflejos y a cambio yo te enseño a comer tan rápido que nadie pueda verte? Es una cuestión de habilidad, no de ser rápido, puede que te ayude en el combate.

—¡Me encantaría, señorita June! Quiero decir, si al señor Shun no le molesta, claro.

—¿A mi afable compañero, que sueña con ser doctor en una época de paz? ¡Por supuesto que amará tratar mis heridas más veces!

Una vez más, Makoto se sonrojó, a lo que la santa de Camaleón estalló en una carcajada contagiosa que hizo reír a su compañero de plata. Las preocupaciones, poco a poco, fueron apartándose del aquel recinto en el que todos dormían.

 

Un temblor indicó que El Arca volvía a ser parte del plano físico del que Caronte lo había arrancado durante aquel ataque inesperado. Al tiempo, una luz bajó por las escaleras hasta el recibidor, donde Makoto y June la veían con extrañeza.

La estela tomó la forma de Triela junto a la salida, al tiempo que un segundo sujeto aparecía. No se había teletransportado, había estado allí todo el tiempo, protegiendo la posada mientras que Akasha se ocupaba de mantener a salvo las vidas sencillas de la gente con un sueño reparador. Pero para Makoto, un novato en los secretos del cosmos si se comparaba a quienes dominaban el sentido que trasciende a los primeros seis, la ilusión bajo la que Orestes de la Corona Boreal estuvo oculto era indistinguible de la realidad. Tal era el dominio que el siervo del Hijo tenía sobre la luz.

Como era su costumbre, Triela dio un mensaje rápido y se largó a toda velocidad, indiferente a quienes la estuviesen mirando. No fue arriba de nuevo, sino que salió de la posada por razones que Makoto y June no tardaron en entender.

—A todos los santos de Atenea en Grecia, el Sumo Sacerdote exige vuestra presencia en el Santuario en el mediodía —oyeron Makoto y June en sus mentes—. Repito: se exige vuestra presencia en el Santuario en el mediodía.

Con eso quedaba todo claro, incluso si faltaba la declaración oficial, a la que a buen seguro asistirían. La guerra había empezado. Era el momento de luchar.

—Iré arriba —dijo June—. Su Santidad debe saber a dónde ha ido Shun.

—Yo también debería —asintió Makoto—. Es mi deber impedir que Azrael haga locuras en momentos como este. ¡Espera un momento!

Juntando las manos y bajando la cabeza, el santo de plata logró convencer a June y corrió hacia Orestes, quien también salía de la posada a cumplir alguna misión que Triela le había encargado. ¿Qué misión? ¿Por qué ese sujeto, que por años había visto como una estatua, ahora trabaja para el Santuario como si nada? Todo eso no le importó en ese momento. Estaba acostumbrado a una vida que no podía entender.

—Fuiste tú, ¿verdad? —dijo Makoto—. Tú me salvaste de Gestahl Noah.

—El Hilo de Ariadna existe para salvar vidas —dijo Orestes a modo de explicación—. Debéis avisarme cuando esto ocurra. Gestahl Noah no debe hacer nada que rompa la alianza que hay entre las fuerzas defensoras de este planeta. Yo me encargaré de que así sea, como siervo del Hijo que debe velar por su…

No completó la frase.

—¿Por su…? —dijo Makoto.

—No me hagáis caso —contestó Orestes antes de marcharse.

 

***

 

Tal y como Akasha previó, Orestes pudo contactar sin problemas a Oribarkon a través de Gestahl Noah, formalizando una cita entre el telquín y Lucile de Leo, con Arthur de Libra como testigo. Ya que el caballero de la Corona Boreal y la sombra de Altar tenían un ejército que movilizar según los intereses del Santuario, Oribarkon había venido solo a esa reunión. Por eso se le concedió escoger dónde se daría la reunión y cuánto tiempo les concedería. Después de todo, tenía mucho trabajo esos días. Debía armar a todos los caballeros negros con las armaduras más resistentes que pudieran crearse.

A Lucile le gustó tanto la idea de Akasha, que no quiso posponer la prueba ni siquiera en lo que Minwu tardaba en examinarla. Ella y Arthur, de hecho pasaron a través de un portal hasta el particular punto de encuentro escogido por Oribarkon.

Las misteriosas tumbas bajo los terrenos de la Torre del Reloj.

—Bienvenidos, herederos de Hashmal, Señor de la Guerra y Éxodo, el Sidéreo —saludó Oribarkon—. ¿Qué puedo hacer por vosotros, si puede saberse?


Editado por Rexomega, 14 diciembre 2020 - 16:04 .

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Publicado 21 diciembre 2020 - 15:58

Saludos

 

 

Capítulo 56. Reunión dorada

 

En el interior de la Torre de Reloj, todo era oscuridad.

Akasha de Virgo permanecía en el centro, vestida con una sencilla y holgada túnica en lugar del uniforme militar que había llevado los últimos dos años de exilio. Alrededor de ella, ocho figuras la escrutaban desde las tinieblas que ni los dorados mantos que llevaban podían disipar. Así lo imponía el Sumo Sacerdote, también cubierto en esta ocasión por el manto de Géminis, un detalle que no era en absoluto banal.

—Bienvenidos, hermanos de oro —saludó Kanon a la audiencia—. Me complace que hayáis venido sin que fuera necesaria una segunda convocación. Hoy…

—Faltan la Bruja y el Juez —interrumpió la voz aguda de un anciano risueño, el único entre los doce que usaba tan despectivo sobrenombre a la guardiana del quinto templo, en lugar del más habitual Leona de Oro—. Yo lo noto más que nadie, hace frío aquí.

Pese a la oscuridad imperante, el origen de aquella voz no dejaba lugar a dudas de dónde se encontraba el viejo: a la diestra del guardián de Géminis, en el lugar reservado al guardián del cuarto templo zodiacal.

—Lucile y Arthur regresarán a tiempo, Nimrod de Cáncer —aseguró Kanon.

—Cuando el Sumo Sacerdote convoca a los santos de oro, no hay excusa para no acudir —dijo una nueva voz, de timbre artificial, que no podía ser sino de aquel que solo estaba allí en mente y en espíritu. El santo de Aries.

Una discusión estalló con esa declaración entre los que asentían y los que protestaban que el Ermitaño, como era conocido el guardián del primer templo zodiacal, debía guardarse tales opiniones. Kanon la detuvo dando un sonoro paso, metálico, y una palmada. La mitad de los presentes se disculpó por la rencilla.

—Regresarán a tiempo —dijo Kanon—. Aun si sé qué respuesta me darán, os aseguro que todos podréis conocerla en persona, ya que para eso estáis aquí. En el día de hoy, la voluntad del Sumo Sacerdote se manifestará a través de diez voces, las de los santos de oro de esta generación. Solo Akasha estará fuera de la votación, por razones evidentes.

La susodicha, a buen seguro objeto de toda suerte de miradas, asintió.

—¿Qué hay de Adremmelech? —dijo Nimrod.

—Tendrá voz y voto el día en que Hybris necesite un nuevo líder. —Con un encogimiento de hombros, Kanon se deshizo de la inoportuna pregunta y prosiguió—: Nuestro futuro está en juego, por eso debo pediros lo que siempre he recibido de todos vosotros. Así como en el pasado acatasteis mi voluntad como si fuera la de Atenea en persona, juradme que acatareis lo que aquí se decida, dejando atrás todas las dudas. ¡Responded ahora como hombres y servid en adelante como santos de Atenea!

La respuesta fue unánime. Todos hicieron un gesto de asentimiento.

—Bien —aprobó Kanon—. Responde primero tú, Ofión de Aries, que has decidido personarte a pesar de mi dispensa.

Hubo una distorsión allá donde la proyección astral del interpelado se encontraba. Ya fuera un inconveniente en la misión que llevaba a cabo, ya una turbación en las emociones del Ermitaño, no duró. Fue tan breve como breve fue su respuesta.

—No.

—Sea —dijo Kanon, neutral—. Ahora tú, Garland de Tauro.

Antes de responder, el Gran Abuelo, como era conocido el guardián del templo de Tauro, lanzó un gruñido al Ermitaño. No estaba nada contento con su respuesta.

—Sí, desde luego que sí.

—También esa es mi respuesta —dijo Kanon—. No como Sumo Sacerdote, sino como santo de Géminis, digo que sí. ¿Cuál será la tuya, Nimrod de Cáncer?

Durante el primer minuto, nadie dijo nada. Durante el segundo, tampoco. El Pequeño Abuelo, guardián del cuarto templo zodiacal, no dijo nada por doscientos segundos bien calculados, ni siquiera mostró emoción alguna por las respuestas de Ofión y Garland, asemejándose a la neutralidad con la que el Sumo Sacerdote daba ejemplo al resto.

—¿Se trata de esa niña, no? —empezó a hablar Nimrod, a toda prisa, como preparándose para cualquier interrupción. Señalaba Akasha con la mano extendida, oro mortuorio emergiendo de las sombras; los dedos, aunque marcados por arrugas, eran fuertes como las pinzas de un cangrejo—. Al principio no me caía bien. Y quiero decir con ello que de verdad no me caía bien. Pobre niña que lloraba por los santos de Atenea caídos en batalla. Pobre niña que decía por los cuatro rincones del mundo que un santo nunca muere. ¡Bah! A mí no me conmovieron esas niñerías cuando algún desconocido me contaba a mí, el nuevo, el advenedizo Ladrón de Tumbas, cómo debía ser un santo de Atenea. Entregado, compasivo, bueno. ¿Bueno? ¿Con los santos de Atenea, que gozan de una responsabilidad y un destino a la altura del gran poder que atesoran? ¡Bah! ¡Mil veces lo digo! ¡Bah! —Y a modo de ejemplificación, repitió diez veces aquel molesto sonido—. Era del montón. ¿Por qué nadie lo veía? ¿Por qué todos, incluido Su Santidad, creían que era algo excepcional? Todos podemos preocuparnos por unos cuantos seres queridos. ¡Todos, hasta los más villanos!

Si Akasha hubiese bajado la cabeza frente a la dureza con que Nimord de Cáncer la juzgaba, nadie la habría culpado. La actitud del Pequeño Abuelo, antaño llamado Ladrón de Tumbas, por considerarse que había hechizado el manto de Cáncer con algún conjuro, disgustaba a todos en la sala. Estaba tan fuera de lugar, que la persona que lo interrumpió fue la última que Akasha habría esperado ver acudiendo en su ayuda.

—Ve al grano —dijo Sneyder.

—Solo estoy explicando mi decisión, sé que los demás no se atreverán. No tenéis los arrestos, como ya me demostraron el Ermitaño y el Gran Vejestorio. Oh, rayos, Gran Abuelo, quise decir eso —rio Nimrod, a lo que Garland, para sorpresa de muchos, se le unió por un rato—. Como sea, ocurrió lo que ya sabemos. El entrenamiento de la niña que lloraba a los santos de Atenea fracasó año tras año, sin importar el maestro, porque ningún hombre, ni siquiera un héroe, podía guiar a la mocosa mejor que la vida misma. La Rebelión de Ethel, el Cisma Negro y la Pacificación. ¡Ahí fue cuando pudo brillar! Oh, no me refiero a cuando vistió el manto de Virgo, eso han podido hacerlo varios antes que ella, no debe ser muy difícil. Me refiero al momento en que en verdad dejaste de ser del montón y destacar. ¿Cómo fue que llamaste a la guardia?

—Santos de hierro —respondió Akasha con sencillez. La voz le temblaba.

—Es lo que único que admiro de ti, niña, por eso te ayudé en los mares olvidados y por eso estás aquí con todos nosotros. Porque muchos pueden vestir el manto de un siervo de Atenea, la armadura azul de un guerrero de Bluegrad y la hojalata sin vida de un caballero negro. Y todavía más personas pueden sentirse tristes por ver unos cuantos cadáveres. Sin importar la edad, muchos vomitarían, como según sé tú lo hiciste —apuntó Nimrod con un descaro que colmó la paciencia de Kanon. El Pequeño Abuelo ignoró las pisadas, palmas y gritos—. Ya daremos el baile de la victoria después de la guerra, Su Santidad, por ahora déjeme terminar. Akasha de Virgo —exclamó, con una seriedad repentina—, convertiste el dolor que sentiste de niña en esperanza para quienes no importan a nadie, ni siquiera a los que aquí estamos. Me disgustabas por velar solo por los santos de Atenea y no me daba cuenta que hasta los lanceros de Icario y los vigías de Faetón eran santos de Atenea todo este tiempo. Por eso mi respuesta debe ser no, un rotundo no. El Santuario no puede perderte en este ámbito, porque nadie más que tú podría inspirar a los santos de hierro.

Terminado el discurso, Nimrod de Cáncer se recluyó en las sombras sin dar más explicaciones, mucho menos pedir disculpas. El Sumo Sacerdote escogió dejar el incidente por el bien de todos, dirigiéndose al siguiente santo de oro.

 

Ya que Lucile y Arthur no estaban presentes y Akasha no contaba, esa era Shaula de Escorpio, separada de sus compañeros por primera vez en meses. Eso le molestaba, pues había dejado claro al Sumo Sacerdote que Mithos y Subaru eran algo más que dos santos de plata excepcionales, eran parte de ella. Sin embargo, aquello no le producía ni la mitad de enfado que la respuesta del líder del Santuario a una pregunta tan delicada.

«¡Es tu pupila! —gritaba la joven para sus adentros—. ¿Cómo podéis tú y Garland condenarla? ¡Si yo contaba con vuestra ayuda, par de ancianos!»

No podía decir en voz alta tales pensamientos, como tampoco podía cambiar la manera de pensar de los presentes. Tenía que centrarse en lo que sí era posible: Ofión y Nimrod se habían negado a condenar a Akasha, uno más escueto que el otro. Era de esperar del Pequeño Abuelo, que dedicaba el tiempo que no pasaba en la Colina del Yomi a hacer de instructor para los mejores elementos de la guardia, por supuesto que le iba a gustar lo que Akasha había hecho tras la Rebelión de Ethel; lo del Ermitaño era inesperado, pero no sería ella quien se quejara. Gracias a él tenían una oportunidad. Sobre todo porque el voto de Lucile estaba garantizado.

—¿Shaula de Escorpio? —dijo Kanon, sacándola del ensimismamiento.

—S-Sí —contestó ella, con un vergonzoso temblor de voz. Meses aterrorizando a los enemigos del Santuario como la Muerte Roja y ahora hablaba como Subaru—. Quiero decir que sí soy yo. Mi respuesta es no, por supuesto. No.

—Puesto que la respuesta de Triela de Sagitario es afirmativa, eso nos deja con un empate —dijo Kanon—. ¿Qué hay de vosotros, santos de Acuario y Piscis?

Para Shaula no fue una sorpresa que la Silente estuviera de acuerdo con condenar a Akasha. Era lo suyo, matar a todo lo que se encontraba sin decir nada, incluso en circunstancias como aquella. Lo mismo ocurría con el Pacificador, era evidente…

—No —dijo Sneyder, sin más.

«Tengo que quitarme la cera de los oídos —Shaula—. Sneyder no ha podido decir lo que creo que ha dicho. ¡No sería posible ni en mil años!»

Consumida por la sorpresa, ni siquiera prestó atención a la respuesta de la guardiana de Piscis, poco más que un rumor en el Santuario. La Dama Blanca, al igual que la mayoría, tenía tan claro lo que debía decir que no dio explicación alguna.

—Sí.

Cuatro a cuatro. Todo quedaba en manos de Arthur y Lucile, que todavía no llegaban.

 

***

 

Sin que varios de aquel notable grupo lo supieran, bajo el lugar en el que se hallaban se estaba dando un encuentro de similar relevancia. Los santos de Leo y Libra de la actual generación con Oribarkon, creador de las escamas de Poseidón. En aquel recinto, un cementerio secreto revelado durante la batalla contra Caronte de Plutón, diez mil años de historia se encontraban. Solo los dioses podían saber hacia dónde apuntaría ello.

—Hashmal y Éxodo. Esos nombres están en las lápidas —observó Arthur.

—Por supuesto que están, este era el cementerio original —dijo Oribarkon, saltando hacia el Juez y tratando sin éxito de darle un bastonazo—. Manipulas los gravitones sin pretenderlo, ¿eh? Interesante forma de sobrevivir a uno de los Astra Planeta.

—Depende del punto de vista —dijo Arthur—. Mi Uranus Armor requiere de realizar ciertos cálculos menores para no desviar un ataque enemigo hacia donde pueda causar daño a otros. No obstante, que lo entendiera con un solo vistazo habla bien de usted. —Cualquiera en el Santuario con dos dedos de frente sabría que él era capaz de controlar la gravedad. El método y los usos eran ya una cuestión aparte. Ya con eso Oribarkon demostraba una compresión sobresaliente de los componentes del universo físico. El problema era que el daño causado a Lucile no era físico—. Si sabe de nuestra batalla con Caronte, sabrá también a qué he venido.

Ahorrándose los preámbulos, se aportó del telquín, dejando que solo Lucile quedara a la vista de Oribarkon, quien la observó con curiosidad.

—Sí, algo me había dicho el Segundo Hombre —dijo Oribarkon, para luego corregirse—. Gestahl Noah, caballero negro de Altar.

—¿Segundo Hombre? —repitió Arthur, sacudiendo la cabeza. Eso no era urgente—. Deberá disculpar mi rudeza, señor Oribarkon. ¿Puede curarla?

—Soy un mago. Claro que puedo. Con tiempo.

—¿No liberó a Akasha del Lamento de Cocito?

—Un regalo por las molestias que se tomó para liberar a mi señor Poseidón. El regalo menos costoso que he hecho nunca. Esa maldición afecta el alma y yo no tengo.

—¿Es usted un demonio?

—Tengo la piel azul. ¿Tú qué crees que soy?

Pese a que Lucile se había mantenido demasiado tranquila mientras Oribarkon la observaba, acaso emocionada por poder recuperar la voz así tuviera que esperar un tiempo, terminó haciendo un brusco gesto con la mano. No toleraría desvíos, ni siquiera si a parecer del Juez eran necesarios. Quería curarse, eso era todo lo que importaba.

—¡Casi me das en la nariz! —gritó Oribarkon, dando un bastonazo que acabó en la hombrera de Leo. El sonido retumbó mientras la santa daba un par de pasos hacia atrás, dolorida—. Está muy débil. No recomiendo que luche hasta que pueda preparar la poción. Tres días, no, cuatro, cuatro días. En el peor de los casos, cinco.

—Solo tenemos tres —dijo Arthur.

—Claro que solo tenéis tres. ¿Crees que el regente de Plutón iba a causar un daño irreparable sin tener en cuenta que había alguien que podía repararlo? —cuestionó Oribarkon mientras fallaba no menos de doce bastonazos contra el impertérrito Arthur—. Mi especialidad son los metales, no la medicina, mucho menos la que repara el espíritu. Ya es bastante que me moleste en hacerla con todo el trabajo que tengo.

Arthur y Lucile se miraron un momento, terminando por asentir. Podían contar con la Fuente de Atenea hasta entonces, a la vez que el telquín elaboraba la poción. En principio, no pedían nada con esa oferta.

—Tengo una condición.

—Somos aliados.

—Por eso estoy creando armaduras para la guerra sin cobrar un sueldo.

—Un demonio no necesita dinero.

—Claro que no lo necesito. Ay, demonios del abismo. Me rindo.

El último de los bastonazos que el telquín quiso acertar en el cráneo de Arthur por poco acertó en la pechera de Lucile. No había forma de evitar la Armadura Celestial del santo de Libra, al menos no con ataques directos.

—¿Por qué no usa su magia?

—Ya lo he dicho, lo mío son los metales, no la medicina y el cosmos. Pese a que los telquines compartimos nuestros conocimientos por el bien de nuestro señor Poseidón, al final cada uno es experto en un campo. Damon no fue llamado para crear las escamas del ejército marino, así como yo no pude someter a esa muchacha maldita por Cocito.

Damon. Un nombre peligroso. Era parte de la corte del rey Bolverk, según le había contado el Sumo Sacerdote. Un mago de gran poder con el que tarde o temprano tendría que combatir. La duda sobre si el telquín seguiría siendo un aliado cuando supiera esto nació y murió en la mente de Arthur al mismo tiempo. La lealtad del telquín estaba con Poseidón, no con el inframundo. Quienes estuvieran en el otro lado, eran traidores, así lo deducía de todas las acciones que tan singular personaje había realizado hasta ahora.

Además, no tenían tiempo para dudas. La interesada, Lucile, lo sabía, por eso dio un nada sutil codazo al santo de Libra. No podía comunicarse de otra forma.

—Ni siquiera la telepatía sirve —murmuró Arthur. Tras sacudir la cabeza, se dirigió al telquín con gesto grave—: Creo que Caronte se ha asegurado de neutralizar a Lucile sin matarla. Debe creer que no ha roto la tregua, de alguna retorcida manera, no obstante, la ha roto en hechos e intención, porque solo hay una razón para este ataque: considera a Lucile un problema; un peligro, me atrevería a decir.

—Yo creo que solo le caía mal.

—Nos tienes en tus manos —aceptó Arthur, ignorando la intervención del telquín—. Danos tu condición y la cumpliremos. Solo una. Habla, ya que el tiempo apremia.

—Quiero que oigáis una historia.

Arthur alzó las cejas. ¿No había sido claro con lo del tiempo?

—Solo serán treinta minutos. Es muy importante.

Otro codazo resonó en el manto de Libra, desprotegido para Lucile como un gesto de buena voluntad por parte de Arthur. De algún modo tenían que comunicarse.

—¿De qué trata esa historia?

—Estamos en un cementerio. ¿De qué crees que va a tratar?

Con los brazos abiertos, el telquín abarcó las tumbas bajo la Torre del Reloj, con nombres de los que ya no quedaban registros en el mundo entero.

 


Editado por Rexomega, 21 diciembre 2020 - 16:01 .

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